viernes, 16 de enero de 2009

Manicomio

Por Luis Bruschtein
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“Al nacer lloramos porque entramos en este vasto manicomio”, dice Shakespeare en El Rey Lear. El lugar donde surgió la decisión más enérgica contra la matanza en Gaza fue en América latina, el lugar más alejado del Medio Oriente, donde dos gobiernos, el de Bolivia y el de Venezuela rompieron relaciones diplomáticas con Israel.

El resto del mundo, incluido el mundo árabe, se ha quedado en las declaraciones, más pendientes de las derivaciones políticas de la guerra que de la masacre de la población civil. Se puede discutir la efectividad de esas decisiones de Evo Morales y Hugo Chávez, pero es más cuestionable la parálisis mundial frente a una agresión tan desigual y donde el argumento de los agresores es claramente insostenible: bombardear a la población civil palestina para destruir a Hamas. Todo el mundo sabe que es imposible derrotar una organización política de esa manera. El objetivo real es amedrentar a su entorno, algo que ensayaron en América latina todas las dictaduras en sus guerras antisubversivas. Es un concepto que tiene su base en la doctrina de la Seguridad Nacional y que deriva simple y llanamente hacia el terrorismo de Estado.

Hamas tiene pocos amigos en el mundo. Su universo de alianzas se limita a Irán, Hezbolá y Siria. Ninguno de los tres hará más de lo que ha hecho hasta ahora, que sólo han sido declaraciones. Todos los demás, incluyendo al mundo occidental, preferirían que Hamas no existiera y cada uno por sus razones. Se puede hacer una larga disquisición sobre si Hamas tiene razón o no, o si se ha ganado ese lugar, o si fue irresponsable al seguir actuando desde el gobierno de Gaza como si fuera una organización guerrillera clandestina. Pero lo que no se puede confundir es a Hamas, como organización política y militar, con la población civil palestina que es la que soporta los horrores de ese ataque.

Barack Obama, cuyo nombre parece un acróstico entre el del ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, y el de Osama bin Laden, asumirá el próximo martes la presidencia de los Estados Unidos con el manicomio de-

satado. Obama mismo es producto de ese manicomio, al suceder a un presidente que en el siglo XXI creía que Charles Darwin era un impostor; al ser el primer presidente afroamericano de un país independizado por esclavistas; al ganar las elecciones tras estallar todo el sistema económico por el que Estados Unidos hizo guerras para imponerlo en otros países.

¿Obama tiene conciencia de Obama? ¿El triunfo de Obama en la primera potencia del planeta quiere decir que la humanidad puede estar menos loca? En un mundo de locos, el que está sano es el que aparece como loco. Obama tendrá que hacer muchas locuras para demostrar que está sano o por lo menos más sano que sus predecesores. Algunos lo sueñan, y lo han escrito, abriendo puentes con Irán y Cuba o comprometiéndose con una paz justa entre palestinos e israelíes.

Ningún orden mundial se alteraría, ningún equilibrio militar se pondría en juego por alguno de esos gestos. Estados Unidos seguiría siendo Estados Unidos. No es un sueño revolucionario, sino más bien de sensatez, de barrer la guerra del escenario mundial. En estos días previos se puede ser escéptico, si uno mira el gabinete que conformó, o esperanzado, como muchos de los estadounidenses que lo votaron. Cuando empiece a tomar decisiones, se verá hasta dónde llega su cordura.

En plena crisis, el planeta será un manicomio sin Rohypnol, con China y Europa caminando por el filo, Japón en recesión y Estados Unidos con todos los índices económicos en reversa. Los economistas aseguran que demandará un año rebotar contra el fondo de la crisis y empezar a remontar. Un año no es nada, pero habrá que sortearlo porque algunas de sus consecuencias pueden ser definitivas en cuanto a que se cristalizarán como la base del nuevo ciclo. Como sucede en todas estas situaciones, las economías centrales tratarán de salir en mejores condiciones en su relación con las economías emergentes, que no han generado las crisis, pero que históricamente han terminado pagándolas. Allí se pondrán a prueba alianzas como el Mercosur, para proteger los intereses de los países que lo integran.

Esta crisis que se verificó a nivel mundial ya había sido precedida por la que se había ensañado con los países de América latina tras el decenio neoliberal de los ’90. En América latina surgieron nuevos gobiernos y nuevas ideas que comenzaron a reemplazar los paradigmas de la economía de libre mercado.

Es lógico que ese proceso se haya dado también en Estados Unidos tras su propia crisis. Obama es exponente de ese proceso y por esa razón no sería tan desopilante esperar actitudes heterodoxas como las que se produjeron en la región. De todos modos, cuando asume Obama, en la región comienza a producirse un reflujo contrario: en Brasil Lula no tiene candidato bien posicionado; en Chile, el socialismo sale del gobierno, en Argentina tampoco se avizora cómo será la continuidad del kirchnerismo y los procesos de Bolivia y Paraguay están muy relacionados con los de esos tres países, sobre todo con lo que suceda en Brasil.

Obama fue votado para que sea lo opuesto a lo que ha sido George Bush, pero es difícil saber hasta dónde llegará esa contraposición cuando se trate de defender en todo el mundo los intereses de la mayor potencia económica y militar. Las políticas de Bush también han sido las de su padre y antes las de Ronald Reagan. El mismo Bill Clinton fue impulsado por ese viento tan fuerte de décadas de gobiernos conservadores, retrocesos culturales, luchas religiosas y Papas retrógrados.

Shakespeare decía que el mundo era un manicomio en el siglo XVII, o sea que no es una novedad, pero este escenario de guerras crueles y crisis fenomenal, pero estúpida, de un capitalismo que cayó de su soberbia de tanto comprar buzones, enfatiza la idea.

En las heterodoxias no hay prolijidad. Todo lo que se hace será juzgado con los viejos anatemas. El que rompe con la ortodoxia, con la potente inercia del arcaico sistema de ideas, aparece como un elefante en un bazar, genera inquietud, se lo condenará por imprevisor o por improvisado, aun cuando esos esquemas hayan demostrado su ineficiencia. Y muchos de los que lo acompañen sufrirán la misma presión y añorarán las épocas en que eran oposición minoritaria, jueces morales pero sin capacidad de decidir nada, y bien lejos de la tormenta de los hechos.

Si Obama establece un diálogo con Irán, con Cuba y con la misma Venezuela, si se corre del hondo surco de la guerra preventiva contra el terrorismo que le marcó Bush, del fúnebre choque de civilizaciones de Huntington, de Guantánamo y la tortura civilizada, de toda esa carga guerrerista, será criticado por izquierda y por derecha, será despreciado por los grandes carteles mediáticos que azuzarán el temor y la inseguridad en la opinión pública, aunque habrá acercado al mundo a una senda de paz y en su momento será reconocido.

Pero la crisis que lo ayudó a ganar las elecciones también será su carcelera. La política internacional, cuya cara visible será Hillary Clinton, permanecerá en segundo plano mientras deba timonear en las aguas picadas de la economía que ya marca aumento de la desocupación, baja de la actividad industrial y del consumo, y un megadéficit que parece de ciencia-ficción.

El Obama heterodoxo también puede ser política-ficción, es probable que no sea más que un fantasma del manicomio de la imaginación o una expresión de deseos, del hartazgo o la impotencia frente a escenas de la guerra, de palestinos que sufren en Gaza y se convierten en “daño colateral” hipócritamente lamentado.

Los judios de los judios

En mayo de 1949 se publicó la novela del escritor israelí S. Yizhar La historia de Khirbet Khizeh, en la que se narran los desconcertantes hechos acaecidos durante la salvaje expulsión que el Ejército israelí llevó a cabo en una pacífica aldea del sur de Palestina. El libro, especialmente al ser adaptado en 1978 para una serie de la televisión israelí, causó gran polémica. Pero lo que verdaderamente llama la atención es que, tras Khirbet Khizeh y el largo cuento escrito por el mismo Yizhar titulado El prisionero, la literatura israelí haya mantenido un silencio casi absoluto en torno a la guerra de 1948. La tercera generación de escritores israelíes, la llamada Generación del Estado, ha ignorado los acontecimientos del año 1948 y la Nakba, la catástrofe palestina, aparece sólo tangencialmente en las obras de Amos Oz, Abraham Yehoshua.


    Nueva división

    Hay que releer la novela del israelí S. Yizhar sobre la expulsión de palestinos en 1948

Los actuales sucesos traen a la memoria el levantamiento del gueto de Varsovia

Los críticos no se ponen de acuerdo en la lectura de la novela de Yizhar. No saben si hay que considerarla como una toma de consciencia catártica o como, según escribió Haim Gouri, "una anécdota comparado con lo que los árabes nos han hecho".

He vuelto a la novela, a Khirbet Khizeh, al contemplar las cruentas escenas de Gaza. Aunque sea recurrente decir que la fotografía es la herramienta artística con mayor capacidad expresiva, yo sigo creyendo que el texto literario es el que alberga en sus múltiples niveles de lectura el poder de sondear las profundidades de la experiencia humana. He vuelto al texto de Yizhar no sólo para comparar lo ocurrido en Khirbet Al Khisas, una más del conjunto de aldeas palestinas destruidas en noviembre de 1948, y lo que actualmente está sucediendo en Gaza, sino también para comprender el principio israelí que legitima el asesinato y la expulsión de palestinos.

La aldea de Khirbet Al Khisas -que muy probablemente, según el jefe de la operación israelí, Yehuda Baiiry, sea la Khirbet Khizeh de Yizhar- estaba a medio camino entre Al Muyaddal y Bet Hanun. Es lógico pensar que sus habitantes huyeran hacia esta última población o hacia algún campamento o aldea de la Franja de Gaza. En ese sentido podemos decir que la novela de Yizhar no ha concluido todavía, que 60 años después adopta una nueva forma y que las víctimas de hoy son las de ayer.

El texto de Yizhar es asombroso porque realiza una aproximación profética al estilo realista. En la novela se detallan con precisión las tareas de una unidad del Ejército israelí encargada del desalojo de los habitantes de una aldea palestina y de la demolición de sus casas, pero lo hace empleando un tono profético y judaico, como si tomara prestadas las voces de los profetas del Antiguo Testamento.

La ocupación de la aldea se completó en 1948 sin ninguna resistencia. La novela describe la angustia del sujeto israelí y también sus bromas y pasatiempos. En cuanto a las víctimas palestinas, son meros objetos sobre los que recae su acción, una prolongación de la naturaleza, de la geografía y de la fauna, una parte silente, resignada e impotente.

Producen escalofríos los calificativos que los miembros de la unidad israelí dedican a los campesinos árabes, a los que despojan de cualquier atributo humano. Contemplemos algunos ejemplos: son inmundos, despreciables, almas hueras, gusanos, apestan a tumba, no son hombres, son fantasmas, huyen, son depravados. En cuanto a su tierra: está podrida, cubierta de suciedad por todas partes. Los soldados de la unidad israelí también se mofan de la cobardía de los palestinos que no luchan para defender sus campos y sus hogares. ¿No nos recuerdan este tipo de expresiones racistas las de otro vocabulario, el usado por los nazis durante el Holocausto?

Dos son las escenas culminantes de la novela: en la primera presenciamos la locura de una mujer palestina y su bebé: "De pronto irrumpió una mujer con su hija lactante en brazos, una criatura flaca a la que zarandeaba como si fuera un objeto sin valor. La niña tenía la cara macilenta, estaba enferma y daba asco y su madre, asiéndola por los harapos, la hacía bailotear ante nosotros mientras nos suplicaba, sin que sonara a burla o rencor, sin lamentarse tampoco como una loca, tal vez porque su súplica era una mezcla de todo esto, que si queríamos, nos quedáramos con ella".

¿No se vislumbra a través del baile de esta mujer algo semejante al ambiente de los campos de concentración y exterminio nazis? Si ponemos lado a lado los calificativos que los soldados atribuyen a los lugareños y esta aterradora escena, ¿no nos encontramos ante un lenguaje típicamente antisemita empleado antes por los fascistas en Alemania y Europa en el contexto del genocidio contra los judíos?

La segunda es una escena traída de la Biblia: "Aquellas mujeres y niños, aquellos inválidos, cojos y ciegos, saltaban directamente de algún pasaje de la Tora". Yizhar describe así las víctimas palestinas y, yendo un poco más allá, dice haber buscado un Jeremías entre los palestinos: "Pensé si no hallaría entre ellos también a su Jeremías, alguien que furioso se golpeara el corazón e invocara entre ahogos al dios anciano desde lo alto de los trenes del exilio".

La propia novela, con sus resonancias bíblicas, zanja la cuestión semántica. Si el crítico puede llegar a dudar de las connotaciones de los calificativos usados por los soldados de la unidad israelí, considerando que tal vez sólo fueran expresiones coloquiales de los combatientes, la duda queda resuelta con esas víctimas surgidas de la Tora. Los soldados de la unidad israelí, metáfora de la sociedad israelí, han encontrado a sus judíos. Es decir, que el proyecto sionista de construcción de un Estado como todos los Estados del mundo y la fundación de un pueblo combativo siguiendo el modelo europeo no se puede llevar a cabo a no ser que los judíos encuentren sus judíos. De este modo, el judío israelí puede dejar de ser un judío connotado según un diccionario racista para pasar a prodigar esos calificativos a su víctima palestina.

Aquí habla la literatura a través de Yizhar diciendo lo que nadie puede o se atreve a decir. Resulta irónico que Yizhar fuera un sionista elegido en varias ocasiones diputado de la Knésset por el Partido Laborista. El texto literario expresa la verdad del principio israelí por el cual se legitimó en el pasado la expulsión de las familias de Khirbet Khizeh y legitima hoy el asesinato de sus descendientes en Gaza.

La novela de Khirbet Khizeh narra escenas parecidas a las del confinamiento de los judíos en los campos de concentración durante la aciaga etapa nazi, pero, ¿qué lectura podemos sacar de la sangrienta masacre a la que se ven expuestos los descendientes de esos desdichados aldeanos en la Gaza de hoy en día?

No esperemos a un novelista israelí para completar la narración, porque la imaginación de cualquier tirano criminal es mucho más fértil que la de todos los novelistas juntos. Lo que estamos presenciando nos cuenta dos verdades: la primera verdad cuenta que Gaza es un gueto real sólo comparable a los guetos de Europa del Este expuestos a matanzas y pogromos. La política israelí en Cisjordania y la Franja de Gaza gira en torno a la construcción de guetos sellados a cal y canto para los habitantes originarios palestinos. Ése es el significado del muro segregacionista en Cisjordania y lo es, asimismo, del bloqueo total de la Franja de Gaza. Es decir, que los políticos israelíes responsables de este confinamiento por la fuerza militar no solamente han olvidado la historia de opresión de la que han sido objeto los judíos, sino que han decidido identificarse con sus asesinos e imponer a los palestinos que se conviertan en los judíos de los judíos.

La segunda verdad es que la resistencia de la Franja de Gaza hoy, y la resistencia de las ciudades cisjordanas y sus campamentos durante la invasión de 2002, se parece al levantamiento del gueto de Varsovia. Es cierto que la Intifada de los guetos de Cisjordania fue aplastada en el año 2002 y que la intifada de Gaza sucumbe ahora entre sangre y destrucción sin esperanza alguna depositada en la misericordia de un Ejército que no se ha compadecido de sus víctimas palestinas ni en una sola ocasión, pero también es verdad que los judíos de los judíos han acabado descubriendo la naturaleza racista y fascista del Estado israelí. También lo es que su sacrificio, su lamento y su muerte hallarán un Jeremías que además de lamentarse por su pueblo lo hará por el ser humano dispuesto a ser el instrumento de un dios de la guerra y del asesinato despojado de su imagen para idolatrar al becerro del racismo.

Elias Khoury es escritor libanés. Traducción de Jaume Ferrer Carmona

Totalitarismo invertido

Es inevitable la decadencia de la democracia y el triunfo del totalitarismo invertido? ¿Es Obama la última oportunidad de salvar a la democracia de su disolución en el nuevo estado corporativo o él mismo forma parte irremisiblemente de este sistema? En un tiempo de crisis en que todo parece leerse en clave económica, algunas voces van introduciendo el debate sobre la cuestión política y sobre el futuro de la democracia. Una de ellas es el profesor emérito de Princeton Sheldon Wolin con su libro Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido.

Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido

Sheldon S. Wolin

Traducción de Silvia Villegas

Katz. Barcelona, 2008

404 páginas. 25 euros

La noticia en otros webs

El argumento podría explicarse así: desde que en 1980 Ronald Reagan prometió "librar al pueblo de la carga del gobierno", el partido republicano ha seguido una evolución que está conduciendo a Estados Unidos a una paulatina disolución de la democracia en un totalitarismo invertido. ¿Por qué invertido? A diferencia del totalitarismo clásico, no nace de una revolución o de una ruptura sino de una evolución dirigida. Su objetivo principal no es la conquista del poder a través de la movilización de las masas sino la desmovilización de éstas desde el poder, hasta devolverlas al estado infantil, del que ya Tocqueville había advertido que era uno de los peligros de la democracia americana. Y crear de este modo un sistema político en que el papel de la ciudadanía se vaya difuminando hasta quedar estrictamente reducido al ejercicio del voto el día de las elecciones. La neutralización de la ciudadanía es la base de una nueva forma de democracia, la democracia dirigida, que es la que Estados Unidos pretende exportar al mundo. Una democracia sin ciudadanos, porque éstos, atemorizados y desocializados, se alejan de la política y dejan las manos libres a los gobernantes para que puedan de este modo imponer la agenda de las grandes corporaciones. Para Wolin el totalitarismo invertido es una forma perfeccionada del "arte de moldear el apoyo de los ciudadanos sin dejarles gobernar". Una ciudadanía apática "redunda en una política dirigida más eficiente y racionalizada".

Esta evolución de la democracia, que adquiere su máxima expresión en el periodo Bush que está terminando, tiene su origen en la guerra fría y se funda en la reafirmación de la voluntad de imperio, después de la amarga experiencia de Vietnam. Reagan lo dijo así: tenemos "el poder de volver a amenazar al mundo desde el principio". La democracia dirigida tiene por tanto su dimensión internacional y su dimensión interior. Y se funda en la alianza entre las élites republicanas, las grandes corporaciones y el evangelismo religioso, con el doble objetivo de volver a dominar el mundo y de construir una mayoría interior permanente sobre una ciudadanía despolitizada. "Lo que se revela o más bien se confirma", escribe Wolin, "es que la unión consumada del poder corporativo y el poder gubernamental anuncia la versión estadounidense de un sistema total".

Los instrumentos para la desmovilización ciudadana son: una mitificación de los textos constitucionales, sobre la base de una lectura restrictiva que se centra en los mecanismos destinados a evitar los peligros populistas y en desequilibrar el sistema en favor del ejecutivo. El discurso de la superioridad moral de una nación elegida y la explotación del patriotismo con la magnificación de las amenazas. Una política ideológica que busca inculcar el miedo y la inseguridad a la gente, en la que la lucha antiterrorista -a partir del 11-S- ha jugado un papel capital. La privatización de las funciones y los servicios públicos hasta hacer irreconocible la idea de lo comunitario y del espacio público. Y unas políticas económicas destinadas a beneficiar a las clases altas, junto con un desprecio de las políticas sociales que favorece la desconfianza de los ciudadanos y aleja del voto a los sectores más desfavorecidos que no tienen nada que esperar de los gobernantes. En suma, la despolitización pasa por "la creación de una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual". Todo ello con un objetivo claro: que el Superpoder pueda decidir a su antojo, sin tener para nada en cuenta a la opinión ciudadana.

Pero quizás el elemento clave del sistema descrito por Wolin sea "la extraña pareja" que ha formado este Superpoder: "Una alianza en la que encontramos fuerzas arcaicas reaccionarias, regresivas (económicas, religiosas y políticas), con fuerzas progresistas de cambio radical (líderes empresariales, innovadores tecnológicos y científicos) y cuyos esfuerzos contribuyen a distanciar paulatinamente a la sociedad contemporánea de su pasado". Para Wolin es una relación simbiótica, basada en un interés común: "El bloqueo de un rumbo demótico y el avance forzado de la sociedad por un rumbo diferente, donde se den por sentadas las inequidades, se las racionalice, quizás se las celebre". Lo arcaico, lo religioso, aporta certidumbre y ayuda "a neutralizar el poder de los Muchos", el poder corporativo necesita estos factores estabilizadores para que sus procesos de cambio no descarrilen. En este marco se produce una transmutación doble del poder corporativo y del Estado. El primero "se vuelve más político", y el segundo, "más orientado al mercado". El objetivo de la triple alianza es imponer una determinada idea de la realidad: establecer como verdadero lo que de hecho no lo es. Por eso la mentira se adueña de la escena: "Una de las partes más difíciles de mi trabajo", decía Bush, "es vincular a Irak con la guerra del terrorismo". Como dice Wolin, "en el fondo, mentir es la expresión de una voluntad de poder. Mi poder aumenta si una descripción del mundo que es producto de mi voluntad es aceptada como real". Y la mentira, ciertamente, debilita a la democracia.

En este contexto, la elección de Obama habría que situarla en lo que Wolin llama la "democracia fugitiva", "la forma de expresión política de los sin ocio", que de vez en cuando se dejan oír desafiando a la democracia dirigida. Pero hay serias dudas sobre la consistencia y continuidad de estas reacciones políticas de los ciudadanos, que tienen mucho de irritación moral. El desafío de hoy "es recuperar el terreno perdido, popularizar las instituciones y las prácticas políticas que han sido excluidas del control popular". Pero, ¿estamos a tiempo de revitalizar la democracia? Para Wolin el estado corporativo está tan bien trabado que Obama tiene poco margen de maniobra: "El sistema impondría límites muy estrictos a cualquier cambio indeseado". La partitura de Wolin puede parecer excesivamente pesimista, pero muchos de sus sonidos nos son familiares. La degradación de la democracia no es patrimonio exclusivo de los americanos. Y la indiferencia, fomentada por los gobernantes, crece en todas partes, al tiempo que los Estados, también los europeos, están cada vez más impregnados de corporativismo. Por eso siempre he preferido hablar de totalitarismo de la indiferencia que de totalitarismo invertido. -

sábado, 10 de enero de 2009

Niños que levantan pañuelos blancos (Por Jorge Gadano)



Los días martes y miércoles pasados mucha gente de esta región se volcó a las calles inundada de felicidad para saludar -algunos agitando pañuelos- a los corredores de una competencia motorizada, llamada "Dakar" porque su primer recorrido partió desde París y terminó en la capital senegalesa, tras atravesar el Mediterráneo en barco y el Sahara luego. Fue aquél un viaje de la prosperidad a la miseria -que ahora, en sentido inverso, está vedado a los africanos- desde una capital colonial a la capital de la ex colonia, ambas hablantes de la lengua de Napoleón (salvo, en Senegal, los que aún usan una lengua tribal que sólo entienden ellos).
El mismo martes se pudieron ver otros pañuelos en una foto de la portada de un diario de Buenos Aires. Padres y madres jóvenes con bebés en brazos, adolescentes, niños. Unos cuantos de ellos, niños inclusive, alzando pañuelos blancos. El epígrafe explica: "El drama humano: familias palestinas muestran pañuelos blancos a tropas israelíes al ser obligadas a dejar sus casas en el norte de la Franja de Gaza".
Ese mismo martes un bombardeo israelí mató a 43 personas refugiadas en tres escuelas de las Naciones Unidas. ¿La explicación de ese inexplicable "daño colateral"?: desde las escuelas se hacían disparos de mortero. No se dio tiempo a los chicos para salir con los pañuelos blancos.
La foto es un disparador de reflexiones. La primera, dedicada al reportero gráfico de Associated Press que desafió la prohibición del ejército invasor y la hizo. Siempre un diario hace más que la tevé, cuyas ilustraciones sólo muestran la estética de las explosiones nocturnas que trazan caprichosos dibujos en la noche, como si fueran festejos de Año Nuevo.
Luego el niño, a salvo todavía del misil en la mezquita y en la escuela y en su barrio, levantando el pañuelo, o sólo un trapo, blanco. El blanco es el color de la pureza, de la inocencia (por eso el Papa, ajeno al pecado, viste de blanco). Y me pregunto y pregunto: ¿un chico como ése, de entre diez y doce años, debe demostrar que es inocente? ¿que no es guerrillero, ni terrorista, ni partidario de arrojar al mar al Estado de Israel?
Como todo depende del punto de vista, es posible que para un soldado israelí sea, con todo, un sospechoso. En Neuquén conocí a un montenegrino de la ex Yugoslavia, dueño aquí de una tapicería llamada "El Polaco"porque así lo habían bautizado amigos neuquinos, para quienes todo el mundo eslavo era igual. Y bien: el Polaco contaba que, de niño en su montañoso país natal, había servido como correo a la resistencia, liderada por el mariscal Tito, contra los ocupantes nazis y su aliado Ante Pavelic. (Nacionalista, católico, antisemita y pronazi, Pavelic fue nombrado por Hitler para presidir un gobierno títere croata. Entre sus principales "realizaciones" Pavelic cuenta la de haber inaugurado unos 20 campos de concentración. Mató a unos 250.000 serbios y a 30 ó 40.000 judíos, viejos, jóvenes y niños. Siguiendo las feroces ideas de Hitler, quería crear una gran Croacia étnicamente pura. Fue exiliado en Argentina entre 1949 y 1957).
En una de las escuelas había cerca de cien refugiados, convencidos de que allí -por la inmunidad que les daría Naciones Unidas- estarían más seguros que en sus casas. ¿Acaso las viviendas no pueden albergar también a terroristas de Hamas?
Pero nada sirve contra las bombas. Ni la mezquita, ni la casa, ni la escuela. Así domina la muerte y se robustece el fundamentalismo islámico: si la alternativa es morir o morir, más vale morir matando. Así es como nace un comando suicida.
La Organización de las Naciones Unidas fue creada en 1945 por las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Su Carta fundacional rebosa de buenos propósitos para la preservación de la paz, la defensa de los derechos humanos, el arreglo pacífico de los conflictos, el respeto a los tratados, la promoción del bienestar económico y social de todos los pueblos. A más de medio siglo de estas promesas de los vencedores en la Segunda Guerra Mundial, los papeles firmados son nada más que hojas inservibles que amarillean en las tormentas de nuestro tiempo, del mismo modo que aquéllas aprobadas por la Sociedad de las Naciones, sepultadas por el nazifascismo.
La ONU apenas sirve hoy como un organismo de denuncia. Su representante en Gaza, John Ging, dijo que en la Franja "todo el mundo está aterrorizado y traumatizado", y acusó a la comunidad internacional por permitir que continúe la violencia. El funcionario rechazó la información oficial israelí que asegura que Hamas usa a civiles como "escudos humanos". Negó que en una de esas escuelas -donde el cañoneo de un tanque mató a 40- hubiera gente de Hamas. "La verdad es que esa gente, incluidas mujeres y niños, vinieron a nuestra escuela para protegerse. Y ahora están muertos". Eso dijo.
El Vaticano también, como de costumbre, dejó constancia de sus buenos deseos. Pero después del bombardeo que mató a los niños amados por Jesús ("Dejad que los niños vengan a mí") quiso ser más contundente. El Papa dejó la palabra a quien es tenido como su ministro de Justicia, el cardenal Renato Martino. Éste, después de repartir culpas sobre ambas partes, habló de que las condiciones en Gaza "más y más rememoran a un gran campo de concentración". El Vaticano -que, dicho sea de paso, ignoró en su momento la existencia de los campos nazis- sabe que hablar de un "campo de concentración" sometido al ataque israelí resuena de un modo muy particular en oídos judíos.
Hay otra foto. La del funeral de los muertos en las escuelas, al que asistió mucha gente que siguió el rito islámico. De seguro que allí había militantes de Hamas, muchos. Pero esta vez el ejército israelí prefirió abstenerse. Es que hay un límite para todo, también para matar.

JORGE GADANO
jagadano@yahoo.com.ar

miércoles, 7 de enero de 2009

How Israel brought Gaza to the brink of humanitarian catastrophe


Oxford professor of international relations Avi Shlaim served in the Israeli army and has never questioned the state's legitimacy. But its merciless assault on Gaza has led him to devastating conclusions
Avi Shlaim

A wounded Palestinian policeman gestures while lying on the ground outside Hamas police headquarters following an Israeli air strike in Gaza City. Photograph: Mohammed Abed/AFP/Getty Images
The only way to make sense of Israel's senseless war in Gaza is through understanding the historical context. Establishing the state of Israel in May 1948 involved a monumental injustice to the Palestinians. British officials bitterly resented American partisanship on behalf of the infant state. On 2 June 1948, Sir John Troutbeck wrote to the foreign secretary, Ernest Bevin, that the Americans were responsible for the creation of a gangster state headed by "an utterly unscrupulous set of leaders". I used to think that this judgment was too harsh but Israel's vicious assault on the people of Gaza, and the Bush administration's complicity in this assault, have reopened the question.
I write as someone who served loyally in the Israeli army in the mid-1960s and who has never questioned the legitimacy of the state of Israel within its pre-1967 borders. What I utterly reject is the Zionist colonial project beyond the Green Line. The Israeli occupation of the West Bank and the Gaza Strip in the aftermath of the June 1967 war had very little to do with security and everything to do with territorial expansionism. The aim was to establish Greater Israel through permanent political, economic and military control over the Palestinian territories. And the result has been one of the most prolonged and brutal military occupations of modern times.
Four decades of Israeli control did incalculable damage to the economy of the Gaza Strip. With a large population of 1948 refugees crammed into a tiny strip of land, with no infrastructure or natural resources, Gaza's prospects were never bright. Gaza, however, is not simply a case of economic under-development but a uniquely cruel case of deliberate de-development. To use the Biblical phrase, Israel turned the people of Gaza into the hewers of wood and the drawers of water, into a source of cheap labour and a captive market for Israeli goods. The development of local industry was actively impeded so as to make it impossible for the Palestinians to end their subordination to Israel and to establish the economic underpinnings essential for real political independence.
Gaza is a classic case of colonial exploitation in the post-colonial era. Jewish settlements in occupied territories are immoral, illegal and an insurmountable obstacle to peace. They are at once the instrument of exploitation and the symbol of the hated occupation. In Gaza, the Jewish settlers numbered only 8,000 in 2005 compared with 1.4 million local residents. Yet the settlers controlled 25% of the territory, 40% of the arable land and the lion's share of the scarce water resources. Cheek by jowl with these foreign intruders, the majority of the local population lived in abject poverty and unimaginable misery. Eighty per cent of them still subsist on less than $2 a day. The living conditions in the strip remain an affront to civilised values, a powerful precipitant to resistance and a fertile breeding ground for political extremism.
In August 2005 a Likud government headed by Ariel Sharon staged a unilateral Israeli pullout from Gaza, withdrawing all 8,000 settlers and destroying the houses and farms they had left behind. Hamas, the Islamic resistance movement, conducted an effective campaign to drive the Israelis out of Gaza. The withdrawal was a humiliation for the Israeli Defence Forces. To the world, Sharon presented the withdrawal from Gaza as a contribution to peace based on a two-state solution. But in the year after, another 12,000 Israelis settled on the West Bank, further reducing the scope for an independent Palestinian state. Land-grabbing and peace-making are simply incompatible. Israel had a choice and it chose land over peace.
The real purpose behind the move was to redraw unilaterally the borders of Greater Israel by incorporating the main settlement blocs on the West Bank to the state of Israel. Withdrawal from Gaza was thus not a prelude to a peace deal with the Palestinian Authority but a prelude to further Zionist expansion on the West Bank. It was a unilateral Israeli move undertaken in what was seen, mistakenly in my view, as an Israeli national interest. Anchored in a fundamental rejection of the Palestinian national identity, the withdrawal from Gaza was part of a long-term effort to deny the Palestinian people any independent political existence on their land.
Israel's settlers were withdrawn but Israeli soldiers continued to control all access to the Gaza Strip by land, sea and air. Gaza was converted overnight into an open-air prison. From this point on, the Israeli air force enjoyed unrestricted freedom to drop bombs, to make sonic booms by flying low and breaking the sound barrier, and to terrorise the hapless inhabitants of this prison.
Israel likes to portray itself as an island of democracy in a sea of authoritarianism. Yet Israel has never in its entire history done anything to promote democracy on the Arab side and has done a great deal to undermine it. Israel has a long history of secret collaboration with reactionary Arab regimes to suppress Palestinian nationalism. Despite all the handicaps, the Palestinian people succeeded in building the only genuine democracy in the Arab world with the possible exception of Lebanon. In January 2006, free and fair elections for the Legislative Council of the Palestinian Authority brought to power a Hamas-led government. Israel, however, refused to recognise the democratically elected government, claiming that Hamas is purely and simply a terrorist organisation.
America and the EU shamelessly joined Israel in ostracising and demonising the Hamas government and in trying to bring it down by withholding tax revenues and foreign aid. A surreal situation thus developed with a significant part of the international community imposing economic sanctions not against the occupier but against the occupied, not against the oppressor but against the oppressed.
As so often in the tragic history of Palestine, the victims were blamed for their own misfortunes. Israel's propaganda machine persistently purveyed the notion that the Palestinians are terrorists, that they reject coexistence with the Jewish state, that their nationalism is little more than antisemitism, that Hamas is just a bunch of religious fanatics and that Islam is incompatible with democracy. But the simple truth is that the Palestinian people are a normal people with normal aspirations. They are no better but they are no worse than any other national group. What they aspire to, above all, is a piece of land to call their own on which to live in freedom and dignity.
Like other radical movements, Hamas began to moderate its political programme following its rise to power. From the ideological rejectionism of its charter, it began to move towards pragmatic accommodation of a two-state solution. In March 2007, Hamas and Fatah formed a national unity government that was ready to negotiate a long-term ceasefire with Israel. Israel, however, refused to negotiate with a government that included Hamas.
It continued to play the old game of divide and rule between rival Palestinian factions. In the late 1980s, Israel had supported the nascent Hamas in order to weaken Fatah, the secular nationalist movement led by Yasser Arafat. Now Israel began to encourage the corrupt and pliant Fatah leaders to overthrow their religious political rivals and recapture power. Aggressive American neoconservatives participated in the sinister plot to instigate a Palestinian civil war. Their meddling was a major factor in the collapse of the national unity government and in driving Hamas to seize power in Gaza in June 2007 to pre-empt a Fatah coup.
The war unleashed by Israel on Gaza on 27 December was the culmination of a series of clashes and confrontations with the Hamas government. In a broader sense, however, it is a war between Israel and the Palestinian people, because the people had elected the party to power. The declared aim of the war is to weaken Hamas and to intensify the pressure until its leaders agree to a new ceasefire on Israel's terms. The undeclared aim is to ensure that the Palestinians in Gaza are seen by the world simply as a humanitarian problem and thus to derail their struggle for independence and statehood.
The timing of the war was determined by political expediency. A general election is scheduled for 10 February and, in the lead-up to the election, all the main contenders are looking for an opportunity to prove their toughness. The army top brass had been champing at the bit to deliver a crushing blow to Hamas in order to remove the stain left on their reputation by the failure of the war against Hezbollah in Lebanon in July 2006. Israel's cynical leaders could also count on apathy and impotence of the pro-western Arab regimes and on blind support from President Bush in the twilight of his term in the White House. Bush readily obliged by putting all the blame for the crisis on Hamas, vetoing proposals at the UN Security Council for an immediate ceasefire and issuing Israel with a free pass to mount a ground invasion of Gaza.
As always, mighty Israel claims to be the victim of Palestinian aggression but the sheer asymmetry of power between the two sides leaves little room for doubt as to who is the real victim. This is indeed a conflict between David and Goliath but the Biblical image has been inverted - a small and defenceless Palestinian David faces a heavily armed, merciless and overbearing Israeli Goliath. The resort to brute military force is accompanied, as always, by the shrill rhetoric of victimhood and a farrago of self-pity overlaid with self-righteousness. In Hebrew this is known as the syndrome of bokhim ve-yorim, "crying and shooting".
To be sure, Hamas is not an entirely innocent party in this conflict. Denied the fruit of its electoral victory and confronted with an unscrupulous adversary, it has resorted to the weapon of the weak - terror. Militants from Hamas and Islamic Jihad kept launching Qassam rocket attacks against Israeli settlements near the border with Gaza until Egypt brokered a six-month ceasefire last June. The damage caused by these primitive rockets is minimal but the psychological impact is immense, prompting the public to demand protection from its government. Under the circumstances, Israel had the right to act in self-defence but its response to the pinpricks of rocket attacks was totally disproportionate. The figures speak for themselves. In the three years after the withdrawal from Gaza, 11 Israelis were killed by rocket fire. On the other hand, in 2005-7 alone, the IDF killed 1,290 Palestinians in Gaza, including 222 children.
Whatever the numbers, killing civilians is wrong. This rule applies to Israel as much as it does to Hamas, but Israel's entire record is one of unbridled and unremitting brutality towards the inhabitants of Gaza. Israel also maintained the blockade of Gaza after the ceasefire came into force which, in the view of the Hamas leaders, amounted to a violation of the agreement. During the ceasefire, Israel prevented any exports from leaving the strip in clear violation of a 2005 accord, leading to a sharp drop in employment opportunities. Officially, 49.1% of the population is unemployed. At the same time, Israel restricted drastically the number of trucks carrying food, fuel, cooking-gas canisters, spare parts for water and sanitation plants, and medical supplies to Gaza. It is difficult to see how starving and freezing the civilians of Gaza could protect the people on the Israeli side of the border. But even if it did, it would still be immoral, a form of collective punishment that is strictly forbidden by international humanitarian law.
The brutality of Israel's soldiers is fully matched by the mendacity of its spokesmen. Eight months before launching the current war on Gaza, Israel established a National Information Directorate. The core messages of this directorate to the media are that Hamas broke the ceasefire agreements; that Israel's objective is the defence of its population; and that Israel's forces are taking the utmost care not to hurt innocent civilians. Israel's spin doctors have been remarkably successful in getting this message across. But, in essence, their propaganda is a pack of lies.
A wide gap separates the reality of Israel's actions from the rhetoric of its spokesmen. It was not Hamas but the IDF that broke the ceasefire. It di d so by a raid into Gaza on 4 November that killed six Hamas men. Israel's objective is not just the defence of its population but the eventual overthrow of the Hamas government in Gaza by turning the people against their rulers. And far from taking care to spare civilians, Israel is guilty of indiscriminate bombing and of a three-year-old blockade that has brought the inhabitants of Gaza, now 1.5 million, to the brink of a humanitarian catastrophe.
The Biblical injunction of an eye for an eye is savage enough. But Israel's insane offensive against Gaza seems to follow the logic of an eye for an eyelash. After eight days of bombing, with a death toll of more than 400 Palestinians and four Israelis, the gung-ho cabinet ordered a land invasion of Gaza the consequences of which are incalculable.
No amount of military escalation can buy Israel immunity from rocket attacks from the military wing of Hamas. Despite all the death and destruction that Israel has inflicted on them, they kept up their resistance and they kept firing their rockets. This is a movement that glorifies victimhood and martyrdom. There is simply no military solution to the conflict between the two communities. The problem with Israel's concept of security is that it denies even the most elementary security to the other community. The only way for Israel to achieve security is not through shooting but through talks with Hamas, which has repeatedly declared its readiness to negotiate a long-term ceasefire with the Jewish state within its pre-1967 borders for 20, 30, or even 50 years. Israel has rejected this offer for the same reason it spurned the Arab League peace plan of 2002, which is still on the table: it involves concessions and compromises.
This brief review of Israel's record over the past four decades makes it difficult to resist the conclusion that it has become a rogue state with "an utterly unscrupulous set of leaders". A rogue state habitually violates international law, possesses weapons of mass destruction and practises terrorism - the use of violence against civilians for political purposes. Israel fulfils all of these three criteria; the cap fits and it must wear it. Israel's real aim is not peaceful coexistence with its Palestinian neighbours but military domination. It keeps compounding the mistakes of the past with new and more disastrous ones. Politicians, like everyone else, are of course free to repeat the lies and mistakes of the past. But it is not mandatory to do so.
• Avi Shlaim is a professor of international relations at the University of Oxford and the author of The Iron Wall: Israel and the Arab World and of Lion of Jordan: King Hussein's Life in War and Peace.

viernes, 2 de enero de 2009

El tamaño de una bolsa (por John Berger)




¿Se puede escribir todavía algo sobre él? Pienso en todas las palabras que ya se han escrito, incluidas las mías, y la respuesta es “no”. Si miro sus cuadros, la respuesta vuelve a ser “no”, aunque por una razón diferente: sus cuadros invitan al silencio. Casi iba a decir que ruegan silencio, y eso habría sido falso, pues ni una sola de sus imágenes, ni siquiera la del anciano con la cabeza entre las manos en el umbral de la eternidad, muestra el menor patetismo. Siempre detestó inspirar compasión y hacer chantaje.



Sólo cuando veo sus dibujos me parece que merece la pena añadir algunas palabras a lo ya dicho. Tal vez porque sus dibujos tienen algo de escritura, y a menudo dibujaba en las cartas. El proyecto ideal habría sido dibujar el proceso que llevaba a sus dibujos, tomar prestada su mano de dibujante. Sin embargo, lo intentaré con palabras.



Cuando miro un dibujo suyo de un paisaje en los alrededores de las ruinas de la abadía de Montmajour, cerca de Arles, realizado en julio de 1888, creo ver la respuesta a una cuestión obvia: ¿Por qué ha llegado a ser este hombre el pintor más famoso del mundo?



El mito, las películas sobre él, los precios, su llamado martirio, sus brillantes colores, todo ello tuvo un papel y amplificó el atractivo global de su obra, pero no están en su origen. Es querido, me digo mirando el dibujo de los olivos, porque para él el acto de dibujar o de pintar era una forma de revelar y de demostrar por qué amaba tan intensamente aquello que estaba mirando, y aquello que estaba mirando durante los ocho años de su vida como pintor (sí, sólo ocho) pertenecía al ámbito de la vida cotidiana.



No se me ocurre otro pintor europeo cuya obra exprese un respeto tan franco por las cosas cotidianas, sin por ello elevarlas en alguna medida, sin salvarlas de su cotidianidad mediante la idealización de lo que representan o de aquello a lo que sirven. Chardin, La Tour, Courbet, Monet, De Staël, Miró, Jasper Johns –por nombrar sólo a algunos– se apoyaban todos en la autoridad de unas ideologías pictóricas, mientras que él, en cuanto abandonó su primera vocación de predicador, abandonó toda ideología. Se volvió estrictamente existencial, se quedó ideológicamente desnudo. La silla es una silla, no un trono. Las botas están gastadas de andar. Los girasoles son plantas, no constelaciones. El cartero reparte las cartas. Los lirios morirán. Y de esta desnudez suya, que para sus contemporáneos era ingenuidad o locura, procedía su capacidad de amar, súbitamente y en cualquier momento, lo que veía delante de él. Agarraba entonces el lápiz o el pincel y se esforzaba por hacer realidad, por colmar ese amor. Un amante pintor que viene a afirmar la tosquedad de una ternura cotidiana con la que todos soñamos en nuestros mejores momentos y que reconocemos instantáneamente cuando la vemos enmarcada...



Palabras, palabras. ¿Cómo se ve esto en su práctica artística? Volvamos al dibujo. Es un dibujo a plumilla de caña. En un solo día hacía varios. A veces, como en este caso, directamente del natural; a veces, de sus propios cuadros, colgados en la pared del estudio mientras se secaban.



No eran tanto estudios preparatorios como esperanzas gráficas; mostraban de una forma sencilla, sin las complicaciones del pigmento, adónde esperaba que le llevara el acto de pintar. Eran mapas de su amor.



¿Qué vemos en éste? Una mata de tomillo, otros arbustos, rocas, olivos en una ladera, una llanura a lo lejos, pájaros en el cielo. Moja la plumilla en tinta marrón, observa y marca el papel. Los gestos parten de la mano, la muñeca, el brazo, el hombro, posiblemente también de los músculos del cuello; los trazos que hace en el papel, sin embargo, siguen unas corrientes de energía que no son físicamente suyas y que sólo se hacen visibles cuando las dibuja. ¿Corrientes de energía? La energía de un árbol que crece, de una planta que busca la luz, de una rama que ha de acomodarse con sus vecinas, de las raíces de los arbustos y de los cardos, del peso de las rocas incrustadas en la ladera, de la puesta de sol, de la atracción por la sombra de todo lo que está vivo y padece el calor, del mistral que sopla del norte y ha moldeado los estratos de roca. Es una lista arbitraria; lo que no es arbitrario es el dibujo que sus trazos hacen sobre el papel. Se asemeja a una huella. ¿Una huella de quién?



Es un dibujo que valora la precisión –todos y cada uno de los trazos son explícitos y claros–, pero se olvida completamente de sí mismo en su apertura con respecto a aquello con lo que se encuentra. Y el encuentro es tan íntimo que es imposible distinguir de quién es cada trazo. Un mapa del amor, en verdad.



Dos años después, tres meses antes de su muerte, pintó un pequeño lienzo de dos campesinos cavando la tierra. Lo hizo de memoria, porque se refiere a aquellos que había pintado cinco años antes, en Holanda, y a las muchas imágenes que pintó a lo largo de su vida en homenaje a Millet. Sin embargo, es un cuadro cuyo tema también entraña el mismo tipo de fusión que vemos en el dibujo.



Los dos hombres están pintados en los mismos colores –el marrón de la patata, el gris del azadón y el desvaído azul de las ropas de trabajo de los campesinos franceses– que el campo, el cielo y las colinas lejanas. Las pinceladas que representan sus miembros son idénticas a aquellas que trazan los surcos y los montículos del campo. Los codos levantados de los dos hombres se transforman en dos crestas más, dos cerros más, contra el horizonte.



El cuadro, por supuesto, no afirma que esos hombres sean “patanes apegados al terruño”, como describirían despectivamente a los campesinos muchos ciudadanos de la época. La fusión de las figuras con la tierra se refiere a ese intercambio de energía que constituye la agricultura, y que explica, en definitiva, por qué la producción agrícola no puede ser sometida a unas leyes puramente económicas. También podría referirse, mediante su amor y respeto por los campesinos, a su propia práctica como pintor.



Tuvo que vivir toda su corta vida apostando con el riesgo de perderse. La apuesta es visible en todos los autorretratos. Se mira como a un desconocido, o como a algo con lo que acaba de tropezarse. Los retratos de otros son más personales; su enfoque, más cercano. Cuando las cosas iban demasiado lejos y se perdía completamente, las consecuencias, como nos lo recuerda su leyenda, eran catastróficas. Y esto es evidente en las pinturas y dibujos que hacía en esos momentos. La fusión se transformaba en una fisión. Todo borraba todo lo demás.



Cuando ganaba la apuesta –lo que sucedía casi siempre–, la ausencia de contornos en su identidad le permitía ser extraordinariamente abierto, lo hacía completamente permeable a aquello que estaba mirando. ¿O me equivoco? Tal vez, la ausencia de contornos le permitía darse, abandonarse y entrar e impregnar al otro. Posiblemente, se daban los dos procesos, una vez más, como en el amor.



Palabras, palabras. Volvamos al dibujo del olivar. Las ruinas de la abadía están, creo, detrás de nosotros. Es un lugar siniestro –o lo sería de no estar en ruinas–. El sol, el mistral, los lagartos, las cigarras, la ocasional abubilla, todavía limpian sus muros (la abadía fue desmantelada durante la Revolución), todavía no han acabado de borrar las trivialidades del poder que encerraron un día y todavía siguen insistiendo sobre lo inmediato.



Sentado de espaldas al monasterio y mirando los árboles, le parece que el olivar empieza a acortar la distancia y a apretarse contra él. Reconoce la sensación; la ha experimentado, en el interior, en el exterior, en el Borinage, en París, o aquí en la Provenza. A esta presión –que fue tal vez el único amor íntimo constante que conoció en su vida– responde a una velocidad increíble y con la máxima atención. Toca todo lo que ven sus ojos. Y la luz cae sobre los trazos en el papel vitela de la misma forma que cae sobre los guijarros a sus pies, en uno de los cuales (en el papel) escribirá: Vincent.



Este dibujo parece contener hoy algo que tengo que denominar gratitud, una gratitud que no es fácil determinar. ¿Hacia el lugar? ¿El suyo o el nuestro?