lunes, 30 de diciembre de 2013

Serrat y "La Montonera"



Es un buen día cuando encuentras un nuevo número de Viernes peronistas. Y también, un día perdido: imposible resistirse a sumergirse en sus páginas (aunque técnicamente un fanzine, tiene dimensiones de libro). Esta publicación, concebida en Madrid, estudia el peronismo clásico como si fuera un fenómeno pop.
Y siempre contiene sorpresas. En el número 3, aparece un apartado dedicado a la discografía justicialista. Descubro que sí , que hubo una edición oficial de la canción maldita de Joan Manuel Serrat: en 1978, el Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero, residente en México, publicó un flexidisco asombroso, para su difusión clandestina en Argentina.
En la cara A, diez minutos de un análisis triunfalista de lo ocurrido tras el golpe militar, seguido de instrucciones para visibilizarse durante los Mundiales de Fútbol; en vísperas del aniquilamiento de la resistencia armada, la voz de Juan Gelman parece venir de un universo paralelo. Se incluyen direcciones y teléfonos de la organización en el extranjero y, más alucinante aún, el organigrama de la cúpula del movimiento guerrillero, con todos sus responsables.
Al dorso, La montonera, una bellísima loa serratiana: “Con esas manos de quererte tanto / pintabas en las paredes ‘Lucha y vuelve’ / manchando de esperanzas y de cantos/ las veredas de aquel 69”. Lo extraordinario, para tratarse de un disco producido por Montoneros, reside que Serrat manifestaba escepticismo ante la mitificación de Perón: “Cayéndose y volviéndose a levantar, la montonera / que buen vasallo sería / si buen señor tuviera”.
Se cree que la musa era Marie Anne Erize Tisseau. Nacida en Argentina de padres franceses, fue modelo: desfiló, ocupó portadas de revistas y conoció la dolce vita de la farándula porteña. A continuación, se convirtió en militante de base en Montoneros, haciendo trabajo social entre los más desfavorecidos.
Hacia 1969, Marie Anne viajó a Europa. Aquí conoció a Serrat y Moustaki; también tuvo una relación breve con Paco de Lucía. Demostró audacia: al encontrarse sin dinero, ejerció de contrabandista de arte, exportando varios cuadros valiosos. Todo se cuenta en un libro del periodista Philippe Broussard, La desaparecida de San Juan. Efectivamente, Marie Anne fue chupada en plena calle, a la luz del día. El militar a cargo de su secuestro, Jorge Olivera, supuestamente alardeó de haberla violado antes de que fuera asesinada. El miserable fue condenado a cadena perpetua pero escapó hace unos meses.
Lo que resulta intrigante es que Joan Manuel haya impedido la difusión del tema, que nunca ha registrado de forma profesional. Se incluye en el documental Cazadores de la utopía (1995), de David Blaustein. A partir de un casete de Serrat en directo, Litto Nebbia añadió un elegante arreglo. Según Nebbia, con la banda sonora fabricada, Serrat prohibió la edición de su canción: la tirada fue destruida.
Hay una historia detrás, supongo. La historia de la relación de Serrat con la izquierda revolucionaria argentina. Son misterios que seguramente se evaporaran: para bien o para mal, Serrat está en el cielo de las hagiografías. Aquí y en la Argentina. Urge entender la inmensa popularidad de Joan Manuel en aquel país. En los tres tomos de La voluntad, la crónica panorámica de la insurgencia, se reitera el nombre de Serrat. En un momento, antes del golpe, aparece donando “una buena suma” a familiares de presos políticos. Más adelante, en una prisión secreta, se usa su música para tapar los gritos de una torturada: horroriza saber que Serrat también gustaba a algunos milicos.

La Montonera

(Joan Manuel Serrat)
 Con esas manos de quererte tanto
pintaba en las paredes 'Luche y Vuelve'
manchando de esperanzas y de cantos
las veredas de aquel 69...

Con esas manos de enjugar sudores,
con esas manos de parir ternura,
con esas manos,
que volvieron la fe en la nueva primavera,
bordaba la esperanza montonera.

Con esas manos que pintaban
la historia de celeste y blanco,
con esas manos de quererte tanto...

Cómo quiere usted que no ande
de acá pa' allá
cargando la primavera,
cayéndose y volviéndose a levantar
la montonera.

Qué buen vasallo sería
si buen señor tuviera.

Y cómo quiere usted que no ande
de acá pa' allá
luchando la primavera,
cayéndose y volviéndose a levantar
la montonera.

Qué buen vasallo sería
si buen señor tuviera.

lunes, 7 de octubre de 2013

Thomas Südhorf (Premio Nobel Medicina y Fisiología 2013)





Para que una persona pueda pensar, actuar o sentir, las neuronas de su cerebro deben comunicarse. Esta comunicación se produce en las sinapsis, las uniones especializadas que permiten a las neuronas intercambian información en una escala de tiempo de milisegundos.
Cuando se estimula , una neurona presináptica libera una señal de neurotransmisor químico que difunde a través de la hendidura sináptica para reaccionar con los receptores postsinápticos.
Los estudios de Thomas Südhof  en su laboratorio demuestran cómo se forman las sinapsis en el cerebro, cómo se especifican sus propiedades , y cómo lograr la señalización rápida y precisa que es la base de todo el procesamiento de la información por el cerebro .
 Por otra parte, como el aumento de enlaces evidencia deficiencias en la transmisión sináptica a enfermedades como el Alzheimer y el autismo , los estudios de Südhof  incluyen la comprensión de los mecanismos moleculares que pueden contribuir a estos y otros trastornos.

Los proyectos en el laboratorio de Südhof son guiados por dos direcciones generales que están estrechamente relacionados entre sí , y vinculados a diferentes enfermedades psiquiátricas .

En primer lugar, Südhof está interesado en comprender cómo se forman las sinapsis. Las sinapsis exhiben un alto grado de especificidad en cuanto a que las neuronas se conectan, y entre ellas hay una diversidad asombrosa en términos de propiedades fisiológicas.
En este caso, el laboratorio de Südhof se centra en las moléculas de adhesión celular sinápticas , en neurexins y neuroliginos particulares que son componentes esenciales de la sinapsis.
E el laboratorio busca entender cómo estas moléculas y sus muchos socios de unión intra y extracelular, dan forma a las propiedades de las sinapsis , de tal manera que su función es uno de los factores determinantes para la formación y la especificación de las sinapsis .
Por otra parte , las mutaciones neurexins y neuroliginos se han observado en los trastornos del espectro autista y en la esquizofrenia , lo que sugiere que su papel en la formación de la comunicación sináptica se altera en estas enfermedades .
Para estudiar cómo neurexins y neuroliginos tienen propiedades sinápticas  y cómo su disfunción contribuye a la enfermedad , el laboratorio Südhof utiliza un enfoque interdisciplinario que van desde la genética del ratón con el comportamiento y la electrofisiología .

En segundo lugar, el laboratorio Südhof busca entender cómo se activa la transferencia de información en una sinapsis con rapidez y precisión .
El trabajo en el laboratorio en las últimas dos décadas demostraron que la señal de neurotransmisor se libera cuando el calcio en la neurona presináptica se une a una proteína llamada sinaptotagmina , que sirve como el interruptor para la liberación .
 El lanzamiento tiene lugar mediante la fusión de vesículas que contienen neurotransmisores a la zona activa de la neurona presináptica .
 Südhof se centra ahora en la comprensión de cómo funciona este proceso de fusión , cómo regula el calcio de fusión más allá de la unión a sinaptotagmina , y cómo fusión se deteriora en las enfermedades neurodegenerativas que aparecen a involucrar , al menos en parte , la disfunción de algunas de las proteínas de fusión .
La comprensión de estas cuestiones permitirá una visión completa de cómo se liberan neurotransmisores en la sinapsis, y proporcionar información sobre las enfermedades neurodegenerativas.

Investigación
Stanford Medicina »Escuela de Medicina » Departamentos » Molecular y Fisiología Celular » Facultad » Sudhof Lab





For a person to think, act, or feel, the neurons in her or his brain must communicate. This communication occurs at synapses, specialized junctions that allow neurons to exchange information on a millisecond timescale. When stimulated, a presynaptic neuron releases a chemical neurotransmitter signal that diffuses across the synaptic cleft to react with postsynaptic receptors. cells. Thomas Südhof’s laboratory studies how synapses form in the brain, how their properties are specified, and how they accomplish the rapid and precise signaling that forms the basis for all information processing by the brain. Moreover, as increasing evidence links impairments in synaptic transmission to diseases such as Alzheimer’s and autism, Südhof’s interests have include understanding possible molecular mechanisms contributing to these and related disorders.
The projects in the Südhof laboratory are guided by two overall directions that are closely related to each other, and linked to different psychiatric diseases.
First, Südhof is interested in understanding how synapses are formed. Synapses exhibit a high degree of specificity in terms of which neurons they connect, and an astounding diversity in terms of physiological properties. Here, Südhof’s laboratory is focusing on synaptic cell-adhesion molecules, in particular neurexins and neuroligins that are essential components of synapses. The laboratory would like to understand how these molecules, and their many intra- and extracellular binding partners, shape the properties of synapses, such that their function is among the key determinants for the formation and specification of synapses. Moreover, neurexins and neuroligins mutations have been observed in autism spectrum disorders and in schizophrenia, suggesting that their role in shaping synaptic communication is impaired in these diseases. To study how neurexins and neuroligins shape synapse properties and how their dysfunction contributes to disease, the Südhof laboratory uses an interdisciplinary approach ranging from mouse genetics to behavior and electrophysiology.
Second, the Südhof laboratory would like to understand how information transfer is triggered at a synapse rapidly and precisely. Work in the laboratory over the last two decades demonstrated that the neurotransmitter signal is released when calcium in the presynaptic neuron binds to a protein called synaptotagmin, which serves as the switch for release. Release then occurs by fusion of neurotransmitter-containing vesicles at the active zone of the presynaptic neuron. The Südhof laboratory now focuses on understanding how this fusion process works, how calcium regulates fusion beyond binding to synaptotagmin, and how fusion becomes impaired in neurodegenerative diseases that appear to involve, at least in part, dysfunction of some of the fusion proteins. Understanding these issues will allow a complete view of how a synapse release neurotransmitters, and provide insight into neurodegenerative diseases.
research

sábado, 14 de septiembre de 2013

La lógica mercantil de los laboratorios y la necesidad de una producción pública de medicamentos para la gente

La lógica mercantil de los laboratorios y la necesidad de una producción pública de medicamentos para la gente, el rol de las obras sociales y sus vínculos con el sistema privado de salud fueron los temas debatidos en Mar del Plata.
"Unas 25 millones de personas tienen obra social, 4 millones tienen prepagas, pero 20 millones no tienen cobertura alguna. Por esto es muy importante sostener la infraestructura de los hospitales”, apuntó el diplomado en salud pública Francisco Leone durante las Jornadas Internacionales Sociedad, Estado y Universidad, que se desarrollaron la semana pasada en Mar del Plata.
Con 470 mesas de reflexión y más de 1500 panelistas, el objetivo de las jornadas fue abordar desde diferentes perspectivas las nuevas problemáticas de las relaciones que se establecen entre la universidad, el Estado y la sociedad. Entre las temáticas expuestas se destacó la mesa de Salud y Política Sanitaria, que desnudó el vínculo de las obras sociales con el sistema privado de salud, y que planteó la necesidad de producir medicamentos públicos para romper con la lógica del mercado por sobre los derechos de la población.
La mesa fue precedida por el médico marplatense Carlos Trotta, contó con la participación del doctor de la Universidad de Córdoba Horacio Barri, el médico sanitarista José Carlos Escudero y Leone.
“Las obras sociales son de los trabajadores, pero desde hace años continúan con la política de desregulación con fuertes vínculos con las empresas de medicina prepaga y la contratación con la medicina comercial”, denunció Leone.
Los hospitales porteños no están inmunes a la lógica empresarial. En los últimos años, la falta de mantenimiento e insumos, junto a la escasez de enfermeros provocaron la desidia de muchos de sus trabajadores, de la población y la penuria de quienes deben ser atendidos en malas condiciones. “No queda en claro cuál es la política sanitaria del gobierno municipal, pero el oficialismo porteño cuenta con el apoyo de la Asociación de Médicos Municipales, que están más preocupados por los ataques que reciben los profesionales que por las agresiones que perciben los pacientes por la mala atención”, sostuvo Leone.
Para Escudero, “la clase media próspera argentina suele identificarse con ideologías individualistas e ignora que las probabilidades de supervivencia de sus propios hijos son inferiores a la de las familias cubanas”. Pensar la salud por fuera de las posibilidades del bolsillo implica ver al sistema sanitario poblacional en su realidad histórica, en su matriz contextual.
Otra de las problemáticas actuales que se discutió en “Salud y Política Sanitaria” fue el mercado de los medicamentos.
Las políticas nacionales de los últimos cuarenta años relacionadas con el abastecimiento de medicamentos a la población se llevaron a cabo, fundamentalmente, a través de la compra, no de la producción. Un ejemplo de ello se expresa en el programa Remediar, un plan implementado a partir de octubre de 2002 hasta la fecha (actualmente denominado Remediar + Redes), y pensado para abastecer a 15 millones de personas en estado de desamparo y sin cobertura social.
Los laboratorios de capitales argentinos nucleados mayoritariamente en la Cámara Industrial de Laboratorios Farmacéuticos Argentinos (Cilfa) y en la Cámara Empresaria de la Laboratorios Farmacéuticos (Cooperala), consideran que el Estado debe intervenir sólo en la regulación de su actividad pero sin entrar en el terreno de la producción pública, a la que consideran con escasos recursos tecnológicos, o que no reúnen las condiciones establecidas.
“Los laboratorios privados no producen medicamentos de escasa rentabilidad pero de reconocida acción terapéutica, como los que se utilizan en el tratamiento del mal de Chagas o de la tuberculosis. Obviamente, su objetivo no es priorizar la función social de los mismos, sino obtener la máxima ganancia”, comentó Barri.
En septiembre de 2007 se formó una Red Nacional de Laboratorios (Relap), constituida por alrededor de 25 laboratorios públicos, para articular producción de medicamentos con investigación y desarrollo. Fue tomado orgánicamente por el Ministerio de Salud para implementar su Programa para la Producción Pública de Medicamentos, Vacunas, y Productos Médicos (Resol. 286/2008).
A mediados de 2008, ante una solicitud del Ministerio de Salud de la Nación para el programa Remediar, cuatro laboratorios públicos (LIF de Santa Fe, LEM de Rosario, Laboratorios Puntanos de San Luis y Laformed de Formosa) produjeron 40 millones de comprimidos en cinco especialidades medicinales diferentes, hecho que hablaba de la versatilidad y de la capacidad potencial de los mismos. Sin embargo, esto fue fugaz y el programa, inexplicablemente, fue desactivado a mediados de 2009 por la actual gestión del ministro de Salud de la Nación, Juan Manzur.
“Existe una ley para la producción pública de medicamentos, que posee el Ministerio de Salud. Se está a la espera para ver de qué manera se reglamenta esta normativa, pero desconocemos si el ministerio está convencido de la propuesta”, afirmó Leone.
Para Escudero, habría que subsidiar el sistema de fabricación estatal de medicamentos, de manera que pueda vender drogas de alta calidad y a bajo precio. Este subsidio colaboraría para la formación de precios testigos. “Lo que no se puede fabricar en Argentina habría que comprarlo en el mercado internacional de medicamentos en licitaciones abiertas, con condiciones de calidad aseguradas. Así bajaría drásticamente el costo”, indicó Escudero.
Según Barri, el problema más grave tiene que ver con los más de 450 medicamentos que circulan masivamente, sin eficacia comprobada o con combinaciones irracionales de drogas. “Esta situación es grave porque los que sirven no superan el tercio de los que se recetan, venden o compran” , advirtió Barri.
Salirse de la lógica de mercado exige “discutir cómo hacemos para conseguir en el sector salud poder político, que nos permita poner en práctica la ética por sobre la ganancia”, concluyó Escudero.
 

Producción nacional de medicamentos

Producción nacional de medicamentos. En silencio, el Congreso nacional trata un proyecto de ley que le dará al país una herramienta clave para lograr la plena soberanía política sanitaria.
Un proyecto de ley que se encuentra en danza en el Congreso de la Nación, que obtuvo media sanción en Diputados durante marzo, y que se encuentra movilizando a la Comisión de Salud del Senado, ha pasado desapercibido para la prensa escrita.
Se trata de uno de esos proyectos fundamentales, del orden de los que contemplan los derechos inclusivos, de los que vienen siendo debatidos desde hace mucho tiempo, en los que se juega una porción de soberanía y por ello cuenta con fuertes intereses opuestos, como es el que encarna el proyecto de la Producción Pública de Medicamentos y Vacunas.
Esta semana se reunieron los legisladores que tratan el tema en la Comisión de Salud de la Cámara Alta y le confiaron a las organizaciones que impulsan el proyecto que “no había objeciones” entre los senadores. Este acuerdo será refrendado pasado mañana, cuando la Comisión se reúna en pleno, de donde deberá salir un dictamen favorable y, de seguir todo en la buena senda, el proyecto será tratado en dos semanas en el recinto.
La ley de Producción Pública de Medicamentos y Vacunas es apoyada e impulsada por varios grupos de médicos sanitaristas, de hospitales y universidades públicas, y van en el mismo sentido general de la recuperación de las unidades productivas nacionales.
Existen en este momento unos 39 laboratorios de producción de medicamentos repartidos por casi todo el territorio nacional, del Estado nacional, provinciales, municipales y universitarios.
Desde hace cuatro años en la Facultad de Farmacia de la UBA se ha creado la Red de Laboratorios Públicos (Relap), con más de treinta directores de Unidades de Producción de Medicamentos, el Inti y la División de Programas Especiales de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación. Aún no se han sumado a todos los laboratorios, pero la ilusión es que la promulgación de la ley motorice la desfragmentación de este complejo productivo y el país pueda tener su propia red nacional de producción estatal de remedios.
“Los medicamentos que producen estos laboratorios abarcarían casi el 96 por ciento de todas las enfermedades, son Medicamentos Básicos Esenciales, es decir que no hay problemas de patentes. Quedan algunos, como los del tratamiento contra el VIH, los antituberculosos, y los oncológicos, pero que con una política racional no tiene por qué ser algo caro”, opina el médico Carlos Capuano, que coordina la Cátedra Libre de Salud y Derechos Humanos de la Facultad de Medicina (UBA), que es uno de los focos propulsores de la iniciativa.
“Cuando hablamos de medicamentos, uno se imagina un comprimido, una ampolla, una pomada, un inhalador, lo que sea, pero lo importante de esta ley es que va más allá de todo esto porque detrás está la investigación y el desarrollo”. Capuano se refiere a que como Argentina hoy no produce moléculas, la producción en los laboratorios está condicionada a la importanción de éstas. “Imaginate si esos laboratorios públicos se articulan con las universidades públicas, en la investigación y desarrollo, se podrían generar nuevas moléculas, que en la Argentina no se producen, y producir patentes para el Estado, divisas, sin tener en cuenta el soporte estratégico que eso significa, con científicos trabajando, unversidades trabajando en la investigación según las necesidades del país…”.
Cerebros sanitarios. La Cátedra libre de Salud y DDHH se conformó hace doce años y desde el 2000 incursiona en el estudio teórico abordando varias líneas de investigación (Atención Primaria de Salud, Salud Mental, Medicamentos, Alimentación y Nutrición, Salud Materno Infantil, Salud y Medio Ambiente, etc.). Ejercer la soberanía sobre la producción de medicamentos se presenta como la manera más firme de desentramar una parte del nudo de complejidades que conforman esta área tan sensible: la salud. Las que en parte se encuentran sujetas por situaciones regionales o enfermedades muy delicadas que no pueden depender del alegre devenir del mercado internacional.
En este tiempo hubo ejemplos que fueron materializando las necesidades y las potencialidades que respaldan a esta idea. “En el año 2002 vino un grupo de hemofílicos a nuestra casa, desesperados porque se había cortado la importación, y la hemofilia se trata con un hemoderivado que es el Factor 8. Entonces el laboratorio de hemoderivados de Córdoba empezó a producirlo, y hoy en día no sólo la Argentina se autoabastece de Factor 8 sino que exporta al Mercosur”, relata Capuano.
Otro ejemplo claro lo aporta la hidiatidosis, que en la Capital no se conoce pero se trata de una enfermedad parasitaria que afecta a toda la región patagónica y que por lo general forma quistes que pueden llegar a ser muy graves. “El medicamento para tratar la hidiatidosis costaba en farmacia unos 22 pesos –prosigue Capuano–, y eran moléculas viejas que producían varios efectos adversos; hoy, el Prosome, que es el laboratorio público que tiene Río Negro, además de abastecer al 100 por ciento de los hospitales públicos de esa provincia, produce este medicamento, y ¿sabés a qué precio? A 0,50 centavos”, impacta.
Por cosas así es que el grupo que trabaja en la Cátedra de Salud y DDHH asegura que “si la Argentina logra aprobar esta ley va a dotar al Estado de una herramienta estratégica en pos de las políticas públicas soberanas. Basta con imaginarse los ejemplos de la hidatidosis y de la hemofilia trasladado a todos los otros casos. El otro efecto va a ser económico. Imaginate que van a ser más baratos, van a ser producciones del Estado y de altísima calidad, como las que se hacen ahora. Entonces, la industria se opone y sabe bien por qué se opone”, dice el especialista.
En la Argentina se gastan más de 7 mil millones de dólares anuales en medicamentos que, al ser importados, significa un fuerte giro de divisas al exterior. En la región, Brasil ya tiene en funcionamiento su propia producción estatal de medicamentos. India se ha convertido en la segunda exportadora de moléculas del mundo, industrias que se han desarrollado en Europa en época de posguerra y, naturalmente, también en Estados Unidos, aunque allí se desarrolla en una alianza con el sector privado. El mismo que no le permitió a Bill Clinton reformar la letra en salud pública y medicamentos, y apenas lo dejó al presidente actual, Barack Obama, hacer un tibio movimiento.
Potencial argentino. Capuano, sabe, porque lo han analizado exhaustivamente, que en el país “hay capacidad instalada, los laboratorios públicos trabajan hoy con una capacidad utilizada entre un 25 y un 50 por ciento, algunos pueden llegar al 75, nosotros medimos la capacidad potencial, y es de un 533 por ciento”. Un cálculo para poner en dimensión de qué se está hablando. “Por ejemplo, el programa Remediar, según datos oficiales, abastece a 15 millones de personas en la atención primaria, patologías prevalentes, del 90 por ciento de las enfermedades, y para esos 15 millones de personas se necesitan 500 millones de comprimidos al año de determinados medicamentos”, explica el coordinador de la Cátedra de Salud y Derechos Humanos, y cuenta: “Un cálculo que hicimos nosotros dio que trabajando, no al 100 por ciento, sino en jornadas de ocho horas, 20 días al mes, 11 meses de trabajo, 11 laboratorios públicos podrían producir casi 800 millones de comprimidos”.
Los profesionales reunidos en los colectivos que proponen la producción pública de medicamentos entienden que hay que abandonar de una vez por todas la mirada de la salud como ausencia de enfermedad, y que es imperioso que se la comience a contemplar con una mirada integral, desde la dignidad de la persona. El núcleo duro de este planteo se resume en “dignidad, libertad e igualdad”, dicen. “Tomamos, tanto, la capacidad de las personas, como sujeto histórico social y de su comunidad, de detectar, identificar y resolver en forma solidaria, los distintos factores que limitan la potencialidad vital. Para nosotros lo fundamental es la comunidad, lo antagónico a la definición de la OMS (‘el completo estado de bienestar, físico, psíquico y social, que es una definición atemporal, que se da en muy pocos Estados’). Hay un profesor de la cátedra, sanitarista, el negro José Carlos Escudero, que dice que esta definición ‘se da sólo en el orgasmo simultáneo’”.
A principios del mes pasado, en conversación telefónica con el programa de Radio Nacional Hoy más que Nunca, que conduce Eduardo Anguita, el reconocido sanitarista José Carlos Escudero afirmaba que el sector privado de la salud es el sector más privilegiado de toda la economía. “Si usted es capitalista gana más plata invirtiendo en salud que en energía e inclusive en defensa nacional o armamentos. Y además, si usted controla medios de comunicación, puede hacer terrorismo epidemiológico, puede moldear subjetividad diciendo que se viene una plaga o una peste y que compren lo que ellos venden”, explicaba Escudero.
Capuano explica una particularidad más que dependerá de la instauración del complejo productivo nacional de vacunas y medicamentos: “Esto que hablábamos de dignidad, libertad e igualdad, en salud, es indivisible; la igualdad se aplica en la equidad, la equidad se aplica en el derecho a la salud como un derecho humano, y ese derecho humano sucede si uno tiene acceso. Entonces, para acceder a un medicamento o que te puedan atender necesitás determinado tipo de herramientas estratégicas. Y la Argentina ya tiene 39 laboratorios púbicos, que producen medicamentos básicos escenciales, por todo el país y están en funcionamiento”.
Los grupos que pugnan por esta ley dicen que no descubrieron la pólvora. Y mencionan antecedentes. Nombran al ex ministro Ramón Carrillo, a Floreal Ferrara y al ex decano de Famacia y rector de la UBA, Raúl Laguzzi. “En el ’46 hubo una suba de precios de los medicamentos y Carrillo le propone a Perón conformar Emesta (Empresa Medicinal del Estado), que empieza a funcionar con fuerte decisión política y ya al año tenía cien medicamentos en el mercado, logrando frenar el avance de las empresas”, remarcan. La experiencia universitaria (‘74/’75) de Laguzzi, que supo esquivar una bomba de la Triple A, también estuvo enfocada a crear una planta de producción de medicamentos en la Facultad de Farmacia y Bioquímica, en la que sus estudiantes participaran activamente con los proyectos de salud que se querían implementar en diferentes provincias. Su última aparición pública en vida fue mediante una carta, en la que adhería a la ley que en dos semanas puede ser el nuevo hito legislativo en dirección, nada menos, que a la soberanía política sanitaria.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Las grandes alamedas (Por José Pablo Feinmann)

 
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Ni que se haya convertido en la fecha de la caída de las Torres Gemelas evitará que –para nosotros, para los hombres y mujeres de América latina– el 11 de septiembre sea la fecha del golpe de Estado más detestable de los tantos que padecimos. Se trataba de un gobierno elegido democráticamente. Se trataba de un país con un ejército que –a diferencia de los de nuestro continente– había sido guardián del orden constitucional.

 Se trataba de un presidente que era un hombre noble, con ideas e ideales, un hombre honesto y un hombre valiente. Había tenido un gran apoyo de las masas obreras. Y una queja constante, un repudio sin tregua, del MIR, el principal grupo armado de Chile. Finalmente, todos los sectores de la sociedad –menos los obreros– se unificaron para voltearlo: el ejército, los medios de comunicación, los gremios, las clases altas, las clases medias y –con un empeño criminal, furibundo– los Estados Unidos de Nixon y Kissinger. Las clases medias inauguraron la modalidad de salir a la calle con cacerolas y atronar el país pidiendo la renuncia de Allende.

Allende fue el más original, el más creativo de los líderes socialistas del siglo XX. Descreyó de la célebre dictadura del proletariado y eligió el camino democrático, pacífico al socialismo. Si ese camino fracasó, no menos fracasaron los otros. Con una enorme diferencia. Allende no dejó decenas o decenas de miles o millones de cadáveres tras de sí. Ni presos políticos tuvo. Confiaba en solucionar la antinomia entre socialismo y democracia, que el mandato de la dictadura del proletariado (que viene de las páginas de Marx y que éste asume como su mayor aporte a la teoría política) obliteraba. La derecha –beneficiada por los errores y por las muertes de los socialismos triunfantes y luego derrotados– no tiene rédito alguno para sacar de la experiencia de la Unidad Popular. Salvo que digan que nacionalizar el cobre equivale a fusilar enemigos políticos, o peor aún.

En su último mensaje, don Salvador Allende dijo a su pueblo y a todos los pueblos de América: ¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
La historia es nuestra y la hacen los pueblos.

Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
El criminal de guerra Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, peor criminal de guerra aún, odiaban a Allende con una pasión enfermiza. En octubre de 1970, Nixon dijo sobre él palabras injuriosas: “That son of a bitch, that bastard...”

Pero esa imagen de este hombre sereno –aunque capaz de encarnar la fuerza de un tornado–, que lo único que nos dejó, como pertenencia, fue el pedazo ensangrentado de uno de los vidrios de sus anteojos, este hombre maduro, con canas, que sale de La Moneda con casco de guerra y metralleta, para morir peleando, tal vez insensatamente, pero como él lo sentía, es, para mí, el símbolo más puro de la rebeldía, porque trató de cambiar el mundo por los caminos de la democracia y de la paz, y porque no pudo, porque los asesinos del poder internacional no lo dejaron, agarró una metralleta, se puso un casco de guerra y decidió (como esos bravos, legendarios marinos con sus barcos) hundirse con su causa. ¡Ah, don Salvador Allende, ojalá hubiera yo tenido alguna vez en mi patria un líder como usted! Simple, duro, pero sensible, amigo y compañero de la gente de su pueblo, sin sinuosidades, con una sola palabra, la misma de siempre, la que marcó la coherencia de sus días y, por si fuera poco, con ese coraje, don Salvador, que le hizo decir: De aquí no me voy, que sigan otros, no van a faltar, y van a llevarme en sus corazones como a un hombre puro, como a un guerrero y como a un demócrata que les va a henchir el pecho de orgullo y de exigencias perentorias. Porque, de ahora en más, todo chileno que sepa que tiene detrás la figura de Salvador Allende, sabe que no se viene a la vida a jugar, a gozar de las liviandades y las tentaciones, sino a meterle el alma y el cuerpo a las causas duras, las de la injusticia, las del hambre, las de la tortura y la muerte. Es mi legado.

Lo es. Tenía la cara de un hombre bueno. Vestía de civil. No andaba ostentando armas ni uniformes bélicos. Se metía entre los obreros. Hablaba en sus asambleas. Les pidió, al final, que se cuidaran. Que no se dejaran sacrificar fácilmente por los carniceros que se cernían sobre Chile. Cuando Castro lo visitó le dijo que tenía que recurrir a la violencia si quería sostenerse. Allende no lo hizo. De la violencia se ocupaban los guerrilleros del MIR que, desde luego, lo acusaban de burgués conciliador. ¿Por qué se habrán preocupado tanto los de la CIA y Nixon y Kissinger por un burgués conciliador? ¿Por qué el ejército habrá bombardeado La Moneda? ¿Por qué el diario El Mercurio (al que Nixon le dio dos millones de dólares para desestabilizar su gobierno) lo atacó sin piedad ni vergüenza? ¿Por qué las conchetas chilenas, que son terribles, salieron con sus cacerolas para injuriarlo? ¿Sólo porque era un burgués conciliador? Los del MIR fueron funcionales a los golpistas que, salvo los que se fugaron, murieron todos, en el Estadio Nacional o en las más siniestras mazmorras, tan cruelmente como los líderes de la Unidad Popular. No, Allende no era un burgués conciliador. Era un socialista temible. Porque había elegido la democracia (el arma ideológica que la derecha cree suya) para ir hacia el socialismo. Pero, luego, hizo algo peor. Murió con su causa. Dejó, para el socialismo, un ejemplo moral incuestionable. Y murió sin perder sus esperanzas. El hombre libre volverá. Las altas alamedas lo esperan. Bajo ellas se fue Allende de este mundo.

sábado, 31 de agosto de 2013

Llegan a Brasil los médicos extranjeros

Viernes, 30 de agosto de 2013
PARA CUBRIR VACANTES EN ZONAS REMOTAS, EL GOBIERNO DE DILMA CONVOCA A EXTRANJEROS

 En agosto, el gobierno lanzó el programa Más Médicos con el objetivo de contratar a 16.530 mil profesionales, pero solamente 938 médicos brasileños aceptaron trabajar en las ciudades previamente indicadas. Entonces llamaron a extranjeros.

Por Eric Nepomuceno
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Médicos extranjeros participan de un entrenamiento en la Universidad de Brasilia.
Desde Río de Janeiro
Alrededor de la una de la tarde, Helena de Araujo, de 63 años, fue atropellada por una moto en una calle de Santo Antonio de Antao, en la región metropolitana y pobre de Recife, capital de Pernambuco, en el nordeste brasileño. Rápidamente, un joven médico de 31 años la atendió. Confirmó que no había nada grave, pero como la mujer se quejaba de dolores en el tórax, pidió a un policía que llamara a una ambulancia. En el hospital se confirmó que no había nada más que heridas leves, y la mujer fue dispensada.
El médico se llama Gonzalo Lacerda Casaman, es uruguayo e integra el primer contingente de profesionales que llegaron a distintas capitales brasileñas el pasado fin de semana. De hecho, ha sido la primera actividad –aunque accidental e inesperada– de los “médicos importados” que pasan por una etapa de entrenamiento y evaluación antes de empezar a trabajar en ciudades brasileñas.
Contratar a profesionales extranjeros –ganarán alrededor de 4 mil dólares mensuales y recibirán casa y viáticos de alimentación– ha sido la salida encontrada por el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff para enfrentar la falta de médicos brasileños en rincones y ciudades perdidos en el mapa. También en la periferia pobre de ciudades grandes faltan profesionales: los brasileños se niegan a aceptar contratos de trabajo.
A principios de agosto, el gobierno lanzó el programa Más Médicos con el objetivo de contratar 16.530 profesionales que serán destinados a los puntos del mapa donde la carencia de atención a la salud es más aguda. De inmediato, los aprobados serán llevados a 626 municipios que no logran atraer a los médicos brasileños, a pesar de que en algunos casos ofrecen sueldos de unos ocho mil dólares mensuales, casa y comida. Los extranjeros serían contratados solamente para llenar las plazas vacantes.
Inicialmente se inscribieron 3891 médicos egresados de facultades brasileñas. Y ya en la primera etapa, 1631 desistieron. Al final, solamente 938 aceptaron trabajar en las ciudades previamente indicadas. Fue cuando se abrieron inscripciones para extranjeros.
Vale resaltar ese punto: para las 16.530 plazas de médicos que el gobierno pretende contratar, solamente 938 brasileños aceptaron tener como destino localidades remotas, en regiones de abandono y carencia. En esa primera llamada llegaron a Brasil alrededor de 400 médicos argentinos y españoles, portugueses y peruanos, uruguayos y cubanos, rusos e italianos. Serán entrenados y evaluados por técnicos del Ministerio de Salud. Terminada esa primera etapa, los aprobados serán llevados a las ciudades que les fueron destinadas.
Hay profesionales jóvenes como el uruguayo Gonzalo Lacerda o la argentina Natalia Allocco, de 26, y otros más maduros, como la portuguesa Maria Cardoso da Silva, de 64, o su compatriota Miguel Dalpuim, de 70. En general han sido bien recibidos, a pesar de la inmensa cantidad de obstáculos puestos por los sectores gremiales brasileños. El espíritu corporativo de la misma clase que se niega a atender a las propuestas del gobierno hizo gala principalmente contra los médicos cubanos.
Escoltados por los grandes medios de comunicaciones, federaciones, consejos regionales, colegios y sindicatos desataron su furia contra los que llegan de Cuba. Son acusados de ser malos profesionales, oriundos de cursos de calificación ínfima, entre otras ofensas.
En Minas Gerais, el Consejo Regional de Medicina llegó al colmo de orientar a sus filiados para que no “corrijan errores que un cubano cometa contra sus pacientes”. El pasado lunes, primer día de los cursos de adaptación y evaluación, los 79 profesionales de la isla caribeña que están en Fortaleza, capital de Ceará, en el nordeste, fueron cercados a la salida y recibidos al grito de “esclavos”, en alusión al régimen político de Cuba. A su llegada, los médicos cubanos explicaron que la mayoría ya participó de misiones de solidaridad en países africanos y centroamericanos, y también en Perú, Ecuador, Bolivia y principalmente Venezuela. No sirvió de nada para aplacar los ánimos exaltados por el corporativismo exacerbado de quienes no quisieron aceptar trabajar en las ciudades que recibirán ahora médicos extranjeros. Varios representantes regionales de la clase médica dijeron que llamarán a la policía cuando los extranjeros empiecen a trabajar.
La presidenta Dilma Rousseff calificó de “inaceptables” las ofensas dirigidas a los cubanos. Dijo que se trata de un “inmenso perjuicio” y recordó que los extranjeros llegan justamente para ocupar los puestos que los brasileños rechazaron.
Otra muestra del violento rechazo de los profesionales brasileños se dio a través de la solicitud que la Federación Nacional de Médicos hizo a la Justicia laboral, para que investigue los contratos ofrecidos a los extranjeros. La Asociación Médica Brasileña entró en la Corte Suprema con un pedido para que se suspenda el programa Más Médicos.
La verdad es que los contratos ofrecidos por el gobierno no encajan en las leyes laborales: los extranjeros recibirán una “beca de formación” para trabajar en los municipios rechazados por sus colegas brasileños. El caso de los cubanos es distinto: el acuerdo, firmado a través de la Organización Panamericana de Salud (OPAS), prevé que recibirán en Brasil lo que corresponda a entre 25 y 40 por ciento de los salarios ofrecidos. El 60 por ciento restante será repasado por la OPAS al gobierno de Cuba.
Curiosamente, durante años, médicos y principalmente dentistas brasileños protestaron vehementemente contra el trato que recibían en Portugal, quejándose de discriminación por las entidades de clase locales. Había prejuicio racial, pero también por el hecho de ser formados en facultades y escuelas de medicina de Brasil. Esa misma clase médica ahora recibe a los extranjeros con muestras claras de xenofobia. Y, en el caso particular de los cubanos, con eso y algo más: prejuicio ideológico. Se olvidan quizá que del total de médicos que trabajan en Inglaterra, el 37 por ciento es extranjero. Que en Estados Unidos vino de otros países el 32 por ciento de los médicos en actividad. Muchos de ellos, a propósito, son brasileños.

domingo, 25 de agosto de 2013

Martín Fierro y César Gonzalez (Por José Pablo Feimann)

 
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Es triste y es injusto que tantos (gente crecida ya) sigan pegoteando a Martín Fierro con sus malos recuerdos del bachillerato. En esas aulas, lo leyeron por obligación –si lo leyeron– o le dieron alguna mirada a cierto resumen que encontraron por ahí. Hoy se arreglarían con Wikipedia. Sin embargo, no sólo es uno de los máximos libros de nuestra literatura, sino también uno de los más entretenidos, cuando no de los más profundos. Facundo ha tenido más suerte. Ganó las aulas universitarias y pasa por ser –con bastante justicia– el mejor libro de nuestra literatura. Además da menos populista que el texto de Hernández, que carga el mote de federal, algo de mal gusto en este país donde la derecha política impone tantas cosas. Y Borges –equivocado como nunca– arrojó sobre el texto hernandiano una maldición. “Si este país –dijo– hubiera elegido a Facundo como texto primordial de su formación, y no a Martín Fierro, habría tenido un mejor destino.” En fin, la tontería de un perfecto unitario que conoce mal la cuestión. El final (o casi la entera segunda parte de Martín Fierro) coincide con el proyecto político de Facundo.
En esa segunda parte nos vamos a centrar. La que aparece en 1879. Ahí, Martín Fierro se reúne con sus hijos y cada uno le narra sus penurias. El primer hijo ha pasado sus días en prisión. No es raro que diga: “Quien ha vivido encerrado poco tiene que contar”. Pero cuenta, y mucho. Creo que estos pasajes de la cárcel son los menos conocidos del poema. Creo que es bueno recordarlos hoy, cuando las cárceles son más pesadillescas que en los tiempos de Hernández, cuando ya lo eran y en extremo. La soledad es el sufrimiento más hondo, madre de casi todos los otros. Sobre todo del silencio. “En soledá tan terrible/ de su pecho (el preso) oye el latido/ lo sé porque lo he sufrido (...) tal vez en el purgatorio/ las almas hagan más ruido (...) Allí se amansa el más bravo/ allí se duebla el más juerte;/ el silencio es de tal suerte/ que, cuando llegue a venir,/ hasta se le han de sentir/ las pisadas a la muerte.”
Hernández apela a los sufrimientos espirituales del preso. Así, sus sextinas adquieren a menudo un tono metafísico. En la cárcel del poema no hay castigos, no hay torturas. Hay, incluso, revelaciones místicas que surgen del silencio, el encierro y la oscuridad. Son tan poderosas estas tres situaciones juntas que lleva a la revelación de la nada: “Adentro mesmo del hombre/ se hace una revolución:/ metido en esa prisión,/ de tanto no mirar nada,/ le nace y queda grabada/ la idea de la perfeción”. Luego: “Ningún consuelo penetra/ detrás de aquellas murallas;/ el varón de más agallas,/ aunque más duro que un perno,/ metido en aquelo infierno/ sufre, gime, llora y calla (...) En tan crueles pesadumbres,/ en tan duro padecer/ en tan duro padecer,/ empezaba a encanecer/ después de muy pocos meses;/ allí lamenté mil veces/ no haber aprendido a ler (...) ¡Bendito sea el carcelero/ que tiene buen corazón!/ Yo sé que esta bendición/ pocos pueden alcanzarla,/ pues si tienen compasión/ su deber es ocultarla (...) La justicia muy severa/ suele rayar en crueldá;/ sufre el pobre que allí está/ calenturas y delirios,/ pues no esiste pior martirio/ que esa eterna soledá/ Conversamos con las rejas/ por sólo el gusto de hablar;/ pero nos mandar callar/ y es preciso conformarnos,/ pues no se debe irritar/ a quien puede castigarnos (...) Y es muy severa la ley/ que por un crimen o un vicio,/ somete al hombre a un suplicio/ el más tremendo y atroz (...) La soledá causa espanto,/ el silencio causa horror (...) Inora uno si de allí/ saldrá pa la sepoltura”.
Aparece entonces el espíritu de la Vuelta, que es el de la conciliación. El del consejo: “Y guarden en su memoria/ con toda puntualidá/ lo que con tal claridá/ les acabo de decir;/ mucho tendrán que sufrir/ si no creen en mi verdad/ Y si atienden mis palabras/ no habrá calabozos llenos;/ manejensé como buenos;/ no olviden esto jamás:/ aquí no hay razón de más;/ más bien las puse de menos”.
Sin embargo, ¿qué es manejarse como bueno? ¿No había dicho Hernández, en la Ida, que el gaucho, el pobre, caía en desgracia por arbitrariedad de los jueces, de los que mandan? ¿Cómo sabe el pobre qué es lo bueno si los que mandan, si los jueces predican lo malo con sus actos? Pero en la Vuelta, Hernández quiere integrar al, gaucho al orden que ha establecido Buenos Aires. A cuyos hombres les dice: “No maten más gauchos. Es una insensatez. Nadie como él conoce la campaña”. Es una mano de obra calificada y barata. Ya lo había dicho Sarmiento: “El gaucho está en todos los secretos de la campaña”. El que no se maneja como bueno es el gaucho alzado, el gaucho federal que sigue a un caudillo en medio de la montonera. Pero luego de la “guerra de policía” que, a partir de Pavón, desata Mitre junto al gobernador Sarmiento y con sus sanguinarios coroneles (Paunero, Sandes, Arredondo), esos gauchos malos han sido aniquilados. Ahora quedan los gauchos buenos que quieren trabajar.
Hace unos pocos días invité a mi programa El Carnaval del Mundo, en Radio Madre, a César González, también conocido como Camilo Blajakis, que es su seudónimo, el que ahora abandonará para firmar sus películas. César tiene veinticuatro años, cinco de cárcel y cinco también cuetazos en el cuerpo. Le leí los fragmentos de la cárcel y de ahí empezamos a conversar. Dijo no conocer esos pasajes de Martín Fierro, lo que indica que conocía los otros y no hay que asombrarse. En sus días de cárcel, César se dedicó a leer y da la impresión de haberlo leído todo. Hizo lo que no pudo hacer el hijo de Fierro (“allí lamenté mil veces/ no haber aprendido a ler”) y eso le da seguridad, aplomo. Ha elaborado bien sus lecturas. De memoria cita tanto al Che como a Deleuze. Es cineasta. Hizo un corto y un largo. Los dos son valiosos, o más que eso. Su largo se llama Diagnóstico esperanza y vimos juntos algunas partes. César sabe mucho de cine y tiene el futuro abierto. Es un futuro que se abrió él. Con todo lo que leyó en la cárcel y su fresco talento. Si Martín Fierro, en la Ida, decía: “Yo abriré con mi cuchillo/ el camino pa’ seguir”, César se lo abrió con sus ganas, con su pensamiento y su escritura. No en vano dice más de una vez: “Escribir me salvó”. Y también: “Prefiero que me peguen porque pienso y no por negrito”. Y también: “Mi remo es la poesía”. Sabe que es y será siempre un “negrito”. Y sabe que ese adjetivo lleva en sí el peso de la condena social, del racismo. No le importa. Su remo, en efecto, es la poesía. Y –para seguir hoy la temática que leímos en el Hernández del siglo XIX– vamos a citar alguno de sus poemas. Le debemos algo más. Por ahora, esto:

 “Rejas para los mismos”, un poema que está en su blog. Es así: “en el sistema (in) judicial/ el juicio a un pobre dura horas/ y si el acusado/ es pobre/ entonces es culpable/ cuando vas a juicio no vas a un ‘debate’/ sino a ver cuántos años te dan/ para los pobres no hay investigación seria/ ni alegatos contundentes/ no sirve mucho tu declaración/ podés ser inocente de lo que te acusan/ pero si sos pobre casi seguro sos chorro/ así que hay que dejarte preso/ aunque no tengan pruebas (...)

 Mi propio juicio por el cual estuve 5 años preso/ duró 4 horas/ el defensor del estado que me asignaron se aprendió/ mi nombre y apellido el mismo día/ yo le vi la cara a la injusticia/ en un fiscal y unos jueces que se reían/ de mí y de los otros pibes que estábamos acusados/ se reían porque el carnaval punitivo/ es una danza donde se masacran los corazones y el alma de los pobres/ las cárceles rebalsan de pobres/ tanto los presos/ como los guardia cárceles vienen del mismo barro/ ¿Por qué?/ porque los pobres que rebalsan las cárceles/ justifican la estructura judicial”.

Apéndice picaresco: Apenas se fue César –en medio de los abrazos que le dimos, ya que somos varios los que estamos en la cabina y hacemos el programa– empecé el análisis del relato del segundo hijo de Martín Fierro, el que presenta al célebre Viejo Vizcacha, pícaro, ventajero y zorro. Luego me pregunté cuál había sido la gran vizcacheada argentina del siglo XX. Y coincidimos: el primer gol de Maradona a los ingleses, el de la mano de Dios. Ahí nomás escribimos unos versos cuya torpeza, espero, no arruine su gracia: “si un centro cae al área/ y no llegás pa’ cabecearlo/ y si pa’ agarrarlo/ lo ves salir al arquero/ meta mano compañero/ y el gol saldrá certero/ porque esa tarde Dios/ que a veces suele esistir/ le guiará sigura la mano/ y de los dos que ahí han estao/ usté y el mentado arquero/ usté saldrá adorao/ y el arquero humillao/ pobre, pobre arquero/ la cosa le salió al revés/ o por boludo/ o por inglés. Que nadie lo tome a mal. Ni los poetas ni los ingleses. Que como dice Martín Fierro, este poemita: ‘No es para mal de ninguno/ sino para bien de todos’”.

lunes, 12 de agosto de 2013

El diablo en el cuerpo - Eduardo Sacheri (Mauro Libertella)



El 15 de junio, a las 17:06, Independiente descendió por primera vez en su historia. Posiblemente, como sucede en esos casos en los que la esperanza se confunde con la negación, los hinchas venían haciendo un duelo anticipado y silencioso desde mucho antes, pero también se les antojaba imposible la idea de descender, hasta que el árbitro pitó y la cosa se selló. Muchos medios buscaron entonces el testimonio todavía caliente de uno de sus hinchas mas célebres, el escritor Eduardo Sacheri. Lo excepcional de todo esto, a los fines de esta nota, no es el descenso de un club histórico, sino el hecho de que Sacheri sea una persona reconocida por la gente que va a las canchas, alguien que circula por programas de televisión y radio ajenos al espectro aislado e insular del mundo de la literatura. En ese sentido, Sacheri ya se ha ganado su lugar en el territorio de los escritores populares, tomando de algún modo la posta que fueron dejando autores como Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa, que el propio Sacheri ha mencionado tantas veces como referentes indiscutidos en la construcción de su mundo narrativo. Los escritores populares son, por qué negarlo, una rareza en un panorama absolutamente de nicho como es el literario, y habría que pensar qué elementos confabulan para que un escritor dé ese salto. ¿Los temas? ¿El modo narrativo de plasmarlos? ¿La sintonía con una sensibilidad más globalizante? Es difícil de decir. Por lo pronto, sabemos que el camino del Sacheri escritor tuvo algunos momentos donde su visibilidad se disparó, allanándole el lugar que hoy detenta. Alejandro Apo, por ejemplo, fue uno de los grandes difusores de los relatos futboleros del autor, leyendo en radios de frecuencia nacional cuentos como “Me va a tener que disculpar”, “Ultimo hombre”, “La promesa”, “De chilena”, “Independiente, mi viejo y yo”. Después vino El secreto de sus ojos , la película de Campanella basada en la novela de Sacheri La pregunta de sus ojos , que armó el puente literatura-cine por el que hoy se sigue moviendo (trabajó en la flamante Metegol , sin ir más lejos). “Me gusta contar historias de personas comunes y corrientes. Personas como yo mismo”, escribió como coda a La vida que pensamos , su nueva publicación, que reúne una buena cantidad de sus cuentos sobre fútbol. Sobre ese género hablamos.
Da la impresión de que la literatura de (o sobre) futbol encuentra su mejor forma en el cuento, mucho más que en la novela. ¿Encontrás alguna razón para ese maridaje entre fútbol y relato breve?
No estoy seguro de los motivos. Tal vez el cuento, en su brevedad, evita incurrir en ciertas redundancias. El fútbol, como experiencia de juego y como relato, incluye ciertas regularidades previsibles. Tal vez en una novela se corre el riesgo de sobreabundar en esos aspectos previsibles. Y en el cuento, en cambio, autor y lector pueden prescindir –porque lo dan por sentado– de buena parte del contexto, para detenerse exclusivamente en un detalle, en un asunto mínimo que se vuelve el centro de la trama. Pero insisto, es una idea que se me ocurre a partir de tu pregunta. No quiero ser concluyente.
Hay elementos narrativos que funcionan muy bien en relatos de fútbol (el humor, el uso de la oralidad, los golpes emotivos) ¿cuáles, en cambio, te parece que no funcionan, que chocan con la naturaleza del cuento futbolero?
De leer con frecuencia cuentos futboleros, puedo detectar al menos dos tentaciones que los vuelven fallidos. Por un lado, la instalación y enumeración exhaustiva de personajes y la descripción puntillosa de acciones del juego. Tiene que ver con lo que hablábamos recién. El contexto del juego es sabido y tenido en cuenta por autor y lector. Detallar ese universo “empasta” el relato de manera insalvable. Otro defecto posible es cuando se apuesta por completo al efecto emotivo de un relato, como si su autor confiase en que la pura emotividad de la experiencia que se relata garantizase la calidad del cuento. Si está mal narrado, ninguna emotividad te pone a salvo de eso.
Hay algo muy íntimo entre el fútbol y la identidad nacional, para decirlo ampulosamente. ¿Te parece que podrías narrar cuentos de fanáticos de la Juventus o historias de jugadores del Manchester City?
Complicado, eso de la “identidad nacional”. Digo, como toda generalización. El vínculo entre fútbol e identidad me resulta más sencillo de diagnosticar que de definir. Creo que no podría narrar cuentos sobre la Juve o el City, porque son realidades que conozco sólo superficialmente. El fútbol que puedo usar como materia literaria (si tal cosa existe) es el nuestro. Ahora bien: creo que un futbolero nacido en Italia o Inglaterra bien puede encontrar su propio mundo en cuentos escritos en Argentina. Creo que, en lo profundo, los distintos “munditos” se parecen.
Si tuvieras que armar rápidamente una antología personal con textos que te gustan sobre fútbol, ¿qué selección armarías?
Ah, si tengo la posibilidad de armarlo según mi gusto, seguro que elijo cuentos.
De Fontanarrosa: “La observación de los pájaros”, “19 de diciembre de 1971”, “La barrera”. De Soriano: “El penal más largo del mundo”, “Gallardo Perez, referí”, “El reposo del centrojás” (que no es un cuento pero merece serlo). Y agrego un par más: “Puntero izquierdo” (Mario Benedetti), “Señor Labruna” (Rodolfo Braceli) y “Del diario íntimo de un chico rubio” (Walter Vargas).
En la dedicatoria del libro decís que el amor al Rojo te lo dio tu viejo. ¿Cómo fue el laburo para que tu hijo sea de Independiente?
La verdad, fue bastante sencillo. Nuestra primera vez en la cancha juntos fue en 2002, cuando él tenía cinco años. Y siempre lo vemos juntos, por la tele de visitantes y en la cancha, de local. Compartir el equipo con tu hijo es, me parece, una de las mejores cosas que te puede pasar. A lo largo de la vida existirán muchas razones para discutir, pelear o distanciarse. Pero si compartís el amor por una camiseta habrá un nudo que estará siempre ahí, juntándote.
¿Cómo estás viviendo el descenso del club?
Supongo que pasé por distintas fases. La del temor, la de la frustración, la de la rabia, la de la angustia, la de la resignación. De todos modos, creo que la crisis de Independiente como club es algo mucho más antiguo que estas tres pésimas campañas que lo condujeron al Nacional B. Durante unos cuantos años el club padeció el descalabro económico y dirigencial. Corregir esos defectos es la misión que tenemos los socios del club hoy. Más allá de la categoría en la que nos toque jugar.
¿Qué se puede hacer como socios?
Temo que mi respuesta sea obvia, pero creo que la participación civilizada en el club es esencial. Hablo de civilizada porque el espectáculo que dieron algunos socios en la última asamblea, después del descenso, escupiendo al paso del presidente del club y revoleando cosas, me humilló y me llenó de vergüenza. De todos modos, para que los clubes sean instituciones sólidas y viables, la AFA debería tener sistemas de control y auditoría de los que carece absolutamente.
¿En qué grandes etapas históricas se podría segmentar la historia de Independiente?
No me atrevo a periodizar toda su historia (porque carezco de los conocimientos necesarios, me parece). Sí creo que entre 1964 y 1984 tuvimos nuestro período de mayor esplendor y nos convertimos en un club muy poderoso y respetado. Y desde mediados de los 90 hasta el presente dilapidamos prestigio, solidez económica y credibilidad dirigencial. Nos hemos ido al descenso como castigo a ese descalabro.
Hay un mundo satelital al fútbol que en cierta medida es también un gran relato: el de los programas deportivos, los debates, la prensa, etc. ¿Cuál es tu relación con ese mundo?, ¿qué te seduce y qué te distancia de esa retórica?
La respuesta breve sería que me distancia casi todo y me seduce casi nada. Creo que una de las peores cosas que le ocurrió al fútbol de los años 90 para acá fue su farandulización, su deglución por parte de los medios masivos, sobre todo de la televisión. Uno pensaría que es inconcebible hablar 24 horas de fútbol. Y sin embargo, uno puede armar una grilla de 7 x 24 como para estar toda la semana viendo y oyendo hablar de fútbol. Claro, el fútbol en sí se agota mucho antes de eso. Lo que queda, entonces, es la periferia hueca del fútbol.
Otra gran zona de relatos, podríamos pensar, son las chicanas entre hinchas de clubes. En los últimos años, sin ir más lejos, llegó la moda de los carteles después de los clásicos y las desgracias ajenas. ¿Te interesa la tradición de la rivalidad para tus propios relatos? ¿Cómo te llevás con eso?
No es un buen momento para dar mi opinión porque si digo que estoy en contra de ese supuesto folclore me dirán que me cubro las espaldas como hincha de Independiente. Lo cierto es que lo pensé siempre. No me gusta burlarme de los demás. Si el fútbol te importa, y tu equipo perdió, estás herido. Con razón o sin ella, estás dolido y por el piso. De chiquito aprendí que no se le pega a alguien en el piso. Así de simple.
Para ir cerrando, te cambio de tema. Trabajaste ahora en la escritura de la película “Metegol”. ¿Cómo fue el proceso de laburo del texto? ¿Qué particularidades te parece que tiene el cine a la hora de “tratar” temas futboleros?
Si bien partimos de un cuento de Roberto Fontanarrosa, “Memorias de un wing derecho”, fue un trabajo muy libre. El cuento nos sirvió como disparador, como inspiración para instalarnos en cierto universo. Pero los personajes, los conflictos, las peripecias que atraviesan, las creamos desde cero. Si bien la película no trata “sobre” fútbol, es cierto que “tiene” fútbol. Y eso nos planteó, creo, dos tipos de dificultades, unas técnicas y otras narrativas. Por el lado técnico, es muy difícil hacer escenas de ficción con fútbol. Sucede hasta en los cortos publicitarios. En general se “nota” el fingimiento. Creo que los animadores sortearon muy bien ese riesgo. por el lado narrativo, el riesgo del fútbol son los sobreentendidos vinculados con la pasión, el amor a la pelota, etc., que pueden conducir a un fácil empalagamiento. Como en la construcción de la historia estoy involucrado, prefiero no opinar sobre si fuimos capaces de sortear esos peligros, o si sucumbimos a ellos. Quedará para los espectadores.

sábado, 20 de julio de 2013

Leila Guerreiro - El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de la pampa

 

 
¿Qué conexión oculta puede existir entre madame Bovary, una periodista argentina y la esposa de un farmacéutico? Las páginas que siguen explican tan peculiar cruce de caminos.
Vengo a decir lo que quizás no deba decirse. Vengo a decir que no he leído lo que escribieron, acerca de Gustave Flaubert y de sus criaturas literarias, autores como Jean-Paul Sartre, Guy de Maupassant, Charles Baudelaire, Marcel Proust, Émile Zola, Julio Ramón Ribeyro, Roland Barthes o Harold Bloom. Quizás sería más justo decir que he leído, pero que he olvidado, y que, en todo caso, no he vuelto a leer.

Sea como fuere, eso no tiene importancia.

En su ensayo de 1974, llamado La orgía perpetua, el escritor peruano Mario Vargas Llosa, hablando de Madame Bovary, la novela que Flaubert publicó a mediados del siglo XIX, dice: “Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona”.

De eso, entonces, vengo a hablar: de la suma de razones, y de la vida y la muerte de María Luisa Castillo.
Todo lo demás no tiene la menor importancia.
***
Era abril de 2012 y yo estaba en la Ciudad de México, hospedada en un barrio vagamente peligroso, en un hotel situado sobre una avenida por la que, me habían advertido, no debía caminar sola bajo ninguna circunstancia. Pero ahí estaba yo, que había caminado por la avenida – sola bajo toda circunstancia–, sentada sobre el muro de una gasolinera, esperando a una persona a la que iba a entrevistar. Era uno de esos atardeceres gélidos y tropicales de la Ciudad de México, con las bocinas raspando el cemento, y la luz del sol, enrojecida por la contaminación, reptando por las paredes de los edificios, cuando pensé: “Aquí estoy, una vez más lejos de casa, esperando a alguien que no conozco en una esquina que no volveré a ver jamás. Y esta es exactamente la vida que quiero tener”.

Y porque sí, o porque ya nunca pienso en ella, o porque empezaba a pergeñar esto que leo, recordé, como del rayo, el rostro rubicundo, los dientes enormes, los aros de vieja, el pelo lacio, el aroma a pan y a perfume barato de María Luisa Castillo, que fue mi amiga y que, durante mucho tiempo, tuvo tres años más que yo.

Entonces saqué un papel del bolso y empecé a tomar estas notas.

***
Sé, de Flaubert, lo que sabemos todos: cuarto nacido vivo después de tres que nacieron muertos, hijo de un médico y de una madre glacial, autor de Madame Bovary, padre de la novela moderna, gladiador del estilo indirecto libre, etcétera, etcétera, etcétera. No tengo nada que decir acerca de todas esas cosas. Pero si es cierto que Oscar Wilde, hablando del personaje de Balzac, dijo que “la muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida”, salvando las insalvabilísimas distancias yo podría decir que la vida y la muerte de Emma Bovary forman parte de lo que soy. O, para no parecer tan rimbombante, podría decir que me dejaron huella.

***
No era ni el mejor ni el peor de los tiempos. No era ni la mejor ni la peor de las ciudades. Eran los años setenta, era la infancia, era Junín, donde nací, 20.000 habitantes en una zona rica, agrícola, ganadera, a 250 kilómetros de Buenos Aires. Yo era hija de un ingeniero químico y de una maestra, y María Luisa Castillo era la hermana menor de un amigo de mi padre, un mecánico de automóviles llamado Carlos. El día en que la conocí yo tenía ocho años, ella once, y me pareció fea. Tenía la cara grande, alargada, las mejillas enrojecidas por un arrebol que yo asociaba con la gente pobre, y una ortodoncia brutal. Me dijo que no se llamaba Luisa, sino María Luisa, y yo pensé que ese era un nombre de persona vieja.

Luisa era discreta, tímida, pacífica. Vivía en un barrio alejado, en una casa con piso de tierra, sin agua corriente ni cloacas. Dormía, con un hermano mayor y con sus padres, en un dormitorio separado del comedor y la cocina por un trozo de tela. A mí nunca me impresionó que fuera pobre, pero sí que sus padres fueran viejos. Los míos, que no llegaban a los treinta, me parecían arcaicos. De modo que la madre de Luisa, que tendría 55 y tres dientes, y su padre, un albañil ínfimo de más de 60, debieron impresionarme como dos seres al borde de la muerte.

No sé en qué se iban las horas cuando estábamos juntas, pero sé que éramos inseparables. Yo tenía nueve años cuando le ofrecí mi juego de mesa favorito a cambio de que me enseñara cómo se hacían los bebés. Dijo que sí y, en el asiento trasero del auto de mis padres, la acosé a preguntas acerca de la rigidez y de la forma y de los agujeros, hasta que sollozó de vergüenza. Cuando terminamos, no le di nada: ni mi juego ni, me imagino, las gracias. No sé por qué era mi amiga. No sé qué le dejé. Qué di.
Un resumen muy torpe –y muy injusto– diría que Madame Bovary cuenta la historia de Emma, una mujer casada con Charles Bovary y madre de la pequeña Berthe, que se enreda en amores con un hombre llamado Rodolphe, con otro llamado Léon y que, finalmente, envuelta en deudas y a punto de perderlo todo, se suicida tragando polvo de arsénico.

Yo leí Madame Bovary a los quince y durante mucho tiempo creí que había entendido mal. Porque la tal Emma no resultó ser el gran personaje literario que esperaba, sino una mujer tan tonta como las chicas de mi pueblo, que construían castillos en el aire solo para ver cómo se estrellaban contra la catástrofe del primer embarazo o del segundo empleo miserable. Emma Bovary era una pájara ciclotímica que se dedicaba a arruinarse y arruinarle la vida a todos en pos de un ideal que, además, no quedaba claro. Porque ¿qué cuernos quería Emma Bovary? ¿Ser monja, ser virgen, ser swinger, ser millonaria, ser madre ejemplar? No me importaba que hubiera sido infiel (de hecho, esa me parecía la mejor parte del asunto), pero la cursilería rampante de sus ensoñaciones me sacaba de quicio. Emma fantaseaba con Rodolphe en el mismo grado de delirio con que mis compañeras y yo fantaseábamos con John Travolta, solo que, allí donde mis compañeras y yo sabíamos que John Travolta era un póster, ella ni siquiera era capaz de darse cuenta de lo obvio: que Rodolphe no era un hombre para enamorarse sino uno de esos patéticos galanes de pueblo que tragaban mujeres y escupían huesitos (y de los que, a decir verdad, Junín estaba repleto). La demanda devoradora con que se arrojaba sobre Léon –pidiéndole que le escribiera poemas, que se vistiera de negro, que se dejara la barba– no me producía emoción sino vergüenza ajena, y los arrebatos que la hacían fluctuar de madre amorosa a madre indiferente, de esposa amantísima a mujer desamorada, me resultaban agotadores. Trasvasados a la vida real, todos esos rasgos daban como resultado una mujer insoportable.

Pero, así como me molestaba el estado de humillante desnudez emocional en el que Emma Bovary se entregaba a sus amantes, me parecía muy auténtico que su hija Berthe no le hubiera reblandecido el corazón y muy razonable que tuviera sexo, fuera de su matrimonio, no con uno sino con dos hombres. Y su suicidio, coronado con la muerte del marido y la orfandad desamparada de su hija, era de un egoísmo tan sublime, tan salvaje, que resultaba deliciosamente real.

Pero entonces, a fin de cuentas, ¿Emma Bovary era buena, era mala, era cobarde, era valiente, era mediocre? ¿Por qué no me daban unas ganas locas de ser ella, así como me habían dado ganas locas de ser Tom Sawyer o Holden Caulfield o la Maga?

Ahora, después de todos estos años, resulta sencillo saber qué pasó. Y lo que pasó fue que Emma Bovary me insufló enormes dosis de confusión, en una época en la que yo ya tenía confusión en dosis monumentales.
***
Cuando Luisa cumplió catorce años, sus padres –que a pesar de todos mis pronósticos no se habían muerto– le dieron permiso para salir de noche, usar maquillaje y ponerse tacos altos. Aunque me desilusionó descubrir que se maquillaba poco y usaba tacos discretos, su incursión en la vida nocturna me permitió entender los usos y costumbres de las discotecas, saber cuándo era prudente responder con entusiasmo a un beso de lengua o cuán abajo era “demasiado abajo” para la mano de un varón. Cuando salíamos a caminar por el centro, yo me enrollaba la falda en la cintura para que hiciera efecto mini y Luisa me prestaba su pintalabios con sabor a fresa. De todas las cosas que la evocan, nada me empuja tan agresivamente hacia ella como el recuerdo de esa sustancia pegajosa que me untaba en los labios y que me hacía sentir la más temible, las más brutal de todas las potrancas. Pero, por todo lo demás, no podríamos haber sido más diferentes. A mí me gustaba leer y a ella no, a mí me gustaba escribir y a ella no, a mí me gustaba el cine y a ella no, yo era vulgar y ella no, yo era huidiza, ladina, oscura, difícil, taimada, arisca, bruta, brutal, furiosa, feroz, arbitraria, y ella no.

Hay una foto en la que estamos juntas: yo llevo el pelo corto, shorts rojos y una camiseta de pordiosera manchada de chocolate; Luisa lleva medias hasta la rodilla, falda con flores y camisa blanca cerrada hasta el cuello. Era una niña prolija; yo, un demonio unisex. Sin que ella me hubiera hecho jamás el menor daño, yo podía repetir durante mucho rato la palabra “paja”, solo para verla enrojecer.

No sé por qué era mi amiga. No sé qué le dejé. Qué di.
Es la primera vez que cuento esta historia, demasiado llena de realidades ajenas. Cada vez que me falla la memoria o creo resbalar entre recuerdos falsos, llamo a mi padre y le pregunto, aun cuando sé que las cosas de la muerte le hacen mal. En julio de este año, mi padre y su amigo Carlos, el hermano mayor de mi amiga Luisa, pasaron un domingo pescando. Una semana después, Carlos se murió de cáncer. Pero, aunque sé que las cosas de la muerte le hacen mal, cada vez que me falla la memoria, o creo resbalar entre recuerdos falsos, llamo a mi padre y le pregunto por la hermana muerta de su amigo que recién murió. Y lo hago porque de eso vivo –de preguntar para contar historias– y porque esa es la vida que quiero tener. Con todos y cada uno de sus muchos, de sus muchísimos daños colaterales.
***
Escribí siempre, desde muy chica. En cuadernos, en el reverso de las etiquetas, en blocs, en hojas sueltas, en mi cuarto, en el auto, en el escritorio, en la cocina, en el campo, en el patio, en el jardín. Mi vocación, supongo, estaba clara: yo era alguien que quería escribir. Pero, si la escritura se abría paso con éxito en ese espacio doméstico –el jardín, el patio, el cuarto, el escritorio, la cocina, etcétera–, no tenía idea de cómo hacer para, literalmente, sacarla de allí: de cómo hacer para, literalmente, ganarme la vida con eso. ¿Estudiando letras, ofreciendo mi trabajo en las editoriales, empleándome en una hamburguesería y escribiendo en los ratos libres? Si durante mucho tiempo esa incertidumbre permaneció agazapada, cuando cumplí quince años, y tuve que pensar en el futuro, los diques se rompieron y pasó lo que tenía que pasar: angustia y confusión cubrieron todo. Y, en medio del desastre, me aferré a dos abstracciones peligrosas: mi optimismo oscuro y la certeza de que, entre la espada y la pared, siempre podría elegir la espada.

Fue en esos años confusos cuando llegué a Madame Bovary. Y, ya saben, pasó lo que pasó.

Luisa, mientras tanto, terminó el colegio secundario, empezó a trabajar como secretaria de mi padre y, paralelamente, ingresó a un profesorado de biología en Junín. Eso le permitiría ahorrar algún dinero y tener una profesión para marcharse después a estudiar, más y mejor, a un prestigioso instituto de biología en Buenos Aires.

Quiero decir que Luisa tenía un plan. Y que yo, en cambio, no tenía nada.
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Es 7 de agosto y, mientras escribo, me topo con un texto llamado “Contra Flaubert”, del escritor chileno Rafael Gumucio, que dice que Madame Bovary es, para Flaubert, “una venganza contra su padre, contra sus tíos, contra toda la ciudad de Rouen y sus alrededores pero, más ampliamente aún, es una novela contra la gente que trabaja y tiene hijos, contra las mujeres infieles, pero también contra los hombres fieles, contra los libros, contra las monjas, contra los republicanos, contra las carretas de bueyes, los jueces, los boticarios y contra la ley de gravedad”. Y, mientras leo, pienso que hace falta la mitad de la vida para entender cosas que suceden en minutos.
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Tenía diecisiete años cuando dejé Junín para irme a Buenos Aires y estudiar una carrera que me importaba poco pero me permitiría vivir sola, hacerme adulta, tener algo parecido a un plan.

Luisa se quedó en Junín, estudiando su profesorado, trabajando con mi padre, y empezó a noviar con un chico que, como ella, tenía nombre de viejo: Rogelio. Poco después, quedó embarazada y se casó.

No recuerdo haber ido al casamiento pero sí que, dos años más tarde, durante una de mis visitas a Junín, nos encontramos y me contó que iba a renunciar al empleo y a dejar por un tiempo los estudios para mudarse a un pueblo de 900 habitantes llamado Germania, donde su marido había comprado una farmacia. Recibí la noticia como si algo terrible fuera a sucederme a mí, pero Luisa parecía feliz y se reía, y yo pensé que a lo mejor no la había conocido nunca.
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Pienso ahora que Madame Bovary es, quizás, una novela contra los hijos, contra el futuro, contra las ilusiones, contra la intensidad, contra el pasado, contra el porvenir, contra las ferias, contra los carruajes y contra los ramitos de violetas: una novela contra sí misma cuyo milagro mayor reside en la eficacia con que inocula en sus lectores la incondicionalidad fulminante que solo producen personajes como Emma o como, digamos, Hannibal Lecter: una incondicionalidad incómoda, generada por todos los motivos equivocados, pero absolutamente radical. Para decirlo simple: aunque yo nunca la querré, le seguiría los pasos hasta el más mísero confín.
***
Luisa se mudó a Germania a fines de los años ochenta. El pueblo, a unos 100 kilómetros de Junín, estaba por entonces unido al mundo por un camino de tierra que se volvía intransitable con la lluvia. Ella hacía de madre y atendía la farmacia de su esposo mientras yo, en Buenos Aires, seguía desorientada pero ardía eufórica, rodeada de nuevos amigos que tenían hábitos dignos de jinetes del apocalipsis.

Y, en algún momento, supongo que simplemente la olvidé.
No sé dónde ni cómo escuché por primera vez la palabra “bovarismo”. Una definición a mano alzada permitiría repetir con Wikipedia que el bovarismo es “el estado de insatisfacción de una persona, producido por el contraste entre sus ilusiones y la realidad, que suele frustrarlas”. Hoy, mientras escribo, pienso que Luisa ya no está entre los vivos, pero que Emma Bovary, con sus volcánicas contradicciones, con sus arrebatos, con su desmesurado bovarismo, sigue viva. Para mi infinito deleite, para mi profunda indignación.
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Cada tanto llegaban, desde Germania, noticias tristes: el camino de tierra se hacía a menudo intransitable; la farmacia no marchaba bien y tenía deudas, y Luisa, otra vez embarazada, había abandonado los estudios.

En Buenos Aires yo había terminado una carrera que jamás ejercí y, confiada en mi optimismo oscuro y en mi teoría de la espada y la pared, había dejado un relato en el diario Página/12, donde el director lo había publicado y, sin saber nada de mí, me había ofrecido empleo. Así, de un día para otro, en 1991, me hice periodista y entendí que eso era lo que siempre había querido ser y ya nunca quise ser otra cosa.

Entonces, un día de un mes de un año que no sé precisar, mientras regresaba del periódico o me apuraba para llegar al cine o cocinaba arroz o quién sabe, la mejor amiga de mi infancia caminó hasta la trastienda de la farmacia de su marido, hundió la mano en un pote de arsénico y comió, comió, comió.

Fue mi padre el que llamó para avisarme.

***
Del velorio, que se hizo en Junín, recuerdo poco. Sé que la toqué, porque tocarla me parecía respetuoso: era una forma de decir “No me das asco”. Luisa tenía los labios unidos con pegamento y una tela de broderie blanca, en torno al cuello, que me enfureció porque la hacía parecer idiota. Después, alguien me dijo que era para cubrir las manchas. En algún momento escuché un grito que llegaba desde la calle: “¡Asesino hijo de puta”. Cuando me asomé a la puerta vi que los parientes, los amigos, los vecinos, se agolpaban en torno a Rogelio, el marido de Luisa, que trataba de bajar de un auto. Se decía que le había sido infiel y la conclusión de todos era obvia: Luisa se había matado por su culpa porque, de otro modo, las chicas como Luisa no se matan.

Pero yo hacía rato sabía que sí.

Que bastan un error y un cruce de caminos.

No recuerdo haber ido al cementerio pero dice mi padre que fui y que, incluso, ayudé a cargar el ataúd.

Después supe que, antes de morir, Luisa rogó con desesperación que la salvaran, pero no pudieron llevarla a un hospital porque los caminos estaban anegados.

***
Y ese, así, fue el final de todo.

No hay conclusión, no hay fuegos de artificio. No hay epifanía. No se sabe, en fin, qué pensar.

Yo, la chica oscura con la cabeza intoxicada por fantasías descomunales, tuve la vida que quería tener. Luisa, la chica buena y sencilla que al fin solo quería casarse y tener hijos, está muerta. Fin de la historia.

¿Conclusiones? De tan obvias, dan asco: que la más potencialmente bovarista de las dos terminó siendo la menos bovariana del asunto. Y que la menos bovariana de las dos resultó una bovarista literal.

¿Hace falta decir, también, lo evidente?

Luisa se murió en un mundo en el que no había internet ni doctor Google. Y fue por la divina gracia de Emma Bovary como supe, por entonces, que durante mucho rato después de tragar el arsénico mi amiga no tuvo más síntoma que un desagradable sabor a tinta, y que más tarde llegaron, en este orden, las náuseas, los vómitos, el frío glacial, el dolor en el abdomen, los vómitos de sangre, los calambres, la asfixia.

Los años pasaron y, en algún momento, Madame Bovary dejó de ser para mí un libro sobre gente mediocre que se cree especial y empezó a ser un comentario implacable sobre la humillación y el amor, una advertencia feroz sobre la importancia de nuestras decisiones y sobre el peligro de estar vivos.

Yo casi no pienso en Luisa. No veo a sus hijos. No he vuelto a ver a su marido. Pero Madame Bovary forma parte de lo que soy. O, para no parecer tan rimbombante, digamos que me dejó huella. O, para parecer todavía menos rimbombante, digamos que es probable que mi lema anarcoburgués –hacer lo que me da la gana sin joderle la vida a ningún prójimo– sea una reacción a aquellas primeras lecturas en las que Emma Bovary me parecía un mecanismo, desorientado y caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa, sin detenerse a pensar en los daños, en los temibles daños, en los inevitables daños colaterales.

Han pasado muchos meses desde la tarde de abril en que empecé a tomar estas notas, y años desde que era una adolescente con angustia y sin un plan. Y, otra vez, no hay conclusión, ni epifanías. Hay evidencias: Luisa está muerta, y Madame Bovary, como una máquina de atravesar los siglos, me sigue susurrando su mensaje voltaico, su terrible canción: cuidado, cuidado. Cuidado.

Nota: este texto fue leído en el ciclo de Conversaciones Literarias en Formentor, en la mesa redonda “Grandes damas y mujeres fatales”. Los nombres de algunos personajes fueron modificados para la publicación de este texto.

(Buscar un título nuevo, este no me gusta)

viernes, 19 de julio de 2013

La mujer que escribió Frankestein

La lección de anatomía

Tenía tan solo dieciocho años cuando escribió Frankenstein. Y en cierta medida, Mary Shelley quedó atrapada en esa leyenda por el resto de su vida. Pero no se trató de una obsesión. El monstruo desencadenado representó toda una época y una manera de entender la relación con los cuerpos y el dolor. Por eso, en La mujer que escribió Frankenstein, un libro inclasificable y sumamente original en la literatura argentina reciente, Esther Cross no sólo reconstruyó su historia personal sino que, rebasando la biografía, se sumergió en las entrañas de un país como Inglaterra en los primeros tramos del siglo XIX, en su literatura, sus médicos y sus muertos.

Por Mariana Enriquez
 
Empezó con un corazón. En una biografía breve, de las que suelen incluirse como prólogo de libros clásicos, Esther Cross leyó que Mary Shelley se había guardado el corazón de su marido, el poeta Percy Shelley, y lo conservó hasta su propia muerte envuelto en páginas del poema “Adonais”. Ahora no puede recordar en qué edición de Frankenstein estaba esa mención a la reliquia –una de Losada, cree, perdida en la última mudanza– pero sabe que ése fue el momento del impacto: pensar en la mujer que escribió Frankenstein, que inventó a ese ser sin nombre armado con pedazos de cuerpos, aferrada al corazón de Shelley. Y también la historia sobre cómo hizo para quedarse con el corazón: Shelley se ahogó en un naufragio poco después de salir desde Livorno en su barco, el Don Juan, en 1822. El cuerpo fue cremado en la playa, según las normas pre victorianas y uno de los amigos presentes en ese funeral vikingo rescató de las llamas el corazón, para dárselo a Mary.
“Al principio este libro era una especie de canto al corazón con reflexiones: algo raro”, cuenta Esther Cross. “Pero cuando me puse a investigar, a leer, fue como abrir la tapa de una tumba. Esa anécdota es muy despreciada por los biógrafos ‘serios’: supongo que es un chisme morboso equivalente a un episodio de Intrusos hoy. Parece que ella peleó con su amigo Leigh Hunt por parte del corazón, que Lord Byron, también presente en la cremación, quería la calavera y no se la dieron porque solía usar cráneos como ceniceros... Pero a mí me fascinaba justamente lo morboso, pensar en esa mujer puesta en esa situación. Cómo pidió quedarse con un órgano. Ella tenía 25 años cuando quedó viuda. En esa época no había fotos y, de recuerdo, la gente solía guardarse una parte del otro, algo físico, por lo general el pelo. Pero ella quiso algo más: quiso el corazón. Me di cuenta de que Mary Shelley llevaba todo al extremo, a veces involuntariamente. Que era una esponja del romanticismo. Y que por eso, como escritora, fue la voz de su época.”
Esa fascinación inicial se hizo enorme cuando Esther Cross siguió leyendo sobre Mary Shelley y se encontró con sus padres, los intelectuales Mary Wollstonecraft y William Godwin, autor de Ensayo sobre los sepulcros; cuando dio con la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra, una época dominada por sociedades clandestinas de cirujanos y ladrones de cuerpos, los resurreccionistas, las colecciones de curiosidades médicas, los teatros anatómicos, el horror y el interés por los cuerpos vivos y muertos. Cuando se encontró con la vida errante de Mary Shelley y su familia, que viajaba constantemente y en los viajes escribía, no sólo Frankenstein, sino novelas históricas, de ciencia ficción, biografías de escritores, crónicas. Todos esos textos, esas historias de medicina forajida y cementerios violados, de operaciones sin anestesia y amantes que escriben bajo los efectos del láudano se convirtieron en La mujer que escribió Frankenstein, un libro hermoso y extravagante que Esther Cross no quiere definir: “Supongo que lo más adecuado es llamarlo ‘ensayo’ pero, cuando se lo pasaba a amigos para que lo leyeran, algunos me lo devolvían diciendo ‘qué buena la novela’ o ‘cómo me gustó la biografía’”.
Pero no es una biografía de Mary Shelley. –No, nunca quiso serlo. No lo presento así. Digamos que es mi primer texto de no ficción. No sólo lo primero: hasta ahora, lo único de no ficción, aparte de algunos artículos. Antes había armado libros de entrevistas, pero no es lo mismo. Lo edité muchísimo: quería que hablaran los documentos, no quería hablar yo. Terminó ganando el material.
Es un libro muy distinto de tu ficción; no hay nada en Kavannagh o La señorita Porcel o Radiana, por ejemplo, que anticipe esta fascinación gótica. A lo mejor se puede rastrear en tus traducciones, en el gótico sureño, en Goyen... Pero esto es otra época, y es más extremo. –Es muy distinto a mi ficción; no tiene mucho que ver con mi literatura hasta ahora. Siento que me fue atrapando un mundo. Ese momento, los años de vida de Mary Shelley, marcaron el momento de entrada de los cuerpos en el mercado. Era fácil hacer una relación con lo que pasa hoy con el cuerpo, pero desde que empecé a escribir traté de poner esa interpretación entre paréntesis porque era trampear el material o forzar la lectura. Pero, la verdad, fue eso lo que me fascinó. Cómo, en esa época y con Mary Shelley como médium, aparece el cuerpo en la literatura; y el lugar central de la medicina, el morbo del cuerpo manoseado y explícito. Y también cómo toda esa convivencia con la muerte era al mismo tiempo un culto a la vida, un poner a la vida biológica frente a todo, en primerísimo lugar. Igual que ocurre ahora, en nuestro tiempo.

LO QUE DICEN LOS CUERPOS

La mujer que escribió Frankenstein es un libro sobre Mary Shelley, sobre su época y su obra, sobre los personajes de la medicina clandestina y la Londres negra, sobre algunos escritores románticos y algunos cirujanos famosos –todos en un desfile compacto y absorbente, como un gabinete de curiosidades literario– pero, sobre todo, es un libro sobre el cuerpo. En sus páginas, con un estilo sobrio y filoso, se corta carne como en una mesa de disección, carne viva y carne muerta. “No había anestesia y los médicos tenían que ser rápidos como magos”, escribe en el capítulo “La sangre de las bestias”. “Un buen cirujano podía abrir, encontrar, extirpar cálculos y coser en quince minutos. Cada minuto que se salvaba era importante porque el dolor podía matar al paciente.” O en el capítulo “Londres”: “El señor Martin van Butchell, dentista y médico especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van Butchell cobraba la entrada”. O en “Los pobres muertos”: “Los vendían, los revendían y los exportaban. Les inyectaban conservantes. El mercado tenía sus tablas de cotización. Los viejos valían menos. Entre 1790 y 1832, el precio del cuerpo humano se triplicó”.
Los cuerpos se roban, se abren, se venden: pero están mudos. Esther Cross cuenta que no fue sólo Mary Shelley quien le dio la llave para entender esta época morbosa como escritora que parió la aparición de la voz del cuerpo: esa noción, y el tema del libro, se terminaron de redondear cuando encontró a otra mujer, la escritora Fanny Burney. Así la describe: “Escribía novelas, sátiras, cartas, diarios. Fue la primera escritora inglesa reconocida fuera de Inglaterra. Podía transformar sus años de aburrimiento en la corte en una crónica excelente. Se reía, desde adentro, de la alta sociedad”. Esta autora, que vivía en París, fue sometida a una mastectomía sin anestesia y lo contó, con detalles precisos y sangrientos, en una carta tan explícita que incluso fue censurada cuando se recopiló su correspondencia. El cirujano fue el barón Larrey, médico de Napoleón, capaz de amputar en menos de un minuto; pero le costó casi veinte extirpar el pecho de Fanny. Ella escribe: “Hundieron el metal en mi pecho. Cortaron venas, arterias, carne, nervios. No tuvieron que decirme que gritara. Solté un grito que duró todo el corte. Sentí que el cuchillo tocaba el esternón ¡y que lo raspaba!”
Esther Cross dice que, cuando encontró esta carta, su fascinación dejó de parecerle caprichosa. Y el hallazgo fue, increíblemente, muy lateral. “Me enteré de la carta en un libro sobre descubrimientos, de divulgación, en el capítulo sobre cómo se descubrió la anestesia. No aparecía completa, claro, eran apenas dos renglones. Cuando la leí entera me conmoví, me estremecí y entendí: Fanny Burney tuvo que contar su operación porque era el momento en que el cuerpo humano necesitaba hablar. Y más aún: necesitaban hablar los pacientes. Me di cuenta que había algo más que mi propio embale con esta época.”
Decís que Mary Shelley y Fanny Burney le dieron voz al cuerpo, lo revivieron. –Es así. Hasta donde yo sé, son las primeras. Y creo que tiene que ver el hecho de que fueran mujeres. Creo que el crítico Mario Praz dice que sólo ellas pudieron haber captado lo terrible, lo peligroso, de la ciencia y la medicina; que sólo mujeres podían ser la voz de los pacientes.
Se mezcla literatura y medicina...
–No solamente literatura: el lenguaje clínico pasa a lo privado. Fanny Burney cuenta, en sus cartas y diarios, cómo se muere el marido. Es una historia de la agonía con detalles insólitos. William Godwin hace lo mismo con su esposa Mary. Son textos que parecen historias clínicas, sumamente técnicos. No dicen que sufrió mucho, no son pudorosos: dan reportes, horarios, síntomas, remedios, vendas, sudoraciones, fiebres, colores de la piel. Los registros médicos entran en los registros de vida. Son testimonios. Creo que recién vuelven a aparecer con semejante fuerza en la literatura del sida de los años ’80 y, en años más recientes, en los testimonios sobre el cáncer o la agonía, que es un género de memoir muy reciente e increíblemente exitoso. Pero sobre todo los autores que escriben sobre el sida toman la voz y hacen hablar al cuerpo, de forma militante y clínica, apropiándose de ese lenguaje para decir algo que de otra manera no se puede decir.
Y Mary Shelley es capaz de contar todo esto. –Era su mundo, lo vivía. Muchos de sus hijos murieron y ella también lo registraba. Cuando muere su hija en la cuna, escribe en su diario: “Por su expresión era evidente que había tenido convulsiones”. Como todos en su época, les tenía miedo a los médicos y a la vez los admiraba. Los creía capaces de lo más terrible y lo más maravilloso.
En La mujer que escribió Frankenstein todos los médicos e incluso los resurreccionistas forajidos tienen algo de héroes. –Es que los ladrones eran necesarios para que los médicos pudieran estudiar. ¿Cómo iban a saber dónde hacer un corte, si no? No alcanzaba con los cuerpos de los condenados a muerte, que se entregaban para las universidades. Esos tipos eran genios: estaban estigmatizados, pero operaban en auditorios llenos de gente, con pacientes gritando desesperados, sin perder un minuto. Si no, la gente se les moría. A Fanny Burney, que es una antecesora de Jane Austen, la salvaron: gracias a esa operación terrible llegó a vieja, murió con más de 80 años en una época en que la gente se moría a los 50. Esa carta terrible habla de las dos cosas: de lo valiente que fue ella frente al horror y el dolor, y de ese médico que le salvó la vida, que sabía lo que hacía en las más extremas condiciones. De hecho, ella lo llama “el buen doctor Larrey” y se enternece porque la mira “pálido y con dolor”.
¿Siempre te interesó la medicina como tema? –Lo tenía un poco oculto, pero sí, siempre. Me parece, de todos modos, que es un tema muy presente en nuestro tiempo, medio inescapable. También me fasciné con los museos de anatomía. Cuando escribía este libro pensaba en la exhibición Bodies, en las disecciones públicas de Gil Hedley en Estados Unidos y en los programas-realities sobre operaciones estéticas o sobre emergencias médicas que son muy explícitos, como un teatro anatómico por televisión. Pero pensaba también que aunque la relación con el cuerpo vivo en la época de Frankenstein puede tener un reflejo, un eco, con los cuerpos de hoy, la relación con los muertos es muy distinta. Entonces era de comunicacón. Mary le habla a Shelley todo el tiempo. Dice que no es un fantasma lo que escucha: que es la voz de su marido. Es la época del nacimiento de los cementerios como ciudades de muertos: se puede pasear por ahí, son lugares de encuentro, de juego, se leía entre las tumbas. Ahora son como campos de golf, están lejos de las ciudades, no hay árboles, no te podés sentar. Cuando el cuerpo ya no está vivo, todo se termina.

LA MUJER MONSTRUO

Mary Shelley es el hilo conductor de estas guerras contra la muerte, la voz que encarna los discursos de la época y la que es capaz de sintonizarlos no sólo por su extraordinaria sensibilidad, sino porque su vida fue una especie de condensación romántica. Escribe Esther Cross: “Mary Shelley fue una pieza clave del mundo que la formó. Reveló la realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo, la definió. Hay escritores que fundan su contexto, y ella creció en la época de Frankenstein”. Y, más adelante: “En un juego recíproco de influencias, la novela de Mary Shelley, por su parte, acentuó el miedo a los ladrones de tumbas, a la disección, a los cementerios, a los médicos y a algo más temible que la muerte: lo que los seres humanos hacían con ella”.
La niña que creció en la época de Frankenstein escapó de su casa a los 16 años con un poeta romántico que era vegetariano y creía en el amor libre; aprendió a leer en el cementerio, deletreando lápidas, especialmente la de su madre, lugar de peregrinación para los admiradores de la pionera feminista, autora de Vindicación de los Derechos de la Mujer; fue amiga de Lord Byron, viajó la mitad de su vida adulta, y mientras tanto escribía, perseguida por las deudas, la muerte de sus hijos, un padre demandante y el suicidio de la ex mujer de Shelley, tragedia que –entre otras cosas– la condenó socialmente. Tenía 18 años cuando escribió Frankenstein y la idea se le apareció aquella famosa noche en casa de Lord Byron en Ginebra, cuando los amigos –Mary, Shelley, Byron, su médico Polidori y Claire Clairmont, hermanastra de Mary y amante de Byron– se propusieron escribir un cuento de terror, una historia que “les helara la sangre”. A Mary se le apareció el estudiante de anatomía pálido, agachado sobre el cadáver, sobre restos humanos, a Polidori, famosamente, el primer cuento de vampiros moderno, casi 80 años antes del Drácula de Bram Stoker. “Escribí poco sobre esa noche, ¡hay tanto y tan bien escrito!”, dice Esther Cross. “Fue un alivio no tener que volver a narrar ese encuentro: me permitió concentrarme en otros aspectos. Por ejemplo, contar que Claire Clairmont, ya muy vieja, conoció a Henry James y le inspiró Los papeles de Aspern. Descubrir que cuando Mary decide darle vida al monstruo con una descarga eléctrica, está citando los experimentos con energía galvánica del profesor Aldini, que provocaban contracciones en cuerpos muertos. En un momento se pusieron de moda, se llamaban Las Danzas de las Convulsiones Tónicas; las prohibieron en 1804.”
¿Creés que a ella la fascinaban estos casos? –Como a cualquiera de su época. Creo que le daba mucho más miedo que morbo. Realmente escribió Frankenstein como una historia de horror: ni siquiera investigó, se basó en lo que leía en los diarios. Los recortes se consiguen y son escalofriantes. No era una mujer morbosa, me parece. Más bien era una mujer de vida muy intensa y una escritora profesional. Ganaba plata con lo que escribía, tenía que sostener su estilo de vida, las deudas de su marido, mantener a su padre.
Pero se la ignora bastante en este sentido. –Se la ningunea muchísimo, no entiendo por qué. Lo mismo pasa con Fanny Burney, que debería ser famosísima. Hay, supongo, un desprecio de género, de Frankenstein como novela de ciencia ficción, también quedó aplastada por el éxito enorme que tiene el libro, incluso en su época. Frankenstein llega al teatro en vida de Mary Shelley, es igual a que hoy Hollywood adapte una novela. Durante la investigación le escribí a un especialista en Virginia Woolf preguntándole por qué ella nunca se había ocupado de Mary Shelley, si, por ejemplo, había escrito sobre las Brönte... Se especula con que a Woolf no le gustaba Frankenstein. El especialista me dio la típica respuesta de un inglés: que lo único que se sabe de por qué Woolf no escribió sobre Mary Shelley es que no escribió sobre Mary Shelley.
¿Y qué te parece la biografía de Muriel Spark? –Me pareció muy informativa y un poco fría. Pero creo que entiendo esa sequedad, sobre todo después de leer todo lo que hay, que es muchísimo, desde las propias cartas y diarios de Mary hasta los de sus amigos, como Trelawney, por ejemplo, que es un maldito, le chorrea sangre de la boca cuando escribe, cuenta cosas tremendas de Mary, desde que tenía poco pelo y piernas cortas hasta que le hacía espantosas escenas de celos a Shelley. Spark depuró mucho, editó lo tortuoso: creo que se le fue la mano. A lo mejor quería rescatar a esta mujer como escritora seria y sacarle el chisme, el morbo y todo lo monstruoso. Quiso limpiarla de todo eso, no quiso caer en las interpretaciones, en la relación de vida y obra. Está buenísimo como gesto, pero uno quiere a ese monstruo. Y yo no creo que su vida tortuosa y novelesca la banalice o disminuya como escritora, al contrario. Entiendo sí que ese rescate higiénico haya sido necesario en otra época.
¿Y a vos te gusta Frankenstein?
La mujer que escribió Frankenstein. Esther Cross Emecé 200 páginas
–Me parece una novela extraordinaria. La primera versión, de 1818 –porque después Mary la corrigió, la adaptó, la hizo más digerible– es una obra maestra. La segunda aparece en 1823, con su nombre, y le baja algunos decibeles. No se sabe bien por qué lo hizo: por una cuestión de mercado, seguramente. Ella no les daba mucha importancia a los textos: la vida le pasaba por arriba. Escribe siempre a las corridas y necesita tener ingresos. Lo que es impresionante es el lenguaje. Ella le mostraba el texto a Shelley, que le hacía correcciones; y él se lo complicó bastante. Como era poeta, le retorcía el estilo. Mary escribía en un lenguaje muy sencillo. Tenía 18 años y sin embargo se dio cuenta de que si quería contar esa historia tan loca, tenía que ser muy directa, una decisión absolutamente adelantada a su época, que era puro exceso gótico.
¿Y las demás novelas? –Matilda es una muy buena novela, y son notables sus Vidas de escritores. Pero, en general, las escribe muy por trabajo, sin ese genio ni la capacidad de capturar una época de Frankenstein. Hay una, sin embargo, que es genial: El último hombre. Es una novela de ciencia ficción sobre la plaga, una peste mata a la humanidad. La gente se moría por cualquier bacteria en la primera mitad del siglo XIX y sin embargo, en esa época, no se escribía nada como El último hombre. Y menos en el estilo de esa novela, que también es muy directo, muy moderno. Mary Shelley estaba adelantada, iba más rápido que todos los demás. Estaba tan hundida en su tiempo que, paradójicamente, tenía más perspectiva. Podía ver más, mejor y más lejos.