Mundos íntimos. La página, el ring y una misma soledad.
Dar y recibir golpes enseña a mantener una mente sin distracciones y a separar lo importante de lo accesorio, asegura el autor. El logró trasladar estas cualidades a su rutina de escritura y –asegura– lo sorprendió el resultado. Por Patricio Eleisegui. Escritor y periodista. Entre sus libros destaca "Nubes de polvo sopladas a cañonazos".
Escribo y, como quien no quiere la cosa, repaso
mis nudillos. Colorados, ásperos de piel agrietada, azulados por algún
moretón de la última semana.
Es en momentos como este cuando me
vuelve a la cabeza la voz de mamá, Marta, y sus frases de marzo pasado.
“¡Ay, hijo! ¡Qué necesidad!”, había dicho, entre molesta y espantada.
Enfermera de primera profesión, me había sorprendido poniéndome una camisa y los hematomas en las costillas; sin ropa, no tenía manera de disimularlos.
No
había mucho que argumentar. Corté camino con un “El Almagro, mamá. Ya
sabés. Fue en el Almagro Boxing Club”. “¿A vos te parece que te peguen
así? ¡Sos un escritor!”, siguió. No dije nada y seguí renegando con la
camisa.
¿Cómo explicarle que un par de manos vendadas y dos guantes me habían dado, en cierto punto, una mejor letra? ¿O qué sólo podía escribir si seguía el ida y vuelta de la bolsa, el paso casi arrastrando el pie de apoyo, o el repiqueteo del puchinbol?
¿Podría convencerla de que me volví un autor a fuerza de aguantar abdominales, ganchos y uppercuts
? Porque todo empezó hace casi cuatro años, cuando empujé por primera
vez esa misma puerta de chapa que alguna vez hicieron a un lado leyendas
como Pascual Pérez o Luis Ángel Firpo.
Llegué al ring para repetir la receta de rinoceronte cargando contra un camión
que aplicaba en los textos. Puro corazón, mucho de poesía, pero muy
poco de argumento. La derecha en punta, en plena pera, del primero que
tuve enfrente me enseñó que el músculo no servía de mucho. Que en
realidad lo que tenía que usar más era la cabeza.
Aprendí bien
rápido que hasta caminaba equivocado. Pero también percibí casi al
instante que en el rebote en la cuerda, en el puño marcado en el cuerpo
del otro, había una suerte de alivio, de respuesta a la confusión de la
vida diaria. Sin importar con qué fuerza diera el golpe, el impacto
pleno del guante empezó a separarme de lo accesorio. Y a dictarme líneas
claras, concretas.
Ahí, sin darme cuenta, empecé realmente a escribir.
Nuevas historias, mejores a mi criterio,
porque ahora sí tenía la mente clara y precisa: sin distracciones.
Creativa. Porque cuando suena la campana, y uno carga con un guante en
cada mano, la desatención se paga con una nariz roja o un ojo negro. Y
quien que no inventa, no juega con la cintura, el cuello y las piernas,
es candidato a terminar sentado sin saber de dónde vino el ladrillo que
acaba de tumbarlo.
Sin querer, en el machacar la zona baja del que
te ponen enfrente, había encontrado el canal que no tuve a los 12 años,
cuando vivía en Sierra de la Ventana, y a la familia le tocó
sobrellevar la hiperinflación de Alfonsín aplacando el hambre con polenta y carne de ciervo.
Inviernos de nieve y heladas desafiados con los pocos troncos y ramitas
que podíamos juntar con mis hermanos en los bosques cercanos. Amigos
enojados con la infancia, igual que yo, con los que me reunía para
apedrear los ventanales de las casas cerradas de los ricos que, en pleno
país quebrado, seguían dándose el lujo de vacacionar en mi pueblo cada
verano.
O que no tuve a los 16, en los tiempos en que nos tuvimos
que mudar a un garaje, y que aguanté a fuerza de quemarme el hígado con
vodka, ginebra y vino de cajita todos los fines de semana, saltando desnudo de un puente al río helado de julio, y entre abrazos de los amigos al final de picadas sobre calles de rocas filosas en autos siempre destartalados.
Hace casi cuatro años, entre transpiraciones, abdominales y espinales, encontré la fórmula para trasladar a una hoja las desesperaciones y desencantos que empezaron a acumularse al poco tiempo de haber llegado a Buenos Aires, en 1999.
La
convivencia en Balvanera con dos extraños que conocí el mismo día que
papá me trajo a la capital para estudiar ese periodismo que, apostaban
en la familia, me iba a matar de hambre. La caminata por calle
Corrientes para que el paisanito, yo mismo, vea por primera vez el Obelisco,
el Cabildo, y la Casa Rosada. La cola en esa misma avenida, al segundo
día de estar en la gran ciudad, que me interrumpió el paso. Cola que
seguí por una escalera, confiado en el verso de alguien que dijo “Hoy
inauguramos este boliche, pasen, pasen, que es gratis”, y al final
resulta que se trataba de un cabaret. Un tugurio totalmente oscuro en el
que una mujer me tomó de la mano previo “Vení por acá, papito”.
Tuvo
que pasar mucho tiempo para que el ida y vuelta de la bolsa en el
Almagro Boxing Club me diera certezas de lo que debía hacer. No la tuve a
mano en la casa de estudiantes de Constitución, cuando el estallido
social de 2001 me puso contra las cuerdas y durante meses armé y desarmé
el bolso siempre bajo el pánico de tener que pegar la vuelta al pueblo. A papá le pagaban con patacones y el milagro era encontrar quién te los agarrara.
El
quiebre de cintura, la mirada firme, y los pies livianos ahora me dan
la confianza que había perdido. Llegarían, entonces, nuevos peregrinajes
que enfrenté armado sólo con el bolso y los apuntes. Con algo adentro
que no sabía qué era, pero que empecé a soltar cuando me senté frente a
una computadora y alguien me dijo que eso que en lo que me estaba
iniciando se llamaba periodismo. Todavía costaba tener al día la luz, el
agua y el alquiler.
Hasta que un día me preguntaron si hacía cuentos. Que podía estar en un libro. Que me iban a pagar por eso.
Escribí con la panza y el corazón, como a lo largo de mi historia.
Las vivencias de un púgil que, como me había pasado a mí, tenía en la
resistencia a los golpes, en la capacidad para sobreponerse a cualquier
paliza, su mejor atributo. Un luchador que casi no sabía golpear pero al
que le sobraba valor para resistir. Que suplía con lucidez mental la
dificultad de habitar un cuerpo marchito. Al texto le puse Cacho de Fierro. Nunca más me volvieron a cortar el gas.
Mientras
lo escribía y tropezaba con párrafos a veces incoherentes, caí en la
cuenta de que me faltaba un escenario, un punto real del cuál agarrarme,
para poder echar a andar la supervivencia tortuosa del protagonista.
Dediqué horas y caminatas tratando de encontrar en mi cabeza esa pieza
faltante. Hasta que una noche de llovizna me obligó a guarecerme junto a
un portón del que sobresalía un alero y un cartel. Levanté la cabeza y
leí: “Cuna de Campeones. Fundado el 30 de abril de 1923. Almagro Boxing Club. Escuela de Boxeo”.
Empujé la chapa y entré. Y ahí terminó de moldearse Cacho de Fierro.
Encontré el paisaje, las paredes y el olor que necesitaba; tuve la
primera noción de la técnica, y hasta pude permitirme imaginar la
coreografía que alguna vez utilizara el púgil del texto.
Llegaron
más cuentos y antologías, junto con un periodismo que se volvió tan
necesario como el aire al final de los saltos con la soga y las series
de fuerza de brazos. Empecé a usar más la cabeza. Una sucesión de
ganchos de izquierda rebotando en la guardia cerrada, perfecta, del
otro, me dieron el pie para parir un relato que, como pasa en cada
round, nació de combinar golpes de efecto.
De pronto tenía una novela surgida de capítulos que, en su mayoría, fui escribiendo al regreso de cada jornada de entrenamiento. Con el cuerpo dolorido, un antiinflamatorio al lado del vaso de la cena, pero con la mente precisa. Oxigenada.
A
los meses, ese texto, que cose historias de pueblo independientes pero
todas vinculadas al devenir del personaje principal, un repartidor de
galletitas, resultó finalista de un Premio Clarín. Al año siguiente,
ocurrió lo mismo. Todo a la sombra de abdominales, espinales, y
resoplidos de boca pegada al piso, sobre baldosas cubiertas de tierra
lavada con transpiración.
A fuerza de rounds frente a otro moviéndose arriba y abajo, esquivando derechas cruzadas, y ajustando los pulmones a las bocanadas cortas
que permite el protector bucal. A fuerza de resolverlo todo solo, igual
que cuando se enfrenta la hoja en blanco sabiendo que hay un obstáculo
que superar, la primera línea de lo que puede ser una nueva obra, pero
sin tener al alcance el cómo. Una orfandad que coloca al escritor y al
púgil en un rincón idéntico. Sin compañía. Sin auxilio. Sin banquito.
Pero cada mano soltada en jab se volvió el punto final de una página completa. Brotaron personajes como Garófalo,
ese asesino temible cuya mayor virtud es la de encontrar objetos
inhallables pero que, como siempre le escasean los trabajos, se gana la
vida contando chistes verdes por los pueblos de la provincia de Buenos
Aires. O relatos como Chola, que aborda el fenómeno de la lucha libre femenina en Bolivia.
También
hubo pausas, como cuando se terminan los tres minutos que dura un
asalto. Cierta vez tuvo lugar cuando internaron a papá por una
obstrucción renal y hubo que llorar y rezar a la distancia, pidiendo a
todos los santos para que saliera una maldita piedra.
El último
descanso fue en noviembre del año pasado, cuando lo que sentí como un
molesto dolor estomacal resultó ser un estallido de apéndice que me dejó
postrado más de un mes. La peritonitis me había contaminado los
pulmones de tal forma que, de no haberme operado de urgencia, mi estadía
abajo del ring hubiese sido para siempre.
Toda vez que por alguna razón dejé de boxear, también me fue imposible escribir.
Recuerdo la internación de fines de 2013: sobraba el tiempo pero
faltaba la claridad, la perspectiva. No había apuro ni rival a quien
resistirle la mano. No había desafío al que atender de forma inmediata,
como cuando surge la idea y hay que buscar con urgencia una lapicera y
un papel.
O como cuando te ponen en frente a un rival que, te
avisó alguien, boxea desde hace mucho más tiempo que vos. Y conoce y
pone en práctica las mañas que todavía no llegaste a descubrir. Fueron semanas en las que no pude más que memorizar canales y dormitar previa sesión de hipnosis con el televisor.
Pero
en estos cuatro años, los rounds ganados han sido más que los otros.
Los rivales me han sacudido la cabeza y las tripas de tal forma que lo
único que he hecho es, siempre según mi opinión, escribir más y menos peor
. Pero ¿cómo explicarle a una madre que una izquierda bien puesta en el
mentón del otro terminó por amigarme conmigo mismo? ¿Qué en trabar para
anular al que tengo enfrente encontré la fórmula para ser mejor del
otro lado de las cuerdas?
Por eso, ese f ue en el Almagro Boxing Club
ante la consulta alarmada y, si se quiere, recelosa de la leona que
vigilaba a su cachorro. Después de la queja, del ¡Sos un escritor!, no
hubo más que tiempo para terminar de abrochar la camisa y pedirle a la
madre preocupada que se apure.
Porque sí: en ese final de marzo de este año, estaba a minutos de dar inicio a una pelea nueva,
en un ring diferente. Y, como de costumbre, no quería llegar frío.
Tocaba presentar mi segundo libro en estos cuatro años que escribo
boxeando.
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