sábado, 20 de julio de 2013

Leila Guerreiro - El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de la pampa

 

 
¿Qué conexión oculta puede existir entre madame Bovary, una periodista argentina y la esposa de un farmacéutico? Las páginas que siguen explican tan peculiar cruce de caminos.
Vengo a decir lo que quizás no deba decirse. Vengo a decir que no he leído lo que escribieron, acerca de Gustave Flaubert y de sus criaturas literarias, autores como Jean-Paul Sartre, Guy de Maupassant, Charles Baudelaire, Marcel Proust, Émile Zola, Julio Ramón Ribeyro, Roland Barthes o Harold Bloom. Quizás sería más justo decir que he leído, pero que he olvidado, y que, en todo caso, no he vuelto a leer.

Sea como fuere, eso no tiene importancia.

En su ensayo de 1974, llamado La orgía perpetua, el escritor peruano Mario Vargas Llosa, hablando de Madame Bovary, la novela que Flaubert publicó a mediados del siglo XIX, dice: “Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona”.

De eso, entonces, vengo a hablar: de la suma de razones, y de la vida y la muerte de María Luisa Castillo.
Todo lo demás no tiene la menor importancia.
***
Era abril de 2012 y yo estaba en la Ciudad de México, hospedada en un barrio vagamente peligroso, en un hotel situado sobre una avenida por la que, me habían advertido, no debía caminar sola bajo ninguna circunstancia. Pero ahí estaba yo, que había caminado por la avenida – sola bajo toda circunstancia–, sentada sobre el muro de una gasolinera, esperando a una persona a la que iba a entrevistar. Era uno de esos atardeceres gélidos y tropicales de la Ciudad de México, con las bocinas raspando el cemento, y la luz del sol, enrojecida por la contaminación, reptando por las paredes de los edificios, cuando pensé: “Aquí estoy, una vez más lejos de casa, esperando a alguien que no conozco en una esquina que no volveré a ver jamás. Y esta es exactamente la vida que quiero tener”.

Y porque sí, o porque ya nunca pienso en ella, o porque empezaba a pergeñar esto que leo, recordé, como del rayo, el rostro rubicundo, los dientes enormes, los aros de vieja, el pelo lacio, el aroma a pan y a perfume barato de María Luisa Castillo, que fue mi amiga y que, durante mucho tiempo, tuvo tres años más que yo.

Entonces saqué un papel del bolso y empecé a tomar estas notas.

***
Sé, de Flaubert, lo que sabemos todos: cuarto nacido vivo después de tres que nacieron muertos, hijo de un médico y de una madre glacial, autor de Madame Bovary, padre de la novela moderna, gladiador del estilo indirecto libre, etcétera, etcétera, etcétera. No tengo nada que decir acerca de todas esas cosas. Pero si es cierto que Oscar Wilde, hablando del personaje de Balzac, dijo que “la muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida”, salvando las insalvabilísimas distancias yo podría decir que la vida y la muerte de Emma Bovary forman parte de lo que soy. O, para no parecer tan rimbombante, podría decir que me dejaron huella.

***
No era ni el mejor ni el peor de los tiempos. No era ni la mejor ni la peor de las ciudades. Eran los años setenta, era la infancia, era Junín, donde nací, 20.000 habitantes en una zona rica, agrícola, ganadera, a 250 kilómetros de Buenos Aires. Yo era hija de un ingeniero químico y de una maestra, y María Luisa Castillo era la hermana menor de un amigo de mi padre, un mecánico de automóviles llamado Carlos. El día en que la conocí yo tenía ocho años, ella once, y me pareció fea. Tenía la cara grande, alargada, las mejillas enrojecidas por un arrebol que yo asociaba con la gente pobre, y una ortodoncia brutal. Me dijo que no se llamaba Luisa, sino María Luisa, y yo pensé que ese era un nombre de persona vieja.

Luisa era discreta, tímida, pacífica. Vivía en un barrio alejado, en una casa con piso de tierra, sin agua corriente ni cloacas. Dormía, con un hermano mayor y con sus padres, en un dormitorio separado del comedor y la cocina por un trozo de tela. A mí nunca me impresionó que fuera pobre, pero sí que sus padres fueran viejos. Los míos, que no llegaban a los treinta, me parecían arcaicos. De modo que la madre de Luisa, que tendría 55 y tres dientes, y su padre, un albañil ínfimo de más de 60, debieron impresionarme como dos seres al borde de la muerte.

No sé en qué se iban las horas cuando estábamos juntas, pero sé que éramos inseparables. Yo tenía nueve años cuando le ofrecí mi juego de mesa favorito a cambio de que me enseñara cómo se hacían los bebés. Dijo que sí y, en el asiento trasero del auto de mis padres, la acosé a preguntas acerca de la rigidez y de la forma y de los agujeros, hasta que sollozó de vergüenza. Cuando terminamos, no le di nada: ni mi juego ni, me imagino, las gracias. No sé por qué era mi amiga. No sé qué le dejé. Qué di.
Un resumen muy torpe –y muy injusto– diría que Madame Bovary cuenta la historia de Emma, una mujer casada con Charles Bovary y madre de la pequeña Berthe, que se enreda en amores con un hombre llamado Rodolphe, con otro llamado Léon y que, finalmente, envuelta en deudas y a punto de perderlo todo, se suicida tragando polvo de arsénico.

Yo leí Madame Bovary a los quince y durante mucho tiempo creí que había entendido mal. Porque la tal Emma no resultó ser el gran personaje literario que esperaba, sino una mujer tan tonta como las chicas de mi pueblo, que construían castillos en el aire solo para ver cómo se estrellaban contra la catástrofe del primer embarazo o del segundo empleo miserable. Emma Bovary era una pájara ciclotímica que se dedicaba a arruinarse y arruinarle la vida a todos en pos de un ideal que, además, no quedaba claro. Porque ¿qué cuernos quería Emma Bovary? ¿Ser monja, ser virgen, ser swinger, ser millonaria, ser madre ejemplar? No me importaba que hubiera sido infiel (de hecho, esa me parecía la mejor parte del asunto), pero la cursilería rampante de sus ensoñaciones me sacaba de quicio. Emma fantaseaba con Rodolphe en el mismo grado de delirio con que mis compañeras y yo fantaseábamos con John Travolta, solo que, allí donde mis compañeras y yo sabíamos que John Travolta era un póster, ella ni siquiera era capaz de darse cuenta de lo obvio: que Rodolphe no era un hombre para enamorarse sino uno de esos patéticos galanes de pueblo que tragaban mujeres y escupían huesitos (y de los que, a decir verdad, Junín estaba repleto). La demanda devoradora con que se arrojaba sobre Léon –pidiéndole que le escribiera poemas, que se vistiera de negro, que se dejara la barba– no me producía emoción sino vergüenza ajena, y los arrebatos que la hacían fluctuar de madre amorosa a madre indiferente, de esposa amantísima a mujer desamorada, me resultaban agotadores. Trasvasados a la vida real, todos esos rasgos daban como resultado una mujer insoportable.

Pero, así como me molestaba el estado de humillante desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes, me parecía muy auténtico que su hija Berthe no le hubiera reblandecido el corazón y muy razonable que tuviera sexo, fuera de su matrimonio, no con uno sino con dos hombres. Y su suicidio, coronado con la muerte del marido y la orfandad desamparada de su hija, era de un egoísmo tan sublime, tan salvaje, que resultaba deliciosamente real.

Pero entonces, a fin de cuentas, ¿Emma Bovary era buena, era mala, era cobarde, era valiente, era mediocre? ¿Por qué no me daban unas ganas locas de ser ella, así como me habían dado ganas locas de ser Tom Sawyer o Holden Caulfield o la Maga?

Ahora, después de todos estos años, resulta sencillo saber qué pasó. Y lo que pasó fue que Emma Bovary me insufló enormes dosis de confusión, en una época en la que yo ya tenía confusión en dosis monumentales.
***
Cuando Luisa cumplió catorce años, sus padres –que a pesar de todos mis pronósticos no se habían muerto– le dieron permiso para salir de noche, usar maquillaje y ponerse tacos altos. Aunque me desilusionó descubrir que se maquillaba poco y usaba tacos discretos, su incursión en la vida nocturna me permitió entender los usos y costumbres de las discotecas, saber cuándo era prudente responder con entusiasmo a un beso de lengua o cuán abajo era “demasiado abajo” para la mano de un varón. Cuando salíamos a caminar por el centro, yo me enrollaba la falda en la cintura para que hiciera efecto mini y Luisa me prestaba su pintalabios con sabor a fresa. De todas las cosas que la evocan, nada me empuja tan agresivamente hacia ella como el recuerdo de esa sustancia pegajosa que me untaba en los labios y que me hacía sentir la más temible, las más brutal de todas las potrancas. Pero, por todo lo demás, no podríamos haber sido más diferentes. A mí me gustaba leer y a ella no, a mí me gustaba escribir y a ella no, a mí me gustaba el cine y a ella no, yo era vulgar y ella no, yo era huidiza, ladina, oscura, difícil, taimada, arisca, bruta, brutal, furiosa, feroz, arbitraria, y ella no.

Hay una foto en la que estamos juntas: yo llevo el pelo corto, shorts rojos y una camiseta de pordiosera manchada de chocolate; Luisa lleva medias hasta la rodilla, falda con flores y camisa blanca cerrada hasta el cuello. Era una niña prolija; yo, un demonio unisex. Sin que ella me hubiera hecho jamás el menor daño, yo podía repetir durante mucho rato la palabra “paja”, solo para verla enrojecer.

No sé por qué era mi amiga. No sé qué le dejé. Qué di.
Es la primera vez que cuento esta historia, demasiado llena de realidades ajenas. Cada vez que me falla la memoria o creo resbalar entre recuerdos falsos, llamo a mi padre y le pregunto, aun cuando sé que las cosas de la muerte le hacen mal. En julio de este año, mi padre y su amigo Carlos, el hermano mayor de mi amiga Luisa, pasaron un domingo pescando. Una semana después, Carlos se murió de cáncer. Pero, aunque sé que las cosas de la muerte le hacen mal, cada vez que me falla la memoria, o creo resbalar entre recuerdos falsos, llamo a mi padre y le pregunto por la hermana muerta de su amigo que recién murió. Y lo hago porque de eso vivo –de preguntar para contar historias– y porque esa es la vida que quiero tener. Con todos y cada uno de sus muchos, de sus muchísimos daños colaterales.
***
Escribí siempre, desde muy chica. En cuadernos, en el reverso de las etiquetas, en blocs, en hojas sueltas, en mi cuarto, en el auto, en el escritorio, en la cocina, en el campo, en el patio, en el jardín. Mi vocación, supongo, estaba clara: yo era alguien que quería escribir. Pero, si la escritura se abría paso con éxito en ese espacio doméstico –el jardín, el patio, el cuarto, el escritorio, la cocina, etcétera–, no tenía idea de cómo hacer para, literalmente, sacarla de allí: de cómo hacer para, literalmente, ganarme la vida con eso. ¿Estudiando letras, ofreciendo mi trabajo en las editoriales, empleándome en una hamburguesería y escribiendo en los ratos libres? Si durante mucho tiempo esa incertidumbre permaneció agazapada, cuando cumplí quince años, y tuve que pensar en el futuro, los diques se rompieron y pasó lo que tenía que pasar: angustia y confusión cubrieron todo. Y, en medio del desastre, me aferré a dos abstracciones peligrosas: mi optimismo oscuro y la certeza de que, entre la espada y la pared, siempre podría elegir la espada.

Fue en esos años confusos cuando llegué a Madame Bovary. Y, ya saben, pasó lo que pasó.

Luisa, mientras tanto, terminó el colegio secundario, empezó a trabajar como secretaria de mi padre y, paralelamente, ingresó a un profesorado de biología en Junín. Eso le permitiría ahorrar algún dinero y tener una profesión para marcharse después a estudiar, más y mejor, a un prestigioso instituto de biología en Buenos Aires.

Quiero decir que Luisa tenía un plan. Y que yo, en cambio, no tenía nada.
***
Es 7 de agosto y, mientras escribo, me topo con un texto llamado “Contra Flaubert”, del escritor chileno Rafael Gumucio, que dice que Madame Bovary es, para Flaubert, “una venganza contra su padre, contra sus tíos, contra toda la ciudad de Rouen y sus alrededores pero, más ampliamente aún, es una novela contra la gente que trabaja y tiene hijos, contra las mujeres infieles, pero también contra los hombres fieles, contra los libros, contra las monjas, contra los republicanos, contra las carretas de bueyes, los jueces, los boticarios y contra la ley de gravedad”. Y, mientras leo, pienso que hace falta la mitad de la vida para entender cosas que suceden en minutos.
***
Tenía diecisiete años cuando dejé Junín para irme a Buenos Aires y estudiar una carrera que me importaba poco pero me permitiría vivir sola, hacerme adulta, tener algo parecido a un plan.

Luisa se quedó en Junín, estudiando su profesorado, trabajando con mi padre, y empezó a noviar con un chico que, como ella, tenía nombre de viejo: Rogelio. Poco después, quedó embarazada y se casó.

No recuerdo haber ido al casamiento pero sí que, dos años más tarde, durante una de mis visitas a Junín, nos encontramos y me contó que iba a renunciar al empleo y a dejar por un tiempo los estudios para mudarse a un pueblo de 900 habitantes llamado Germania, donde su marido había comprado una farmacia. Recibí la noticia como si algo terrible fuera a sucederme a mí, pero Luisa parecía feliz y se reía, y yo pensé que a lo mejor no la había conocido nunca.
***
Pienso ahora que Madame Bovary es, quizás, una novela contra los hijos, contra el futuro, contra las ilusiones, contra la intensidad, contra el pasado, contra el porvenir, contra las ferias, contra los carruajes y contra los ramitos de violetas: una novela contra sí misma cuyo milagro mayor reside en la eficacia con que inocula en sus lectores la incondicionalidad fulminante que solo producen personajes como Emma o como, digamos, Hannibal Lecter: una incondicionalidad incómoda, generada por todos los motivos equivocados, pero absolutamente radical. Para decirlo simple: aunque yo nunca la querré, le seguiría los pasos hasta el más mísero confín.
***
Luisa se mudó a Germania a fines de los años ochenta. El pueblo, a unos 100 kilómetros de Junín, estaba por entonces unido al mundo por un camino de tierra que se volvía intransitable con la lluvia. Ella hacía de madre y atendía la farmacia de su esposo mientras yo, en Buenos Aires, seguía desorientada pero ardía eufórica, rodeada de nuevos amigos que tenían hábitos dignos de jinetes del apocalipsis.

Y, en algún momento, supongo que simplemente la olvidé.
No sé dónde ni cómo escuché por primera vez la palabra “bovarismo”. Una definición a mano alzada permitiría repetir con Wikipedia que el bovarismo es “el estado de insatisfacción de una persona, producido por el contraste entre sus ilusiones y la realidad, que suele frustrarlas”. Hoy, mientras escribo, pienso que Luisa ya no está entre los vivos, pero que Emma Bovary, con sus volcánicas contradicciones, con sus arrebatos, con su desmesurado bovarismo, sigue viva. Para mi infinito deleite, para mi profunda indignación.
***
Cada tanto llegaban, desde Germania, noticias tristes: el camino de tierra se hacía a menudo intransitable; la farmacia no marchaba bien y tenía deudas, y Luisa, otra vez embarazada, había abandonado los estudios.

En Buenos Aires yo había terminado una carrera que jamás ejercí y, confiada en mi optimismo oscuro y en mi teoría de la espada y la pared, había dejado un relato en el diario Página/12, donde el director lo había publicado y, sin saber nada de mí, me había ofrecido empleo. Así, de un día para otro, en 1991, me hice periodista y entendí que eso era lo que siempre había querido ser y ya nunca quise ser otra cosa.

Entonces, un día de un mes de un año que no sé precisar, mientras regresaba del periódico o me apuraba para llegar al cine o cocinaba arroz o quién sabe, la mejor amiga de mi infancia caminó hasta la trastienda de la farmacia de su marido, hundió la mano en un pote de arsénico y comió, comió, comió.

Fue mi padre el que llamó para avisarme.

***
Del velorio, que se hizo en Junín, recuerdo poco. Sé que la toqué, porque tocarla me parecía respetuoso: era una forma de decir “No me das asco”. Luisa tenía los labios unidos con pegamento y una tela de broderie blanca, en torno al cuello, que me enfureció porque la hacía parecer idiota. Después, alguien me dijo que era para cubrir las manchas. En algún momento escuché un grito que llegaba desde la calle: “¡Asesino hijo de puta”. Cuando me asomé a la puerta vi que los parientes, los amigos, los vecinos, se agolpaban en torno a Rogelio, el marido de Luisa, que trataba de bajar de un auto. Se decía que le había sido infiel y la conclusión de todos era obvia: Luisa se había matado por su culpa porque, de otro modo, las chicas como Luisa no se matan.

Pero yo hacía rato sabía que sí.

Que bastan un error y un cruce de caminos.

No recuerdo haber ido al cementerio pero dice mi padre que fui y que, incluso, ayudé a cargar el ataúd.

Después supe que, antes de morir, Luisa rogó con desesperación que la salvaran, pero no pudieron llevarla a un hospital porque los caminos estaban anegados.

***
Y ese, así, fue el final de todo.

No hay conclusión, no hay fuegos de artificio. No hay epifanía. No se sabe, en fin, qué pensar.

Yo, la chica oscura con la cabeza intoxicada por fantasías descomunales, tuve la vida que quería tener. Luisa, la chica buena y sencilla que al fin solo quería casarse y tener hijos, está muerta. Fin de la historia.

¿Conclusiones? De tan obvias, dan asco: que la más potencialmente bovarista de las dos terminó siendo la menos bovariana del asunto. Y que la menos bovariana de las dos resultó una bovarista literal.

¿Hace falta decir, también, lo evidente?

Luisa se murió en un mundo en el que no había internet ni doctor Google. Y fue por la divina gracia de Emma Bovary como supe, por entonces, que durante mucho rato después de tragar el arsénico mi amiga no tuvo más síntoma que un desagradable sabor a tinta, y que más tarde llegaron, en este orden, las náuseas, los vómitos, el frío glacial, el dolor en el abdomen, los vómitos de sangre, los calambres, la asfixia.

Los años pasaron y, en algún momento, Madame Bovary dejó de ser para mí un libro sobre gente mediocre que se cree especial y empezó a ser un comentario implacable sobre la humillación y el amor, una advertencia feroz sobre la importancia de nuestras decisiones y sobre el peligro de estar vivos.

Yo casi no pienso en Luisa. No veo a sus hijos. No he vuelto a ver a su marido. Pero Madame Bovary forma parte de lo que soy. O, para no parecer tan rimbombante, digamos que me dejó huella. O, para parecer todavía menos rimbombante, digamos que es probable que mi lema anarcoburgués –hacer lo que me da la gana sin joderle la vida a ningún prójimo– sea una reacción a aquellas primeras lecturas en las que Emma Bovary me parecía un mecanismo, desorientado y caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa, sin detenerse a pensar en los daños, en los temibles daños, en los inevitables daños colaterales.

Han pasado muchos meses desde la tarde de abril en que empecé a tomar estas notas, y años desde que era una adolescente con angustia y sin un plan. Y, otra vez, no hay conclusión, ni epifanías. Hay evidencias: Luisa está muerta, y Madame Bovary, como una máquina de atravesar los siglos, me sigue susurrando su mensaje voltaico, su terrible canción: cuidado, cuidado. Cuidado.

Nota: este texto fue leído en el ciclo de Conversaciones Literarias en Formentor, en la mesa redonda “Grandes damas y mujeres fatales”. Los nombres de algunos personajes fueron modificados para la publicación de este texto.

(Buscar un título nuevo, este no me gusta)

viernes, 19 de julio de 2013

La mujer que escribió Frankestein

La lección de anatomía

Tenía tan solo dieciocho años cuando escribió Frankenstein. Y en cierta medida, Mary Shelley quedó atrapada en esa leyenda por el resto de su vida. Pero no se trató de una obsesión. El monstruo desencadenado representó toda una época y una manera de entender la relación con los cuerpos y el dolor. Por eso, en La mujer que escribió Frankenstein, un libro inclasificable y sumamente original en la literatura argentina reciente, Esther Cross no sólo reconstruyó su historia personal sino que, rebasando la biografía, se sumergió en las entrañas de un país como Inglaterra en los primeros tramos del siglo XIX, en su literatura, sus médicos y sus muertos.

Por Mariana Enriquez
 
Empezó con un corazón. En una biografía breve, de las que suelen incluirse como prólogo de libros clásicos, Esther Cross leyó que Mary Shelley se había guardado el corazón de su marido, el poeta Percy Shelley, y lo conservó hasta su propia muerte envuelto en páginas del poema “Adonais”. Ahora no puede recordar en qué edición de Frankenstein estaba esa mención a la reliquia –una de Losada, cree, perdida en la última mudanza– pero sabe que ése fue el momento del impacto: pensar en la mujer que escribió Frankenstein, que inventó a ese ser sin nombre armado con pedazos de cuerpos, aferrada al corazón de Shelley. Y también la historia sobre cómo hizo para quedarse con el corazón: Shelley se ahogó en un naufragio poco después de salir desde Livorno en su barco, el Don Juan, en 1822. El cuerpo fue cremado en la playa, según las normas pre victorianas y uno de los amigos presentes en ese funeral vikingo rescató de las llamas el corazón, para dárselo a Mary.
“Al principio este libro era una especie de canto al corazón con reflexiones: algo raro”, cuenta Esther Cross. “Pero cuando me puse a investigar, a leer, fue como abrir la tapa de una tumba. Esa anécdota es muy despreciada por los biógrafos ‘serios’: supongo que es un chisme morboso equivalente a un episodio de Intrusos hoy. Parece que ella peleó con su amigo Leigh Hunt por parte del corazón, que Lord Byron, también presente en la cremación, quería la calavera y no se la dieron porque solía usar cráneos como ceniceros... Pero a mí me fascinaba justamente lo morboso, pensar en esa mujer puesta en esa situación. Cómo pidió quedarse con un órgano. Ella tenía 25 años cuando quedó viuda. En esa época no había fotos y, de recuerdo, la gente solía guardarse una parte del otro, algo físico, por lo general el pelo. Pero ella quiso algo más: quiso el corazón. Me di cuenta de que Mary Shelley llevaba todo al extremo, a veces involuntariamente. Que era una esponja del romanticismo. Y que por eso, como escritora, fue la voz de su época.”
Esa fascinación inicial se hizo enorme cuando Esther Cross siguió leyendo sobre Mary Shelley y se encontró con sus padres, los intelectuales Mary Wollstonecraft y William Godwin, autor de Ensayo sobre los sepulcros; cuando dio con la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra, una época dominada por sociedades clandestinas de cirujanos y ladrones de cuerpos, los resurreccionistas, las colecciones de curiosidades médicas, los teatros anatómicos, el horror y el interés por los cuerpos vivos y muertos. Cuando se encontró con la vida errante de Mary Shelley y su familia, que viajaba constantemente y en los viajes escribía, no sólo Frankenstein, sino novelas históricas, de ciencia ficción, biografías de escritores, crónicas. Todos esos textos, esas historias de medicina forajida y cementerios violados, de operaciones sin anestesia y amantes que escriben bajo los efectos del láudano se convirtieron en La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y extravagante que Esther Cross no quiere definir: “Supongo que lo más adecuado es llamarlo ‘ensayo’ pero, cuando se lo pasaba a amigos para que lo leyeran, algunos me lo devolvían diciendo ‘qué buena la novela’ o ‘cómo me gustó la biografía’”.
Pero no es una biografía de Mary Shelley. –No, nunca quiso serlo. No lo presento así. Digamos que es mi primer texto de no ficción. No sólo lo primero: hasta ahora, lo único de no ficción, aparte de algunos artículos. Antes había armado libros de entrevistas, pero no es lo mismo. Lo edité muchísimo: quería que hablaran los documentos, no quería hablar yo. Terminó ganando el material.
Es un libro muy distinto de tu ficción; no hay nada en Kavannagh o La señorita Porcel o Radiana, por ejemplo, que anticipe esta fascinación gótica. A lo mejor se puede rastrear en tus traducciones, en el gótico sureño, en Goyen... Pero esto es otra época, y es más extremo. –Es muy distinto a mi ficción; no tiene mucho que ver con mi literatura hasta ahora. Siento que me fue atrapando un mundo. Ese momento, los años de vida de Mary Shelley, marcaron el momento de entrada de los cuerpos en el mercado. Era fácil hacer una relación con lo que pasa hoy con el cuerpo, pero desde que empecé a escribir traté de poner esa interpretación entre paréntesis porque era trampear el material o forzar la lectura. Pero, la verdad, fue eso lo que me fascinó. Cómo, en esa época y con Mary Shelley como médium, aparece el cuerpo en la literatura; y el lugar central de la medicina, el morbo del cuerpo manoseado y explícito. Y también cómo toda esa convivencia con la muerte era al mismo tiempo un culto a la vida, un poner a la vida biológica frente a todo, en primerísimo lugar. Igual que ocurre ahora, en nuestro tiempo.

LO QUE DICEN LOS CUERPOS

La mujer que escribió Frankenstein es un libro sobre Mary Shelley, sobre su época y su obra, sobre los personajes de la medicina clandestina y la Londres negra, sobre algunos escritores románticos y algunos cirujanos famosos –todos en un desfile compacto y absorbente, como un gabinete de curiosidades literario– pero, sobre todo, es un libro sobre el cuerpo. En sus páginas, con un estilo sobrio y filoso, se corta carne como en una mesa de disección, carne viva y carne muerta. “No había anestesia y los médicos tenían que ser rápidos como magos”, escribe en el capítulo “La sangre de las bestias”. “Un buen cirujano podía abrir, encontrar, extirpar cálculos y coser en quince minutos. Cada minuto que se salvaba era importante porque el dolor podía matar al paciente.” O en el capítulo “Londres”: “El señor Martin van Butchell, dentista y médico especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van Butchell cobraba la entrada”. O en “Los pobres muertos”: “Los vendían, los revendían y los exportaban. Les inyectaban conservantes. El mercado tenía sus tablas de cotización. Los viejos valían menos. Entre 1790 y 1832, el precio del cuerpo humano se triplicó”.
Los cuerpos se roban, se abren, se venden: pero están mudos. Esther Cross cuenta que no fue sólo Mary Shelley quien le dio la llave para entender esta época morbosa como escritora que parió la aparición de la voz del cuerpo: esa noción, y el tema del libro, se terminaron de redondear cuando encontró a otra mujer, la escritora Fanny Burney. Así la describe: “Escribía novelas, sátiras, cartas, diarios. Fue la primera escritora inglesa reconocida fuera de Inglaterra. Podía transformar sus años de aburrimiento en la corte en una crónica excelente. Se reía, desde adentro, de la alta sociedad”. Esta autora, que vivía en París, fue sometida a una mastectomía sin anestesia y lo contó, con detalles precisos y sangrientos, en una carta tan explícita que incluso fue censurada cuando se recopiló su correspondencia. El cirujano fue el barón Larrey, médico de Napoleón, capaz de amputar en menos de un minuto; pero le costó casi veinte extirpar el pecho de Fanny. Ella escribe: “Hundieron el metal en mi pecho. Cortaron venas, arterias, carne, nervios. No tuvieron que decirme que gritara. Solté un grito que duró todo el corte. Sentí que el cuchillo tocaba el esternón ¡y que lo raspaba!”
Esther Cross dice que, cuando encontró esta carta, su fascinación dejó de parecerle caprichosa. Y el hallazgo fue, increíblemente, muy lateral. “Me enteré de la carta en un libro sobre descubrimientos, de divulgación, en el capítulo sobre cómo se descubrió la anestesia. No aparecía completa, claro, eran apenas dos renglones. Cuando la leí entera me conmoví, me estremecí y entendí: Fanny Burney tuvo que contar su operación porque era el momento en que el cuerpo humano necesitaba hablar. Y más aún: necesitaban hablar los pacientes. Me di cuenta que había algo más que mi propio embale con esta época.”
Decís que Mary Shelley y Fanny Burney le dieron voz al cuerpo, lo revivieron. –Es así. Hasta donde yo sé, son las primeras. Y creo que tiene que ver el hecho de que fueran mujeres. Creo que el crítico Mario Praz dice que sólo ellas pudieron haber captado lo terrible, lo peligroso, de la ciencia y la medicina; que sólo mujeres podían ser la voz de los pacientes.
Se mezcla literatura y medicina...
–No solamente literatura: el lenguaje clínico pasa a lo privado. Fanny Burney cuenta, en sus cartas y diarios, cómo se muere el marido. Es una historia de la agonía con detalles insólitos. William Godwin hace lo mismo con su esposa Mary. Son textos que parecen historias clínicas, sumamente técnicos. No dicen que sufrió mucho, no son pudorosos: dan reportes, horarios, síntomas, remedios, vendas, sudoraciones, fiebres, colores de la piel. Los registros médicos entran en los registros de vida. Son testimonios. Creo que recién vuelven a aparecer con semejante fuerza en la literatura del sida de los años ’80 y, en años más recientes, en los testimonios sobre el cáncer o la agonía, que es un género de memoir muy reciente e increíblemente exitoso. Pero sobre todo los autores que escriben sobre el sida toman la voz y hacen hablar al cuerpo, de forma militante y clínica, apropiándose de ese lenguaje para decir algo que de otra manera no se puede decir.
Y Mary Shelley es capaz de contar todo esto. –Era su mundo, lo vivía. Muchos de sus hijos murieron y ella también lo registraba. Cuando muere su hija en la cuna, escribe en su diario: “Por su expresión era evidente que había tenido convulsiones”. Como todos en su época, les tenía miedo a los médicos y a la vez los admiraba. Los creía capaces de lo más terrible y lo más maravilloso.
En La mujer que escribió Frankenstein todos los médicos e incluso los resurreccionistas forajidos tienen algo de héroes. –Es que los ladrones eran necesarios para que los médicos pudieran estudiar. ¿Cómo iban a saber dónde hacer un corte, si no? No alcanzaba con los cuerpos de los condenados a muerte, que se entregaban para las universidades. Esos tipos eran genios: estaban estigmatizados, pero operaban en auditorios llenos de gente, con pacientes gritando desesperados, sin perder un minuto. Si no, la gente se les moría. A Fanny Burney, que es una antecesora de Jane Austen, la salvaron: gracias a esa operación terrible llegó a vieja, murió con más de 80 años en una época en que la gente se moría a los 50. Esa carta terrible habla de las dos cosas: de lo valiente que fue ella frente al horror y el dolor, y de ese médico que le salvó la vida, que sabía lo que hacía en las más extremas condiciones. De hecho, ella lo llama “el buen doctor Larrey” y se enternece porque la mira “pálido y con dolor”.
¿Siempre te interesó la medicina como tema? –Lo tenía un poco oculto, pero sí, siempre. Me parece, de todos modos, que es un tema muy presente en nuestro tiempo, medio inescapable. También me fasciné con los museos de anatomía. Cuando escribía este libro pensaba en la exhibición Bodies, en las disecciones públicas de Gil Hedley en Estados Unidos y en los programas-realities sobre operaciones estéticas o sobre emergencias médicas que son muy explícitos, como un teatro anatómico por televisión. Pero pensaba también que aunque la relación con el cuerpo vivo en la época de Frankenstein puede tener un reflejo, un eco, con los cuerpos de hoy, la relación con los muertos es muy distinta. Entonces era de comunicacón. Mary le habla a Shelley todo el tiempo. Dice que no es un fantasma lo que escucha: que es la voz de su marido. Es la época del nacimiento de los cementerios como ciudades de muertos: se puede pasear por ahí, son lugares de encuentro, de juego, se leía entre las tumbas. Ahora son como campos de golf, están lejos de las ciudades, no hay árboles, no te podés sentar. Cuando el cuerpo ya no está vivo, todo se termina.

LA MUJER MONSTRUO

Mary Shelley es el hilo conductor de estas guerras contra la muerte, la voz que encarna los discursos de la época y la que es capaz de sintonizarlos no sólo por su extraordinaria sensibilidad, sino porque su vida fue una especie de condensación romántica. Escribe Esther Cross: “Mary Shelley fue una pieza clave del mundo que la formó. Reveló la realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo, la definió. Hay escritores que fundan su contexto, y ella creció en la época de Frankenstein”. Y, más adelante: “En un juego recíproco de influencias, la novela de Mary Shelley, por su parte, acentuó el miedo a los ladrones de tumbas, a la disección, a los cementerios, a los médicos y a algo más temible que la muerte: lo que los seres humanos hacían con ella”.
La niña que creció en la época de Frankenstein escapó de su casa a los 16 años con un poeta romántico que era vegetariano y creía en el amor libre; aprendió a leer en el cementerio, deletreando lápidas, especialmente la de su madre, lugar de peregrinación para los admiradores de la pionera feminista, autora de Vindicación de los Derechos de la Mujer; fue amiga de Lord Byron, viajó la mitad de su vida adulta, y mientras tanto escribía, perseguida por las deudas, la muerte de sus hijos, un padre demandante y el suicidio de la ex mujer de Shelley, tragedia que –entre otras cosas– la condenó socialmente. Tenía 18 años cuando escribió Frankenstein y la idea se le apareció aquella famosa noche en casa de Lord Byron en Ginebra, cuando los amigos –Mary, Shelley, Byron, su médico Polidori y Claire Clairmont, hermanastra de Mary y amante de Byron– se propusieron escribir un cuento de terror, una historia que “les helara la sangre”. A Mary se le apareció el estudiante de anatomía pálido, agachado sobre el cadáver, sobre restos humanos, a Polidori, famosamente, el primer cuento de vampiros moderno, casi 80 años antes del Drácula de Bram Stoker. “Escribí poco sobre esa noche, ¡hay tanto y tan bien escrito!”, dice Esther Cross. “Fue un alivio no tener que volver a narrar ese encuentro: me permitió concentrarme en otros aspectos. Por ejemplo, contar que Claire Clairmont, ya muy vieja, conoció a Henry James y le inspiró Los papeles de Aspern. Descubrir que cuando Mary decide darle vida al monstruo con una descarga eléctrica, está citando los experimentos con energía galvánica del profesor Aldini, que provocaban contracciones en cuerpos muertos. En un momento se pusieron de moda, se llamaban Las Danzas de las Convulsiones Tónicas; las prohibieron en 1804.”
¿Creés que a ella la fascinaban estos casos? –Como a cualquiera de su época. Creo que le daba mucho más miedo que morbo. Realmente escribió Frankenstein como una historia de horror: ni siquiera investigó, se basó en lo que leía en los diarios. Los recortes se consiguen y son escalofriantes. No era una mujer morbosa, me parece. Más bien era una mujer de vida muy intensa y una escritora profesional. Ganaba plata con lo que escribía, tenía que sostener su estilo de vida, las deudas de su marido, mantener a su padre.
Pero se la ignora bastante en este sentido. –Se la ningunea muchísimo, no entiendo por qué. Lo mismo pasa con Fanny Burney, que debería ser famosísima. Hay, supongo, un desprecio de género, de Frankenstein como novela de ciencia ficción, también quedó aplastada por el éxito enorme que tiene el libro, incluso en su época. Frankenstein llega al teatro en vida de Mary Shelley, es igual a que hoy Hollywood adapte una novela. Durante la investigación le escribí a un especialista en Virginia Woolf preguntándole por qué ella nunca se había ocupado de Mary Shelley, si, por ejemplo, había escrito sobre las Brönte... Se especula con que a Woolf no le gustaba Frankenstein. El especialista me dio la típica respuesta de un inglés: que lo único que se sabe de por qué Woolf no escribió sobre Mary Shelley es que no escribió sobre Mary Shelley.
¿Y qué te parece la biografía de Muriel Spark? –Me pareció muy informativa y un poco fría. Pero creo que entiendo esa sequedad, sobre todo después de leer todo lo que hay, que es muchísimo, desde las propias cartas y diarios de Mary hasta los de sus amigos, como Trelawney, por ejemplo, que es un maldito, le chorrea sangre de la boca cuando escribe, cuenta cosas tremendas de Mary, desde que tenía poco pelo y piernas cortas hasta que le hacía espantosas escenas de celos a Shelley. Spark depuró mucho, editó lo tortuoso: creo que se le fue la mano. A lo mejor quería rescatar a esta mujer como escritora seria y sacarle el chisme, el morbo y todo lo monstruoso. Quiso limpiarla de todo eso, no quiso caer en las interpretaciones, en la relación de vida y obra. Está buenísimo como gesto, pero uno quiere a ese monstruo. Y yo no creo que su vida tortuosa y novelesca la banalice o disminuya como escritora, al contrario. Entiendo sí que ese rescate higiénico haya sido necesario en otra época.
¿Y a vos te gusta Frankenstein?
La mujer que escribió Frankenstein. Esther Cross Emecé 200 páginas
–Me parece una novela extraordinaria. La primera versión, de 1818 –porque después Mary la corrigió, la adaptó, la hizo más digerible– es una obra maestra. La segunda aparece en 1823, con su nombre, y le baja algunos decibeles. No se sabe bien por qué lo hizo: por una cuestión de mercado, seguramente. Ella no les daba mucha importancia a los textos: la vida le pasaba por arriba. Escribe siempre a las corridas y necesita tener ingresos. Lo que es impresionante es el lenguaje. Ella le mostraba el texto a Shelley, que le hacía correcciones; y él se lo complicó bastante. Como era poeta, le retorcía el estilo. Mary escribía en un lenguaje muy sencillo. Tenía 18 años y sin embargo se dio cuenta de que si quería contar esa historia tan loca, tenía que ser muy directa, una decisión absolutamente adelantada a su época, que era puro exceso gótico.
¿Y las demás novelas? –Matilda es una muy buena novela, y son notables sus Vidas de escritores. Pero, en general, las escribe muy por trabajo, sin ese genio ni la capacidad de capturar una época de Frankenstein. Hay una, sin embargo, que es genial: El último hombre. Es una novela de ciencia ficción sobre la plaga, una peste mata a la humanidad. La gente se moría por cualquier bacteria en la primera mitad del siglo XIX y sin embargo, en esa época, no se escribía nada como El último hombre. Y menos en el estilo de esa novela, que también es muy directo, muy moderno. Mary Shelley estaba adelantada, iba más rápido que todos los demás. Estaba tan hundida en su tiempo que, paradójicamente, tenía más perspectiva. Podía ver más, mejor y más lejos.