domingo, 24 de mayo de 2015

Cuestiones de método en Suramérica (Por José Pablo Feinmann)


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El concepto que late en el horizonte de la lucha contrahegemónica en suramérica es el de unidad. Este concepto –cuyo origen se le atribuye a Bolívar, que quería conducirlo– tiene, a su vez, que ser aclarado. La unidad de Suramérica es una totalidad en permanente destotalización. O, si se prefiere, una unidad que se decontruye una y otra vez para construirse de nuevo. Es la unidad de una diferencia, que se estableció en el siglo XIX bajo las oligarquías nativas y el imperio británico, a la que se llamó balcanización. Pero la balcanización de América latina deberá estar (hoy) al servicio de su unidad, deberá expresar la identidad de cada país, su diferencia con los otros y, superándola, la necesariedad de superar la diferencia en busca de una unidad contraimperial, contracolonialista. Somos Occidente, pero al modo de sus víctimas. Somos Occidente, pero al modo de la subalternidad. Somos Occidente, pero somos su periferia. Somos Occidente, pero (y he aquí nuestro breve homenaje al fallecido Galeano) somos sus venas abiertas, sangrantes, nutritivas y finalmente secas, o siempre secándose en beneficio del poder hegemónico. Somos libres, pero al modo que el imperio siempre lo ha querido: no en tanto colonias, sino neocolonias. Nuestra situación sigue siendo –no poscolonial, como si hubiéramos dejado por completo atrás esa situación– sino neocolonial. (Nota: Este concepto –el del pacto neocolonial– tuvo su respaldo académico cuando Tulio Halperin Donghi lo incluyó en su Historia de América Latina. Hasta ahí se manejaba el de semicolonia que Jorge Abelardo Ramos desarrollara en Historia de la Nación Latinoamericana, libro mejor escrito y más entretenido que el de Tulio, pero sin su prestigio académico. Tulio escribía desde la academia norteamericana y el Colorado Ramos desde Corrientes y Talcahuano, a lo Viñas.)

¿Qué es una neocolonia? En el Parlamento británico, durante el siglo XIX, un brillante hombre del imperio, Richard Cobden, dijo que había que abandonar el burdo colonialismo. Que era necesario cederles su orgullo a las colonias. Que debían ser libres, tener escudo, bandera e himno nacional. Ejércitos, autoridades propias, sostener sus ideas religiosas, todo eso debían tener. Todo eso les permitiría el imperio sin incomodarse al solo costo de que comerciaran mayoritariamente con él. Sean libres, si así lo quieren. Pero permítannos ayudarlos. Les extraeremos el petróleo, les compraremos todo el azúcar, el algodón, el trigo y las vacas. No se gasten en tener industrias. Son muy caras y estamos nosotros para entregarles lo que necesiten. Vivan de la riqueza de sus suelos generosos. Sean el granero del mundo. Nosotros seremos el taller.

Esta situación –que ha sido analizada y todos conocen– echa por tierra el concepto “poscolonial” con el que los profesores “poscoloniales” de la academia norteamericana –basándose en Foucault, Deleuze, Lacan y Derrida– se han hecho un destacado lugar en esos claustros, que han generado la tersa teoría del “multiculturalismo”. (Concepto que rechazamos y ya explicaremos por qué.)
Pero, en tanto, la teoría neocolonial señala una carencia, un desajuste, sólo la modificación de un escenario colonialista, pero nunca su superación, nunca el surgimiento de una nueva hegemonía conquistada por medio de una praxis contrahegemónica, la teoría poscolonial da por resuelto un problema que subiste. La “libertad” de las colonias, su poscolonialidad, no ha resuelto el problema colonial, que continúa pero por otros medios.

Los territorios de América del Sur no han hecho ninguna revolución. No estará mal revisitar estos temas hermenéuticos durante estos días de mayo. Sé que muchos colegas, personas a las que respeto, buscan un surgimiento glorioso para nuestro país. Sé que se enojan cuando planteo estas tesis sobre las acciones de mayo y las siguientes. Sin embargo, mi interpretación no disminuye el coraje de aquellos hombres de los principios de los países del sur. No me importa discutir si San Martín fue un agente inglés. Si Moreno quería (nada menos y nada más) que liberar a Suramérica del poder español y entrar en la modernidad capitalista. No dudo que en la Conferencia de Guayaquil San Martín se retiró por muchos motivos. Entre ellos, y acaso el principal, porque no compartía el proyecto bolivariano de la unidad de América latina. Había venido para liberar al continente del perimido dominio español. Esa fue su lucha. Esa fue su gloriosa campaña libertadora. Que fue gloriosa y que liberó, sin duda, a los países de Suramérica del arcaísmo hispánico. La Generación del ’37 lo sigue en este punto. San Martín es uno de los hombres más puros de nuestra América. (Con Antonio José de Sucre.) Vino a luchar contra el poder español. Triunfó y le cedió el paso al ambicioso Bolívar, que buscaba unir al continente bajo una dictadura nacional que él encarnaría. Cuando, en 1829, regresa al país y se entera de la sedición contra Dorrego, recibe las visitas de Rivadavia y Lavalle, de a uno por vez. Le ofrecen el comando del Ejército Libertador, que, bajo el mando de Lavalle, ha derrotado y fusilado a Dorrego. San Martín se niega. Precisamente dicho: se niega a ser Lavalle, ya que Lavalle fue lo que San Martín se negó a ser. Transformó, ensuciándolo, al Ejército Libertador en policía interna, algo que trazaría un destino indigno para el Ejército Argentino recién recuperado durante los primeros años del siglo XXI. Fue larga la sombra de Lavalle, que llega a su punto máximo con Videla.
San Martín, ya desde su exilio europeo, pondera la acción de Rosas y, según se sabe, le cede, en su testamento, el sable que lo acompañó en las guerras de la Independencia. Apoyaba las luchas de soberanía y liberación, no las internas. Rosas es y será siempre un núcleo conceptual sobredeterminado para los que buscan pensar la historia argentina. ¿No sabía San Martín que engalanaba con su sable a un restaurador de las tradiciones hispánicas? ¿No sabía que ese restaurador (¿qué restaurador no es un reaccionario?) rechazaba a las fuerzas de la modernidad capitalista que apoyaban sus enemigos, los cultos liberales, los que habían leído a Rousseau, a Victor Cousin, a Savigny? Lo sabía, pero siempre estuvo antes con la defensa de la soberanía territorial que con los imperios que buscaban someterla en nombre de las luces, de la razón, del progreso. También Alberdi apoyó a Rosas.
Si buscamos los núcleos axiales de una historia (la nuestra) que persiguió su identidad a través de sus empeños contrahegemónicos, de su búsqueda de un espacio de libertad, de sus escasos, pero importantes y despiadadamente reprimidos, intentos de una praxis de emancipación, esa batalla, la de la Vuelta de Obligado, entrega uno de los momentos más elevados de toda lucha anticolonialista. De aquí el entusiasmo de San Martín.
No se trata de incurrir en un rosismo a destiempo. Rosas fue la gran figura de los primeros revisionistas (los del ’30), pues requerían del pasado una gran figura nacionalista para fortificar al caudillo que apoyaban en el presente, Uriburu. Nadie mejor que Rosas para eso. Y Carlos Ibarguren, en su biografía del gaucho de Los Cerrillos, hizo con brillo la tarea. Sin embargo, el Rosas de la Vuelta de Obligado va más allá de su derechización en manos de los revisionistas tempranos, iniciáticos. Es el jefe de una gran lucha contrahegemónica. No podía ignorar que iba a perder esa batalla en el campo de las armas. Igual la dio. Igual, en desventaja, ofreció pelea. Las dos flotas unidas de las más grandes potencias de Europa no la sacaron gratis. Rompieron las cadenas del río, pasaron, pero tuvieron que volver pronto. Muchos buques estaban averiados y las mercaderías a comercializar deterioradas.
Nosotros, hoy, que hemos buscado nuclear una fuerza contrahegemónica, una praxis libre, una conciencia crítica, también estamos en inferioridad de condiciones. Vemos que la política se hunde en las ciénagas de la banalidad. Que las subjetividades están colonizadas por el poder mediático. Pero tal vez aún sea posible arruinarles algunos negocios. Como Rosas. Pero sin esperar el sable de San Martín, no. No podemos llevar a cabo una lucha contrahegemónica tan importante como para merecer semejante premio. Todavía.

lunes, 4 de mayo de 2015

Roca y los Mapuches (Por Julio Rajneri)




En 1952 el historiador inglés Arnold Toynbee sorprendió al mundo intelectual con su libro "El mundo y el occidente", una reflexión poco condescendiente sobre la agresión de los países europeos al resto del mundo. Rusia, el Islam, China, India, fueron a su turno, repitiendo la tradición de los dos primeros agresores de occidente, los griegos y los romanos, de quien dijo uno de sus vencidos: "Convierten en desierto y le llaman paz".
Aunque la conquista de América se inscribe en ese mundo de expansión de las potencias europeas, el nuevo mundo era considerado, como Australia y Nueva Zelanda, uno de los últimos espacios vacíos existentes. Sin embargo, su conducta con la relativamente escasa población, fue tal vez mucho más cruel y despiadada, matizada con nobles esfuerzos, generalmente estériles, por atenuarla. Para decirlo con las palabras de los historiadores norteamericanos Morison y Commager, al analizar su propia experiencia en aquel hemisferio: "…la historia de una guerra bárbara, intermitente, de promesas y pactos rotos, de odio y de egoísmo, de corrupción y mala administración, de alternativas de agresión y vacilación por parte de los blancos, de defensa heroica, desesperación, ciega barbarie y derrota fatal, por los indios" .
En la América española, la virtual conversión de los vencidos a la esclavitud motivó la protesta de algunos frailes, entre ellos Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Valdivia y Gil de San Nicolás entre otros, que consiguieron que la corona española dictara normas que pretendieron humanizar la relación con los indígenas vencidos, por cierto que con poco éxito.
Los soldados hispanos, triunfantes ante las grandes civilizaciones aztecas, mayas y quichuas, encontraron sin embargo dificultades insalvables con los aparentemente menos refinados pero más belicosos mapuches, con quienes debieron convivir durante tres siglos sin encontrar modo de evitar los malones y las no menos crueles represalias.
Después del desastre de Tucapel en 1553 y Curalaba en 1598 y la subsiguiente rebelión de los mapuches, no quedó un solo asentamiento español al sur del Bío Bío, y España trató a los mapuches de estado a estado. Todos los acuerdos posteriores, las paces de Quilín (1641) y los parlamentos de Negrete (1793 y 1803) reconocieron esa frontera que perduró hasta 1881, en que las victoriosas tropas chilenas en la Guerra del Pacífico resuelven invadir el reducto de los que ellos denominaban araucanos.
No hubo cambios, como puede verse, entre la política de la corona española y la de sus sucesores argentinos y chilenos, que siempre consideraron como parte de su territorio las tierras ubicadas en el sur de Chile y la Argentina, como una inferencia legítima del Tratado de Tordesillas y la bula "inter caetera" del papa Alejandro VI.
No obstante, todos los intentos por correr la frontera hacia el sur fracasaron, hasta la primera expedición al desierto organizada y dirigida por Juan Manuel de Rosas en 1833. Rosas llegó hasta el río Negro y mantuvo las fronteras estables en esa protección natural, hasta su derrocamiento en Caseros, cuando las guarniciones militares de los fortines que la protegían, fueron retiradas para incorporarse al ejército derrotado por Justo José de Urquiza. A partir de 1852 y hasta la segunda expedición al desierto en 1878, las fronteras de la Argentina volvieron virtualmente al río Salado en la provincia de Buenos Aires y a los fortines que protegían a Mendoza, Córdoba, Santa Fe, San Luis y las provincias andinas del norte.
Esta situación se mantuvo inalterable hasta la segunda expedición comandada por Julio Argentino Roca, culminada también exitosamente, pero con resultados definitivos.
Las dos expediciones siguieron una estrategia similar. En realidad, explícitamente, el general Roca imitó en su planes militares lo realizado por Rosas: tres o más columnas en abanico para converger finalmente en la confluencia y convertir el río Negro en la nueva frontera.
El tratamiento con los indígenas, sin embargo, parece haber sido diferente. La conducta de Rosas con los indios tuvo un testigo inesperado: el científico inglés Charles Darwin, quien luego de desembarcar en Patagones y aprovechar que el Beagle debía tocar Bahía Blanca, decidió hacer el tramo por tierra.
Darwin estuvo conviviendo prácticamente con las tropas del ejército en la costa del Colorado, se entrevistó personalmente con Rosas y describió en sus memorias del viaje, la impresión que le produjo el contacto con los soldados y el tratamiento con los indios.
"…pocos días después vi otras tropas de estos soldados con facha de bandoleros, que partían en una expedición contra una tribu de indios de las pequeñas salinas, traicionados por un cacique prisionero. Los indios, hombres, mujeres y niños eran unos 110 y casi todos fueron prisioneros o muertos, porque los soldados acuchillaban a todos los varones. Los indios se hallaban tan aterrados que no ofrecían resistencia en masa, sino que cada uno huía como podía abandonando a sus mujeres e hijos…"
"...cuanto más repulsivo es el hecho indiscutible de matar a sangre fría a todas las mujeres que parecían tener más de veinte años…"
" Esto da una idea del inmenso territorio donde vagan los indios. Sin embargo, a pesar de su gran extensión, creo que en otros cincuenta años no quedará un solo indio salvaje al norte del río Negro", concluye Darwin.
En las instrucciones que Rosas le dio al coronel Pedro Ramos el 2 de octubre de 1833 con respecto al trato de los prisioneros indios le recomienda que "...quien luego que no haya nadie en el campo, lo puede ladear al monte y allí fusilarlos. Si después echasen de menos los indios a los otros prisioneros, puede decirles que habiéndose querido escapar y teniendo orden la guardia de que si los pillaran por escaparse, lo fusilasen, habían cumplido dicha orden".
El 9 de septiembre de 1834 los boroanos, pampas y ranqueles fueron engañados y masacrados en Masallé por Calfucurá y sus indígenas provenientes de Chile, aliados de Rosas, muriendo los caciques Rondeau, Melín, Venancio, Callvuquirque y Coñoepán, y muchos capitanes, adivinos y ancianos fueron degollados.
Los boroanos, con el cacique Railef al frente, volvieron en 1837 con refuerzos de Chile para vengarse y luego de diversas incursiones, llegando cerca de Bahía Blanca, se volvieron con gran cantidad de ganado y cautivos y se establecieron en la margen del río Agrio. Calfucurá, por orden de Rosas, se movió para cortar la retirada de los invasores y los atacó por sorpresa en Queutrecó, derrotándolos, matando a Railef y a 600 de sus guerreros y huyendo los sobrevivientes a Chile.
No hay evidencias de que se hayan producido actos de ferocidad semejantes, ni que haya habido instrucciones específicas similares por parte de Roca a sus comandantes o subordinados, aunque no se pueda descartar actos repudiables como el un tanto confuso episodio que provocó la captura del cacique pehuenche Purrán en 1880. En cambio, puede descartarse por inverosímil la hipótesis de la existencia de un campo de concentración en Valcheta, con alambrado de púas de tres metros y la muerte por inanición de los indios cautivos, al parecer un invento surgido de la nada. Ni siquiera es probable que ya se usara en Argentina el alambre de púas, patentado en Illinois en 1874.
Sí es cierto que los cautivos y sus familias fueron trasladados en forma compulsiva a diversos destinos, repartidos entre familias en Buenos Aires, o a los ingenios azucareros del norte. Fue una política deliberada, cuyos objetivos Roca explicó claramente en la carta a los gobernadores, que envió el 23 de noviembre de 1878, donde señala que "lo más conveniente es distribuir estos indios prisioneros, respetando la integridad de sus familias, centro hoy de las poblaciones rurales, donde sometidos al trabajo que regenera y a la vida y al ejemplo cotidiano de otras costumbres, que modificarán insensiblemente la propias, despojándoles hasta del lenguaje nativo como instrumento inútil, se obtendrá su transformación rápida y perpetua en elementos civilizados y fuerza productiva".







Esta política fue influenciada por el agregado militar en Washington, el oficial Malasin, enviado por Roca para estudiar las soluciones en aquel país, pero limitadas sus opciones en el nuestro, por el carácter nómade de las tribus aborígenes. En un país que hacinaba a los inmigrantes europeos, no es sorprendente que los indios recluidos inicialmente en Martín García, vivieran en condiciones paupérrimas, hasta ser enviados a sus nuevos destinos o distribuidos un tanto caóticamente entre familias de Buenos Aires.
Tampoco se produjeron durante la expedición militar acontecimientos que puedan catalogarse de pequeñas o grandes batallas. La columna central dirigida por Roca, de acuerdo con las constancias de la expedición, no tuvo prácticamente ninguna actividad militar, salvo la persecución de pequeños grupos nómadas que en dos o tres oportunidades encontraron en el camino, lo cual explica que los opositores a Roca trataran despectivamente a la expedición. Las cifras, evidentemente exageradas de las muertes y capturas de indígenas en la memoria enviada al Congreso, fue probablemente consecuencia de aquella circunstancia.
"Tampoco me afilio al sentimiento de los críticos que han disminuido post facto la importancia de la campaña del 79, menospreciando el número de los indios que hubo que dominar. Posiblemente ese número haya sido abultado por los partes oficiales en más de una ocasión y antes..." (Prólogo de Roberto Giusti al libro de Zeballos "Calfucurá y la dinastía de los piedra").
Uno de los autores críticos sobre la expedición, Carlos Martínez Sarasola, dice respecto de esta columna, la principal de Roca: "Un mes más tarde Roca volvió a Buenos Aires. A cargo de las fuerzas quedó el coronel Conrado Villegas. La primera división no había disparado un solo tiro".
Una segunda etapa de esta operación militar se realizó a partir de la asunción de Roca como presidente, al mando de Villegas, Winter y otros militares que formaron parte de la fuerza expedicionaria. Su misión fue completar la ocupación en lo que es hoy la provincia del Neuquén hasta llegar al lago Nahuel Huapi. Los datos referidos a las operaciones son más escasos y dudosos y los enfrentamientos suelen arrojan cifras de indígenas muertos de un solo dígito o dos.
La acción militar puede considerarse terminada con la rendición final del cacique Sayhueque en 1885. De todas maneras, cualquiera sea la veracidad de las cifras, los partes oficiales se refieren a los muertos como producto de acciones de guerra y no existen evidencias de que hayan sido asesinados después de su captura.
Los mapuches y la argentina
Los mapuches constituían en Chile virtualmente una nación, con población estable, rucas o casas y tierras cultivadas, divididos en grupos dirigidos por caciques que se unían para defender su territorio o realizar operaciones de ataque a los españoles o entre sí.
En cambio, las pampas argentinas estaban habitadas por pequeños grupos indígenas no mapuches. Se trataba de nómades, cazadores de guanacos, ñandúes y llamas. Los mapuches no tenían relación con la pampa y se circunscribían al lado chileno. Tampoco tenían relación con los habitantes de la cordillera, los pehuenches. Estos hablaban otro idioma y se relacionaban étnicamente con los tehuelches patagónicos.
Con la llegada de los españoles, muchas familias mapuches, buscando lugares más seguros para vivir se refugiaron en la cordillera, donde se relacionaron con los pehuenches. Estos fueron adoptando las costumbres y el idioma mapuche hasta ser "araucanizados" totalmente a fines del siglo XVI.
La enorme disponibilidad de ganado en las pampas bonaerenses, fue atrayendo a crecientes contingentes de mapuches, algunos de los cuales como los boroanos, se establecieron en las márgenes del Salado pampeano junto a los mapuchizados ranqueles o en las cercanías de Sierra de la Ventana y todos incursionaban para hacer grandes arreos de caballos y vacunos que pertenecían a estancieros argentinos y llevarlos a Chile para venderlos.
En los acuerdos de Negrete, entre la capitanía de Chile y los mapuches, se incluía el compromiso de los caciques chilenos a cesar en sus incursiones sobre Buenos Aires.
En 1830 Rosas acuerda con Calfucurá, de origen chileno, su ingreso al país con la esperanza de que le sirviera para pacificar a los ranqueles y otras tribus rebeldes. La alianza de Calfucurá con Rosas se mantuvo hasta Caseros, pero ya antes aquél se había convertido en el más poderoso cacique de las pampas, que trataba a las autoridades argentinas de potencia a potencia y que durante cuarenta años dominó una gran parte del actual territorio nacional.
Los malones nunca dejaron de producirse, aunque extinguida la alianza entre Calfucurá y Rosas, fueron más frecuentes después de Caseros. Para los argentinos eran acciones de robo y secuestros, para los mapuches eran excursiones de caza. Pero paulatinamente se transformaron en verdaderas acciones de guerra y rescatarlas del deliberado olvido es también reconocer el valor y la tenacidad de los guerreros indígenas, que con lanzas y boleadoras enfrentaban a tropas armadas con fusiles y cañones y a menudo las derrotaban.
En abril de 1855, Mitre quiere efectuar un golpe de mano sorpresivo sobre los indios en Sierra Chica, al sudeste de Bahía Blanca. El resultado fue un fracaso y el día 30 en las primeras horas de la noche Mitre emprende el regreso hacia Azul, marchando toda la columna a pie.
Fue también en ese año, en setiembre, que ocurrió la muerte en manos de los indios del comandante Nicolás Otamendi. Destacado para reprimir una incursión hecha en la estancia de San Antonio de Iraola, donde el cacique Yanquetruz había robado de seis a ocho mil cabezas de ganado. Otamendi estaqueó a un indio emisario de dicho cacique, por lo que los indios lo atacaron enfurecidos, obligándolo a defenderse con su tropa en un corral, donde fue muerto, sobreviviendo solamente dos de los ciento veintiocho hombres que componían el escuadrón.
En 1856, desde Azul, el coronel Hornos, decidido a escarmentar a Calfucurá, sale con un ejército de 3.000 hombres y doce piezas de artillería. Ahí se inició el combate de San Jacinto, cargando la caballería indígena desde varias direcciones. Los indígenas, bien familiarizados con esos terrenos, pronto dieron cuenta del enemigo. Rápidamente Hornos tuvo que abandonar el campo de combate, dejando 18 jefes y oficiales y 250 hombres de tropa muertos, además de 280 heridos y la mayor parte de sus pertrechos abandonados.
Después de realizar una primera incursión en 1867, en abril de 1868 Calfucurá al frente de 2.000 indios, en su mayor parte chilenos, asaltó el sur de Córdoba entrando por el lugar denominado Los Barriales, a doce leguas de La Carlota.
En noviembre de 1868 unos 300 indios y gauchos cristianos, después de invadir San Luis, sitiaron y asaltaron la Villa de la Paz.
El 5 de marzo de 1872, Calfucurá invadió el oeste de la provincia de Buenos Aires, al frente de unos 6.000 indios, acaudillando a todas las tribus enemigas del gobierno. Mientras con una parte de sus huestes vigilaba las tropas en Azul, el resto saqueó los establecimientos y poblaciones aledañas, apoderándose de 200.000 cabezas de ganado, 500 cautivos y matando unos 600 pobladores.
Al frente de un contingente de 3.500 hombres, el coronel Rivas salió a cortarle la retirada. El encuentro se produce en las cercanías de Bolívar, en la llamada batalla de San Carlos. Considerada la más importante en la secular lucha contra los aborígenes, por los efectivos que intervinieron, por el ardor con que se luchó, y más que nada, porque significó el ocaso de Calfucurá, quién sin ser derrotado, se retiró del campo de batalla. San Carlos fue decisiva y cambió el curso de la historia, aunque estuvo cerca de serlo en sentido inverso.
Pero todavía los mapuches no estaban vencidos. En 1875 se produce la "invasión grande" que comenzó con la sublevación de la tribu de Catriel. En su auxilio vinieron simultáneamente Namuncurá, los ranqueles de Baigorrita, los de Pincén y unos 2.000 indios chilenos sumando unos 3.500 combatientes. Los indígenas penetraron sorpresivamente en un amplio frente, arrasando las poblaciones de Tandil, Azul, Tapalqué, Tres Arroyos y Alvear. Según fuente oficial, tan sólo en Azul 400 vecinos fueron asesinados. Durante tres meses se libraron cinco batallas principales, la más importante la de Paragüil y varias menores, hasta que los indígenas se retiran a sus lugares en el desierto.
Estos olvidados episodios que muestran la magnitud del conflicto y en cierto modo lo inevitable del desenlace, son el preludio de la segunda expedición, ciertamente con las fuerzas mapuches debilitadas y resignadas por los últimos fracasos, pero fundamentalmente derrotados por dos innovaciones tecnológicas decisivas: el Remington de repetición y el telégrafo.
Roca es más recordado y ahora denostado por la conquista del desierto que por sus dos presidencias y su largo período de presencia dominante en la política argentina. Sin embargo, fue un gran presidente. Tal vez exageran sus exégetas más entusiastas cuando sostienen que Roca "hizo" el país, pero no hay dudas de que cumplió una gestión asombrosa.
Hasta la expedición de Roca, Argentina era un pequeño país con ciudades dispersas en el interior, cuya parte más importante ocupaba unos 30.000 km2 alrededor de Buenos Aires.
En Córdoba, la ciudad homónima estaba protegida al sur por los fortines de Río Cuarto y La Carlota.
En Mendoza, si exceptuamos la capital defendida por los fuertes de San Carlos, Tunuyán y Tupungato y al sur por el de San Rafael, el resto era tierra de nadie, ocupada por los huarpes, a veces por los Pincheira y en 1832 por el ejército chileno al mando del coronel Bulnes, quien penetró en esa provincia desde el norte de Neuquén para perseguir a aquellos legendarios bandidos, cuya tropa había sido exterminada sin piedad en las lagunas de Epulafquén. Como los Pincheira eran realistas, este episodio es considerado el último combate contra la dominación española en la América meridional.
Los malones en el sur santafesino llegaban hasta Rosario y en más de una oportunidad a Santa Fe y, por el norte, la provincia estaba asediada por los tobas y abipones. El mismo esquema, con diferentes actores, se repetía en las restantes provincias del norte.
Como resultado de la campaña de Roca y luego de su gestión presidencial, se incorporaron al territorio nacional alrededor de dos tercios de la actual superficie del país. Incluye la mayor parte de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, toda la Patagonia y las zonas de Córdoba, Santa Fe y Mendoza fuera de sus capitales. Luego, ya en la presidencia se completará el mismo proceso en el norte. Los nuevos territorios los unió al resto del país con los ferrocarriles. Hizo la paz con Chile y estableció un sistema civilizado para dirimir los conflictos con aquel país. Modernizó el ejército, estableció la moneda, dictó la ley de educación laica y gratuita, el matrimonio y el registro civil, y consagró la autonomía de las universidades.
Los resultados, insinuados en las presidencias anteriores, fueron espectaculares. Durante el último tercio del siglo XIX, Argentina era el país americano que recibía más inmigrantes después de USA.
En 1888, La Nación recoge de un diario de París las cifras del activo y el pasivo de los bancos sudamericanos, que reflejan aproximadamente lo que ahora se define como el PBI. Argentina sola, supera el total del resto de los bancos de la región. Triplica a Brasil, decuplica a Chile y supera más de cien veces el movimiento financiero de Colombia.
Aunque no pueda descartarse que haya mapuches que conserven su resentimiento contra Roca, como algunos trasnochados españoles puedan tenerlo con San Martín, sería ingenuo no advertir que tras la agitación antiroquista y la interesada omisión por la conducta de Rosas, pocas veces se puede mostrar en forma tan descarnada el predominio de laeri ideología sobre la verdad. Un liberal y para colmo exitoso, es una tentación irresistible para quienes, desde el populismo, intentan reescribir la historia del país.
Por Julio Rajneri