lunes, 12 de enero de 2015

¿Cuáles son los argumentos políticos de la pretendida "nación mapuche"? (Por Aleardo F. Laría)

 

¿Qué encierra el concepto "cuestión mapuche"? ¿Qué diferencia el reclamo de respeto étnico y lingüístico de la acción contra el "despojo territorial"? En una producción periodística especial, en el dossier primero "Río Negro" describe y analiza el universo mapuche desde los costados más visibles de la región: sus reclamos geográficos cada vez más combativos, sus resistencias a proyectos de desarrollo bajo los argumentos de defensa del medioambiente y sus reivindicaciones de derechos colectivos en procura de ejercer poder soberano sobre el hábitat en el que se asientan u ocupan.

La formación de un movimiento que aspira al reconocimiento de una "nación mapuche" diferenciada de los dos países que actualmente la albergan (Chile y Argentina) es bastante reciente. Los primeros planteamientos tuvieron lugar en 1990, a partir de un documento titulado "Pueblo mapuche, descentralización del Estado y autonomía regional" y publicado por el centro de estudios mapuches Liwen de Chile. En el 2006 se formó en el vecino país el Partido Nacionalista Mapuche (o Wallmapuhen), que aspira al reconocimiento como nación y propugna la adopción del mapuzungun como idioma oficial del nuevo país.
El reconocimiento político como "nación" lleva implícitos varios reclamos: la restitución de los territorios históricamente usurpados y el derecho al autogobierno fundado en el principio de autodeterminación de los pueblos incorporado en algunas de las convenciones internacionales de las Naciones Unidas (ONU). El "país mapuche" (Wallmapu) estaría compuesto por regiones que se extienden a un lado y otro de la cordillera de los Andes: el Puelmapu (en las provincias argentinas de Neuquén, Río Negro y Chubut), con 105.000 mapuches censados, y el Gulumapu (en las regiones chilenas de Los Lagos, Araucanía y parte de la de Bío Bío), donde vivirían alrededor de un millón de pobladores indígenas. Por consiguiente, no estamos ante una mera reivindicación cultural que defiende la conservación de una determinada especificidad étnica y lingüística, sino ante un discurso que denuncia el despojo territorial y la asimilación forzosa provocados por las elites criollas en los procesos de formación de las nacionalidades chilena y argentina.
Según esta narrativa, los mapuches o araucanos fueron históricamente poseedores de un territorio propio al sur de la frontera del río Bío Bío en virtud del Tratado de Quillín, firmado por las autoridades coloniales de España y los líderes araucanos en 1641. Con la firma de este tratado, los españoles habrían reconocido implícitamente la autonomía del Estado de Arauco. Los historiadores chilenos mencionan la Guerra de Arauco como un prolongado conflicto armado que se registró en el siglo XVI, período en el que los araucanos ofrecieron tenaz resistencia a los intentos de los colonizadores españoles de ocupar su territorio. El "desastre de Curalaba" en 1598, donde pierde la vida el gobernador español Martín Oñez de Loyola, simboliza la derrota definitiva de las fuerzas españolas.
Durante las luchas por la independencia de Chile los mapuches tomaron partido y ayudaron a las fuerzas realistas. Una vez alcanzada la independencia de España, los chilenos mantuvieron una política de no agresión hasta que en 1861 se inició un proceso que eufemísticamente se denominó la "pacificación de la Araucanía" mediante el cual, utilizando sobornos, alianzas con tribus enemigas y la guerra, se consiguió en 1883 el sometimiento completo de los mapuches. Este conflicto puso fin al intento del aventurero francés Orélie Antoine de Tounens de erigirse en el rey de la Araucanía gracias al nombramiento refrendado por los principales loncos (jefes) mapuches.
La derrota de las fuerzas mapuches que lucharon en el bando español había propiciado la emigración hacia el noroeste de lo que es hoy la Patagonia argentina. Los grupos mapuches realizaban malones para el robo del ganado que luego trasladaban a través de los pasos de la cordillera de los Andes para su comercialización en Chile. En 1833 Juan Manuel de Rosas había logrado desplazarlos y firmar algunos tratados para evitar sus incursiones, pero estos acuerdos no fueron duraderos y pronto los malones asediaron ciudades como Mendoza, San Luis, Río Cuarto y gran parte de la provincia de Buenos Aires. La Conquista del Desierto, iniciada en 1879 y dirigida por el general Julio Argentino Roca, acabó rápidamente con la resistencia de los mapuches y otras tribus que ocupaban las tierras al norte del río Negro y al oeste del Limay.
Para el historiador Luis Alberto Romero, el general Roca "ejecutó una acción bastante lógica en términos del Estado: consolidar la soberanía territorial y definir las fronteras. Probablemente le preocupaba mucho más la disputa con Chile que la lucha con los aborígenes del sur". Por otra parte, señala: "Las acciones conducidas por Roca estuvieron muy lejos del exterminio y muy cerca de lo que en la época era habitual: controlar posibles insurrecciones disolviendo los grupos potencialmente peligrosos y procurar diferentes caminos de inserción en el nuevo Estado". Palabras como "genocidio" son propias de la modernidad, por lo que no resulta atinado utilizarlas para juzgar acciones emprendidas con los valores de otros tiempos. A modo de ejemplo, los patriotas de la Primera Junta de Mayo también fusilaron a sus oponentes y atropellaron los derechos de las poblaciones indígenas del Alto Perú.
Para la historiografía mapuche, las operaciones militares que ocasionaron la pérdida de su territorio forman parte de una política homogeneizadora implementada por el Estado liberal del siglo XIX bajo la consigna "civilización o barbarie", entendiendo que la civilización estaba representada por los habitantes de raza blanca y cultura europea. En la actualidad tendría su continuidad en los intentos globalizadores gestionados por las empresas multinacionales de ocupar esas tierras para la explotación extractiva minera o agrícolo-ganadera.
El resurgimiento de reivindicaciones de derechos por parte de minorías étnicas forma parte de una resistencia difusa a los avances de la globalización. Grupos europeos anticapitalistas, disconformes con estos procesos, toman como vectores ciertas temáticas étnicas o medioambientales para oponerse a lo que llaman "expansión neoliberal". Movimientos como el zapatista iniciado en Chiapas (México) en 1994 fueron foco de atracción para los grupos "antiglobalización". Esto explica que el Partido Nacionalista Mapuche se haya "hermanado" con Aralar, un partido independentista vasco creado tras la disolución de ETA. Ambos aspiran a obtener la "liberación nacional" y acordaron compartir experiencias y estrategias con el objetivo de conquistar el poder.
Las demandas de estos grupos étnicos se han visto reforzadas por algunos tratados de organismos internacionales como la Convención 169 de 1989 de la OIT o la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 1994. Esta última introduce un tema conflictivo al reconocer los "derechos colectivos" de los pueblos originarios, que "son indispensables para su existencia, bienestar y desarrollo integral como pueblos". Según esta convención, los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación, a la autonomía, al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y a conservar sus propias instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales. No pueden ser desplazados por la fuerza de sus territorios y deben ser consultados antes de aplicar medidas legislativas que los afecten, "a fin de obtener su consentimiento libre, previo o informado".
El problema que se abre con el reconocimiento de los derechos colectivos es que se estimulan los intentos políticos de los grupos que, por motivos diversos, cuestionan nuestra actual organización política y social. Todo grupo que aspira a hacerse de una nueva identidad acude al uso de relatos históricos o míticos que legitiman sus aspiraciones políticas. Hay mitos que encierran una cierta verdad histórica, pero vienen entrelazados con intereses de orden pragmático que persiguen otros objetivos. Las identidades se consiguen por oposición, a partir de señalar un enemigo. Y para hacerse lugar, en ocasiones, se acude al uso de metodologías violentas o se abona el terreno para que nazcan grupos más radicales.
Como señala Luis Alberto Romero, la "originaria" es una identidad problemática. "En toda la humanidad no se conoce a nadie que sea absolutamente originario. En América todos vinieron en un momento más o menos lejano, haciéndose lugar a los codazos o desplegando otras prácticas que hoy, con nuestros valores y nuestro lenguaje, no vacilaríamos en llamar –erróneamente– genocidas". Hay que tener cuidado en no incubar, bajo enternecedoras ficciones, el huevo de la serpiente. Las "identidades asesinas" de las que habla Amin Maalouf están siempre al acecho.
Aleardo F. Laría aleardolaria@rionegro.com.ar

jueves, 1 de enero de 2015

La ideología de la clase media (Por Tomás Eloy Martinez)




 Diario La Opinión, noviembre 1972

“La clase media es mayoría absoluta en la Argentina y, como tal, podría imponer sus propios candidatos en las elecciones de 1973. La utopía es imposible porque ningún estrato social está, como ése, tan enfermo de desunión y desesperanza”, empezaba diciendo la presentación de una serie de cuatro notas que, bajo el título de “La ideología de la clase media” publicaba Tomás Eloy Martínez en La Opinión. El trabajo empezaba definiendo el origen histórico de ésta clase, desde la inmigración de fin de siglo, y sus consecuencias: “La obsesión era consumir, aspirar la droga del confort, introducirse en un paraíso artificial cuyos dioses eran el automóvil y la casa que envidiarían los vecinos. La clase media argentina es madre y hermana de esos vicios absurdos, de los que se contagiaron algunos dirigentes sindicales y a los que la clase obrera sigue siendo inmune sólo porque ha aprendido el lenguaje de la solidaridad del grupo.
Pero la enfermedad del consumo es infecciosa y como toda peste puede extenderse. Al menos se sabe que el Burgués Nacional es el bicho que la inocula y quizás alcance ese dato para prever las calamidades que pueden abatirse sobre la Argentina cuando el Burgués –que es  mayoría- vote en marzo de 1973.”
Después, Martínez definía a esa clase media –casi el 50% de los habitantes del Gran Buenos Aires- y hablaba de su resistencia al cambio, de su aceptación de los valores tradicionales, de su imposibilidad de tener políticas propias, y narraba casos más o menos patéticos en que las apariencias –un departamento bien ubicado aunque minúsculo, un coche con etiquetas que simularan viajes- determinaban su actuación. “Su Gran sueño es ascender de categoría, comer los mendrugos del privilegio, o por lo menos aparentar que está en condiciones de hacerlo. Por eso adhiere con fuerza a la ideología de los dominadores: porque se desespera por ser aceptada.”
La última nota de la serie, que trascribo en forma literal, se abría con un título sugerente…
El psicoanalizado burgués nacional puede convertirse en un marginal
Sirviente de las apariencias y de la opinión ajena, víctima fácil de los caudillejos que han aprendido a plagiar su lenguaje aunque no defiendan sus intereses, enfermo de la peste del Consumo, intoxicado por una publicidad que halaga su individualismo y le impone una filosofía del éxito según la cual todos males pueden ser comprados con dinero, el Burgués Nacional vive para morir de frustración.
Como carece de una ideología de clase, los sentimientos a que obedece siempre le son impuestos desde afuera: su Credo es la ley que otros escribieron. Y aunque él intuye confusamente que esa ley lo reprime, no sabe con qué clase de libertad puede reemplazarla. En la década del 60 su tabla de salvación fue el psicoanálisis, pero costaba tanto dinero aferrarse a ella que la clase media baja no tuvo más solución que seguir viviendo con los traumas a cuestas. Según el estudio de Héctor Pessah, la clientela de los analistas correspondía en buena medida a la burguesía alta y media, con predominio de adultos jóvenes, argentinos de segunda o tercera generación y –en particular- de origen judío. Las mujeres eran mayoría en una proporción de 4 a 1.
El Burgués Nacional sintió que el psicoanálisis era el perfecto sustituto de la Religión Perdida y que su primer mandamiento -“Tratarás de adaptarte a la sociedad en que vives”- convenía perfectamente a su necesidad de resignación. Los pacientes admitían que en el diván podían aprender a ganar más dinero, a disfrutar de una vida sexual más espontánea y a convivir sin miedos consigo mismos. Pero en mayo de 1969 los propios analistas comenzaron a elevarse contra esa complicidad de la ciencia con el consumo, y planificaron una batalla que tendía a tratamientos más rápidos, infinitamente más baratos y -lo que era primordial- a un compromiso de fondo con los conflictos sociales y políticos del país. El Burgués Nacional perdió, así, la exclusividad de un templo en el que estaba feliz y advirtió con tristeza que analizarse ya no era un privilegio a través del cual se acercaba a la clase alta.
Ser burgués entrañaba para él un serio problema de identidad: lo tranquilizaba, por ejemplo, que la Argentina se diferenciara de los otros países del continente latinoamericano por su mayoría blanca y de  clase media. Jorge Luis Borges había tocado el corazón de ese orgullo al escribir en un folleto turístico de la Compañía aérea Varig: “República Argentina es, como el Uruguay, un país de clase media” . Pero, tomados de a uno, los burgueses se creían por encima de semejante definición. A muchos de ellos no les avergonzaba declarar que sus familias habían pertenecido a esa categoría social, pero no la aceptaban para sí: quizá porque la juzgaban compuesta por seres anónimos o condenados al anonimato, indefinidos y  tibios; porque clase media era apenas -según ellos- el eufemismo con que los sociólogos suelen designar a la clase mediocre.
Durante los dos primeros años del régimen de Onganía, el Burgués Nacional sintió que, por fin, el Gobierno encarnaba sus puntos de vista: la política, la educación, el sexo y hasta el dólar (aunque esa sea otra historia) fueron puestos bajo el control severo de la autoridad; la oscuridad fue aniquilada en los clubes nocturnos y la figura del inspector Luis Margaride suplió a la del Ángel de la Guarda. Cuando el presidente inauguró la Exposición Rural desde una carroza principesca, el Burgués Nacional suspiró con la misma admiración que sentían las obreras de los años 40 al descubrir el vestuario y la mansión de Zully Moreno en las páginas de Radiolandia: Onganía era el padre chapado a la antigua que había descendido sobre el país para poner a salvo el principio de autoridad. Con él no eran posibles la confianza ni el tuteo. Ante los primeros conatos de humor, el chistoso sucumbía sin apelaciones: los decretos regíos ejecutaron temprano a Tía Vicenta (julio de 1966), luego Azul y Blanco (octubre de 1967) y a Primera Plana (agosto de 1969).
Sin embargo, cuando la mano pesada del presidente comenzó a perturbarles la digestión, los burgueses desdeñaron la vieja cautela y optaron por plegarse a los alzamientos populares.
Los sociólogos han puesto en claro que la clase media no inició el Cordobazo ni las movilizaciones de Rosario y Tucumán; simplemente, se sumó a ellas, les prestó su adhesión. Pero todavía no se ha examinado bien por qué el descontento (y su secuela de protestas callejeras) prosperó más en las zonas ricas (en 1972 fueron Mendoza y el Alto Valle del Río Negro), donde la clase media tiene el apetito más ejercitado por las tentaciones del consumo, que en las regiones deprimidas del nordeste, de Catamarca, Santiago, o el norte de Santa Fé.
Es que el Burgués Nacional, si bien se ha resignado a servir de colchón, tiene un límite de resistencia. La sociedad de consumo le pone todo el día por delante zanahorias doradas que permiten a quien las come vivir la ficción de que pertenece a la clase dominadora: cuando flaquea, cuando cierra los ojos al espejismo, las tarjetas de crédito aparecen para convencerlo de que ninguna felicidad es imposible. Y él se siente conquistado por estas nuevas formas que vienen a liberarlo de la inicua libreta de almacén. Con el apetito abierto el Burgués Nacional se empobrece comprando. En un momento dado, toma conciencia de que el automóvil de lujo, las vacaciones privilegiadas, las moquettes, las casas de fin de semana, las piletas de natación, los balcones estrepitosos, los restaurantes caros, la mudanza trimestral del guardarropa son dones que le están vedados. Y sin embargo estos dones se le cruzan todos los días por las orejas y los ojos: están en las páginas de los diarios, en las tandas de televisión, en los murales callejeros. Entonces, cuando se sabe irremediablemente burgués, admite al fin que su ideología individualista ha entrado en crisis y que la única salida posible es dar vuelta la sociedad como un guante.
Cada vez que se queja, es fácil probarle que carece de motivos: nadie le cerró jamás las puertas del gobierno, nadie lo forzó a comprar o a desvelarse por el status. Pero no se le explica que su falta de ideología le impidió usar el gobierno para tomar el poder, que su miedo al compromiso lo privó de elegir un líder propio, que la paz le fue enajenada por las Bellas Manzanas del Paraíso Consumidor. La frustración incesante ha convertido al burgués argentino en el mejor candidato a la vida marginal. Cuando es un idealista, elige la rebeldía política; cuando quiere preservar su individualismo, se inclina por la experiencia hippie o por la droga. Obviamente, esas salidas son impropias del burgués adulto: a éste solo suele quedarle el consuelo -si tiene lucidez- de seguir peleando para obtener más dinero sin que lo molesten.
No son los burgueses quienes cambian, sino los tiempos.
Porque, como enseña la geometría, el único punto de la esfera que no se mueve es el centro. El axioma era más férreo aquí que en cualquier otra parte, hasta que la contradicción entre las ganas de consumir y la falta de medios para hacerlo comenzó a desplazar el centro de su lugar. La tijera que corta a los burgueses fue siempre la misma, pero en la Argentina la tijera se ha vuelto loca, justo ahora, que no hay médico a mano.


TOMAS ELOY MARTINEZ (1934-2010)
Periodista y crítico cinematográfico, sus notas fueron publicadas en más de 200 diarios alrededor del mundo, entre ellos el New York Times.
Nació en San Miguel de Tucumán, Argentina. Se graduó como licenciado en literatura española y latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán y, en 1970, obtuvo una Maestría en Literatura en la Universidad de París VII.
Entre sus libros figura la novela Santa Evita, traducida al mayor número de idiomas de toda la literatura argentina.


IDEOLOGÍA Y POLÍTICA EN LA OBRA NARRATIVA DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ
Marcelo Coddou*
Department of Spanish Drew University*,Madison, U.S.A.

Es bien sabido que a Tomás Eloy Martínez le interesa establecer nítidamente la índole genérica de sus escritos. Y lo hace, nos parece, precisamente porque ha roto con ideas arraigadas acerca de la pureza o incontaminación de los géneros literarios. Esto es, intercomunicando discursos; utilizando técnicas que tradicionalmente se piensan exclusivas de una definida modalidad literaria, en obras diversas; entrecruzando líneas, ha llegado a establecer su escritura en un terreno movedizo, al que es difícil ponerle marbetes fijos.

Pero, no obstante, Eloy Martínez está consciente de que la señalización de propósitos autoriales queda remarcada cuando el escrito lleva como rótulo el género al que pertenece. A uno de esos escritos suyos lo tituló La novela de Perón; para Santa Evita obligó a sus editores a que pusieran el término novela bajo el título y a El vuelo de la reina agregó una nota final, aclaratoria de su índole ficticia. Más que categorías rígidas de clasificación, para Eloy Martínez estas indicaciones orientan las perspectivas de aproximación y apreciación que deben guiar al lector de tales textos.

Eloy Martínez ha sido siempre renuente a que se clasifiquen sus novelas de peronistas o antiperonistas; propone que, más bien, se las considere obras de un peronólogo. Tampoco le satisface que se las piense como suscriptas a la tendencia del realismo mágico. Y cuando se las ha querido calificar de novelas históricas traza distinciones con el fin de precisar su peculiar carácter.

Reconocido todo esto, no nos amilana atribuir a sus obras un decidido carácter político, (no es el caso de Sagrado, 1969; ni de La mano del amo, 1991; como se sabe). Creo que La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina –todas ellas obras ficticias, novelas– comparten con el libro de ensayos El sueño argentino, con el de las crónicas de Lugar común la muerte y con las Memorias del General ese rasgo. Y, por ello, me parece legítimo designar a esas novelas como novelas políticas. Y lo son en el mismo sentido que las de Stendhal, Dostoievski, Conrad, Turgenev, Henry James, Malraux, Silone, Koestler y Orwell.1 En todas, lo político desempeña un papel domi-nante o, al menos, el ámbito del desenvolvimiento de la trama y de los personajes está fuertemente contaminado por lo político.
Santa Evita, la obra más significativa de Eloy Martínez –o que, sin dudas, ha tenido mayor impacto en el público lector y en la crítica– sólo puede ser comprendida en función de la crisis global de la “Argentina alterada” de los años 30 (la revolución social que significó “todo el poder a Perón” y el consecuente paso del “movimiento peronista” al “régimen pero-nista” y el posterior antiperonismo gobernante); desde ella, hasta “la Argentina violenta” (el régimen militar y la Argentina corporativa (1966-1973) y “el tiempo del desprecio” (1973-1982) y la convergencia electoral de 1983 con sus complejas consecuencia posteriores.2

Y es esto lo que ha significado, precisamente, que la obra de Eloy Martínez constituya un profundo cuestionamiento del pasado reciente y del presente inmediato de la historia argentina. Ello en muchos niveles: el fáctico de los acontecimientos públicos; la indagación en las luchas de clases y los enfrentamientos entre facciones del peronismo; la revisión cuidadosa de las figuras carismáticas de Perón y Evita –la “diarquía” o “liderazgo bicéfalo” por ellos ejercido– la dominancia persistente por largo plazo del partido peronista y, por sobre todo, el replanteamiento literario de mitos: el del Jefe, el de la Madre, el del cadáver ambulante de Evita.

Frente a la amnesia histórica y las verdades absolutas de los peronistas y de los antiperonistas, Eloy Martínez procura articular una visión del pasado que permita enfrentarse con él y con las consecuencias que tiene para el presente y el futuro de Argentina. Es, en este sentido, que sus novelas hay que entenderlas dentro de la antigua tradición novelística (Balzac, Proust, Galdós, etc.) que busca la recuperación de la historia; en el caso específico de Eloy Martínez: la historia política de su país.
Irwing Howe, un buen conocedor del subgénero novela política, ha subrayado bien en qué consiste el mayor desafío que enfrenta el autor de ese tipo novelesco

to make ideas or ideologies come to life, to endow them with the capacity for stirring characters into passionate gestures and sacrifices, and even more, to create the illusion that they have a kind of independent motion, so that they themselves –those abstract rights or ideas or ideology– seems to become active characters in the political novel (21).3
Eloy Martínez ha sido grandemente exitoso en no ofrecer su visión política –o la visión que tiene de la política argentina– en fórmulas abs-tractas. Por el contrario, presenta la relación entre lo teórico, lo abstracto y la ideología y lo concreto y vívido con que ella se realiza en la existencia de personajes plenos, complejos, que enfrentan situaciones conflictivas, de enorme riqueza de matices. Lejos de toda propuesta y formulación pan-fletarias, sus novelas políticas enriquecen nuestra apreciación de personajes ya históricos, los mitos que ellos encarnan, los conflictos personales y co-lectivos que enfrentaron, las circunstancias sociales en que se desenvolvieron, los hechos que protagonizaron. Por eso mismo, nada más lejos de la persua-sión política que estas novelas de Eloy Martínez. Sin embargo, parafraseando a Irwing Howe en su apreciación de Los endemoniados (1871-1872), de Dos-toievski, yo sostendría: “me resulta difícil imaginar, digamos, a un peronista (o antiperonista) fanático que pueda ser disuadido de sus convicciones leyendo La novela de Perón, Santa Evita o El vuelo de la reina; aunque, por otro lado, me gustaría igualmente pensar que la calidad y los matices de sus creencias no podrán nunca ser los mismos que eran antes de que leyeran esas obras”4 .

Dicho de otro modo, Eloy Martínez expone el clamor impersonal de lo ideológico, de lo político, a las presiones de entidades privadas. Y lo hace estableciendo, al mismo tiempo, un complejísimo movimiento intelectual en el que su propia opinión (visión, si se prefiere), siendo poderosa y activa, no domina por entero a quienes quiere proponerla, vale decir, a sus lectores. Novelas políticas cumplidas son las de Eloy Martínez porque iluminan una parte importantísima de la vida social de Argentina y, por extensión, de His-panoamérica, al mismo tiempo que sugieren una opción de apreciarla en toda su riqueza.

Por otro lado, tengamos en cuenta lo que la teoría estética marxista con-temporánea ha concluido ser lo más apropiado: no tratar a la literatura como un simple “reflejo” de la realidad, sino ver esta relación mediada por la ideo-logía. La literatura no se refiere directamente a la historia, sino a la ideología, es decir, a conjuntos de ideas que “explican” la realidad. Cito de Jack Sinni-gen

Trabaja (la literatura) sobre un material ideológico, y el texto, en vez de ser un reflejo, es un producto, el resultado de un proceso de producción específico, un lugar donde se elaboran conflictos ideológicos según categorías estéticas. La literatura produce, reproduce y cuestiona la ideología, y así participa en su articulación.5
El discurso ideológico de La novela de Perón, además de ser una relec-tura de la historia del peronismo –reconstruida en las memorias que el General revisa y en las contramemorias de Zamora y en el discurso mismo del narrador– es, también, un cuestionamiento de las alternativas existentes en la sociedad argentina tanto dentro del propio peronismo como las que de él se distancian.6 Además, ese discurso ideológico muestra el engaño en que han vivido los argentinos, algo que en los ensayos de El sueño argentino cons-tituye denuncia implacable. Sueño y engaño que incluyen, entre otros, el de creerse más europeos que latinoamericanos

Mis novelas procuran, sobre todo –sostiene su autor– a través de las figuras dominantes del siglo XX, demostrar hasta qué punto somos latinoamericanos, hasta qué punto el país vive engañado.7
Tal tópico es algo que supo captar muy bien Carlos Fuentes con respec-to a Santa Evita


Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela.8
Si las novelas de Eloy Martínez convocan una memoria colectiva que debe reconstruirse, también buscan una alternativa al lenguaje alienado y monolítico que prima en el discurso historiográfico argentino y lo hacen por medio del desarrollo de un lenguaje narrativo y una estructura que permiten el juego (versus la solemnidad9 ) y la problematización y el autocuestionamiento del texto (versus la estructura cerrada).10

Y a este propósito, no está de más insistir en el poder que Eloy Martí-nez asigna a la capacidad de la imaginación para romper los esquemas de la realidad establecida como tal y, así, acercarse a “la verdad”; dar pasos iné-ditos hacia ella. Sus novelas, como le gusta repetir, son mentiras, pero son mentiras justificables frente a la hipocresía, el parasitismo y las debilidades de un sistema corrupto y corruptor, como se ve, sobre todo, en El vuelo de la reina.

Las novelas de Eloy Martínez se rebelan ante la miseria material y mo-ral y la enajenación de una sociedad inamovible y tránsfuga al mismo tiempo. Repitámoslo: no lo hacen “programáticamente” –no hay nada en el ideario escritural del autor que pueda sustentar una afirmación como ésa– pero es lo que se desprende, legítimamente, de los textos. Los personajes más “puros”, más “incontaminados” denuncian, en su misma índole, tal deseo de cambios, tal anhelo de “utopía”. No hay en ellos una actitud fría, pragmática y servil que los conduzca al mejoramiento social. Sus rebeliones es cierto que no los llevan a nada, tan sólo a la aceptación pasiva del sistema. Sus gestos terminan por ser la intención de malogrados intentos para realizar la solidaridad y se constituyen en testimonio del poder, al parecer incontestable, de las circuns-tancias reinantes. Lo que me parece muy válido sugerir es que el cuestio-namiento ideológico de las novelas de Eloy Martínez reside en esa rebeldía de la que hablábamos como fuerza motriz: mediante ella se articula la denuncia de las condiciones sociales vigentes en la Argentina, tan injustas todas ellas que tiene que provocar reacciones extremas.11 Y es a partir de ellas que se en-focan, precisamente, los problemas que implican tales rebeliones: se nos dan los trazos de sus contradicciones internas y la potencia de las fuerzas de la adversidad. Con ello quiero decir: la alienación y la miseria funcionan como factores dados y el problema central que se pone en primer plano es el de la dificultad, y la necesidad, de cambiarlas.

Eloy Martínez en sus novelas reproduce situaciones vividas y conoci-das en la sociedad argentina de los últimos decenios. Ya lo hemos dicho. Y lo interesante es que lo hace en relatos de ninguna manera ingenuos. Por el contrario, ellos cuestionan permanentemente la naturaleza del texto del cual son discursos. Se cuenta una historia en que se hace explícita la preocupación del por qué y el cómo hay que contarla. De allí la importancia de reflexionar sobre el carácter metanarrativo con que estos textos se ofrecen a la percep-ción-recepción del lector. Éste es obligado a la coparticipación. No puede ser –lo digo en metáfora de la que Cortázar se arrepintiera– “lector hembra” y, por el contrario, su papel es obligatoriamente activo: es un copar-ticipante del mundo que se le ofrece necesitado de reflexión y análisis. Las novelas de Eloy Martínez no son propositivas, tendenciosas. Por lo mismo, necesitan de ese lector que se inmiscuya en el cosmos imaginativo que se le presenta para su propia inquisición. Son novelas que movilizan, descentran, obligan al análisis; no se detienen en una propuesta autorial explícita u obvia. De tal modo, al no ser meros receptores de una ideología dada, a los lectores se nos lleva a plantearnos, creativamente, ante cualquier ideología satisfecha de sus pro-puestas. Quedamos inquietos frente al discurso establecido, nos vemos condu-cidos al rechazo de un mundo que representa fuerzas sociales al parecer inexpugnables, pero a las cuales entendemos que hay que impugnar. El im-pulso matriz se da en el enfrentamiento de opciones e ilusiones. Rebelión contra las circunstancias reinantes, desapego de cualquier modo de pasividad.

Me parece ver que esto se logra en el desmantelamiento de la noción de autor, de la supuesta validez de su autoridad absoluta. El discurso narrativo autorreferente, atento críticamente a su formulación, sensible a sus deficien-cias e impotencia para ejercer un dominio total de la materia narrativa; su formulación constantemente pone en jaque al discurso autoritario, vale decir, el del poder. Si el poder constituye el tema básico de la obra de Eloy Martí-nez, su tratamiento no se da –es lo que nos importa proponer– sólo en el estrato del “contenido”, de las “ideas” de sus escritos, sino que su naturaleza se pone al descubierto en su misma formulación discursiva, en las modalidades de expresión en que tales ideas se enuncian.

Autor es un término polisémico cuya significación ha ido evolu-cionando en el decurso de la historia y de la crítica literaria. Para la semiótica contemporánea, cuenta únicamente como emisor del mensaje textual y como “artífice y garante de la función comunicativa de la obra”12 . Desde esta perspectiva, el autor establece, a partir del texto, una especial relación con sus destinatarios, ya que se mueve dentro de unas coordenadas socio culturales y unos códigos literarios de acuerdo con los cuales emite su “mensaje” que ha de ser descifrado por sus receptores. Estos pueden descubrir la presencia del autor en el texto a partir de una serie de signos y huellas dejadas por él y que la crítica trata de interpretar. En La retórica de la ficción13 , W. Booth acuñó la denominación de autor implícito no representado, aludiendo no al autor histórico en cuanto tal, sino a su desdoblamiento en la obra, a la presencia de su voz y de la imagen que de él se forman los lectores a partir de las huellas dejadas en el texto y, en concreto, del conjunto de elecciones y de la cosmovisión que laten en la obra como reflejo del pensamiento de su autor real. En el caso de las novelas de Eloy Martínez, el autor implícito está, por largas instancias, representado, y es su cosmovisión la que se propone como propia de un autor real. Pero, insistimos, no para ejercer otro dominio –otra autoridad– que la de obligar (valga el oxímoron semántico) a ejercer la li-bertad interpretativa. Frente a las propuestas absolutistas (a modo de ejemplo: Evita angelical, santa; Evita demoníaca) la opción de aceptar la índole compleja, rica en matices, del personaje, tanto el histórico como el literario

Eva Perón fue una mujer intolerante, iletrada, fanática y ávida de poder o, al menos, ávida del amor y de la admiración de las multitudes que sólo se pueden alcanzar a través del poder. Pero no fue una prostituta, no fue una fascista –quizás ignoraba el significado de esa ideología– y tampoco fue una mujer codiciosa.14
Es a esa riqueza interpretativa, a un atender a lo multívoco de las valencias, que nos conduce la obra de Eloy Martínez. Lo político no enten-dido, entonces, en su acepción de proselitismo restringido, sino, todo lo contrario, de reflexión abierta, creadora, inquietante, frente a los hechos –históricos y/o imaginados– que nos asedian como requisidores de respuesta necesaria. Necesaria, pero no única, no indisputable. Una desarticulación del poder, en definitiva. Un no aceptar las respuestas ya dadas por la autoridad, por el autoritarismo.

Es así como se da en Eloy Martínez la relación entre la ficción y la “realidad”: constituye un importante punto de encuentro entre los discursos ideológicos que dialogan en la interioridad de los textos, y los literarios (planteamientos sobre la naturaleza y función de la ficción, rol del autor, etc.). El proyecto ideológico (un enfrentamiento con el pasado) confluye con el literario (el examen de la relación entre historia y ficción: la intertextualidad) y dan el mismo resultado: la ficción es más “real” que la “historia” general-mente aceptada y, por lo tanto, establecida.

El juego entre ficción y realidad no es en la obra de Eloy Martínez sólo un elemento de las relaciones entre los personajes, sino la forma central de las novelas que está claramente relacionada con cuestiones ideológicas. Para que se entienda mejor lo que quiero decir cito lo sostenido por Terry Eagleton cuando compara entre varios escritores de Inglaterra e Irlanda
La matriz ideológica de la ficción de Trollope (como en toda escritura) incluye una ideología de la estética; en el caso de Trollope, un “realismo” anémico ingenuamente representacional, que no es más que un reflejo del vulgar empirismo burgués. Por el contrario, para Eliot, Hardy, Joyce y Lawrence la cuestión ideológica está presente implícitamente en el problema estético de cómo escribir; lo “estético” –la producción textual– se convierte en una instancia crucial, sobredeterminada, de la cuestión de las relaciones reales e imaginarias entre los hombres y sus condiciones sociales que llamamos la ideología.15
Santa Evita, sobre todo, es un texto muy complejo cuyo discurso, o parte importante de él, remite al problema estético de cómo escribir. Su dificultad no viene, entonces, de las rupturas cronológicas en la trama (u otros aspectos estructurales) sino, también, porque mantiene una tensión continua entre lo ideológico y lo estético. Diríamos que ofrece una doble vinculación: con una dimensión problemática importante de la narrativa contemporánea, por una parte (a los nombres citados por Eagleton habría que añadir, entre otros, a todos los autores del “boom” de la novela hispanoamericana) y, por otra, con las voces del espacio político del referente extratextual: los discursos existentes sobre Perón y el peronismo, sobre Evita. Los discursos y las ideologías en que ellos se sustentan.

La novela de Perón, por su lado, quiere ser la biografía verdadera del verdadero Perón y en su decurso se convierte en una “explicación” –en una propuesta de explicación posible, abierta al debate– de una política malo-grada. El tema recurre en Santa Evita y en El vuelo de la reina. Las tres novelas presentan, también, la búsqueda de la auténtica identidad de la Argentina, pues en todas ellas importan la geografía, arquitectura, historia, arqueología y tipología de sus habitantes/ciudadanos. Y no como elementos “ambientales”, sino formando parte del enunciado de la acción de los personajes y del drama que viven.

Me gustaría insistir –porque lo estimo fundamental– en el papel del texto como búsqueda en la obra de Eloy Martínez: su necesidad de seguir el proceso literario como acto de reconocimiento y de práctica social. Vale decir, política. Sobre todo porque esto se teoriza –se plantea, se plasma– en las novelas de modo recurrente: en ellas el escribir se acompaña de un divagar sobre cómo hacerlo. Lo pretendido, al parecer, es una comunicación y un proceso de concienciación que libere, que rompa, los esquemas establecidos. La reflexión que hacen los textos sobre su producción abarca el lenguaje y la intertextualidad pero, también –como hemos dicho– una amplia gama de discursos extraliterarios: la historia (claro), la geografía, el arte, los proyectos de crear una sociedad específica y los intentos (esa aproximación a la utopía que apuntábamos) de cambiarla. Novelas que tratan, entonces, el lenguaje como fenómeno social y psicológico que se transforma y que también puede alterar ésos mismos. Hay una dialéctica sustantiva en ellos que consiste en la contradicción –que busca superarse– entre lo establecido con enorme fuerza por el medio y las directrices del cambio anhelado.

Lo que enuncio en términos abstractos la novela se encarga de propor-cionarlo en la inmediatez de lo concreto de la existencia de los personajes y entidades sociales que son, todos ellos, ejes dinamizadores sobre los que gira el desarrollo de la acción. Pocos de esos personajes son planos, la mayor parte redondos (la terminología, como se sabe, es de Forster)16 , los que Unamuno denominara “agónicos”, frente a los “rectilíneos”. Los vemos en un debatirse constante: no aceptan categorías rígidas, todo lo problematizan. Y ello es, insisto, lo que también nos pasa a los lectores, quienes no podemos sentirnos esquematizados por propuestas unidireccionales sino, por el contra-rio, abiertos a multiplicidad de opciones. Frente al discurso autoritario, definición última de la sociedad presentada en las novelas, la necesidad de encontrar espacios libertarios, liberadores. Un no dar definiciones sino aproximaciones. De allí que los sueños y la mitología ocupen en las novelas de Eloy Martínez un lugar privilegiado: son formas de organizar la información accesible para darle un sentido frente al caos y el vacío del olvido: “el dedicarse a escribir significa no sólo la recuperación del pasado sino también el examen del sentido de este nuevo oficio”, ha dicho Jack Sinnigen.

En relación con ello me parece también de interés recordar lo establecido por Eagleton cuando compara la literatura con la historiografía, preocupación medular en el pensamiento de Martínez. Para el teórico inglés literatura e historiografía se asemejan en la medida en que las dos parecen estar refiriéndose a la historia. No obstante, la historiografía toma la historia como su objeto y, por lo menos, intenta (aunque no lo logre) presentar una versión objetiva de ella. En cambio parece ser que la literatura, en general, no tiene ningún objeto específico, que siempre está inventando su propio objeto, porque es una ficción (algo que Eloy Martínez destaca insistentemente, según viéramos). Como tal, como ficción, trabaja sobre las formaciones ideológicas, es decir, sobre unas representaciones de la experiencia vivida y así se llena de elementos pseudo-reales; aleja la historia, al mismo tiempo que significa que la historia es, en última instancia, la base de toda su referencialidad.

Cerramos entonces el círculo: las novelas de Eloy Martínez, novelas políticas, se estructuran a partir de formaciones ideológicas, las existentes en su medio, lo que Eagleton llama “ideología general”, y la suya propia, “la ideología del autor”. De ambas tiene, obviamente, experiencia vivida. Ellas, en la práctica productiva de los textos, aparecen problematizadas y mantienen relaciones de disyuntiva parcial, a veces, y de contradicción severa casi siempre. Su formulación en los textos conduce a un revelamiento o desvelamiento de su referente extratextual del que, como establecimos, no constituye simple reflejo. Imbricado a todo ello, por esas transacciones complejas existente entre texto e ideología de las cuales habla Eagleton, el novelista plantea los problemas del uso de los medios estéticos apropiados para configurar el mundo ficticio con que va a develar el mundo real.

Por último, quizás sea de ayuda, también, para una mejor lectura de esta dimensión de la obra de Eloy Martínez que nos ha preocupado considerar aquí, recoger los momentos y los modos en que el autor se aproxima a la política. Martínez ha reconocido que en realidad la política no le interesaba en absoluto hasta que visitó por primera vez a Perón en Puerta de Hierro, (Madrid), en 1966. La circunstancia la cuenta así, a Jorge Halperin
Yo estaba en España preparando una nota sobre los 30 años de la Guerra Civil. En ese momento, me llamaron de Primera Plana y me dijeron que como Arturo Illía acababa de ser derrocado, yo debía conseguir la palabra de Perón para una edición especial. Lo busqué de mil maneras y, finalmente, a través de Jorge Antonio, pude entrevistarlo durante 3 horas.17

Sobre la impresión que inicialmente tuvo de ese encuentro, agrega lo siguiente:
En ese momento (Perón) era un político en el ocaso, porque parecía condenado a no regresar. Fíjese la materia viva y lo circular que tiene la política que, pocos años después, asistiríamos al retorno. Pero entonces vi todos los matices de la condición humana en la política: falsedades, hipocresía, ficciones, invenciones, buenos y malos deseos, obsecuen-cias y esoterismo. Primero, Perón se pronunció a favor del golpe y, 15 días después, en contra. Ya se habla de ceremonias esotéricas. Entonces, esa zona oscura de la política me fascinó narrativamente (La cursiva es nuestra).
Importa, también, tener en consideración lo que Eloy Martínez piensa sobre lo que hace a un libro de tema político, ligado entonces a la historia, una producción literaria auténtica, valiosa, perdurable. Si algunos tienen valor de documentos –reflexiona ante Halpering– otros son meramente de coyuntura y tienen vida breve, pero
cuando el lenguaje trasciende la coyuntura, logran perdurar. El ejemplo máximo es Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla, que narra episodios de una expedición militar pero que alcanza una dimensión literaria y perdura. El Facundo, de Sarmiento, es otro caso. Fue escrito como un panfleto político, como lo fue Amalia, hecho con la forma de novela pero pensado como denuncia política. Y las Aguafuertes de Arlt. Son literatura.
Y, en palabras que parecen ser una definición de su propia obra (para la que, sabemos, rechaza que sea del todo válido considerar ficción histórica), agrega
Alguna literatura usa a la historia como pretexto. Hay ficciones nacionales que se preocupan por trazar el destino del país y en las cuales los personajes históricos son un pretexto.
Hemos querido mostrar en esta nota que tal es la dimensión de novela política que tienen las ficciones de Tomás Eloy Martínez. 


ALFONSÍN Y PERÓN, DOS CARAS DE LA HISTORIA
Tomás Eloy Martinez

Cuando estas líneas se publiquen se habrán enumerado en la Argentina ya todas las cualidades de Raúl Alfonsín, el ex presidente que murió de cáncer el 31 de marzo: su honestidad como gobernante, una virtud que los sucesores han vuelto más evidente; su vocación republicana, que lo llevó a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado, una de las cuales ganó al promover la ley de divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que habían sido dueños del país y disponían aún de fuerza para proteger su impunidad.
Se habrán mencionado también sus errores: su penosa relación con el poder económico; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar una república parlamentaria y sólo consiguió reforzar la omnipotencia presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habrá dicho muchas veces, pero nunca las suficientes, que en su brújula no existió otro norte que consolidar la democracia recuperada en 1983 para que esa vez fuera la definitiva luego de cinco décadas de golpes de Estado.
Los grandes hombres eligen la historia como juez y le ceden la última palabra.
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad. Se fue tan limpio como llegó
Ninguno de los países del Cono Sur, igualmente asolados por las dictaduras del fin de la guerra fría, tuvo un juicio a los jefes militares como el que Alfonsín llevó adelante en la Argentina: una intervención ejemplar de los poderes del Estado para que nunca más se atropellaran los valores amparados por la Constitución.
Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile que iban a recuperar sus libertades. Y al tiempo, amenazado por tres levantamientos militares, Alfonsín promovió las leyes de punto final y obediencia debida que la Corte Suprema declaró inconstitucionales años después.
La arrebatadora campaña presidencial de Alfonsín en octubre de 1983 fue acaso la última demostración espontánea de fe política, sin autobuses de alquiler cargados por rehenes de los caudillos regionales en busca de un viático, y sin la mediación decisiva de la televisión. Con esa campaña logró ganarle al peronismo por primera vez y por las buenas, allí donde años de torpe proscripción habían fallado. Tuvo entonces el maravilloso valor de llegar al corazón de los argentinos recordándoles cómo habían decidido formar una nación para buscar la paz y el progreso.
Sólo bastó que en esos días recitara el preámbulo de la Constitución para que su voz se convirtiera en un recuerdo entrañable, para rescatar el Estado de derecho que muchos habían despreciado ante los carnavales grotescos de Isabel Perón y su astrólogo, o las utopías de socialismo, cuando todavía estaba en pie el muro de Berlín. Al repetir una y otra vez la letanía del preámbulo, reivindicó el respeto por la voz de los otros y porel diálogo civilizado con los adversarios.
Ésas son las estampas que retendrá la historia. Yo quiero contribuir a su memoria con la narración de episodios menores que reflejan el envés de esas medallas pero que a la vez lo retratan de cuerpo entero.
Lo conocí en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de su amigo Adolfo Gass, quien sería elegido senador por el radicalismo cuando regresó del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe tropical, y no advertí en él nada que me impresionara. Su aspecto y su lenguaje parecían los de un hombre cualquiera, sin señales que revelaran el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matemático Manuel Sadosky, quien me había llevado a conocerlo.
Quizá porque la gripe lo decaía, no vi en el Alfonsín de entonces el brillo político que hacía falta para que los argentinos decidieran seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo autoritario. Les confié esas dudas a Gass y a Sadosky, y ambos coincidieron en que el Alfonsín de pijama que yo acababa de conocer, de apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el Parlamento y en los discursos públicos. "Jamás se le olvida que la historia lo está mirando", me dijo Gass, "y que la historia lleva la cuenta de todo lo que dice y hace".
Volví a verlo en agosto de 1987, pocos meses después de las rebeliones carapintadas, ante las que había desoído el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui a visitarlo a la residencia presidencial de Olivos para anticiparle los temas generales de la entrevista que esa misma noche le haría por televisión. No puso el menor reparo a mis preguntas y me instó a interrogarlo con absoluta libertad.
"Sólo le ruego", me dijo, "que si formula acusaciones contra mí o alguno de mis colaboradores esté seguro de que se apoyan en pruebas muy sólidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en el aire y sigue manchando por mucho tiempo al más inocente de los inocentes".
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad, y así se fue, tan limpio como llegó.
Mientras nos despedíamos, le dije que seguía sin entender por qué había preferido parlamentar con los rebeldes carapintadas en vez de enfrentarlos acompañado por las 100.000 personas que repudiaban el golpe en la plaza de Mayo y se ofrecían a defender con sus vidas la democracia naciente.
"Si aceptábamos esa apuesta habríamos podido perder todo: la democracia y muchas vidas", me replicó. "Pensé entonces cuál era mi deber ante la historia. Y no dudé".
"Algo parecido respondió Perón en 1970", le dije, "cuando le pregunté por qué, creyéndose más fuerte que los rebeldes en 1955, no había intentado defenderse".
"No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de sangre", me explicó Perón. "Ésos son actos que no perdona la historia".
Al presidente se le ensombreció la sonrisa y dejó que la luz del mediodía se llevara la cordialidad que había guiado nuestro diálogo. Esa noche, en los estudios de la televisión, volvió a ser el de siempre: agudo, veloz para las réplicas, certero al citar los índices económicos sin desviarlos ni una décima.
Cuando caminábamos por los pasillos hacia la salida me llevó aparte y me dijo con firmeza: "Me quedé pensando en su referencia de esta mañana. Quiero decirle que a mí Perón no me va a ganar la historia".
De modo que ahí estaba, entonces, la historia, la invisible madre de todas las batallas. Perón se había encolerizado en Puerta de Hierro cuando le hice notar que Evita estaba llevándole ventaja en ese duelo ante la posteridad. Y ahora Alfonsín, sin cólera pero con el mismo énfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a él, que devolvió a la conciencia civil la noción de respeto a las instituciones republicanas, y no a Perón, quien permitió a la clase trabajadora integrarse a la vida política y económica.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le cedieron la última palabra.

 LOS DESAFIOS DE LA CULTURA "NARCO"
Tomás Eloy Martinez (2010)

Los novelistas van siempre un paso adelante de la realidad. Hacia 1930, el argentino Roberto Arlt vislumbró en sus dos grandes novelas, Los siete locos y Los lanzallamas, la madeja fascista que se cernía sobre las naciones jóvenes del sur. Así también ahora la guerra contra las drogas y el narcotráfico impregna buena parte de la literatura, sobre todo en Colombia y México, donde la cultura narco se ha infiltrado en todos los aspectos de la vida.
Expandida como un virus, la cultura narco pone y derriba Gobiernos, compra y vende conciencias, se toma la vida de las familias y ahora la vida de las naciones. La cultura narco es la cultura del nuevo milenio.
Todos los días las noticias arrojan cadáveres que se ordenan entre "decapitados" y "severamente mutilados". Los sicarios ya no tienen una patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las villas de San Martín, en España, o Boulogne, de Francia.
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Este artículo sobre el poder de la droga es el último escrito por el autor, fallecido el pasado domingo
Hay que arruinar su negocio con la despenalización del consumo
La traición, si se sospecha, se castiga con acciones mafiosas; si se prueba, con crímenes que traen más muertes, en una escalada de venganzas infinitas.
En su novela póstuma 2666, el novelista chileno Roberto Bolaño relató en toda su crudeza y horror los asesinatos de mujeres en Santa Teresa, transmutación literaria de Ciudad Juárez, enclave fronterizo con El Paso, Tejas, donde desde hace décadas gobiernan la violencia y la impunidad. Esas muertes narran un crimen continuo, una historia de nunca acabar.
Un empresario poderoso que observa cómo su país está siendo minado por los narcotraficantes en complicidad con la corrupción del poder, decide ganarles "siendo más criminal que ellos" en la última novela del escritor mexicano Carlos Fuentes, Adán en Edén. La manera en que el dinero sucio del narcotráfico penetra en la sociedad provocó picos de rating en la versión para televisión de Sin tetas no hay paraíso, la historia en la que Gustavo Bolívar, escritor colombiano, cuenta cómo una joven de 17 años se prostituye para comprarse pechos más grandes y así acceder al círculo de los traficantes.
La lista viene amontonando títulos en sintonía con el ritmo en que avanzan la muerte y la corrupción por el continente: Rosario Tijeras, del colombiano Jorge Franco; La reina del sur, del escritor español Arturo Pérez-Reverte; Balas de plata, del mexicano Élmer Mendoza, o La virgen de los sicarios, del colombiano-mexicano Fernando Vallejo, son apenas unos pocos ejemplos con un denominador común: cada golpe al narcotráfico es devuelto con otro golpe aún mayor.Es lo que le ha ocurrido al presidente Álvaro Uribe en Colombia y ahora al presidente Felipe Calderón en México. Mientras tanto se destruyen personas, familias, pueblos, culturas. Cada día se hace más evidente que la guerra no es la solución al problema y que la única vía posible es enfrentarlo desde la raíz, es decir, desde la despenalización del consumo.
Las inteligencias más lúcidas del continente insisten en que es imperioso llegar a un acuerdo de cooperación entre traficantes y consumidores. Cuando se rompan esos pactos siniestros de silencio y dinero, y los expendios de droga salgan a la luz del día, como el alcohol después de la Ley Seca, quizás hasta los propios traficantes descubran las ventajas de trabajar dentro de la ley.
La despenalización avanza. España, que trata la drogadicción como un problema de salud, fue el primer país europeo en despenalizar el consumo de marihuana. La posesión para uso personal no es delito, aunque el consumo público está castigado con multas administrativas y su legislación contra el tráfico está entre las más severas de Europa.
Hace pocas semanas, y a contracorriente de una costumbre avalada por el ex presidente George W. Bush, la Administración de Barack Obama estableció que los fiscales federales no gastaran sus recursos en arrestar a personas que usan o suministran marihuana con fines medicinales.
Quizás el caso más conocido sea el de Holanda, donde en rigor es delito el consumo de cualquier sustancia prohibida. Sólo hay cierta consideración para el acceso a la marihuana en los llamados coffee shops, lugares reservados para la compra y consumo de menos de cinco gramos diarios.
En Argentina un fallo de la Corte Suprema de Justicia estableció que el consumo personal de marihuana no es un delito y también ha concentrado en un solo juzgado federal todo lo relacionado con el paco, un veneno barato que arrasa los círculos más pobres de la población.
¿Es la despenalización la cura de todos los males? El lenguaje de las armas demostró su fracaso y la historia ya escribió su ejemplo más contundente cuando en los Estados Unidos se prohibió el consumo de alcohol durante los 13 años que duró la Ley Seca.
La prohibición que comenzó el 17 de enero de 1920, lejos de hacer desaparecer el vicio, provocó la creación de un mercado negro del que surgieron todos los Al Capone, los Baby Face Nelson, los falsos héroes como Bonnie & Clyde y una legión de padrinos que sembraron el terror a sangre y fuego. Como era casi previsible, muy pronto la corrupción se apoderó de las conciencias policiales.
De los agentes encargados de velar por la prohibición, un 35% terminaron con sumarios abiertos por contrabando o complicidad con la mafia y, como era previsible, muy pronto aparecieron las estadísticas nefastas: 30.000 muertos y 100.000 personas resultaron víctimas de ceguera, parálisis y otras complicaciones por envenenamientos con el alcohol metílico y otros adulterantes, a los que recurrían los bebedores desesperados.
En 1933, cuando Franklin D. Roosevelt derogó la Ley Seca, el crimen violento descendió dos tercios. En Estados Unidos no se acabaron los borrachos, pero desaparecieron los Al Capone.
El arma más efectiva contra los jefes del narcotráfico es arruinarles el negocio. Y la única vía posible para hundirlos es legalizando el consumo. No se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor, invirtiendo en campañas efectivas de salud pública.