Estoy siempre más atento a los jugadores que a los
equipos, a las individualidades más que a la disposición táctica. En el
fútbol, como en la literatura, lo que interesa es la creatividad y el
estilo.
Empecé a ir a la cancha en 1954 (ese año con mi padre seguimos toda
la campaña de Boca Juniors, donde jugaba de enganche –o número 10– el
uruguayo Roselló y en el medio de la cancha –con el número 5– el gran
Eliseo Mouriño) y en estos sesenta años he visto muchísimos jugadores y
muchísimos cambios en el modo de defender o de atacar y de parar a un
equipo, pero si tuviera que sintetizar la tradición del fútbol argentino
nombraría tres jugadores: Enrique Omar Sívori, Diego Maradona y Lionel
Messi.Son muy parecidos, jugaban igual, entendían el fútbol del mismo modo; son chiquitos nada atléticos, muy individualistas y realizan de memoria y al toque todas las figuras poéticas del fútbol: el arranque, el amague, la apilada, el cambio de ritmo, el chanfle, la gambeta corta, la pisadita, (“la llevan atada”, dicen los muchachos en la popular); no corren, son rápidos, muy inteligentes, están siempre una milésima de segundo adelante, como si jugaran en el futuro del partido. Aprenden a jugar a la pelota en el potrero, el campito de tierra con el pasto al ras. Juegan con las medias caídas, debutan en Primera a los dieciséis años pero la gente madruga para verlos jugar en la Tercera y se pasan el dato en secreto, como cuando uno lee el primer libro de un joven destinado a cambiar el lenguaje de la poesía.
Vamo vamo los pibes, vamo vamo los pibes es el grito de guerra en las tribunas argentinas pero también es el pedido desesperado para que vuelva a aparecer uno de esos jugadores que justifican ir a la cancha. Como si un día los lectores se juntaran –en la Ferias del Libro de Madrid o de Guadalajara o de Buenos Aires o en el exclusivo Salón du Livre de Paris– y gritaran ¡Queremos un Rimbaud! ¡Queremos un Rimbaud!
Esos jugadores vienen así, no necesitan aprender nada, se parecen entre ellos, inventan cada vez el fútbol argentino. Mi padre, que vio jugar a Di Stefano, a Pelé y a Maradona, dijo que nunca había visto un jugador como Adolfo Pedernera, un nueve tirado atrás que jugaba en River; y mi amigo Jorge Herralde, que sabe tanto de libros como de fútbol, todavía se acuerda con admiración de Farro, Pontoni y Martino, los tres delanteros del San Lorenzo que anduvo de gira por España a fines de los años ‘40; y un tío mío decía que Maradona no le ataba los botines a Capote De la Mata, un entreala de Independiente que hizo un gol después de hacer un túnel, una rabona, dos sombreritos y gambetear a media defensa de River. No los vi jugar pero igual los considero parte del estilo histórico del fútbol argentino.
Los jugadores brasileños –Pelé, Didi, Zico. Nilton Santos, Sócrates– son extraordinarios, únicos, pero son distintos –gambeta larga, grandes zancadas, pases al vacío, bola seca–, tienen otro estilo –se parecen más a T. S. Eliot que a Rimbaud y por eso ganan siempre el Premio Nobel–; el resto –los alemanes, los ingleses, los italianos, los holandeses, los españoles– nos gustan, pero nos parecen rústicos, un poco mecánicos, (onda la poesía de Günter Grass), triangulan, corren, todos defienden y hasta ¡se tiran al piso!
“Aspiro al público deportivo” decía Bertolt Brecht y tenía razón: los hinchas argentinos son apasionados pero muy críticos, los murmullos y los comentarios que se escuchan en la cancha son siempre juicios de expertos. Les basta ver cómo un jugador baja un pase alto o cómo amansa una pelota que viene cuadrada (“le tiró un ladrillo y la devolvió redonda” dicen) para evaluar a un futbolista.
En este Mundial los argentinos iremos a ver a Messi (y al Kun Agüero). ¿Qué va a pasar? Difícil saberlo. El fútbol es como la vida –decía mi padre—, nunca gana el mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario