sábado, 14 de junio de 2014

El boxeo me convirtió en mejor escritor (Patricio Eleisegui)

 

Mundos íntimos. La página, el ring y una misma soledad.
Dar y recibir golpes enseña a mantener una mente sin distracciones y a separar lo importante de lo accesorio, asegura el autor. El logró trasladar estas cualidades a su rutina de escritura y –asegura– lo sorprendió el resultado. Por Patricio Eleisegui. Escritor y periodista. Entre sus libros destaca "Nubes de polvo sopladas a cañonazos".
Escribo y, como quien no quiere la cosa, repaso mis nudillos. Colorados, ásperos de piel agrietada, azulados por algún moretón de la última semana.
Es en momentos como este cuando me vuelve a la cabeza la voz de mamá, Marta, y sus frases de marzo pasado. “¡Ay, hijo! ¡Qué necesidad!”, había dicho, entre molesta y espantada. Enfermera de primera profesión, me había sorprendido poniéndome una camisa y los hematomas en las costillas; sin ropa, no tenía manera de disimularlos.
No había mucho que argumentar. Corté camino con un “El Almagro, mamá. Ya sabés. Fue en el Almagro Boxing Club”. “¿A vos te parece que te peguen así? ¡Sos un escritor!”, siguió. No dije nada y seguí renegando con la camisa.
¿Cómo explicarle que un par de manos vendadas y dos guantes me habían dado, en cierto punto, una mejor letra? ¿O qué sólo podía escribir si seguía el ida y vuelta de la bolsa, el paso casi arrastrando el pie de apoyo, o el repiqueteo del puchinbol?
¿Podría convencerla de que me volví un autor a fuerza de aguantar abdominales, ganchos y uppercuts ? Porque todo empezó hace casi cuatro años, cuando empujé por primera vez esa misma puerta de chapa que alguna vez hicieron a un lado leyendas como Pascual Pérez o Luis Ángel Firpo.
Llegué al ring para repetir la receta de rinoceronte cargando contra un camión que aplicaba en los textos. Puro corazón, mucho de poesía, pero muy poco de argumento. La derecha en punta, en plena pera, del primero que tuve enfrente me enseñó que el músculo no servía de mucho. Que en realidad lo que tenía que usar más era la cabeza.
Aprendí bien rápido que hasta caminaba equivocado. Pero también percibí casi al instante que en el rebote en la cuerda, en el puño marcado en el cuerpo del otro, había una suerte de alivio, de respuesta a la confusión de la vida diaria. Sin importar con qué fuerza diera el golpe, el impacto pleno del guante empezó a separarme de lo accesorio. Y a dictarme líneas claras, concretas.
Ahí, sin darme cuenta, empecé realmente a escribir.
Nuevas historias, mejores a mi criterio, porque ahora sí tenía la mente clara y precisa: sin distracciones. Creativa. Porque cuando suena la campana, y uno carga con un guante en cada mano, la desatención se paga con una nariz roja o un ojo negro. Y quien que no inventa, no juega con la cintura, el cuello y las piernas, es candidato a terminar sentado sin saber de dónde vino el ladrillo que acaba de tumbarlo.
Sin querer, en el machacar la zona baja del que te ponen enfrente, había encontrado el canal que no tuve a los 12 años, cuando vivía en Sierra de la Ventana, y a la familia le tocó sobrellevar la hiperinflación de Alfonsín aplacando el hambre con polenta y carne de ciervo. Inviernos de nieve y heladas desafiados con los pocos troncos y ramitas que podíamos juntar con mis hermanos en los bosques cercanos. Amigos enojados con la infancia, igual que yo, con los que me reunía para apedrear los ventanales de las casas cerradas de los ricos que, en pleno país quebrado, seguían dándose el lujo de vacacionar en mi pueblo cada verano.
O que no tuve a los 16, en los tiempos en que nos tuvimos que mudar a un garaje, y que aguanté a fuerza de quemarme el hígado con vodka, ginebra y vino de cajita todos los fines de semana, saltando desnudo de un puente al río helado de julio, y entre abrazos de los amigos al final de picadas sobre calles de rocas filosas en autos siempre destartalados.
Hace casi cuatro años, entre transpiraciones, abdominales y espinales, encontré la fórmula para trasladar a una hoja las desesperaciones y desencantos que empezaron a acumularse al poco tiempo de haber llegado a Buenos Aires, en 1999.
La convivencia en Balvanera con dos extraños que conocí el mismo día que papá me trajo a la capital para estudiar ese periodismo que, apostaban en la familia, me iba a matar de hambre. La caminata por calle Corrientes para que el paisanito, yo mismo, vea por primera vez el Obelisco, el Cabildo, y la Casa Rosada. La cola en esa misma avenida, al segundo día de estar en la gran ciudad, que me interrumpió el paso. Cola que seguí por una escalera, confiado en el verso de alguien que dijo “Hoy inauguramos este boliche, pasen, pasen, que es gratis”, y al final resulta que se trataba de un cabaret. Un tugurio totalmente oscuro en el que una mujer me tomó de la mano previo “Vení por acá, papito”.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que el ida y vuelta de la bolsa en el Almagro Boxing Club me diera certezas de lo que debía hacer. No la tuve a mano en la casa de estudiantes de Constitución, cuando el estallido social de 2001 me puso contra las cuerdas y durante meses armé y desarmé el bolso siempre bajo el pánico de tener que pegar la vuelta al pueblo. A papá le pagaban con patacones y el milagro era encontrar quién te los agarrara.
El quiebre de cintura, la mirada firme, y los pies livianos ahora me dan la confianza que había perdido. Llegarían, entonces, nuevos peregrinajes que enfrenté armado sólo con el bolso y los apuntes. Con algo adentro que no sabía qué era, pero que empecé a soltar cuando me senté frente a una computadora y alguien me dijo que eso que en lo que me estaba iniciando se llamaba periodismo. Todavía costaba tener al día la luz, el agua y el alquiler.
Hasta que un día me preguntaron si hacía cuentos. Que podía estar en un libro. Que me iban a pagar por eso.
Escribí con la panza y el corazón, como a lo largo de mi historia.
Las vivencias de un púgil que, como me había pasado a mí, tenía en la resistencia a los golpes, en la capacidad para sobreponerse a cualquier paliza, su mejor atributo. Un luchador que casi no sabía golpear pero al que le sobraba valor para resistir. Que suplía con lucidez mental la dificultad de habitar un cuerpo marchito. Al texto le puse Cacho de Fierro. Nunca más me volvieron a cortar el gas.
Mientras lo escribía y tropezaba con párrafos a veces incoherentes, caí en la cuenta de que me faltaba un escenario, un punto real del cuál agarrarme, para poder echar a andar la supervivencia tortuosa del protagonista. Dediqué horas y caminatas tratando de encontrar en mi cabeza esa pieza faltante. Hasta que una noche de llovizna me obligó a guarecerme junto a un portón del que sobresalía un alero y un cartel. Levanté la cabeza y leí: “Cuna de Campeones. Fundado el 30 de abril de 1923. Almagro Boxing Club. Escuela de Boxeo”.
Empujé la chapa y entré. Y ahí terminó de moldearse Cacho de Fierro. Encontré el paisaje, las paredes y el olor que necesitaba; tuve la primera noción de la técnica, y hasta pude permitirme imaginar la coreografía que alguna vez utilizara el púgil del texto.
Llegaron más cuentos y antologías, junto con un periodismo que se volvió tan necesario como el aire al final de los saltos con la soga y las series de fuerza de brazos. Empecé a usar más la cabeza. Una sucesión de ganchos de izquierda rebotando en la guardia cerrada, perfecta, del otro, me dieron el pie para parir un relato que, como pasa en cada round, nació de combinar golpes de efecto.
De pronto tenía una novela surgida de capítulos que, en su mayoría, fui escribiendo al regreso de cada jornada de entrenamiento. Con el cuerpo dolorido, un antiinflamatorio al lado del vaso de la cena, pero con la mente precisa. Oxigenada.
A los meses, ese texto, que cose historias de pueblo independientes pero todas vinculadas al devenir del personaje principal, un repartidor de galletitas, resultó finalista de un Premio Clarín. Al año siguiente, ocurrió lo mismo. Todo a la sombra de abdominales, espinales, y resoplidos de boca pegada al piso, sobre baldosas cubiertas de tierra lavada con transpiración.
A fuerza de rounds frente a otro moviéndose arriba y abajo, esquivando derechas cruzadas, y ajustando los pulmones a las bocanadas cortas que permite el protector bucal. A fuerza de resolverlo todo solo, igual que cuando se enfrenta la hoja en blanco sabiendo que hay un obstáculo que superar, la primera línea de lo que puede ser una nueva obra, pero sin tener al alcance el cómo. Una orfandad que coloca al escritor y al púgil en un rincón idéntico. Sin compañía. Sin auxilio. Sin banquito.
Pero cada mano soltada en jab se volvió el punto final de una página completa. Brotaron personajes como Garófalo, ese asesino temible cuya mayor virtud es la de encontrar objetos inhallables pero que, como siempre le escasean los trabajos, se gana la vida contando chistes verdes por los pueblos de la provincia de Buenos Aires. O relatos como Chola, que aborda el fenómeno de la lucha libre femenina en Bolivia.
También hubo pausas, como cuando se terminan los tres minutos que dura un asalto. Cierta vez tuvo lugar cuando internaron a papá por una obstrucción renal y hubo que llorar y rezar a la distancia, pidiendo a todos los santos para que saliera una maldita piedra.
El último descanso fue en noviembre del año pasado, cuando lo que sentí como un molesto dolor estomacal resultó ser un estallido de apéndice que me dejó postrado más de un mes. La peritonitis me había contaminado los pulmones de tal forma que, de no haberme operado de urgencia, mi estadía abajo del ring hubiese sido para siempre.
Toda vez que por alguna razón dejé de boxear, también me fue imposible escribir. Recuerdo la internación de fines de 2013: sobraba el tiempo pero faltaba la claridad, la perspectiva. No había apuro ni rival a quien resistirle la mano. No había desafío al que atender de forma inmediata, como cuando surge la idea y hay que buscar con urgencia una lapicera y un papel.
O como cuando te ponen en frente a un rival que, te avisó alguien, boxea desde hace mucho más tiempo que vos. Y conoce y pone en práctica las mañas que todavía no llegaste a descubrir. Fueron semanas en las que no pude más que memorizar canales y dormitar previa sesión de hipnosis con el televisor.
Pero en estos cuatro años, los rounds ganados han sido más que los otros. Los rivales me han sacudido la cabeza y las tripas de tal forma que lo único que he hecho es, siempre según mi opinión, escribir más y menos peor . Pero ¿cómo explicarle a una madre que una izquierda bien puesta en el mentón del otro terminó por amigarme conmigo mismo? ¿Qué en trabar para anular al que tengo enfrente encontré la fórmula para ser mejor del otro lado de las cuerdas?
Por eso, ese f ue en el Almagro Boxing Club ante la consulta alarmada y, si se quiere, recelosa de la leona que vigilaba a su cachorro. Después de la queja, del ¡Sos un escritor!, no hubo más que tiempo para terminar de abrochar la camisa y pedirle a la madre preocupada que se apure.
Porque sí: en ese final de marzo de este año, estaba a minutos de dar inicio a una pelea nueva, en un ring diferente. Y, como de costumbre, no quería llegar frío. Tocaba presentar mi segundo libro en estos cuatro años que escribo boxeando.

No hay comentarios: