jueves, 31 de diciembre de 2009

Sam Peckinpah, el poeta de la violencia (Por Carlos Boyero)




Ocurre en el arte y en la vida que determinados creadores y seres anónimos que están lejos de la perfección, en los que transiges con sus defectos casi tanto como admiras sus virtudes, poseen el don de enamorarte siempre, conectan con tus fibras más íntimas, te hacen sentir, se te pone un nudo en la garganta cuando desaparecen de este mundo, mantienen un lugar imborrable en tu memoria, los vas a echar de menos hasta tu último día.
Ocurre en el arte y en la vida que determinados creadores y seres anónimos que están lejos de la perfección, en los que transiges con sus defectos casi tanto como admiras sus virtudes, poseen el don de enamorarte siempre, conectan con tus fibras más íntimas, te hacen sentir, se te pone un nudo en la garganta cuando desaparecen de este mundo, mantienen un lugar imborrable en tu memoria, los vas a echar de menos hasta tu último día.
Con los seres cercanos sólo te sirve el recuerdo para evocarlos. Con los libros, la música y las películas no existe esa limitación, ya que la desaparición de sus autores no es impedimento para que puedas seguir gozando de todo lo que crearon.
Esta semana hace 25 años que murió Sam Peckinpah. No poseo ningún director vivo, incluidos los extraordinarios Clint Eastwood, Woody Allen y Martin Scorsese, con la dimensión mítica y tan cercano a mis emociones (aunque nunca haya disparado un tiro ni montado un caballo) como este juglar de los espacios abiertos, épico y lírico, bronco y tierno, retratista incomparable de la violencia interna y externa y de perdedores con aura o exclusivamente cochambrosos, de desesperados con causa o sin ella, de profesionales que no van a morir en la cama, de amistades traicionadas que parecían inquebrantables, de principios morales y códigos de conducta en matadores presuntamente amorales, de gente que vive o sobrevive en el límite, cercana al ocaso.
Mi bautizo en ese cine de aroma y personalidad inconfundible ocurrió en Duelo en Alta Sierra. La muerte de Joel McCrea despidiéndose de su socio y de las montañas podría llevar la firma del mejor John Ford. Las grandes películas de Peckinpah siempre acaban con la muerte. De los malos y de los buenos. Lo segundo es inexacto, ya que cualquiera de sus personajes buenos no dudaría en meterle un balazo en la sesera a cualquier impedimento con forma humana. El legendario Pike Bishop, el jefe del grupo salvaje, advertía a los rehenes de su asalto al banco: "Si se mueven, mátalos".
El mayor Amos Dundee lograba finalmente acabar con el apache Charriba y cruzar la frontera de Río Grande a costa de perder en su obsesivo viaje a su sudista álter ego, el capitán Benjamin Tyreen, y a la única mujer que podría haber arreglado su torturada existencia. El suicidio que más me ha impresionado en la historia del cine es el de Bishop y su banda. Consecuentemente, mueren matando, gritando "¿Por qué no?" (expresión nihilista y habitual en el mundo de Peckinpah), con el pretexto de que intentan liberar a su socio mexicano.
Cable Hogue, el desamparado de Dios y de los hombres, el agonizante cuya fe encontró agua en el desierto, también acaba trágicamente sus días, pero éste tiene el consuelo de ser enterrado por la puta que ama y de que el predicador canalla que ha sido su problemático socio le dedique el más hermoso y complejo sermón fúnebre.
El reconvertido Pat Garrett rompe el espejo que le devuelve su indeseada imagen después de matar al forajido Billy The Kid, a su antiguo amigo, al tipo que se negó al pragmático cambio que le exigían los nuevos y arteros tiempos. El volcánico borracho que iba a triunfar por primera vez en su vida entregando la cabeza de Alfredo García decide montar el infierno y que éste se lo trague en nombre de una anhelada dignidad.
El maltrecho jinete de rodeo Junior Bonner no muere, pero sabe que lo tiene muy crudo para seguir tirando. Tampoco el acorralado matemático que acaba cargándose a los feroces perros de paja, pero ya nunca podrá identificar el camino de su casa.
Peckinpah también hizo películas olvidables, mediocres caricaturas de sí mismo. En las últimas, los estragos de la vida le pasaron factura a su arte. Da igual. Cuando estuvo en forma su cine fue duro, complejo, emocionante, poético e inmejorable. Creó escuela, pero sus esencias no admiten el plagio. Es uno de los grandes.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Cobardes y traidores (Por Noé Jitrik)

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En El corazón de las tinieblas, una de su novelas más densas, Joseph Conrad no elige a un héroe impecable frente a su destino, como ocurre en la novela clásica, sino a un cobarde. En ese orden es un innovador –puesto que la novela más bondadosa, la más decente, la de moral triunfante, elige invariablemente héroes positivos– como lo fueron los escritores románticos que heroizizaron a plebeyos agrediendo los requisitos retóricos de la narración que pedían héroes nobles. Conrad, me parece evidente, trata de indagar en lo que es la cobardía, sentimiento que invocamos con frecuencia para denigrar a alguien que no ha sabido, según lo vemos y en relación con una causa éticamente importante, afrontar sus consecuencias, jugarse por esa causa. Es probable que las “tinieblas” sean precisamente una metáfora de lo insoportable que es comprobar, sea el cobarde quien lo comprueba, sea otro quien lo denuncia, ese paso atrás cuando debería haberse dado para adelante. Lo peor, lo más grave es que no hay vuelta, un acto de cobardía no se puede revertir.

Encontramos una variante de esa situación, acaso inspirada por Conrad, en un famoso cuento de Jorge Luis Borges, “La marca de la espada”; hay, por cierto, un cobarde que sabe que lo es o lo fue, en el tiempo del relato, pero padece de una confesada contaminación: no sólo es cobarde en su íntima manera de ser sino que es también un traidor. Los dos términos se conjugan y hasta parecen equivalentes, pero no es exactamente así: se diría que, tal como lo podemos entender, el personaje primero es traidor y luego cobarde y no al revés, lo cual indicaría que la cobardía podría ser una condición y la traición, un objetivo. Se mezclan los dos conceptos y de pronto no podemos discernir con claridad qué alcance tienen uno y el otro.

Es claro que con frecuencia el cobarde se justifica con el argumento del miedo, noción que se añade a las precedentes, pero esa justificación no es casi nunca convincente pues, según se sabe por experiencia, todos los seres humanos sentimos miedo y no por eso nos vemos llevados ineluctablemente a la cobardía y a la traición: el miedo es un sentimiento tan humano que, según lo consigna la sabiduría popular, sin sentirlo y admitirlo no podríamos llegar a ser valientes. Es más, del que se jacta de no haber tenido miedo hay que desconfiar, en su arrogancia se esconde, replegada, una cobardía que tarde o temprano se manifiesta y ahí sí que no se valen jactancias.

Pero estamos hablando de los cobardes por omisión, aquellos que no actúan cuando deberían hacerlo porque saben que deberían hacerlo, y hemos dejado de lado a los cobardes por acción, violadores, aprovechadores, asesinos seriales, ladrones callejeros de ancianas, bandas que se echan sobre indefensos; esta población es enorme y nutre de tal modo las páginas de los periódicos que podría creerse que es inherente a nuestra civilización, o a sus peores subproductos.

¿Pero no será también que nuestra civilización genera, por otro lado y en un sentido “respetable”, cobardía al quitar espíritu de aventura, al exacerbar el deseo de seguridad, a evitar lo diferente? (acá aparecen los cagones) Será tal vez que todas las selvas han sido recorridas y todas las montañas escaladas y todas las especies diezmadas y nada queda por descubrir y que todo acercamiento a lo que en la naturaleza era enigma es objeto de turismo o de documentalismo en el mejor de los casos. O bien que muchos discursos que eran descubridores de regiones ignotas se han ido acobardando mediante el refugio que brindan las burocracias repetidoras, científicas o intelectuales o los partidos políticos, puro electoralismo, o los sindicatos, pura conciliación de clases.

Pero, volviendo a ese hurgar en el concepto en sí mismo que precede esta reflexión un tanto psicosociológica, quiero decir que la interacción entre cobardía, traición y miedo produce figuras incesantes e incontables. Veamos una, muy frecuente en el campo de las acciones políticas radicales: ¿se puede decir que es un cobarde quien sometido a atroces torturas o sabiendo que va a ser sometido a ellas delata a sus compañeros? Cuando esto se produce la situación corroe, desde luego, la confianza que debe existir en un grupo de acción cuyos miembros se han jurado resistir hasta la muerte antes que delatar, porque siempre se puede sospechar que la tortura presumida no ha sido tan extrema y que el miedo ha predominado por sobre la solidaridad, la lealtad y el autorrespeto, hasta dar lugar muy rápidamente a la cobardía. Es cierto, también, que en escasas ocasiones la cobardía confiesa que lo es; por lo general intenta pasar inadvertida o se quiere inconfesable, pero cuando el olvido no ha venido en ayuda del cobarde –dejo de lado a los cobardes por acción porque la conciencia de sus actos no es algo que les importe– y la cobardía trepa hasta apoderarse de la escena de la conciencia lo que puede sobrevenir es la vergüenza y acaso el arrepentimiento y, en muchos casos, con el auxilio de la Iglesia, el perdón, una nueva calma para un espíritu conturbado. ¿Pero hay borrón y cuenta nueva para el que ha atravesado el embriagador instante de la cobardía y luego se ha arrepentido? El arrepentimiento, se sabe, no es por fuerza una vacuna que inmuniza contra la tentación de nuevos actos cobardes.

Se diría que hay algo de fatalismo en tal aseveración, hacia atrás en el sentido de que es muy difícil borrar “la marca de la espada” de la mejilla del traidor, y hacia adelante, por cuanto no se puede afirmar que el que fue cobarde una vez no volverá a serlo pese a su arrepentimiento, su justificación o su autocomplacencia.

Detectar en la vida y en sus múltiples aconteceres la cobardía o las cobardías nos perturba mucho porque nos obliga a entender o nos lleva a condenar o, de última, a proyectar nuestra propia cobardía al percibir la cobardía de otros. Para la psicología es un objeto de máximo interés por aquello de las complejidades del alma humana, pero lo es más todavía para la literatura. Di dos ejemplos al comenzar esta nota, pero hay muchos más; en realidad, la literatura está poblada de cobardes, tanto como de valientes: si éstos, como Quijote, arremeten casi sin pensar, los otros calculan, acechan, esperan el momento propicio para ejecutar el acto cobarde o bien ese momento se les presenta como una opción dramática.

Como se ve, el asunto pasa por personajes literarios; esa entidad, personaje, trata de ser un calco de la realidad, para muchos el mayor acierto de la literatura es haberlo presentado de modo tal que quienes lo leen sienten que merecen un “es así”, a propósito de su manera de ser, rotundo y consagratorio, porque hallan en ellos la ocasión de sacar ejemplo o bien de identificarse o desidentificarse con ellos. Pero ésta es una manera de ver algo epidérmica porque tal vez el escritor mismo es un cobarde, no por méritos o historia personal, no por albergar en su mente deleznables figuras de cobardes, sino porque para poder escribir se sale del orden de las decisiones vitales: si no retrocediera frente a un riesgo, tentador, límite, desafiante, no podría seguir escribiendo; su mirada, que es lo que lo conecta con su posibilidad de narrar, no quiere ser interferida porque si lo admitiera su narración, que es lo que le da sentido como ser humano, no podría proseguir.

Se trata, pues, de un orden diferente de cobardía, esencial e irrenunciable, la del que busca en las palabras porque no puede hacer otra cosa y se arredra ante lo que puede ser un enfrentamiento, incluso una pasión.

* Crítico y escritor. Autor de numerosos libros de ensayo y ficción.

martes, 1 de diciembre de 2009

SEFEPA un final anunciado

El gobierno de Miguel Saiz no demostró en estos años tener intenciones de preservar y mejorar el servicio ferroviario en Río Negro.
Uno de los hechos más elocuentes, que se suma a la falta de mantenimiento e inversión en el material rodante y en la infraestructura de vías, es que el presidente de la firma Yamil Direne, a pesar de haber sido elegido intendente de Valcheta por la gente de su pueblo y haber asumido en la comuna en diciembre, fue ratificado por el gobernador en la titularidad de la firma provincial.
Un ejemplo de que, por un lado, no se valora a la comunidad de Valcheta, otorgándole a su máxima autoridad, responsabilidades amplias que le restarán dedicación a su tarea específica. Mientras Tren Patagónico ni siquiera cuenta con un presidente full time que se ocupe de todas y cada una de las problemáticas -cada vez más graves- que la firma atraviesa.Esto se suma al intento por parte de las autoridades de minimizar las fallas técnicas y operativas que desde hace años denuncian antiguos trabajadores del ferrocarril que notan la degradación de un servicio que ha llegado a poner en riesgo vidas de pasajeros y del mismo personal.
Tiempo atrás el propio Fattori reconoció el incumplimiento de varios aspectos del RITO -Reglamento Interno Técnico Operativo, recordado libro verde que era considerado una norma taxativa para los empleados y autoridades ferroviarias hasta el cierre de los ramales en épocas del menemismo-.Horacio Massaccesi usó a Sefepa como parte de su campaña a la presidencia.
Pero no hubo recursos, ideas ni intenciones de darle al ferrocarril rionegrino un sustento que lo consolide como medio de comunicación y transporte clave para el desarrollo regional. No se avanzó en proyectos como la conexión con el Puerto SAE ni se mejoraron rieles.
Sólo se crearon pequeños o grandes negocios paralelos, como el cine, el convenio con Alpat y otras concesiones menores. Pero hasta ahora nunca hubo una política seria para mantener y hacer crecer el Tren Patagónico.
Ahora se aduce desfinanciamiento por falta de aportes del gobierno nacional. Pero mientras hubo superávit en Río Negro, el dinero no se usó para mejorar los servicios. Es así que ahora Tren Patagónico ingresa en el tramo final de su itinerario.

El Tren Patagónico empieza a experimentar su anunciado final, al menos en cuanto a su función como atractivo turístico. Tras reiterados papelones, incumplimientos y desaciertos sus máximas autoridades decidieron convocar a un comité de crisis para que analice seriamente ponerle fin al servicio con características turísticas y priorizar la comunicación de los habitantes de la Línea Sur con los centros más poblados.

El punto de inflexión fue el nuevo atraso que sufrió la formación de pasajeros que se dirigía desde Viedma a Bariloche, que en su recorrido de ayer permaneció en San Antonio Oeste hasta pasadas las 14, cuando debería haber partido de esa ciudad poco después de la medianoche."Fueron una sucesión de inconvenientes que se iniciaron el día anterior y que determinaron un nuevo atraso", explicó Néstor Fattori, el gerente de la firma.
El funcionario debió reconocer que la situación es grave y que la semana próxima se llamará a una comisión que estudie la emergencia y busque alternativas para terminar con este proceso.

"Vamos a garantizar la comunicación de los habitantes de la Línea Sur, priorizando la función social del tren. También se continuará la provisión de piedra caliza a Alpat, pero dudamos en que se pueda continuar con el rol turístico que se le había pretendido dar", indicó Fattori, claramente molesto por la reiteración de estos hechos que demuestran la precariedad del servicio.
Esta vez, los inconvenientes comenzaron el jueves por la noche cuando el tren llegó a esta ciudad desde Viedma y se produjo un considerable atraso que se extendió hasta las 4 provocando la bronca de los pasajeros.
"La máquina que tenía que sumarse en San Antonio se demoró por un inconveniente eléctrico", explicó entonces. Pero al día siguiente, cuando "el Arrayán" -servicio supuestamente expreso y de alta categoría del Tren Patagónico- llegó a esa ciudad lo hizo con unas diez horas de atraso.
"La bronca de los pasajeros es entendible. Ahora hubo una sucesión de problemas, que se desencadenaron el día anterior, se atrasó la reparación de un locomotora y se demoró la partida", intentó explicar Fattori. Y luego, como extraño justificativo agregó: "Bueno, en Ezeiza Aerolíneas dejó varados a cientos de pasajeros, a todos no pasa".
Pero al tren le ocurre con inusitada frecuencia. Es más, en los últimos meses se han dado casi semanalmente los problemas que incluyeron desperfectos, un incendio, permanentes demoras y hasta descarrilamientos que generaron las lógicas críticas de los usuarios.