domingo, 23 de septiembre de 2012

La yegua (Por José Pablo Feinmann)




Una vez muerta Eva Perón, el gobierno justicialista emprende los preparativos de su velatorio. Esa muerte había sido señalada en el devenir de la historia nacional con una precisión raramente vista. Tuvo lugar a las 20 y 25 del 26 de julio de 1952. Durante los años que aún le restaron, el gobierno de Perón instauró en ese hito temporal un noticiero que informara al país de sus avatares. El locutor decía: “El noticiero de las 20 y 25, hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad”. Los restos de Eva son trasladados al Congreso Nacional y ahí quedan a la espera de la veneración popular, del amor sin límites de los que ella, cariñosamente, llamó sus grasitas. Sólo ella podía llamarlos así. Se forman largas colas para pasar junto a su figura blanca, embalsamada, mirarle la cara breve y dolorosamente –los que en serio la lloraban, que eran la mayoría– y seguir, dar paso a otro, y a otro y a todos los demás, que ya eran multitud. Al anochecer, el tiempo se pone lluvioso, húmedas las calles y barrosas. “Hasta el cielo se ha puesto a llorar”, dice un tango de Troilo. Bueno, algo así. Las luces son escasas. La cola avanza muy lentamente. Es, imposible dudarlo, una ceremonia fúnebre, un adiós que no se quería, un adiós que –casi como todos, aunque tal vez más– es un hueco que nada podrá llenar. Ella era irremplazable.




En este cuadro de dolor popular (que Borges, en su cuento El simulacro, definirá, con clara precisión y desdén de clase, como “el crédulo amor de los arrabales”, frase que marca a fuego, una vez más, la visión de los civilizados sobre el amor de las almas sencillas, intocadas por la cultura, manipulables, el alma del pueblo bárbaro, siempre materia mansa en manos de los demagogos) surge el personaje central del cuento de Viñas, La Señora muerta. Se llama Moure, y no ha ido al sepelio para ver a la “señora muerta”, ni para besar el féretro ni para aguantarse esa llovizna de julio, fría como la muerte que da marco a todo, pero impiadosa con los huesos, penetrándolos hasta el sufrimiento; tanto, como si nunca fuera a irse de ahí. Moure sí, Moure quiere irse de ese lugar macabro. Pero no quiere irse solo. Tuvo una idea ingeniosa, la perfecta idea de un piola de Buenos Aires, ya que no otra cosa es él, Moure, que fue a la cola de los “crédulos de los arrabales” para hacerse un levante, levantarse una de las tantas minas que estarían hartas ya de esperar su turno y bien podrían volver otro día, mañana por ejemplo, o pasado mañana o la semana siguiente, si nadie sabe cuánto va a durar eso. Mientras el público siga llegando, mientras la cola no disminuya, llueva o no llueva, la cosa va a seguir. Se acerca a una mujer y le da conversación. Al poco tiempo pregunta la pregunta cuya respuesta lo puede meter esa noche helada con una mujer en una cama, ardoroso y hasta desbocado. Le pregunta si no está cansada. Ella lo mira, tiene una cara serena, adolorida, pero ya resignada a ese dolor y tal vez a todos los que vengan de aquí en más. Ella no sabe qué decir. Probablemente no se autorice el cansancio, lo sienta indigno, una traición a la muerta, que se murió por no cansarse nunca, por trabajar hasta el último aliento por los pobres. ¿Así le va a pagar? ¿Con el cansancio mezquino de no tolerar una cola que lleva hasta su cara blanca, que ella quiere ver, y quiere que también ella la vea, porque ella, ahora que es inmortal, puede verlo todo, más que cuando vivía, más que cuando no era como es ahora, como Dios, inmortal? Moure se impacienta. “¿Quiere irse?” “Cuando me sienta bien cansada.” “Pero mire que tenemos para rato.” “¿Lo dice en serio?” “Yo siempre hablo en serio.” “¿Y cuánto dice que falta?”



Moure le acerca el dato: “Unas tres horas”. Antes les ha echado una mirada a los de adelante y vio que eran muchos, demasiados, todos amontonados, indescifrables, turbios en medio de esa oscuridad mojada. Para ella, tres horas son muchas. Aunque, agrega, a la gente le gusta esperar. “Esperar algo, cualquier cosa...”



Algunos soldados, con caras de sueño, reparten sopa, un líquido que echa humo y promete calor. Ella no quiere sopa. De chica se la hacían tragar. “Era un asco.” Moure se siente más firme, la victoria es suya. La cosa viene por el lado del hambre. De pronto, ella lo sorprende con una pregunta que no esperaba, brava la pregunta, difícil: “¿A usted le gustaba?” “¿Quién?” “La Señora. ¿Quién va a ser si no?”



La mujer desconoce que a Moure la Señora le importa poco, que no está ahí por la Señora. Que ahora está ahí por ella, y la mira fijo, y le calcula apenas veinticinco años. “Si me la pierdo soy un... era joven”, dice.



Decide avanzar. No aguanta más. Tiene que resolver ese asunto enseguida. Se le ocurre hablarle del sueño. Si lo tiene, él la puede llevar a dormir. “¿Tiene sueño?” “Hambre tengo.” “¿Quiere...?” “Sí.”



Ya está. La saca de la fila. Buscan un taxi. Ella dice que la lleve a algún lugar cercano. Parece que su cansancio suma tanto como sus ganas de comerse algo, de calentarse el estómago. Moure le dice al taxista a dónde quiere ir y también que no conoce mucho la zona, que él lo guíe. El taxista cumple con su tarea. Llegan al primer lugar. En esa época a los hoteles transitorios les decían “muebles”. (Aunque Viñas evita decirlo en su relato. Buscan un “lugar”.) El lugar está cerrado. “A otro”, ordena Moure. Pero la deriva fracasa una y otra vez. Nada está abierto. La mujer empieza a reírse. Le divierte ese largo paseo en busca de nada. De puertas de chapa con candados enormes. Y esos carteles desteñidos que apenas pueden leerse, aunque todos dicen: Cerrado. “¿Los llevo a otro?”, dice el taxista. “Sí –dice Moure–, pronto. Pero pronto, por favor.”



“Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo (...), pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres.”



“¿Todo está cerrado?”, grita, casi, Moure.



El chofer dice que sí y hasta parece asombrado por la ignorancia de su pasajero: ese hombre no sabe nada de nada, nada de lo que sucede en ese día y hace que suceda esto: que todos los hoteles estén cerrados. Sugiere: “En la provincia”. “¿Seguro?” “No, seguro no.”



Y le explica. Cautelosamente le explica. Como si reflexionara. Buscando darle algo de paz, de serenidad: “Hay que aguantarse. Es por la Señora”. “¿Por la muerte de...?” necesitó Moure que le precisaran. “Sí. Sí.” Locamente estalla: “¡Es demasiado por la yegua ésa!”.



Entonces, bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.



–Ah, no... Eso sí que no –murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta–. Eso sí que no se lo permito... –y se bajó.



Se trata de un gran cuento de David Viñas, antiperonista de toda la vida, pero un hombre que siempre tuvo su corazón del lado de los humildes. No es por otro motivo que su narración cala hondo en la conciencia autónoma, lúcida, de esa mujer sencilla. Que dice no, eso sí que no. Que pone un límite. Que afirma su opción libre, su amor no manipulado, no “bárbaro”, por la señora muerta que ese día no pudo ver. Viñas jamás habría escrito una blasfemia como la de Borges. Si algo revela la elección de la mujer ante Moure, decirle no, decirle “eso sí que no se lo permito” es su amor auténtico por la Señora. Su amor, que tal vez sea “el amor de los arrabales”, no es “crédulo”. Este adjetivo lo usa la derecha rancia y despectiva de este país para denigrar las opciones de los humildes. Su amor es tan crédulo que los tiranos lo atrapan con facilidad y lo instrumentan para sus proyectos propios, siempre opuestos a los transparentes valores de la república, de la cultura. Queda planteada una difícil pregunta para las clases poseedoras, los “dueños de la tierra”, como los llamó Viñas en una de sus primeras novelas: ya que ese amor, el de los arrabales, es tan crédulo, tan fácil de manipular, ¿por qué tanto les cuesta apropiárselo? ¿Por qué se lo apropian los tiranos y no los hombres de luces, de cánones y latines, los hombres “de bien”?



Tampoco Moure evita dejar caer sobre Eva Perón el adjetivo con que más se la señalaba en las reuniones oligárquicas o en los casinos de oficiales: yegua. El Diccionario de Salamanca ubica al adjetivo yegua dentro del lenguaje masculino. Significa vulgar. Pero también: “Mujer llamativa o que tiene muy buena figura”. Nadie ignora que una “mujer pública” como era Eva Perón y también una “mujer llamativa” o con muy “buena figura” configura en el imaginario soez de las clases altas la abominada figura de la hetaira. Ajena a la mujer de la burguesía, que pertenece ante todo a su familia, a su hogar, a la crianza de sus hijos. Sin embargo, los seres marginados por la cultura y la jactancia de clase de los dominadores saben dónde poner sus amores. No son crédulos de los arrabales sobre los que las clases altas deban imponer su linaje y conducirlos. Son seres libres, libremente han elegido sus opciones y libremente las defenderán. Si alguien les dice “yeguas” a las mujeres por las que han decidido ser representados, dirán con simpleza, pero para siempre: –Eso sí que no se lo permito.



lunes, 17 de septiembre de 2012

No quiero (Por Eduardo Aliverti)


Unos por poco. Otros, por demasiado. Y una ¿menudencia?, con tanto de hipocresía como de ingenuidad. Esas podrían ser algunas de las definiciones que caben a lo sucedido el jueves a la noche.



El “poco” atañe a quienes, desde el Gobierno y sus alrededores, minimizaron por completo la magnitud de la protesta. Al margen de discusiones bizantinas sobre el número aproximado de manifestantes, fue mucha gente. Mucha. No provino con exclusividad de los barrios acaudalados. No fue sólo en Buenos Aires. Vamos: con ese mismo volumen de muchedumbre, si es del palo decimos que fue imponente. Y también es veraz que el origen estuvo en las redes sociales, porque no podría haber sido de otra forma a partir de que la oposición dirigencial no existe. Este último dato, en gran medida, es lo que llevó a desmerecer la convocatoria porque su proyección sería nula, al carecer de quienes la articulen. Pero eso no significa que deje de prestársele atención. Si es verdad que “siempre volveremos”, como dijo la Presidenta, también lo es que siempre amenaza la existencia de un núcleo de derecha, activo en más o en menos según las épocas, y conformado por factores de poder que se nutren del privilegio propio, junto con la tilinguería que les hace el coro. Eso está y que sea un paquidermo medio dormido, o espontaneísta, no quiere decir que deje de ser un elefante. Tienen recursos, ya lo demostraron en 2008 y, precisamente por no habérselos atendido, se sufrió una derrota que pudo haberse evitado. De esa pérdida se salió fugando para adelante, cuando nadie lo apostaba. Y es eso lo que vuelve a imponerse: a más reacción, más acción. Lo de la re-re es una estrategia equivocada que les proporciona gimnasia aglutinante. Es lo único de que pueden valerse y por eso lo amplifican.



Del “demasiado” no parece que haga falta agregar mucho. Colegas de la oposición llegaron a permitirse la extravagancia insultante de comparar el jueves a la noche con 2001. Más de veinte muertos por la represión, cincuenta por ciento de pobres e indigentes, un país incendiado, fueron entusiastamente asimilados a un montón de miles que salieron a pedir “libertad”. La libertad que estaban ejerciendo sin ningún problema. Se les confirió a los ruidosos la categoría del total de la sociedad, o de un grueso relevante. Quizá baste y sobre con lo que se le escuchó a un salame televisado, en rol de conductor, al momento de la desconcentración. Alertó que debía chequearse cómo andaba el Roca, porque los protestadores tenían que volver al sur del conurbano y esa línea de tren había sufrido inconvenientes durante el día. El tipo se pegó un viaje hasta el 17 de octubre del ’45. Se creyó que andaba viendo las patas en la fuente de Plaza de Mayo, con las masas indignadas cruzando el Riachuelo. Emblematizó la visión de los agentes de prensa que compraron o vendieron estar ante una gesta épica, inolvidable, determinante.



El tercer aspecto se cuela entre esos extremos de los que ningunean lo ocurrido y quienes le otorgan un valor histórico. Se da hace cierto tiempo, estimulado por el discurso de los medios opositores. El cacerolazo lo potenció. Los reaccionarios orgánicos se valen de él porque es una fachada que les permite predicar sus intereses sin retruque probable, al ser un argumento cuyo mentís es de altísima incorrección política. Pero también habrá los preocupados legítimos. Por ejemplo, gente agotada o inquieta frente al hecho de espaciar relaciones, o directamente perder amistades, porque cada vez que salta lo político –y no hay forma de que no salte, por un lado o por otro y más temprano o más tarde– los choques son irreconciliables. Este tercer elemento es eso de la división de los argentinos. De los riesgos de profundizar las diferencias, de fijarnos en lo que separa antes que en lo unificador, de no promover el consenso. Eso de que la confrontación es buscada adrede y no como producto del intercambio de ideas. Eso de que pueblo dividido es sinónimo de sociedad que no avanzará nunca. Eso de que en una democracia no hay enemigos sino adversarios. Pues bien: uno ya está harto de estas boludeces monumentales y cree que es hora de salirles al cruce, porque de lo contrario se asienta un embuste que impide debates serios. ¿Desde cuándo resulta que la política no es conflicto invariable y progresivo, si es que realmente hay pugna ideológica y no una escenografía institucional de cartón? ¿O es tan difícil darse cuenta de que estos sectores afiebrados por la necesidad de diálogo –para concederles candor– son el árbol genealógico de la oligarquía, de las masacres de toda nuestra historia, de las dos toneladas de bombas sobre civiles indefensos en junio del ’55, del genocidio del ’76, del sultán riojano que añoran, de la deuda externa que socializaron, de la propiedad agropecuaria nacida en cada oreja de indio entregada a las huestes de Roca? ¿De qué diálogo y de qué dictadura hablan? ¿Así que el pueblo fue y es su enemigo, pero para el pueblo deben ser sus adversarios democráticos?



Este diario publicó anteayer una columna del sacerdote quilmeño Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de Curas en Opción por los Pobres Argentinos. El texto es de una sencillez y precisión arrolladoras, en esencia sobre los cánticos, consignas y cuestionamientos vertidos el jueves. En su mayoría, aunque lícitos de expresar, eran totalmente individuales. “Quiero salir a la calle sin que me roben”, era el planteo acerca de la “inseguridad” en reemplazo de la seguridad como bienestar social. “Quiero poder viajar”, como si los millones de pobres hubieran podido ir al extranjero sin que nadie levantara la voz a favor de ese derecho. “La multitudinaria ‘marcha del yo’, preocupada por ‘mis’ derechos, se manifestó coherentemente en que cada ‘yo’ tenía su propia consigna; no había un ‘nosotros’, un ‘Pueblo’, salvo en el extraño momento en que se cantó aquello de ‘si éste no es el pueblo...’ (que dicho sea de paso, al igual que respecto de haber coreado que el pueblo unido jamás será vencido: dejen de robar emblemas de izquierda para aplicarlos a que no pueden conseguir dólares) (...) Pocas cosas me parecen tan clásicas de la ‘clase media’ argentina (no es toda) como su ‘amor al yo’, el mismo de Sri Sri, el mismo del ‘yo, argentino’, del ‘no te metás’, del ‘por algo será’, del ‘en algo andaría’. Multitudinarios ‘yoes’ que pareciera que nunca pueden mirar un ‘nosotros’. Hace ya 200 años que estamos habituados a convivir (?) unos y otros, puerto y pueblos, civilización y barbarie, blancos y negros... De Proyectos se trata. Pero mientras unos insinúan siempre el deseo del voto calificado, otros proponen ampliación de derechos aunque los calificados (o clarinificados) no tomen nota. Total, se han copiado siempre.” Puede agregarse que cuando hay muchas consignas termina no habiendo ninguna, como no sea una expresión de malhumor. De odio de clase. Finalmente, de impotencia.



Esta columna termina en primera persona, como es de estilo y pertinente aclarar cuando un periodista –más aún en rol opinativo– se dispone a violar una regla básica de la profesión. Me importa una infinita cantidad de carajos tener el más mínimo grado de consenso con esta gente. Casi desde que el mundo es mundo, el mundo se divide en clases. Y en las más postergadas, por obra de las dominantes de la pirámide y sobre todo en las medias, que son el jamón del sandwich, hay franjas asemejadas que hasta salen a la calle para defender intereses que no les son propios sino de quienes las sojuzgan. Se puede creer que vale convencer a los privilegiados y a sus loritos por vía del “diálogo”, siempre desparejo gracias a los medios de comunicación que pertenecen a la clase de punta. O practicar el “centralismo democrático” de dar la batalla a través de los hechos, tal y como toda la vida hicieron ellos. No quiero saber absolutamente nada de pacificar relaciones con esta gente. No quiero ni diálogo ni consenso con quienes vociferan “yegua, puta y montonera”. No quiero sentarme a soportar, ni por un solo segundo, a los que quieren para Cristina el final de De la Rúa. Me repugna que salgan a manifestar muchos de los que hace poco más de diez años canturreaban que entre piquetes y cacerola la lucha era una sola, porque les habían pasado la cuenta de la fiesta de la rata. No quiero saber nada con esa gente que a la primera de cambio apoyaría el golpe militar del que ya no disponen. Quiero tener con ellos una profunda división. Y concentrarme en de cuál manera se garantizaría mejor que se hundan en el fondo de su historia antropológico-nacional, consistente en que el negro de al lado no porte ni siquiera el derecho de mejorar un poquito.



Quiero a esa gente cada vez más lejos. Y cuanto más los veo, más seguro estoy.



domingo, 16 de septiembre de 2012

Palabras en el entierro de un poeta


Catorce palabras en el entierro de un poeta



Hijo de una familia aristocrática uruguaya, sobrino (o hijo, según la versión) de un presidente de la República, autodidacta, de salud débil y morfinómano, el poeta y ensayista Julio Herrera y Reissig (1875-1910) fue un adelantado de las vanguardias que comenzaron al mismo tiempo que él moría a los 35 años, celebrado y reivindicado por una cadena de poetas como Vallejo, Neruda, Alberti, Guillén, y la generación entera del ’27, Miguel Hernández, Lorca y Gómez de la Serna. El año pasado se cumplieron cien años de su muerte y ahora una antología devuelve a las librerías argentinas algo de su obra. Para darle la bienvenida, nada mejor que la extraordinaria introducción a La mejor de las fieras humanas (Taurus), la monumental biografía que el poeta, ensayista y académico uruguayo Aldo Mazzucchelli publicó en su país y todavía no cruzó el Río: el entierro en el cementerio de Montevideo en el que convergieron políticos, poetas, familiares, diplomáticos, anarquistas, y que terminó de la manera más hilarante y tremenda.


Por Aldo Mazzucchelli



La gacetilla meteorológica del diario La Razón reporta 17 grados centígrados, cielo claro, vientos del norte. Es la noche del viernes 18 al sábado 19 de marzo de 1910.



Un muchacho de veintiún años está sentado en una silla del más obvio de los cafés del Centro, el Polo Bamba, en Ciudadela número 112 esquina Sarandí, en la ciudad de Montevideo, la Coquette, como ya la había visto el montevideano Lautréamont unos cuarenta años atrás. Este muchacho firma sus poemas con el seudónimo Aurelio del Hebrón, y ha oficiado a menudo como “secretario” –es decir, admirativo escriba– del escritor, diplomático, y luego, durante cincuenta años, alienado, o maestro zen, Roberto de las Carreras. Son las tres de la mañana y ha pasado horas escribiendo. Amigos, deudos y admiradores de otro rodean a ese muchacho: Natalio Botana, entonces con poco más de veinte años, que pronto irá a hacer carrera periodística en Buenos Aires; el modesto escritor y futuro parlamentario Alberto Lasplaces; el dramaturgo Ernesto Herrera, a quien llamaban Herrerita; y algún otro que el tiempo anuló.



Habían llegado al café todos juntos, formando una especie de pandilla anarquista, o tardamente romántica, de capa oscura y sombrero aludo, del velatorio de Julio Herrera y Reissig, el muerto que vieron hace un rato en una de las piezas que dan al balcón de una casa de altos que lleva el número 124 (hoy 377) de la calle Buenos Aires entre Zabala y Alzáibar; estirado boca arriba, como cualquier muerto, pero este debajo de la luna de un espejo que, según los asistentes, estaba totalmente empañada. Angel Falco, otro hirsuto anarquista que hacía versos, va a insistir sobre el espejo y su condición en un discurso en el Teatro Solís, dos años después. La niña Diana de la Fuente, la futura mujer del poeta Carlos Sabat Ercasty, que pronto morirá ella misma, gemía y se lamentaba junto al cadáver de su cuñado. Al salir del velatorio camina el grupo por la calle Buenos Aires hasta la plaza Independencia, y una vez que se sientan a la mesa se dan cuenta de que, además de la natural impresión que hace cualquier muerto, tienen un plan para el entierro de ese otro poeta, uno que pocos veían con frecuencia, pero del que todos en Montevideo sabían. Una presencia que había sido más imaginaria que física, desde al menos 1900. Aurelio del Hebrón es quien propone el plan, y también el elegido para convertirlo en acción. Quizás él mismo se haya ofrecido, porque, según le dijo a un crítico literario cincuenta y nueve años más tarde, era el que tenía la voz más sonora, y el más atrevido.



El y los demás pasaron esa noche despiertos, discutiendo, escribiendo y corrigiendo. Por las 8 y 45 de una mañana que fue de gran sol, aquel 19 de marzo, el grupo camina hacia el este por la calle 18 de Julio y luego va sesgando hacia el río hasta llegar al Cementerio Central, que con su puerta a la calle Estanzuela y sus muros menos desconchados estaba entonces bien aislado de las edificaciones circundantes, de espaldas al Río de la Plata, puerta a la desembocadura de una calle que ya se llamaba Yaguarón y que venía de la plaza de Armas y la “Panadería de los bollitos”.



El Panteón Nacional, donde no iba a ser enterrado el muerto, pero en donde se escenificarían los hechos aquella mañana, está ubicado en una rotonda a unos sesenta metros de la entrada del cementerio. La comitiva oficial encargada de hacer los discursos de circunstancias se había ubicado en una de las dos escalinatas que, simétricas, bajan de la entrada del Panteón, en el lado sur del edificio. Al bajar esas escaleras hay un espacio abierto rodeado de cipreses en donde se ubicó el cajón; siguiendo la línea de esos cipreses, a los pies –es un decir– del cajón, y del segundo y tercer cuerpo, se extiende el río marrón o azul, según sean el cielo y la marea.



Una foto de la rotonda del Cementerio Central, durante el entierro de Herrera y Reissig. En una de las escalinatas se ubica el grupo de Del Hebrón, que hará su irrupción y le dará al entierro y al relato de estas páginas un final extraordinario.Preside esa comitiva oficial un romántico viejo en desgracia, legendario, polémico, con sus ropas gastadas por el uso y la imposibilidad de reponerlas, que es Julio Herrera y Obes, el tío (para algunos, como luego se verá, el padre) del muerto, de casi setenta años entonces, quien había sido muchas cosas para el país, entre ellas presidente de la República entre 1890 y 1894. Para marzo de 1910 está Herrera y Obes en la ruina más absoluta que un presidente haya conocido. Sus muebles, alfombras y piezas de arte rematadas por la casa Salvagno en 1906, vive ahora con su ex mayordomo (es decir, en la casa de este último), acompañado por las cartas casi diarias de sus tres novias simultáneas y por la taxidermia de Coquimbo, el perro que acompañó a él y al general Venancio Flores a la campaña del Paraguay en el año sesenta y cinco. También está don Amaro Carve, un hombre enorme que lleva una levita y un sombrero de copa, de blanca barba peinada en dos puntas, que según la icónica popular de la época era igual al rey Leopoldo de Bélgica; ambos, el rey y don Amaro, famosos mujeriegos y frecuentadores de cabarés, aunque el oriental había tenido tiempo para jugar su rol a favor de la institución del matrimonio, argumentando sonoramente contra el divorcio, en una recordada conferencia del Ateneo que fuera boicoteada y exterminada por un talento vociferante subido encima de una silla: otra vez, Roberto de las Carreras –además de lo ya dicho, una de las personas clave en la vida de Herrera y Reissig, y uno de los que no están en su entierro–. Junto a don Julio Herrera y Obes está Juan Zorrilla de San Martín, con su escaso metro sesenta y cinco centímetros de estatura y su gentileza de otras épocas, el poeta uruguayo más importante de su tiempo y el más conocido del país por entonces en América y España, quien tiene amartillado uno de sus metálicos discursos. César Miranda, Raúl Montero Bustamante, Delmira Agustini, Toribio Vidal Belo, Juan José Ylla Moreno, María Eugenia Vaz Ferreira, Francisco Alberto Schinca, Santín Carlos Rossi, Héctor Miranda, Eugenio Martínez Thedy, Manuel Medina Bentancourt, Julio Lerena Joanicó, José María Fernández Saldaña y Juan Picón Olaondo; la esposa del muerto, Julieta de la Fuente, Manuel, Carlos, Herminia y Teodoro, sus hermanos (otro hermano, Alfredo, vive también en ese momento –su nombre aparece entre los demás deudos en los avisos necrológicos–, pero no habría concurrido al cementerio debido a que ya se encontraba recluido por su enfermedad mental) y Alberto Nin Frías, el más fino y acaso el primero de los intelectuales uranistas del Uruguay, son algunos de los que están en el núcleo oficial que, pasadas las nueve y media de la mañana, comienza la ceremonia. José Enrique Rodó no ha concurrido. Una mujer de mirada fija y una niña de unos siete u ocho años están también, en un lugar secundario. Ambas guardan luto, la madre tiene un saco de paño negro y, debajo, un vestido de igual color, de cuello alto, con sus pequeños botones cerrados desde la falda a la garganta; la niña tiene un collar de perlas de cultivo sobre su vestido negro que deja ver una gran moña de seda a la izquierda, a la altura de la cintura. La presencia de este par, por más que no sea desafiante, no deja de ser notada, con angustiosa molestia, por la viuda. Otra mujer joven, una argentina de nombre Malena, está también presente, pero nadie la nota porque nadie la conoce. La concurrencia fue numerosa y selecta, dice un diario. El grupo de los anarquistas trasnochados está apostado, en formación de murciélagos o vampiros, en la escalera opuesta, y espera su momento. Más de una forma de entender al muerto, a la poesía y al país de todos ellos converge en el cementerio.



El primero en hablar es César Miranda, el más constante amigo de Herrera y Reissig, un hombre de treinta y dos años, abogado, nacido en Salto, una ciudad lenta y patricia al noroeste del país, de donde habían venido muchos de los que importaban por entonces en la capital. Miranda dice un discurso breve que empieza y termina con la misma frase en infinitivo: “Vivir en belleza, morir en gloria y renacer en inmortalidad, tal tu destino”. La pieza oratoria, corta, intensa, pero también algo borrosa y cansada, un poco como sería quien la dice y su emoción, le monologa, en segunda persona, al cadáver. Al pasar, le recuerda su universalmente reconocido buen humor, le dice que su vida fue una doble vida, doble y contradictoria, que fue fecunda como una estrella y pavorosa como un eclipse, y que las líneas de su rostro, el del cadáver, se vuelven definitivas ahora, porque está pálido bajo el sol que amó tanto. Bien leído, el discurso de Miranda no llega a durar un minuto y medio. Después, toma la palabra el joven José María Fernández Saldaña, que suma veintinueve años, ya entonces diputado por Minas, y animador, casi diez años atrás, del Consistorio del Gay Saber, el cenáculo decadente y divertido del gran contador de historias, poeta modernista y esforzado ciclista Horacio Quiroga.



Fernández Saldaña es también salteño, por cierto, y hace un panegírico del poeta. Su discurso quedó en el aire del cementerio y no fue recogido en los diarios y publicaciones del día siguiente. Luego habla Francisco Caracciolo Aratta, un anarquista muy amigo del poeta, devenido ahora director de una revista criollista. Más de cincuenta años después de los sucesos, aquel joven anarquista que era Aurelio del Hebrón todavía creía que esos fueron los únicos oradores. Pero la revista argentina Caras y Caretas, publicada semanalmente en Buenos Aires y distribuida también en Montevideo y en otras ciudades del continente, una revista verdaderamente masiva, porque ya conocía bien el arte de decirlo casi todo a través de instantáneas, es decir, de fotografías, dedica el viernes siguiente media página a la muerte de Herrera y Reissig. En ese artículo de Caras y Caretas hay una toma de la parte alta de la rotonda, que oficiaba de tribuna para los oradores en el entierro, y el que está hablando es Alberto Nin Frías. Tenemos, pues, más discursos aquella mañana de sábado.



Tranquilamente hasta aquí transcurre todo. Pero entonces, del lado anarquista de la rotonda, el joven melenudo se adelanta, baja dos o tres escalones para destacarse del grupo –es decir que no habla desde la balaustrada elevada, sino desde el llano, junto al cajón–, en gesto inesperado tira su sombrero al suelo, el que hace un giro y se detiene al borde de uno de los canteros que limitan la rotonda, y extrae de entre sus ropas las cuartillas escritas unas horas antes en el Polo Bamba. Aunque no está previsto que hable, habla igual, aprovechando la sorpresa y desbarrancando el orden contenido del ceremonial. Del Hebrón empieza como si no pasara nada. Pero ya con el tercer párrafo, con el tercer aliento del discurso, las cosas van a ponerse personales. Lo que siguió fue acaso la más sonora bofetada dada en la cara a los concurrentes a un entierro de que su país, el Uruguay, tenga noticia.



“Anoche he ido a ver el cadáver de Julio Herrera y Reissig.



En la rigidez de la muerte, su rostro pálido tenía la misma serena lucidez, la misma tristeza bondadosa y sonriente que a los hombres mostrara en el camino, porque pasó cantando.



Solo, tan solo como su espíritu elegido pasó entre la turba filistea, su cuerpo estaba allí, supinamente inmóvil. En torno de su féretro las graves sombras burguesas, en la solemnidad convencional de los duelos vulgares, discurrían gravemente y gravemente hablaban.



La sociedad mezquina en la que vivió, y que no supo amarlo porque no supo comprenderlo, estaba allí, representada por sus cronistas, por sus políticos, y por sus mercaderes. La gente en cuyo medio vivió como un desterrado, la gente que lo despreciaba por altivo y lo compadecía por iluso, la gente miserable que reía de la divina locura de su ensueño, la gente de alma baja que nunca quiso allegarse hasta él, estaba allí, llevada por la indulgencia de la muerte, rumiando comentarios, mirando con extrañeza el rostro mudo, ahora que su alma no estaba ya en él para espantarlos. Era necesario que viniera la muerte a libertarlos del íncubo rebelde, para que se dijeran sus amigos, amigos del cadáver, amigos del despojo deleznable de una existencia luminosa que para ellos fue un error.



La mejor de las fieras humanas. Como cuervos al olor de la muerte, las sombras innobles de los mercaderes iban a mentir su duelo por vanidad o por costumbre. Como cuervos, como cuervos al olor del cadáver, fueron allí los filisteos, los cínicos, los que en la última hora creyeron hacer justicia arrojando al poeta una migaja del banquete del presupuesto, una piltrafa burocrática que él no alcanzó tampoco a digerir. Solo, solo en la infinita soledad silenciosa de los no comprendidos, como vivió su alma, como estaba anoche su cuerpo inmóvil bajo la mortaja, así está en esta hora ceremonial y vana, rodeado por los mismos cínicos fariseos, sepulcros blanqueados, nidos de serpientes, como decía Jesús.



¡Señores!: Yo no he venido aquí a hacer el panegírico de un muerto ilustre. No he venido a entonar loas ni a bordar bellas frases. No he venido a hacer simplemente literatura. He venido a lanzar una verdad que tengo en la conciencia, he venido a decir una verdad pura y sencilla como fue el alma del que yace. La única venganza digna de su inmenso dolor y de su inmensa alma, es que ahora os obligue a escuchar la verdad, es que ahora os ponga frente a la verdad, a la indiscreta, a la impertinente verdad.



Y la verdad es que vosotros, todos o casi todos los que rodeáis este cadáver, fuisteis sus enemigos.



Por vosotros sufrió, por vosotros le fue amarga la vida. Este que aquí reposa libre de las miserias de los hombres, fue siempre un paria entre vosotros.



Y no creo que sea el hondo homenaje al poeta lo que inspira vuestras elegías hipócritas. Es, quizá, la vanidad patriótica, que quiere reivindicar para sí un nombre literario que no le pertenece, que no le pertenece porque no ha sabido conquistarlo.



Muchos de los que estáis aquí habéis venido solo porque el muerto lleva un apellido distinguido y porque su familia es de abolengo en el país. Pero sabed, los que tal pensáis, que Julio Herrera y Reissig está muy por encima de su apellido; que la majestad del poeta ríe de esas vanidades sociales y que por otra parte, los mismos que hoy visten de luto, renegaron muchas veces de él.



No; entre todos los que aquí hacemos acto de presencia, somos pocos los que podemos llamarnos amigos del que ha muerto. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos los que le queremos? ¿Cuántos los que amamos su orgullo y su locura? ¿Los que sentimos un solemne respeto por su existencia de exilado?...” 1



La comitiva oficial, los amigos verdaderos del cadáver, algunos de los cuales habían sido amigos verdaderos de Julio Herrera y Reissig, a diferencia de Del Hebrón, que no lo había sido, guardaban silencio y escuchaban palabras calculadas para dar en el blanco de una mala conciencia que ya empezaba a crecer alrededor del muerto. Sería ocioso decir que el aire del cementerio se cortaba a facón, que los verdaderos amigos del cadáver, y los verdaderos amigos del poeta, apretaban los labios con raros sentimientos. Todo el mundo sabía en el Cementerio Central que Aurelio del Hebrón había conocido a Julio Herrera y Reissig hacía un año y poco, y lo había tratado sólo un puñado de veces, tres o cuatro veces, como joven aprendiz que lo admiraba en silencio algunas noches en que, en su casa final de la calle Buenos Aires, el poeta les decía sus versos, entre ellos, pedazos aún descabalados de la “Tertulia lunática”, que estaba terminando en 1909. Pero Del Hebrón sabría que su insolencia con los presentes era menos importante que el contenido de largo aliento de su mensaje: ya estaba hablándole al imaginario de los que estaban y los que no estaban en el cementerio. Resistiendo pues el espeso y totalmente físico rechazo que sentiría en ese momento, apuró hasta el fondo su J’accuse doméstico. Y es en sus párrafos finales en donde se contiene la tesis principal del discurso de Del Hebrón, quizá la única extraña y digna de recuerdo, la única que puede ser rechazada o aceptada aún hoy, mucho después incluso de que el valor o la inconciencia juvenil del orador hayan dejado de interesar o conmover:



“Yo sé la frase que está ahora en muchos labios: ‘Reconocemos su talento, pero creemos que su vida ha sido un error’. ¡Mentira! ¡Lo más grande que ha tenido este hombre es su vida! El talento es cosa que puede discutirse, la originalidad literaria, la propiedad de las ideas, la escuela poética, todo eso es secundario, todo puede ponerse en tela de juicio. Lo que es innegable, lo que es evidente, lo que es absoluto es la grandeza pura de su alma consagrada a la belleza inmortal, y es la belleza de su vida solitaria, orgullosa, erguida de un ambiente de adaptaciones mezquinas, como una rebeldía indomable de la dignidad del pensamiento”.



Julián Basilio Herrera y Obes, don Julio, con su levita negra raída y su galera de felpa, estaba parado, apretando con sus manos la baranda de mármol de la rotonda, y acaso comprendiendo en su propia grandeza de hombre apartado de lo común el filo de largo plazo de las palabras que el tiempo lo forzaba ahora a escuchar. A su lado, don Juan Zorrilla de San Martín lo miraría todo, en cambio, azorado por los modernos y su distinta comprensión de las formas del respeto. El remate de Del Hebrón llegó enseguida y se hundió como un último puñal que ajusta entre la común verticalidad de la gente y los cipreses:



“Sí, señores, lo que yo quiero deciros sintetizando el espíritu de mi alocución –que ha venido a turbar la armonía convencional de este acto, porque era necesario que así fuese–, lo que yo quiero deciros de una vez por todas es que, a pesar del homenaje sincero o no que aquí estáis tributando, este cadáver no os pertenece. Y si ahora os fuerais todos de aquí, no quedaría más solo de lo que está en este momento”.



Frente a un ex presidente de la República, frente al Poeta de la Patria, frente a un puñado de amigos verdaderos, Aurelio del Hebrón ha terminado de hablar. Retrocede y se vuelve a mezclar con su pequeño grupo, a la derecha de la rotonda. Un amigo le alcanza el sombrero caído. En medio, el féretro. Encima, en la balaustrada y en la otra escalinata, hay un silencio murmurador, mientras los del cortejo oficial hablan un momento entre ellos. Se ponen de acuerdo, quién sabe en qué, enseguida. Zorrilla de San Martín decide no hablar, y se da por terminado el acto.



Camina el grupo oficial cargando a pulso, ya sin palabras, el cajón hasta una tumba prestada de apuro el día antes. El grupito de anarquistas los sigue de atrás, a cierta distancia, con un respeto recién inaugurado pero sólido, ahora que dijeron lo suyo y fueron escuchados, con el respeto que es, a su vez, virtud habitual de los hombres grandes que están del otro lado. Entierran el cuerpo de Herrera y Reissig con los carraspeos, los ruidos secos y sordos de cualquier entierro, y la gente se empieza a dispersar.



Es entonces cuando el embajador Enrique Buero se arrima a Aurelio del Hebrón mientras este se retira, y le suelta catorce palabras nítidas que lo resumen todo: “Puede que usted tenga alguna razón, pero esas cosas no deben decirse en público”.



Materiales extra, inéditos, facsimilares, poesía y demás de Herrera y Reissig en www.herrerayreissig.org





--------------------------------------------------------------------------------



1 Los principales periódicos de Montevideo no reprodujeron este discurso. La única revista que se atrevió a publicarlo lo presentó así: “Este discurso fue pronunciado por el brillante escritor Aurelio del Hebrón sobre la tumba del nunca bien llorado poeta Julio Herrera y Reissig. Nosotros lo publicamos: primeramente porque los diarios de Montevideo no quisieron darle asilo en sus columnas y segundo por las verdades que encierra –pese a quien pese. N. de la D.”. Aurelio del Hebrón, “Sobre la tumba de Herrera y Reissig”, La Semana (Montevideo), 26 de marzo de 1910.)




Fuga del Penal de Rawson (15 agosto 1972)

A 40 años de la Masacre de Trelew, habla Fernando Vaca Narvaja



.Por Juan Ciucci y Nicolás Bondarovsky, enviados especiales para la Agencia Paco Urondo



A 40 años de la Masacre de Trelew, entrevistamos al único sobreviviente de la fuga del Penal de Rawson. En sus oficinas del Tren Patagónico, en la localidad de Viedma, conversamos más de una hora con Fernando Vaca Narvaja, el mítico líder Montonero, donde describió la importancia de la organización militante antes, durante y después de los hechos. Relata los pormenores de la fuga y reivindica el papel del guardiacárcel que colaboró para que se pueda llevar a cabo.



AGENCIA PACO URONDO: ¿Cómo repercutió la masacre en la Argentina? ¿Qué significó para la militancia?



FVN: Por la unidad de las organizaciones, por el nivel de la masacre de los compañeros, genera una reacción en la juventud impresionante. Hay toda una generación que ingresa a la política luego de Trelew. Fue algo masivo. Yo lo comparo mucho con la muerte de Néstor Kirchner y lo que generó en la juventud. La juventud siente que tiene que participar, que algo tiene que hacer. Y eso rebalsó las estructuras de las organizaciones revolucionarias. Fue un fenómeno de esas características. Supongo que a las organizaciones juveniles actuales les debe pasar algo similar con la irrupción de tantos jóvenes.

Estos dos fenómenos son muy parecidos y desde el punto de vista organizativos los agarra sin el nivel para poder contenerlos. Estos hechos llegan al corazón, al sentimiento, como catalizadores de procesos políticos. Y me parece fundamental, porque significa que nuevas generaciones le dan continuidad y hacen que todo lo que ocurrió con Trelew no sea en vano.

Testimonio de un sobreviviente

Salvo puntuales excepciones, Vaca Narvaja no da entrevistas a medios de comunicación. De allí que la que se publica aquí tenga la relevancia de ser un documento histórico prácticamente exclusivo.

FVN: Fracasa el túnel por la existencia de agua, de mucha humedad. Tenía mucho ripio, era un terreno complicado. Se decide, en todo caso, tenerlo como depósito. Un túnel que había costado mucho, hecho con una gillette para ir sacando las baldosas y se hacía con las partes metálicas de lo que era unos calentadores que no sé si existen todavía. Era un trabajo de preso, como decíamos nosotros.

Cuando se empieza a trabajar con la perspectiva de la fuga de adentro hacia afuera se parte de la base de hacer una simulación de algo que ocurría habitualmente en las cárceles: las inspecciones militares, una especie de requisa del sistema de seguridad carcelario, donde las Fuerzas Armadas le tomaban examen al servicio penitenciario para ver qué grado de disponibilidad tenían éstos hombres para garantizar la seguridad de los presos en la cárcel. Yo tenía cinco años de Liceo Militar General Paz, así que más o menos conocía rápidamente cómo son las voces y órdenes de mando de un oficial del Ejército. Acá hay una cosa muy importante que se ha bastardeado y desinformado mucho, que es el rol que juega un guardiacárcel de apellido Fasano, que de alguna manera es tomado como un símbolo, de un hombre que se ha vendido por plata a las organizaciones armadas. Se lo ha degradado y está desaparecido. En realidad, era un Compañero del Movimiento Peronista, era un peronista que había vivido todo el encarcelamiento del 55, que tenía un montón de anécdotas de lo de Cámpora y que después, vio pasar por la cárcel muchos presos políticos en su trayectoria como guardicárcel. Estaba cerca de jubilarse y colabora con nosotros en, por ejemplo, el ingreso de uniformes militares –la parte más complicada- y una pistola que va entrando a cuentagotas desarmada. Si éste hombre no colaboraba con nosotros era muy difícil la posibilidad de poder contar con esos elementos. Aunque esa pistola nunca llegó a usarse, te da cierta seguridad. Entre tener una de madera –que sí se hicieron, pistolas ficticias- y una real, hay una pequeña diferencia. Digo esto, porque en general ocurre que en las Fuerzas Armadas, existan sectores del Campo Popular y Compañeros revolucionarios, como por ejemplo, el boina Urien, un oficial de tropas especiales de infantería de la Escuela de Mecánica de la Armada, fue un Compañero de la Organización Montoneros, era uno de los oficiales destacados. En el Luche y Vuelve del año 1972, toman la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los puestos policiales de la Federal en la General Paz, los Compañeros nuestros que toman un Regimiento en Corrientes también en el año 72. Nosotros, llegamos a tener organizaciones políticas dentro de las Fuerzas Armadas. Creo que el error más grande que podemos cometer es aislar a las Fuerzas Armadas. La oligarquía siempre especula con éste infantilismo de los sectores revolucionarios de querer aislar a las Fuerzas Armadas de los procesos políticos, eso le facilita la tarea de penetración política e ideológica y de que nosotros no veamos la necesidad de tomar contacto y hacer política. Por eso, uno reivindica siempre el Operativo Dorrego, los puntos de contacto y debate con las Fuerzas Armadas respecto del Proyecto Nacional. El Peronismos está generado por Perón, que era un General de la Nación y tiene un componente de participación: el General Valle, Cogorno. Tenemos muchos mártires y héroes para que le regalemos a la oligarquía las Fuerzas Armadas. Si hay que disputar palmo a palmo, generamos puntos de contacto para hacer ese debate. Se vio en el Operativo Dorrego esa discusión.



A nosotros nos permite la fuga un guardiacárcel peronista, de nuestro Movimiento. No es casual, que la historia oficial lo tenga a éste hombre olvidado o lo tenga como el corrupto. Me hace acordar a cuando volvimos al país, donde los principales corruptos eran los miembros de la Conducción de las Organizaciones Armadas, mientras se vendía el país. Con la Ley de Medios, hoy en día, podemos ir viendo cómo se maneja la prensa del régimen.



Volviendo a Rawson, se empieza a organizar lo que es la fuga de adentro hacia afuera y la parte externa queda librada a la colaboración de los Compañeros. Acá también hay un proceso de discusión que nos pone en otro principio fundamental: qué grado de aparato construcción. Hubo un debate dentro de las Organizaciones Revolucionarias, donde por ejemplo las FAR compraron un avión en Paraguay para llegar con éste avión y poder levantar a los Compañeros que nos fugábamos. Para tener un avión había que tener un piloto, para tener un avión y un piloto había que tener un hangar para esconderlo. Para tener un hangar había que tener un campo y una pista. Entonces, cuando le vamos sumando esa construcción de aparato se hace prácticamente una operación muy pesada. Ahí empieza la discusión de si se construye con aparato o sin aparato. Digo esto, porque lo relaciono con la actividad política actual. Aquellos Compañeros que dicen que sin el Estado no se puede hacer nada y esas cosas. Nosotros construimos como generación, en el contexto histórico que nos tocó, fuera del Estado. Prácticamente no dependíamos de las estructuras del Estado para nuestras construcciones políticas o sociales y eso nos daba un margen de autonomía e independencia muy alto. En la acción militar eso se refleja, porque decimos "necesitamos un avión", bueno apropiémonos de lo que vemos. El avión en éste caso fue el de la línea Austral. Necesitábamos un aeropuerto, bueno tomemos el aeropuerto. Tengamos tres Compañeros en el avión para tomarlo. Adecuemos nuestra operación a esas circunstancias.



Así, se fue simplificando la acción. Ya no necesitábamos un gran aparato. Necesitábamos tres Compañeros que tomen el avión, uno más que esté abajo para colaborar con la toma del aeropuerto y la estructura que de alguna manera te daba la movilidad como para poder fugarte de la cárcel, el resto de la acción era tarea nuestra. En esa tarea, se aplica otro principio que me parece fundamental, que es el colectivo. Solos e individualmente somos muy poco, si armamos un colectivo somos una fuerza distinta. Esto lo vemos en la construcción política, en la construcción diaria de cualquier trabajo, esto lo vemos en el tema de la política de unidad y esto lo vemos también en la acción militar de Rawson, 130 o 140 Compañeros con conocimiento y causa de lo que se estaba haciendo. De esa manera, nosotros teníamos en distintos sectores de los pabellones ojos y oídos de hasta la gaviota que venía a comer al patio. Prácticamente todos los movimientos se centralizaban en una estructura de mando para armar una información muy prolija de cuál era la vida interna del Penal. Esto permite que para el horario, que estaba supeditado al vuelo del avión, se acomodara todo el resto de la acción militar. Se trabajó en función de tiempos que eran medidos rigurosamente y no fue penetrado por la acción del enemigo, los servicios de inteligencia desconocían la acción y no la pudieron detectar. El efecto sorpresa fue total, pese a la cantidad de Compañeros que participaban en ésta acción.



El ordenamiento del primer, segundo y tercer grupo era un tema estrictamente operativo. El primero no podía exceder el número de seis o siete Compañeros y el oficial que iba reducido, por un tema que las inspecciones tenías esa magnitud. El segundo grupo podía ser un poco más numeroso porque ya se iba a ir tomando cada uno de los pabellones. El tercer grupo, que eran más de 100 Compañeros se movían con un poco más de libertad, porque ya los acompañaban Compañeros disfrazados de guardicárcel. Los grupos operativos son funcionales a la acción que había que desarrollar.



-APU: ¿Usted toma el lugar de militar por la experiencia previa que tenía?



-FVN: Así es, me tengo que vestir con uniforme de militar, ya que era un poco el efecto sorpresa. La primera impresión que se llevan los guardicárcel al ver un militar es "por qué no me avisaron que había una inspección militar". Entre que se respondían esa duda eran segundos y nosotros ya estábamos adentro. Los Compañeros llamaban a ese primero grupo "La topadora" porque iba abriendo la Base. Automáticamente a medida que se reducía al personal se los desvestía y los Compañeros se vestían con la ropa de los guardiacárcel, con una velocidad espectacular.



La acción se hace de una manera muy prolija en la parte interna. Cuando se llega a la sala de Guardia, a la última puerta que conecta a la guardia interna que es desarmada con la guardia externa que es armada, ahí se da el punto más complicado. El oficial de la guardia desarmada se pone nervioso y al que nos abre la puerta final de salida se lo manotea y se lo mete adentro muy rápidamente. Teníamos enfrente a un hombre con un FAL, con visión directa a la puerta de entrada al Penal. Por suerte, éste hombre no llega a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Una vez que salimos al exterior, lo primero que hacemos es llamarlo, con una gran ansiedad por escapar. Viene éste hombre, hacemos que se presente, le decimos que entregue el arma porque la estaba portando mal, la entrega mal, se le llama la atención y se le devuelve el arma para que su entrega sea la correcta. Todo esto sucede porque nos están mirando la guardia de arriba y la última guardia externa de la puerta de salida.



Bueno, se presenta, se encuadra, saluda y entra. Cuando entra se lo reduce. De ahí vamos a la sala de armas, y es un movimiento parecido. A partir de ahí salen dos grupos, ya viene el segundo escalón de 19 compañeros, que son los que van a reducir la primera parte del penal. Todo lo que es la parte exterior de las garitas, se ponen compañeros nuestros. El resto de las garitas queda la misma gente del servicio penitenciario. Es decir que había un riesgo ahí, el tiempo no nos daba para reducir a todas las garitas del penal.



Fíjense con que prolijidad se actúa que el resto de las guardias no se dan cuenta que han sido remplazados sus compañeros. Nosotros salimos en una mezcla que se hace con el segundo grupo, creo que en total éramos 15 o 16. Vamos por fuera del penal y tomamos la guardia de reserva, que estaba aislada del penal. Esa guardia de reserva, cuando nosotros salimos a caminar para tomarla, tenía que coincidir con el remplazo del guardiacárcel que estaba en la garita justo por encima de la puerta de la guardia de reserva. Cuando nosotros estamos por entrar, se lo está reduciendo al guardia de arriba, que era el riesgo porque ese hombre estaba con un FAL.



Bueno, se realiza el mismo procedimiento, se reduce a unos 80 hombres que estaban relajados, algunos jugando al truco y otros durmiendo. Cuando me estoy por retirar para unirme al primer grupo, me aparecen unos 40 presos comunes que salían del taller con guardiacárceles en formación. Hago lo mismo, los llamo, los hago formar y los meto con el resto. Asi que ahí había 120 hombres, entre presos y guardicárceles.



Cuando salimos del penal, me doy cuenta que sólo había entrado Carlos Holmberg, 18 años, un loco de la guerra. Escucha el tiroteo donde muere el guardiacárcel Valenzuela, que identifica a algunos de los compañeros que se van acercando y se arma un tiroteo. Carlos siente ese tiroteo, y dice "los compañeros me necesitan" y se mete. Desobedece la orden de repliegue, porque el jefe de la operación había entendido que la acción no se hacía. Entonces los vehículos emprendieron la retirada a las zonas asignadas en caso de que la acción no se realizara. Este loco se mete, y es el vehículo que utilizamos este primer grupo de los 6 para ir al aeropuerto.



Con la alerta de que habíamos tenido un enfrentamiento en la guardia, y con la duda de que no teníamos todos los vehículos para evacuar a todo el personal. Sí teníamos un plan de emergencia que eran los remises, taxis, y los vehículos de la gente que laburaba en la parte administrativa del Servicio Penitenciario. De ahí salimos rumbo al aeropuerto.



APU: Nos interesaba que nos cuente la experiencia en el avión, y luego en Chile.



FVN: Bueno, nosotros llegamos al aeropuerto cuando estaba el avión carreteando en pista. Llegamos con el Falcon, ingreso para ver cual era la situación del vuelo. Están los familiares retirándose, y siento el carreteo del avión hacia la cabecera de pista. Cuando siento eso salgo para avisarle a los compañeros, y me intercepta el Coronel Perlinger que estaba de civil. Se presenta, me presento como Teniente Primero, y me observa un detalle importante: yo tenía puestas las charreteras al revés. Entre los nervios del armado del uniforme, me las había puesto al revés. Lo que se me ocurre decirle es "Mire mi Teniente Coronel, lo que pasa es que tuvimos una fiesta, y usted sabe como son las chicas, se vuelven locas con el uniforme". Con eso queda contento, y me retiro.



A los 5 minutos estábamos todos entrando desaforados diciendo que hay una bomba, que es un atentado contra el avión, que tienen que pararlo. Entramos donde estaba la radio, porque la torre de control estaba cerrada, y logramos convencerlo. Ahí actúa muy bien Marcos Osatinsky que empieza a referirse a mi como oficial, que estaba haciendo un despliegue de tropas alrededor del aeropuerto. El tipo de la radio le cree, y hace para el avión.



Cuando hace parar el avión rompemos la radio, y vamos todos corriendo hacia él. Los compañeros que están en el avión ven eso, que no toma vuelo y lo toman. Cuando se abre la puerta, aparece el Gallego Palmeiro con una azafata agarrada de la cintura. Yo soy el primero que sube por la escalerilla, y me pone una Beretta en la cabeza; me deja absolutamente mudo, con la cara de loco del Gallego. Me salva el "Robi" Santucho cuando le dice "Somos nosotros Gallego, es el Vasco, está todo bien".



Imagínense la gente que habías salido con nosotros corriendo rumbo al avión, porque lo habían tomado los terroristas; al ver ese escenario confuso, con la misma velocidad con la que habían corrido hacia el avión, corren hacia el aeropuerto. El avión se toma, se espera unos minutos hasta que se convence al piloto, que había salido de un tratamiento psiquiátrico, era su primer vuelo después del tratamiento, pobre. Decidimos levantar vuelo, porque esperábamos que un blindado pudiese cruzarse en la pista y no hubiese margen para poder hacerlo. Empezamos a dar vueltas alrededor del aeropuerto, esperando a los compañeros. Que llegan, había tiempo para bajar, porque lo que nosotros estimábamos como reacción de las tropas de infantería no fue tal.



Pero ellos también estiman que hacernos bajar a nosotros significaba el fracaso de la operación, no toman la radio de la torre de control, y deciden esperar. Cuando nosotros damos vueltas y vemos que no hay señal de que los compañeros estén llegando, y el piloto empieza a ponerse nervioso por el tema del combustible, decidimos partir rumbo a Puerto Mont. Ahí los compañeros toman contacto, y nos dicen que no habían tomado la torre para que no bajáramos, porque eso ponía en riesgo toda la acción.



Que ellos empezaban a trabajar en el plan de emergencia, que era el que se dio: convocar a la prensa, al juez federal, al médico; para hacer una rendición ordenada y evidente a nivel de la opinión pública.



APU: Qué importante es el pensamiento colectivo, en los hechos que mencionas.



FVN: Es la base. Creo que es la base el principio colectivo a acción es la fuerza central. Si no existe ese principio es muy difícil realizar una acción como la que se concretó. Hay un engranaje en el que cada uno juega un rol. Te diría que en ese primer y segundo grupo, lo mismo que en el tercer grupo, hay roles que se van intercambiando con mucha facilidad. Porque hay una compenetración, y un complemento entre los compañeros. No hay una competencia ni una estructura que se superponga. Si vos ves que él tomo esa acción y lo hizo bien, vos pasas a hacer lo que sigue. Ese principio colectivo es una de las bases de la unidad.



APU: Y llegan a Chile.



FVN: Ahí nos recibe una movilización muy grande de los compañeros de MIR chileno, del Partido Socialista. Bajan el "Robi", el Pelado Osatinsky y Quieto, a negociar la entrega del avión. Se resuelve eso, cuando bajamos había como un celular de traslado de presos y dos vehículos. A los compañeros los llevan a ese celular, y a mí a uno de esos vehículos. Como no sabíamos como ellos decidían, nosotros cumplimos con lo que nos decían.



APU: ¿Con quién negocian la entrega?



FVN: Con el Jefe de Seguridad, y con quien luego sería el jefe de la DINA. El Jefe de Seguridad era Pupen, un militante socialista muy preparado que muere con Salvador Allende cuando Pinochet da el golpe militar y avanza sobre la Casa de la Moneda.



A mí me llevan en un vehículo porque se confunden, piensan que soy un rehén, yo pensé que no había lugar. Cuando me empiezan a hablar los que luego serían los golpistas en Chile, me dicen "Bueno, me imagino que usted habrá estado en una situación de estrés muy incomoda". Sí, les dije, "igual que todos los compañeros". Me dicen "¿cómo los compañeros?". Sí, los que van en el celular. Entonces aceleran, cruzan el celular donde iban los compañeros, y me suben ahí.



Cuando llegamos al penal, que luego sería el lugar de la DINA, me encuentro con 2 oficiales del ejército chileno y un hombre de civil, que no me queda claro si era de la embajada o del ejercito argentino. Y me degradan, me sacan las insignias de la chaqueta militar. Quieren que deje el uniforme, pero me niego y me quedo con la chaqueta, aunque sin botones.



Ahí se da un debate político en Chile, donde en general primaba la tendencia de dejarnos presos en buenas condiciones, como una jaula de oro. Decían que íbamos a tener libros, visitas de algún familiar, y nosotros nos queríamos rajar. Imaginate que salir de estar preso en Argentina para estar presos en Chile de un gobierno popular, era absurdo. Medio que nos enojamos un poco.



Y después vienen los hechos dolorosos, de que una madrugada entran, nos sacan todos los medios de comunicación, los cinturones, todo lo que es un sistema clásico de seguridad. Y llega Pupen a avisarnos que se había producido esta masacre. Fue un golpe duro, porque nosotros pensábamos que era imposible que se pudiera dar una masacre así estando un juez federal, estando la prensa, estando un médico que los revisara. Habiendo pasado tantos días, no lo teníamos como un hecho factible esto de la Masacre del 22 de agosto.



Al día siguiente vienen los abogados, Duhalde, Mario Hernández, Gustavo Roca, los abogados nuestros que son los que nos acompañan y desarrollan este proceso. Hasta que en este debate que se da en Chile, Salvador Allende reúne a su gabinete y les plantea la presión y la oferta de la dictadura de Lanusse para que nos entregaran a la Argentina o nos mantuvieran presos en Chile. El gabinete vota que nos dejen presos, para no empeorar las relaciones con América Latina, donde ya estaba imponiéndose la ideología de la Seguridad Nacional, y el avance de las dictaduras militares.