domingo, 28 de diciembre de 2014

Lincoln y Marx (Por José Pablo Feinmann)




Fue la batalla más sangrienta de la Guerra Civil norteamericana. Larga y sangrienta. Se extendió del primero al tres de julio de 1863. Lincoln no estuvo ahí. El general de la Unión fue George A. Meade y el de la Confederación, Robert E. Lee, brillante estratega cuya sabiduría no alcanzó esta vez para llevar sus hombres a la victoria. 

Pero Abe Lincoln (Abe se le decía desde sus años jóvenes) llegaría después para pronunciar uno de los más célebres discursos de la historia universal. Apenas 300 palabras sencillamente dichas en constraste con la elocuencia desmedida del orador profesional Edward Everett, cuyo discurso duró dos horas y tuvo aproximadamente 13.600 palabras. El evento tuvo lugar sólo cuatro meses y medio después de la batalla en la Dedicatoria del Cementerio Nacional de los Soldados en la ciudad de Gettysburg, Pensilvania, en noviembre de 1863. En el siglo siguiente, en 1937, poco antes de morir, el más grande y célebre de los compositores norteamericanos, George Gershwin, había manifestado que entre sus planes futuros, todos tronchados por esa muerte que nadie esperaba, estaba “ponerle música al Discurso de Gettysburg”.
“Lincoln (escribe Andrés de Francisco en Guerra y emancipación, Lincoln y Marx, Capitán Swing Libros, Madrid, 2013, p. 125) supervisó la publicación de este texto –cuyo manuscrito, si lo hubo, no se ha conservado, lo que ha favorecido la leyenda de su improvisación–.” Algo que probablemente sea, en efecto, una leyenda, dada la rigurosidad del discurso, su sequedad elaborada que se transforma en pura potencia oratoria. Luego de la batalla de Gettysburg, la Unión se decide a una ofensiva final que le dará el triunfo definitivo.
¿Cuál fue el motivo de esta guerra? Nunca hay uno. Pero, habitualmente, existe una tendencia a reducir las causas de la Guerra de Secesión a una: la de la abolición de la esclavitud. Todo parece indicar que había unos señores sureños muy malos que querían ser esclavistas y unos señores norteños muy buenos y democráticos que buscaban impedirlo. Los del Sur eran perezosos importadores de productos manufacturados, que ellos no creían necesario producir, pues la riqueza del suelo (extraída por la mano de obra esclava) proveía lo necesario para vivir con la opulencia de los aristócratas, de los grandes caballeros. El tabaco y, sobre todo, el algodón eran los productos que exportaban y en los que residía su fácil modo de vida y su enorme riqueza. Hacían, por lo demás, traer de Inglaterra ropas de todas clases (...), aunque su nación rebosara de bosques encargaban toda la madera que necesitaban también a Inglaterra: sus armarios, sillas, mesas, taburetes, cofres, cajas, ruedas de carro y todo lo demás, desde la vajilla más fina, más sofisticada hasta las escobas de abedul. El Norte, contrariamente, instaló en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y Connecticut tejedurías de algodón y lana, fábricas de armas de fuego, relojes de pared; en Pennsylvania, Nueva York, Nueva Jersey, fundiciones de hierro, tejedurías de seda y fábricas de calzado, sombreros, clavos, botones, etc. Con ellos, la Revolución Industrial había llegado a Estados Unidos.
Por otra parte, la relación con el Oeste era un enorme punto de conflicto. El Norte quería construir carreteras y ferrocarriles para comerciar y facilitar el desarrollo de esa región. El Sur no quería pagar impuestos para algo totalmente ajeno a sus intereses. La famosa conquista del Oeste fue obra del Norte. Un país industrialista necesita consumidores. No es casual que tanto Marx como Engels apoyaran la causa de la Unión. El proteccionismo del Norte tendía al desarrollo de un país capitalista moderno. De él saldrían proletarios industriales que se harían socialistas revolucionarios. El monocultivo del Sur no era otra cosa que una cara más actualizada del viejo orden feudal, con sus esclavos y sus amos y sus mansiones.
En un texto escrito por Marx entre el 22 y el 29 de noviembre de 1864, y dirigido “A Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de América”, se lee: “Congratulamos al pueblo americano con ocasión de vuestra reelección, por una fuerte mayoría. Si la resistencia al poder esclavista ha sido la reservada consigna de vuestra primera elección, el grito de guerra triunfal de vuestra reelección es: ¡muerte a la esclavitud!”.
“Desde el principio de la lucha titánica que libra América, los obreros de Europa sienten instintivamente que la suerte de su clase depende de la bandera estrellada. La lucha por los territorios que inaugura la terrible epopée ¿no debía decidir si la tierra virgen de zonas inmensas debía ser fecundada por el trabajo del emigrante, o manchada por el látigo del guardián de esclavos?”
Este es el punto de mayor consenso entre Lincoln y Marx. El triunfo del Norte llenaría de industrias el país. De industrias y proletarios modernos.

 Este horizonte había sido anunciado por Lincoln en el Discurso de Gettysburg: “Más bien es a nosotros a quienes toca dedicarnos la gran tarea que tenemos por delante: aumentar, por estos muertos honorables, nuestra devoción a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida de la devoción; resolver aquí, por encima de todo, que estos muertos no murieron en vano; que esta nación, bajo la mirada de Dios, tendrá un nuevo nacimiento de la libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la tierra”

 No bajo la mirada de Dios, sino bajo la de la dialéctica hegeliana, Marx pensaba que Lincoln era el progresismo capitalista, que Estados Unidos sería un territorio formidable para la revolución proletaria, de aquí que ambos apoyaran la conquista de México. No sin dejar de incluir un matiz interesante: la valoración de la figura del general Santa Ana y el temor, fundado, de que el triunfo de EE.UU. sobre México significara una expansión sin límites sobre los países suramericanos, a los que Marx y, sobre todo, Engels prestaron nula atención por pertenecer a la raza de los españoles, que detestaban. En cuanto a la frase de Marx que he subrayado –que la suerte de la clase obrera europea depende de la bandera estrellada– conjeturo que es uno de sus errores dialécticos más profundos. O acaso la más perfecta de sus profecías, si nos remitimos a los extraños y devaluados días presentes, que nadie podía prever.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Reflexiones sobre la historia (Por José Pablo Feinmann)




Aunque por imperativos epocales tuve que leerlos a todos, nunca me interesaron los historiadores que expresaban al llamado revisionismo histórico. De entre ellos, me deslumbraron más los nacionalistas de derecha. Grandes plumas, elegancia de la prosa, formación sólida, los hermanos Irazusta y, sobre todo, el egregio Carlos Ibarguren se apoderaron de mis largas jornadas de lectura. ¿Qué sucedía con los demás? Muy simple: toda posición epistemológica que meramente se reduce a ser la negación de su enemigo se somete a éste. Los revisionistas del ’30 se dedicaron a una explicitación más o menos rigurosa (convincente, sin duda) de la historia oficial (la de la oligarquía que había ganado las guerras civiles en el siglo XIX) para desmentir cada una de sus afirmaciones. Ser la contracara de mi enemigo me hace su esclavo. No tengo una cara propia. No supe construirla. Elegí un camino incorrecto: el del plagio en negativo, no el de la creación. Así, el revisionismo escribe la historia de los derrotados y construye un panteón alternativo. Lo que fue negado por los triunfadores ellos lo reivindican, lo exaltan y explican el fracaso del país por la mala resolución de ese conflicto. En lo esencial (siempre hay que preguntarse por el fundamento de las cosas, no vamos a entrar a discutir aquí con Heidegger, pero sencillamente digamos que todo lo que sucede, aun cuando no responda a ninguna teleología, sucede porque una serie de cosas sucedieron antes, esta sucesión se descubre de adelante hacia atrás, cuando ya ocurrió, ya que no está inscripta en ninguna finalidad secreta, inmanente, de los hechos que se han venido desarrollando: en ninguna parte estaba pre-fijado que Urquiza se retiraría en Pavón, no pertenece a ningún telos –fin– de los hechos históricos, fue un producto del elemento de azar que debemos incluir en la historia o de una negociación en caliente con sus enemigos de Buenos Aires que le hizo cambiar la gloria por las ovejas), el revisionismo ha existido gracias a la historia oficial. Sin historia oficial no habría revisionismo histórico, ya que nada tendrían que revisar sus vigorosos pero dependientes historiadores. Es (me permitiré este ejemplo) lo que ocurre en la actual política argentina. Hay un gobierno que, mal o bien, hace cosas. Y hay una oposición que sistemáticamente las niega, se opone. Así, el país (toda su enorme complejidad) ha sido reducido a la antinomia K/anti-K. El revisionismo histórico (con mayor talento, por supuesto) jugó ante la historia oficial un papel semejante al que la oposición anti-K juega contra el gobierno K. Los anti-K sólo han avanzado en la tarea –sencilla y nulamente autónoma y creativa– de oponerse a todo lo K. No se puede crecer así. Nadie debiera extrañarse de la pobreza humana y conceptual que presenta la llamada oposición. (Nota: que ha sido injuriada duramente por un periodista contratado para buscar su crecimiento y su triunfo. “Son una mierda”, me han dicho que les dijo. Las heces han logrado un notable protagonismo en esta Argentina de hoy, sin debates, sin ideas, devaluada intelectualmente.) Esta gente –a quienes también se les dice “opo”, acaso para señalar que están siempre divididos o que ni siquiera llegan a ser una “oposición”–, para dibujar su propio rostro, sólo atina a llevar a cabo la copia en negativo del rostro de su enemigo. (Dado el odio que cunde en el país lamento tener que escribir esta palabra. Desearía escribir “adversario”. Pero un “adversario” tendría propuestas y no odio.) Hace un par de días estaba parado frente a una librería. Se me acerca una persona y pregunta si yo soy Feinmann. Le digo que sí. Me dice, tartamudeando un poco, se lo veía tramado por los nervios: “Usted... es un sorete kirchnerista”. Se da vuelta y se va. No fuera que se me diera por contestarle. Pero no: me quedé, algo absorto, tratando de elucidar qué me habría querido decir. Por su cara advertí que me odiaba. Pero me resultaba arduo comprender qué concepto político encerraba la fórmula: sorete kirchnerista. ¿Por qué le resultaba tan sencillo definirme como kirchnerista? ¿Me había leído? No lo imaginaba leyendo alguno de esos libros gordos que, más de uno, tanto me reprocha. ¿Por qué algo tan complejo para mí era tan fácil para él? Había dicho: usted es. Nunca, he dedicado mi vida a la filosofía y la literatura (y pienso seguir haciéndolo largamente), me resultó sencillo el problema del ser. Y, en general, no me gusta ser algo sino estar abierto a mis infinitas posibilidades y ser lo que vaya eligiendo ser. Una roca es. Una montaña es. El universo (que, aunque esté en expansión, no lo sabe) es. Acaso esa buena persona me había hecho un favor. Por fin sabía qué era. Un sorete. Pero no cualquier sorete, sino uno kirchnerista. Hacía apenas un par de días, en un reportaje que me hizo Alejandro Fantino, él dijo: “Pero vos no sos K”. No me gusta ser reducido a una letra, de modo que le contesté afirmativamente. Hoy, como siempre, admiro a la señora Cristina Fernández, que ejerce la Presidencia de la Nación. Pero si yo le digo sencillamente “Cristina Fernández” es porque creo que las mujeres no deben llevar el apellido de sus maridos. No deben ser “de” nadie.
Terminemos: si algo expresa el concepto sorete K es que ese señor (un pobre tipo, pero esto tampoco importa) piensa cómo y desde la mierda. Esto es: no piensa, insulta. No piensa: agrede. No piensa: odia. No necesito decir que el odio es la negación del pensamiento y de todo consenso posible. El odio alimenta el conflicto pero no lo enriquece. Al final, lo único que se sabe es que se odia. Como en las guerras. Un soldado mata a los enemigos primero por Dios y por la patria. Después por la patria. Después ya no sabe qué es la patria. Sólo ve un terreno cenagoso lleno de cadáveres de propios y extraños. Entonces sigue matando pero ya no sabe por qué. Primero por el odio que se obstina en permanecer. Después el odio desaparece. Y sigue matando por nada. Hasta que algún otro, un enemigo que tampoco sabe ya por qué mata, lo mata a él.
Volviendo al revisionismo. Hay que buscar una cara propia. Y ciertos importantes rasgos de esa cara están en la de mi enemigo. El también hizo el país. No puedo negarlo en totalidad. Un solo ejemplo: hace muchos años (en 1975) escribía Filosofía y nación. Algo me llevó a la historia de Belgrano de Mitre. La leí y me interesó mucho. Había elementos de trabajo que jamás habría encontrado en otra parte. Lo que significa: para dibujar nuestro propio rostro necesitamos tomar elementos del rostro del enemigo. Pero no para hacer un trabajo contrafáctico con ellos. Sino para incluirlos como parte de nuestro ser, de nuestra cara. Esto es lo que Borges consigue brillantemente en su “Poema conjetural”. Cuando Laprida siente en su garganta el filo mortal del montonero de Aldao que lo mata, siente también que al fin se encuentra con su destino sudamericano. (No en vano adjetiva: “El íntimo puñal”.) Alberdi (en los Póstumos V, capítulo XIX) habla de una democracia civilizada y de una democracia bárbara. Esta surge después de la Revolución de Mayo y se organiza contra ella. Escribe el Platón argentino, como lo llamará Felipe Varela: “Los pueblos resistían, no la independencia respecto de España, que Buenos Aires les ofrecía, sino la dependencia respecto de Buenos Aires, que esta provincia pretendía sustituir a la de España”. Y así, luego de décadas de sangrientas guerras civiles, triunfó Buenos Aires al conseguir sus objetivos. Puso caudillos adictos en todas las provincias (que luego generaron dinastías perversas como los Juárez en Santiago del Estero) y se dedicó a hacer no un país, sino una ciudad. La bella ciudad de Buenos Aires.
En suma, dibujar el rostro que habrá de definirnos requiere una profunda comprensión del rostro del Otro. Alberdi dice que el problema de la nación argentina habrá de encontrar su solución el día en que las dos democracias (la civilizada y la bárbara) consigan hermanarse para hacer un país. Es cierto que el gran ejemplo de denostar todo lo que no era propio lo dio nuestra clase oligárquica, nuestros liberales. (Hace poco salió en este diario una pequeña y valiosa nota de Pacho O’Donnell dedicada a mostrar los nombres de las callecitas de Buenos Aires, como dice Horacio Ferrer. Todos celebraban éxitos, triunfos de la oligarquía argentina en sus avatares por liquidar a negros, gauchos e indios. Esa es la muestra que consagra y cosifica al odio. No lo sabemos porque ignoramos quiénes fueron. Pero si alguien nos explicara qué heroicas cosas hicieron Paunero, Sandes, Irrazábal, Roca y sus soldados y sus Remington, acaso preguntáramos: “¿Y por eso tienen una calle en su memoria?”.)
La historia es conflicto. La historia, en la Biblia, surge de la desobediencia, del pecado. Desobedecer a Dios es poner la responsabilidad de hacer la historia en los hombres. Aunque asimismo la historia los hace a ellos. Porque –vaya si lo sabemos– la historia también la hacen los otros. Y acaso, como hoy, ya no la haga nadie pues nadie puede controlarla. De aquí los aromas apocalípticos que recorren el planeta. Nunca, antes, estuvieron tan presentes. Nunca, antes, tantos locos –desde los halcones del complejo-militar industrial norteamericano hasta los fundamentalistas del Islam, o los imprevisibles de Rusia, Pakistán, India o la derecha israelí– estuvieron en posesión y poseídos por tan destructivos elementos diseñados para la hecatombe, la devastación, por la técnica de modernidad informática.