Rudy Giuliani nace en mayo de 1944. Será un patriota
que demostrará su patriotismo entregándole a su ciudad (alguna vez dirá
“New York soy yo”) la seguridad que sus ciudadanos reclaman, que
reclaman a cualquier costo, que la esperan de un hombre fuerte, de mano
dura, de un verdadero norteamericano, de uno de esos que saben que si
han nacido en “la casa de los bravos y la tierra de los libres” no es
para dejar que los negros, los latinos, los drogadictos y los mafiosos
se apoderen de ella, ni de la casa ni de la tierra que son patrimonio de
los buenos ciudadanos, de los amigos de la ley y el orden, únicos
fundamentos para que un país avance en el camino de una historia que
deberá pertenecerle como siempre le ha pertenecido, porque ese país es
“America” y “America” es para los americanos.
Antes de Giuliani, Nueva York era una ciudad peligrosa, se
calculaban (en un cómputo que alarmaba) más de seis asesinatos por día,
ocho violaciones y arriba de cuatrocientos hechos de violencia (de
violencia menor, que no se llevaba la vida de nadie pero atemorizaba a
todos). La orgullosa Gran Manzana se había transformando en la Gran
Manzana Podrida. Había una policía corrupta que daba amparo al
vandalismo de los jóvenes, que lucraba con el crac y, si en las cárceles
había presos, era para lanzarlos hacia la noche, para que asaltaran y
vejaran a los ciudadanos y regresaran para repartir el botín con unos
custodios de la ley que, lejos de custodiarla, eran parte y posibilidad
de su constante erosionamiento.
Así, en medio de este estado de cosas, Giuliani asume la alcaldía de
la ciudad. Es un republicano que gusta decir: “Los demócratas creen que
las cosas van a mejorar. Nosotros queremos que mejoren ya”. Años
después de su faena exitosa el escritor Wayne Barret escribirá un libro
simplemente llamado: Rudy! En 2003, basado en ese libro, se hará un
telefilm bajo el título de The Rudy Giuliani Story, su protagonista será
James Woods que se alzará con el premio al mejor actor de un film para
TV y dirá, en el acto de su premiación, que admira a Giuliani, de aquí
que lo haya interpretado tan eficazmente. Woods miente: nunca ofreció un
mal trabajo, es un actor brillante, uno de los mejores, lejos, de su
generación, un actor que nunca aburre, un enorme roba-escenas con el que
da miedo trabajar de notable que es. El telefilm de Woods –porque todo o
gran parte de su mérito se lo debe a su interpretación– desarrolla las
dos teorías en que se basa el esquema de aniquilación del delito que
instrumentó Giuliani: tolerancia cero y ventanas rotas. Vamos a
detenernos en las ventanas rotas. Se lo asocia, acaso inevitablemente,
con la Noche de los Cristales Rotos en que los SA destrozaron los
ventanales de todos los comercios judíos de Berlín. Pero se trata de
otra cosa. Para Giuliani, el enemigo es el que viola la ley, sea judío,
african-american o latino. Y si la viola es porque hay una ventana en el
sistema de seguridad que alguna vez fue rota y no se arregló. Al
comprobar que es posible romper algo y no pagar por eso serán rotas
todas las ventanas de la ciudad. La tolerancia cero significa entonces
que hay que detener el delito en la primera ventana que éste destruya.
Sin embargo, todos saben que la seguridad se paga al contado con la
libertad de todos los ciudadanos. Hoy, Nueva York tal vez sea, como
dicen muchos admiradores de Giuliani, la ciudad más segura del mundo,
pero también la más vigilada, la más sometida al espionaje de los
servicios de seguridad. Además, aunque Giuliani se empeñe en defenderse
al decir que tolerancia cero no es mano dura, cuando inició su trabajo
inundó de policías la ciudad, lanzó sobre ella casi cuarenta mil
efectivos. Hay un peligro enorme en esta medida. No se consigue una
cifra tan elevada de policías sino al costo de sumar elementos nuevos,
de escasa experiencia, de nervios fácilmente alterables. Y todos sabemos
que un policía inexperto acude a su gatillo no bien se enfrenta a una
situación que otro –más veterano– solucionaría menos drásticamente. De
aquí que las muertes por gatillo fácil se incrementen siempre que una
ciudad es tomada, inundada por la policía. Del gatillo fácil pueden ser
víctimas todos los ciudadanos, no sólo los llamados malvivientes.
Giuliani, como toda la derecha norteamericana, consolidó su poder
con el atentado a las Torres Gemelas. En el telefilm de Woods, se lo ve
abriéndose paso entre una multitud aterrorizada, en medio del asfixiante
polvo de ladrillo, entre cadáveres, vidrios rotos y cortantes, para
quedar solo ante el espectáculo de la devastación y exclamar, entre el
asombro, la indignación patriótica y esa furia imperial que ya reclama
la retaliación de semejante agravio (retaliación que aún continúa):
“¿¡Qué le han hecho a mi ciudad!?”. Si dice mi ciudad es porque antes ha
dicho esa frase que ya citamos y repetimos ahora porque define la
personalidad y la dureza de Giuliani: “New York soy yo”. Ese sentido
exacerbado de la posesión del territorio es lo que muchos llaman
“patriotismo”. Los nazis decían actuar impulsados por la tierra y por la
sangre. El nacionalsocialismo de Heidegger se devela en su amor por lo
agrario, por lo campesino, por la pureza de la tierra, por la
identificación de la patria (Heimat) con el territorio en que se
expresa. Así, Peter Sloterdijk bien puede definirlo como un filósofo
agrario. Heidegger, además, comparte con Giuliani (o Giuliani con
Heidegger) el preciso concepto de errancia. El “errante”, que para los
nazis era el judío, para Giuliani –como para toda la derecha actual– es
el inmigrante o sus descendientes: los chicanos, los hispánicos, los
africanos. El ilegal alien que hoy es la pesadilla de los países donde
la riqueza y el poder se dan cita: Alemania, Francia, Italia. Aquí, en
Argentina, el ilegal alien adquiere la figura del peruano, el paraguayo,
el chileno y, supremamente, el boliviano o el bolita. Hasta tal punto
llegó la furia contra el inmigrante de piel morocha, al que se
identifica sin más con el delincuente, que se incurrió en algo (que los
medios de comunicación alimentaron) nunca visto en Buenos Aires: el
linchamiento.
En su Carta Abierta 16, el grupo de intelectuales que se nuclea en
Carta Abierta dice: “Los episodios de linchamiento que tanto impactaron a
una sociedad no habituada a estas respuestas no son ajenos a este clima
artificialmente creado por quienes medran con el discurso del miedo
para desvirtuar cualquier sentido de ciudadanía y de solidaridad”.
Ocurre que la llegada de un Rudy Giuliani siempre está alimentada por la
erosión de esos dos conceptos: ciudadanía y solidaridad. Por otra
parte, la idea de la solidaridad no es parte del credo capitalista que
opta por la del egoísmo o la codicia (ver Adam Smith o Gordon Gekko en
Wall Street, el film de Stone). Más adelante, el texto de Carta Abierta
expresa: “La presentación de la represión al delito como una guerra
podría considerarse como un mero ejercicio retórico si no fuera que ese
discurso propicia hoy en el mundo la reinstalación de los principios
intervencionistas de la Doctrina de la Seguridad Nacional”. Esta
doctrina es la que practica (sin proclamarla) Giuliani: la policía debe
intervenir y limpiar la ciudad –ante todo– de mendigos, limpiavidrios,
prostitutas, borrachos. Luego tiene que continuar con unidades que
castiguen a los que violan las señales de tránsito, a los niños que
hacen prácticas de malabarismo ante los automóviles, los que venden
droga en las escuelas, continuando –siempre por medio de la creación de
unidades de represión– con los que alteran la paz sonora, los ruidosos, y
los que ensucian la ciudad con sus graffitis. (Giuliani nunca se enteró
ni se enterará de la teoría del street art.) El fundamento siempre es
el de la ventana rota: hay que acabar primero con los pequeños delitos
para luego terminar con los grandes. Así, Giuliani se ha convertido en
el símbolo de la lucha contra el delito. No es casual que lo contraten
de otros países. Es un asesor de lujo y, por consiguiente, un asesor
carísimo. Cobra entre cien mil y cuatro millones de dólares por sus
consejos. Ignoramos cuánto le pagó el ex intendente de Tigre.
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