Marca el 0810 y todos los números que le siguen.
Suena el ring-ring del otro lado. ¡Suerte!, piensa Hemingway, que se
había desmoronado al cortársele el Skype justo cuando Emelina estaba por
aceptarle la invitación a cenar; casi una hora de charla dale-que-dale
para que afloje y justo cuando ella... ¡Uy, responden! ¡Levantan el
tubo! Todos nuestros representantes se encuentran ocupados. Aguarde un
instante, por favor (musiquita horrorosa). Espera y ruega que Emelina
siga en el Skype esperándolo y no corte, porque él no tiene su mail, fue
una sorpresa que ella lo agarrara justo en línea. Bueno, no importa,
habrá forma de volver a engancharla, pero mejor tratar de cazar pájaro
en mano de una buena vez. Todos nuestros representantes se encuentran
ocupados... El insulto que emite el escritor se recepciona en China y
sus alrededores. Aguarda maldiciendo su puta suerte. Pasa el tiempo. ¡Al
menos podrían poner una música como la gente y no esta porquería que
uno está obligado a escuchar! Se pone nervioso. Sabe que debe calmarse,
así que, sin despegar el tubo de la oreja, se sirve un whisky-santo.
Bebe y gana impavidez. Soporta con estoicismo la pésima musiquita y el
desdén de los representantes ocupados. Por fin suena un llamado interno;
¡vaya, me tienen en cuenta...! Del otro lado, una dulce voz de dama en
paz le dice lo que Hemingway ya sabe: que su nombre es su nombre y su
dirección es la de siempre, ¿y qué problemas tiene...? ¡Se me cortó
Internet, se me cortó!, grita con voz de oso enojado el Premio Nobel de
Literatura gracias a esa elegante ficción, El viejo y el mar, con
pésimas versiones hollywoodenses y sin que pudieran salvarla ni Spencer
Tracy, ni Anthony Quinn; aunque ahora el escritor está entusiasmado
haciendo un nuevo guión de la novela para Brad Pitt con dirección de
Martin Scorsese, y no de ese sádico insensible de Tarantino. Ella le
pide un instante para verificar lo que corresponde. El aprovecha otro
sorbo y murmura un sincero ruego a Dios para que Emelina no decida
apagar la compu. Irrumpe la dama en paz para anunciarle que hay un
riguroso corte en su zona y por lo tanto no puedo asegurarle el tiempo
que estará desconectado. El prestigioso escritor tira el vaso contra la
pared y vocifera fiero y feo. ¡Quiero gritar mi protesta! ¡Y ya me dice
su nombre para dejar asentado el reclamo! La dama en paz le pide que se
calme: mi nombre es Melinda y estoy para atenderlo en... Cuando
Hemingway escucha Melinda se le cruzan los cables y le pide, ya algo
tranqui, que le repita el nombre. Melinda lo hace con voz de nube
atravesada por un sol muy brillante, y él siente que algo de esa tibieza
lo alcanza. Yo estaba hablando con Emelina, y sumando Melinda me veo
atribulado en un trabalenguas entelarañado, ¿entiende...? Hay un
silencio. Ella le pregunta ¿usted es el escritor? El dice que sí y bebe
un traguito liviano del pico de la botella. Melinda le dice que no lo
puede creer, que acaba de leer Tener y no tener y Por quien doblan las
campanas, y me gustaron mucho; y ahora una amiga me trajo un regalo de
España, tierra que tengo entendido usted quiso mucho, digo, mi amiga me
trajo un libro de poesía suyo.
Nuevo silencio que él aprovecha bebiendo
del pico para decir: oh, han vuelto a publicar mis 88 poemas... Me
gustan, dice ella, espere que busco, acá, éste me hizo reír: “Si
rehusaras ser mi Valentina,/ me colgaría en tu árbol de Navidad”.
¿Llegaría usted a tanto?, le pregunto. El va a beber del pico, pero no,
deja la botella, se acomoda el pelo canoso hacia adelante para disimular
la calva. ¿Tiene el libro en sus manos? Silencio. Sí, dice ella, estaba
leyéndolo, por eso tardé en atenderlo, le pido perdón. Hemingway mira
su cuarto, las cosas desordenadas como su propia vida, los rincones del
techo, se le nubla la vista. Melinda, ¿usted leyó a Whitman...? No, no
lo leí. Léalo. ¿Por qué debo leerlo? Porque hace millones de siglos él
escribió un verso que hoy nosotros estamos viviendo... Silencio, que
ella rompe: ¿qué verso, lo recuerda? El presiente que la punzada en la
columna vertebral está por castigarlo, por eso se pone de pie y gira el
cuerpo muy suave para defenderse del dolor: él, Whitman, el querido
Whitman, escribió: “Quien toca este libro, toca un hombre”. Otra vez el
silencio, que Hemingway rompe con delicados rodeos: Porque... ¿sabe,
Melinda? Se lo digo con respeto, créame, ¿cómo decir...? Siento su mano
temblando en mi pecho. Y se produce un silencio palmario. Ambos se
escuchan respirar. ¿Sigue ahí, Melinda? Sí... Ah... Hemingway se mira en
el espejo. ¿O sea que no se sabe cuándo me devolverán la Internet? ¿Le
siguen gustando las corridas de toros?, pregunta ella, y agrega algo
severa: a mí no. El vuelve a sentarse. Claro que me gustaban, pero eso
fue hace tanto, en otra vida, creo... Ella dulcifica el tono. Acá en la
contratapa leo que usted se suicidó, primero dijeron que había sido un
accidente, pero parece que... ¿Se suicidó? ¿Por qué? El sonríe. Me hace
reír pensar por qué lo hice, ja... ¿Por qué lo hizo? Vea, Melinda, era
otro tiempo, digamos... más varonil... Hemingway duda, no sabe si
quedará sincero o grosero, y se anima, total... No existía el Viagra,
ja, así de simple... Silencio algo prolongado. ¿Sigue ahí, Melinda...?
Sigo... pero una piensa que un artista está más allá de... El la corta.
Eso depende de la persona y no de la profesión que se tenga; por suerte,
ahora la canción es otra... Silencio. Melinda busca aliviar el momento,
salir de cosas que no deberían interesarle, así que busca en el libro
un verso subrayado y lee: “Por la noche yazgo contigo/ y observo/ a la
ciudad girar y rodar”. ¿En quién pensaba cuando escribió esto? ¿En Ava
Gardner, en Marlene Dietrich? ¡Por supuesto que no! Yo era un jovencito
engreído, torpe y desconocido. Los torneos competitivos vinieron mucho
después. Siempre me gustó estar casado, ellas sólo fueron grandes
amigas, en serio se lo digo... ¿Está escribiendo algo ahora? ¡No me diga
que es una periodista camuflada, ja! Vea, un escritor debe trabajar 25
horas al día... ¿Pero qué está escribiendo? Se lo pregunto porque me
interesa... Un relato... ¿Un relato sobre qué? Sobre nosotros dos... y
la ilusión. Opaco silencio. Hemingway se neutraliza, púdico. En realidad
no tengo mucho para proponer, pero este relato se lo dedicaré a usted,
Melinda. El silencio hiere, requiere oquedad. Ella sabe que debe
retornar a su papel de empleada, pero se escucha decir con voz
palpitante. Me gustaría que me autografiara los libros que tengo... los
suyos, claro, sí, lógico, se sobreentiende, perdón... Atrapado,
Hemingway bebe del pico de la botella, acentuando el largo silencio sin
intentar fragmentarlo. Obligada, presionada como si estuviera comiendo
algodón, la dulce voz de dama en paz, Melinda, le informa a Hemingway
que posiblemente en una media hora, más o menos, volverá a tener
Internet. Me lo acaban de decir, ¿me escuchó? Sí, la escuché, Melinda...
Largo silencio. Bueno... ha sido un placer, tengo que cortar, adiós,
señor Hemingway... He tenido una gran alegría al conversar con usted, ha
sido un gran honor, de verdad... Adiós, Melinda. Silencio medido. Ella
controla la respiración. Ah, me gustaría leer el relato que está
escribiendo sobre nosotros. Lo leerá, Melinda, se lo aseguro. Entonces,
adiós, dice ella. Adiós, dice él. Ambos cuelgan el tubo del teléfono.
Hemingway bebe del pico de la botella el poquito whisky restante, y va
en busca de una escoba para barrer los vidrios rotos.
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