domingo, 29 de junio de 2014

El turismo asfixia a la Capilla Sixtina



El director de los Museos Vaticanos, Antonio Paolucci, no quiere hablar del estado de conservación de la Capilla Sixtina, y hasta cierto punto es lógico. Paolucci advirtió en 2010 que los sistemas de ventilación instalados en 1993 ya no daban abasto para proteger los frescos de Miguel Ángel, Botticcelli, Pinturicchio, Perugino o Signorelli de los más de 20.000 visitantes al día que incluyen la contemplación de El juicio finalen su visita a Roma. “Demasiada presión humana”, dijo.
En octubre de 2012, Paolucci fue más allá: “Si en el transcurso de 2013 no empieza a funcionar el nuevo sistema de climatización, cambio del aire, control de humedad y temperatura y retirada de polvo, se tendrán que limitar las visitas”. Una solución drástica que, por cierto, había negado él mismo un mes antes. Pero pasó 2013 y no se supo nada ni del nuevo sistema de ventilación ni de un eventual cupo. Hasta hace una semana —o sea, cuatro años después del primer mensaje de alarma—, Paolucci no había puesto fecha a la inauguración del nuevo sistema de climatización e iluminación; ahora se anuncia que será el próximo mes de octubre y, según el director de los Museos Vaticanos, permitirá además aumentar el acceso a la Capilla Sixtina de 700 a 2.000 personas al mismo tiempo. Los trabajadores se llevan las manos a la cabeza.
La nueva climatización permitirá que entren hasta 2.000 personas a la vez
Dos de los encargados de los Museos Vaticanos se hacían cruces esta semana ante la posibilidad de que pueda autorizarse la entrada de más visitantes en la Capilla Sixtina. “¡Pero fíjese cómo está de gente!”, exclamaba uno, “y eso que estamos en el pase nocturno y ya se han marchado los miles de turistas que proceden de los cruceros que atracan en el puerto de Civitavecchia”. No se trata solamente, añadía su colega, de la conservación del monumento, también de un asunto de seguridad: “Fíjese en la estrechez de los pasillos y de las escaleras por las que tiene que entrar la gente. Esto no es el MoMA de Nueva York, sino un palacio que no se construyó para museo. No es agradable ver cada día cómo la Capilla Sixtina, sin lugar a dudas uno de los lugares más bellos del mundo y del que nos sentimos orgullosos todos los que trabajamos aquí, se convierte en un sitio incómodo donde se agolpan cientos y cientos de turistas…”. La capilla fue mandada construir en 1484 por el papa Sixto IV, de ahí su nombre, y de aquella época proceden los frescos de las paredes laterales, obras de Botticelli o Perugino, pero fue el papa Julio II el que encargó a Miguel Ángel que pintara la bóveda.
Las preguntas que Antonio Paolucci, el director de los Museos Vaticanos, no ha estimado oportuno responder son muy simples. Si ya en 2012, a tenor de sus propias declaraciones, el sistema de ventilación estaba obsoleto y se necesitaba con urgencia uno nuevo, ¿por qué se ha esperado dos años, a un ritmo de más de seis millones de visitantes al año?, ¿por qué no se ha limitado el acceso para evitar daños a los frescos?, ¿se han producido estos daños?, ¿hasta qué punto el afán recaudatorio ha condicionado la sobreexposición de las obras de arte?

Breve historia

La Capilla Sixtina es la más famosa del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano.
La primera misa en la capilla se celebró el 15 de agosto de 1483.
Originalmente se llamaba Cappella magna, y se rebautizó en homenaje al papa Sixto IV, que ordenó su restauración entre 1473 y 1481.
El papa Julio II ordena a Miguel Ángel decorar la bóveda, pintura que hizo entre 1508 y 1512. Miguel Ángel pintó El juicio final entre 1536 y 1541 para los papas Clemente VII y Pablo III.
Desde su oficina de prensa, siempre de forma muy gentil, aseguran que ni Paolucci ni ningún otro experto autorizado se pronunciarán sobre estos asuntos hasta que la nueva climatización sea inaugurada el próximo mes de octubre. Una fecha que también ponen en duda los trabajadores de los Museos. Todavía no se han iniciado los trabajos en el interior de la Capilla Sixtina y solo una grúa amarilla instalada en el exterior da señales de los preparativos. “Hace mucho tiempo”, confirma uno de los trabajadores —sin autorización para hacer declaraciones—, “que el sistema de climatización no funciona bien. Hay días que esto parece una nevera y otras un horno, independientemente de los turistas que haya dentro en ese momento”.
La primera alarma seria se remonta a 2010. A través de un artículo en l’Osservatore romano, Antonio Paolucci explicó que los residuos dejados por los turistas —polvo, aliento, sudor, cabello, caspa, hilos de lana, fibras sintéticas— estaban poniendo en peligro los frescos de los siglos XV y XVI. Durante aquel verano, 30 restauradores emplearon 20 noches en retirar “cantidades ingentes de materia y polvo” y constataron algunas señales de deterioro. Como explicó en su momento Gianluigi Colalucci, responsable de la última restauración de la Capilla Sixtina en 1994, “el polvo es lo más difícil de controlar, se deposita y con la humedad se fija”. Un problema que tendría que ayudar a resolver el nuevo sistema de climatización encargado a la firma Carrier.
Según el profesor y académico de Bellas Artes Rodolfo Papa, la solución debe ser de carácter tecnológico, porque es imposible cerrar las puertas al público. “El problema no es sólo de la Capilla Sixtina”, explica, “sino de una mentalidad consumista que nos lleva a todos a viajar a todos los sitios para verlo todo. Aunque ni entendamos ni nos interese. Hay quien ha salido de los Museos Vaticanos asegurando haber visto La Gioconda”.

Los jugadores son como los poetas (Por Ricardo Piglia)


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Estoy siempre más atento a los jugadores que a los equipos, a las individualidades más que a la disposición táctica. En el fútbol, como en la literatura, lo que interesa es la creatividad y el estilo.
Empecé a ir a la cancha en 1954 (ese año con mi padre seguimos toda la campaña de Boca Juniors, donde jugaba de enganche –o número 10– el uruguayo Roselló y en el medio de la cancha –con el número 5– el gran Eliseo Mouriño) y en estos sesenta años he visto muchísimos jugadores y muchísimos cambios en el modo de defender o de atacar y de parar a un equipo, pero si tuviera que sintetizar la tradición del fútbol argentino nombraría tres jugadores: Enrique Omar Sívori, Diego Maradona y Lionel Messi.
Son muy parecidos, jugaban igual, entendían el fútbol del mismo modo; son chiquitos nada atléticos, muy individualistas y realizan de memoria y al toque todas las figuras poéticas del fútbol: el arranque, el amague, la apilada, el cambio de ritmo, el chanfle, la gambeta corta, la pisadita, (“la llevan atada”, dicen los muchachos en la popular); no corren, son rápidos, muy inteligentes, están siempre una milésima de segundo adelante, como si jugaran en el futuro del partido. Aprenden a jugar a la pelota en el potrero, el campito de tierra con el pasto al ras. Juegan con las medias caídas, debutan en Primera a los dieciséis años pero la gente madruga para verlos jugar en la Tercera y se pasan el dato en secreto, como cuando uno lee el primer libro de un joven destinado a cambiar el lenguaje de la poesía.
Vamo vamo los pibes, vamo vamo los pibes es el grito de guerra en las tribunas argentinas pero también es el pedido desesperado para que vuelva a aparecer uno de esos jugadores que justifican ir a la cancha. Como si un día los lectores se juntaran –en la Ferias del Libro de Madrid o de Guadalajara o de Buenos Aires o en el exclusivo Salón du Livre de Paris– y gritaran ¡Queremos un Rimbaud! ¡Queremos un Rimbaud!
Esos jugadores vienen así, no necesitan aprender nada, se parecen entre ellos, inventan cada vez el fútbol argentino. Mi padre, que vio jugar a Di Stefano, a Pelé y a Maradona, dijo que nunca había visto un jugador como Adolfo Pedernera, un nueve tirado atrás que jugaba en River; y mi amigo Jorge Herralde, que sabe tanto de libros como de fútbol, todavía se acuerda con admiración de Farro, Pontoni y Martino, los tres delanteros del San Lorenzo que anduvo de gira por España a fines de los años ‘40; y un tío mío decía que Maradona no le ataba los botines a Capote De la Mata, un entreala de Independiente que hizo un gol después de hacer un túnel, una rabona, dos sombreritos y gambetear a media defensa de River. No los vi jugar pero igual los considero parte del estilo histórico del fútbol argentino.
Los jugadores brasileños –Pelé, Didi, Zico. Nilton Santos, Sócrates– son extraordinarios, únicos, pero son distintos –gambeta larga, grandes zancadas, pases al vacío, bola seca–, tienen otro estilo –se parecen más a T. S. Eliot que a Rimbaud y por eso ganan siempre el Premio Nobel–; el resto –los alemanes, los ingleses, los italianos, los holandeses, los españoles– nos gustan, pero nos parecen rústicos, un poco mecánicos, (onda la poesía de Günter Grass), triangulan, corren, todos defienden y hasta ¡se tiran al piso!
“Aspiro al público deportivo” decía Bertolt Brecht y tenía razón: los hinchas argentinos son apasionados pero muy críticos, los murmullos y los comentarios que se escuchan en la cancha son siempre juicios de expertos. Les basta ver cómo un jugador baja un pase alto o cómo amansa una pelota que viene cuadrada (“le tiró un ladrillo y la devolvió redonda” dicen) para evaluar a un futbolista.
En este Mundial los argentinos iremos a ver a Messi (y al Kun Agüero). ¿Qué va a pasar? Difícil saberlo. El fútbol es como la vida –decía mi padre—, nunca gana el mejor.

viernes, 20 de junio de 2014

Indagar el pensamiento nacional (Por Horacio Gonzalez)





El pensamiento nacional sólo puede ser una reinterpretación, una creación nueva y una renovada oportunidad crítica. Lejos de ser una herencia acabada y designada con nombres fijos, es una remodelación permanente, una revisita. Tiene en primer lugar la obligación de “desfazer un entuerto”, desligarse de un canon fijo que lo limita exclusivamente a lo que se ha conocido como revisionismo histórico. ¿Para despreciarlo, para arrojarlo al rincón de los trastos viejos? De ninguna manera, sino para hacer su necesario, su imprescindible balance. Indagándolo en un nuevo acto de exploración. Es hora de un arqueo de ideas en la Nación, o dicho de otra manera, de reexaminar con más agudeza el parpadeo incesante de las ideas en la República. La historia de Juan Manuel de Rosas escrita a principios de los años ’20 por Carlos Ibarguren es precaria, pero trae la memoria de Saldías en relación con el interés que habían despertado en Renán los papeles escritos por el desterrado de Southampton, al punto que este decisivo escritor de la “reforma moral e intelectual” en Francia (influyente sobre Sarmiento y años después sobre Gramsci) se propone publicarlos con un prólogo suyo. Este es un episodio pleno del pensamiento nacional, el interés que despierta en un estudioso de la Nación (el famoso escrito de Renán aún es útil y provocante), demuestra que no hay pensamiento nacional si no provoca la interrogación entusiasmada de las tribunas donde sienta su atributo la filosofía universal.
La memoria de Jauretche no puede servir de pretexto para encajonar su pensamiento en unos pocos moldes, confinados en previsibles consignas. Basta recordar su carta a Ernesto Sabato en 1956; es una crítica al libro El otro rostro del peronismo, pero escrita con sutileza y respeto, intentado un diálogo con el pensamiento “dialéctico” (que le atribuye a Sabato). En el mismo año, Martínez Estrada, el abominado, el vilipendiado, escribe el ¿Qué es esto?, que podemos considerar el máximo libro antiperonista y asimismo la máxima comprensión de los mecanismos profundos del peronismo. Jauretche lo critica con su estilo: la distancia irónica, el sabor payadoresco y una teoría empirista del sentido común en la lengua patrimonial de un edén criollo. No podemos considerar hoy ni que Jauretche poseía el talismán de la refutación eternizada ni Martínez Estrada el caudal de todos los errores. Eran escritores de muy diferente estilo, y esa diferencia es hora de verificarla con instrumentos efectivos del conocimiento, de carácter conceptual y retórico. Es esa misma diferencia, desentrañada y constituida, la prometida utopía de lo nacional. Sin volver los pasos sobre el acervo de los textos argentinos con novedosa intención hermenéutica, deshaciendo la capa sedimentada que los recubre de exégesis y disquisiciones ociosas, que si no nacían equivocadas eran recibidas por públicos ansiosos de estereotipos, es muy difícil repensar ningún problema sustantivo del país.
Borges es tema siempre caliente. Luego de Sarmiento, es nuestro máximo escritor nacional. Pero ésta no puede ser una afirmación intrascendente ni caprichosa. Es necesario internarse en las estructuras de un pensamiento geométrico, casi estructuralista, que esconde mal un existencialismo trágico que formalmente repudiaba. Todo lo que Borges afirma contiene su contrario sin ser dialéctico; todo lo que Borges niega puede ser puesto de cabeza como efecto de su propio juego ficcional, haciéndose necesaria la lectura a contrapelo, la interpretación por la inversa. El afán meramente literal es adversario notable del pensamiento nacional y de todo pensamiento. Lo literal, meramente, cree ver en los escritos y los pensamientos tan sólo lo que ellos dicen que son. Ni siquiera las grandes consignas políticas, destinadas a llevar a la acción a los hombres, deben interpretarse literalmente. No hay pensamiento, nacional y ni ningún otro, si el intérprete no pone la literalidad de lado y no es capaz de imaginarse frente a cualquier texto como Hamlet y Laertes frente a la tumba de Ofelia. Revolcándose en el suelo entre los linajes ya fenecidos, para intentar revivirlos o, por lo menos, entrar en cauta desesperación frente a ellos. ¿Qué nos quieren decir? No se puede pensar, o sentirse en pensamiento, si no consideramos que nuestras preguntas son siempre incautas, o bien no alcanzan, o bien son demasiadas, o bien son excedentes de pensamientos cancelados que anuncian el pensamiento que adviene. Scalabrini pensó Gran Bretaña en forma crítica para pensar la Argentina. Eran sabidurías cercanas a la alegoría, tal como Marechal puso a Antígona en la pampa, Borges puso Triste-le-Roy en Adrogué, y viceversa, y Cortázar puso París en Buenos Aires, y viceversa.
Pensar es sustraer la trivialidad que hay en todo pensamiento. Lo contrario es acatar dogmas que ya nacen escritos como tales. El pensamiento nacional que estamos imaginando tiene raíces en el polemismo que fundó la Nación. Digamos algunos de sus capítulos más conocidos: Pedro de Angelis versus Echeverría; Sarmiento versus Alberdi; Alberdi versus Mitre; Mitre versus Vicente Fidel López; Ingenieros versus Groussac; Lugones versus Deodoro Roca; Borges versus Américo Castro; Jauretche versus Martínez Estrada; Martínez Estrada versus Borges; Lisandro de la Torre versus monseñor Franceschi; Milcíades Peña versus Ramos; Cooke versus Jauretche; Scalabrini versus Pinedo; Roberto Arlt versus Rodolfo Ghioldi; Viñas versus Sabato; Borges versus Murena; Viñas versus Borges; León Rozitchner versus Murena; Jauretche versus Luis Franco; Oscar Masotta versus Victoria Ocampo; Julio Irazusta versus Perón; Perón versus Montoneros. Toda polémica debe desentrañarse en su presente, pero también en sus modos cambiantes, en el entrecruce extrapolado de los polemistas. No raramente, muchos de ellos intercambiaron luego su lugar con el contrincante, en perfectas oposiciones simétricas, como en el cuento “Los teólogos” de Borges o en la polémica de Sócrates con Protágoras.
¿Qué pensamiento nacional puede haber sin esta poética de intersecciones que lo recorre en paralelo, antes, durante y después de constituirse en los vocablos “pensamiento nacional”? El pensamiento nacional es una coalición heterogénea de estilos que se arman y desarman de tan diversas maneras que esa misma movilización de ataduras y desanudamientos es precisamente una nación, que existe gracias a sus formas abiertas, a su secreto cosmopolitismo, a su sospechada universalidad condensada en un territorio y en un memoria que, antes que ser común, se genera en la lucha siempre inconclusa por considerarse común. Toda identidad se compone de una o varias polémicas en su interior, latentes y no resueltas.
La expresión revisionismo histórico cuenta con nuestra simpatía, siempre que sea tomada en sus múltiples significaciones. Dijimos que el pensar nacional no debe modelarse en el alma literal de las definiciones, sino en sus diversos planos contrapuestos entre sí. Ernesto Quesada fue un memorable antecedente del revisionismo, a partir de una sociología historicista del orden. Ricardo Rojas escribió La restauración nacionalista cuando joven, y ante las críticas recibidas debió mostrar que Jean Jaurès y Enrico Ferri, socialistas europeos, sostenían sus posiciones. Lugones pensó una restauración nacionalista con base helénica. El peronismo de los orígenes se basó en el pensamiento de Clausewitz y en frases de Spengler y Jenofonte. Yrigoyen era fiel lector del remoto filósofo de la “oración laica”, Karl Krause, contemporáneo de Hegel. Esta influencia en el radicalismo duró hasta el mismo Alfonsín.
La paradoja que debe evitar cualquier pensamiento, cuanto más uno que se diga nacional, es hacer del legítimo anhelo revisionista un número calcificado de verdades inmutables. En Gramsci lo nacional es una voluntad colectiva que se basa en metáforas y en las formas activistas de las leyendas heredadas, a ser buscadas a modo de un revisionismo histórico en Dante y Maquiavelo. Consideraba a Trotsky cosmopolita y a Lenin un “tipo humano nacional”. Ninguno de los dos términos para Gramsci eran peyorativos, sino elementos de una reflexión sobre la formación de las clases sociales en tanto representaciones culturales, y también sobre la traducción entre ámbitos heterogéneos de la acción. Pensar era crear signos de pasaje y de transición de lo económico a lo político. El tránsito de lo uno a lo otro lo llamó catarsis. Así, Aristóteles era el lejano antecedente de Gramsci.
Aprendamos de estos movimientos del pensar. La historia argentina creó un gran sintagma, enteramente suyo: “la izquierda nacional”. Hernández Arregui, a su manera continuador de Rojas, fue su gran exponente. Era discípulo de Rodolfo Mondolfo, el gran pensador judeo italiano especialista en el mundo antiguo, y que en Italia había discutido con Gramsci antes de exiliarse en la Argentina. Arregui lo respetaba, pero lo llamó “sabio extranjero”. Lo decimos con la memoria altruistamente dirigida hacia el trágico autor de La formación de la conciencia nacional. No sería admisible hoy pronunciar ese mismo juicio. No sería plausible hoy pensar sobre otra premisa que no sea la de revisar todo anterior revisionismo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Cosas del puesto (Por Eduardo Sacheri)





Son cosas del puesto. Y no está ni bien ni mal, aunque tal vez sea injusto. Y sin embargo, conceptos como "justicia" rara vez calzan bien con el fútbol.
Se juega de once, se gana de once, se pierde de once. Pero entre los once hay puestos y puestos. Privilegios y obligaciones. Disculpas y desventajas. Por eso será que no cualquiera juega en cualquier sitio.
Seguro que toda la delegación de España vive sus últimos días en Brasil agobiada por el desencanto. Seguro que dentro de unos días, cuando crucen los cielos del Atlántico, cada cual irá mascullando íntimamente qué hizo mal, qué debió haber hecho y no hizo, qué pudo haber hecho mejor o de otro modo. Pero Iker Casillas tendrá un tormento especialísimo. Una y otra vez repasará cada uno de los siete goles que dejaron a España en el camino y que lo tuvieron a él defendiendo los tres palos.
Son cosas del puesto. No valdrá como argumento, en el hilván de sus remordimientos, que casi siempre en el fútbol hay varios responsables en los goles que se sufren o que se disfrutan. Que casi nunca la suerte o la desgracia van atados a la sombra de uno solo.
Casillas volverá a preguntarse si a los 44 minutos del primer tiempo contra Holanda, cuando es claro que Van Persie deja en ridículo a su marcador, no habría sido lo correcto retroceder dos pasos. O mejor dicho, seguir retrocediendo, en lugar de agazaparse cuando el holandés se lanzó en palomita. Dos pasos más atrás y es una pelota, no digamos sencilla, pero menos complicada. Alta y esquinada, es cierto, pero tampoco inatajable.
¿Y en el segundo, el de Robben? Nadie puede reprocharle haberse quedado cerca de la línea de cal. A Robben lo marcan dos compañeros. La ortodoxia señala esperar y cerrar el primer palo, abajo. "Ése es su palo, arquero". Nadie puede reprochárselo, salvo él mismo, en el silencio de una noche en vela.
Habrá un montón de argumentos colectivos. Que el final de un ciclo, que el agotamiento de una temporada extenuante, que es muy difícil modificar la estructura de un equipo ganador. Pero nadie le puede quitar a Casillas, sospecho, la mala espina del tercer gol, el que convierte De Vrij, cuando lo cuerpean en el área y lo sientan de traste, y alza las manos y le reclama al juez, pero ya sin fuerzas, como sin ganas, como sabiendo que España se ha metido en un túnel oscuro y sin regreso. Un túnel que alberga otro, más tenebroso todavía, para que lo recorra él solo.
Un túnel con pocas cosas para ver y muchas para recordar. Como ese cuarto gol que sí, ese cuarto gol que lo mire por donde lo mire es de él, todo, todito suyo, ese rebote largo después del pase sencillo de Sergio Ramos.
Mientras Van Persie festeja y Casillas vuelve sobre sus pasos, mordiéndose los labios, una mano que va hasta la frente simplemente porque no sabe qué otra cosa hacer, tal vez empiece a preguntarse qué dirán en España. Qué dirán de él. O de ellos. En qué persona gramatical se conjugarán los errores. Si habrá espacio para la memoria y la gratitud o sólo existirá sitio para la afrenta.
Tal vez en eso está pensando mientras Robben se hace un picnic, el último de la tarde, con los restos de la defensa española. Casillas podrá consolarse con que otra vez sigue la ortodoxia del guardavalla. Porque le tapa bien el primer palo. Lo obliga a enganchar. Poco menos que a gatas le sigue retaceando el perfil zurdo una vez, dos veces. Pero como los defensores españoles van hacia la línea de gol, en lugar de apurar al delantero, le facilitan la tarea. Más temprano que tarde Robben se desembaraza de Casillas y elige dónde embocar el quinto. Pero la imagen del televisor, la que persiste, es Casillas vencido. No la de sus compañeros que deciden seguir retrocediendo, y deciden mal. Y fin. Asunto concluido.
A cifrar las menguadas esperanzas en el partido con Chile. Y de nuevo la pregunta íntima, para seguir desvelándose. ¿Qué verá la gente cuando observe el primer gol de Chile? ¿Qué recordará cuando recuerde? ¿Alguien advertirá que son dos los jugadores chilenos contra un único defensor de España? ¿Alguien se tomará el trabajo de notar que Casillas achica bien la primera posibilidad de disparo, que es lo único que puede hacer un arquero, en ese partido o en cualquier otro? Porque eso es lo que hacen los arqueros. Una cuenta mental velocísima que procesa todas las opciones de peligro y elige la más probable, la más inminente, en la esperanza de que el atacante haga el mismo cálculo. Casillas no se mantiene de pie porque espera que Vargas remate al bulto. No cuenta, no puede contar, no debe contar, con que Vargas elija esperar, tocar apenas con el lado externo del botín derecho y después sí, con un arquero vencido por la inercia del envión, terminar de vencerlo.
Parece haber, en el fútbol, una extraña ley de responsabilidades inversas. A mayor distancia, entre nuestro puesto y el arco propio, menor responsabilidad en todo lo malo que pueda ocurrirnos. Y a la inversa, claro. Y los arqueros están en la cima afilada de esa relación inversa. Todos los jugadores cometen infinitos errores a lo largo de un partido. Pero si esos errores se cometen lejos de nuestro arco, nadie se acordará demasiado de ellos. No importa si son groseros. No importa si significaron "casi" un gol. Porque una cosa es casi y otra cosa es gol. Y los errores en ataques son casi, y los errores de los arqueros son gol.
Sobre todo si la vida parece decidida a ensañarse con nosotros, debe pensar un Casillas que, falto de confianza, rechaza con los puños un tiro libre que, a los 43, bien podría haber embolsado. ¿Por qué decide rechazar así y, con eso, dejarle servido el remate a Aránguiz para que liquide el pleito?
Preguntas que no tienen respuesta. Como tampoco tiene respuesta por qué se recordará mucho más esa falla de Casillas que la de Busquets a los 7 del segundo tiempo, cuando se pierda el gol del descuento debajo del arco. Son cosas que suceden porque así es el fútbol, o porque así es la humanidad. O porque así son el fútbol y la humanidad.
Es verdad que nadie obliga a los arqueros a ser arqueros. Momento. ¿Es verdad? ¿Es uno el que elige el puesto o el puesto el que lo elige a uno? ¿Es el jugador, en algún pliegue lejano de su infancia, el que alzó una vez la mano y dijo "atajo yo"? ¿O es el maldito puesto de arquero, con toda su carga de ingratitud y de responsabilidad, de alegrías breves y de insomnios turbios, el que elige a los que son capaces de aguantarlo?
Todo eso, tal vez, pensará Casillas mientras el avión surque los cielos del Atlántico. Tal vez le dé vueltas, y más vueltas, a esos siete goles de esos dos partidos. Tal vez lo piense mientras sus compañeros duermen. Tal vez esa idea lo agobie, mientras se mira fijamente las manos. Cosas del puesto..

sábado, 14 de junio de 2014

El boxeo me convirtió en mejor escritor (Patricio Eleisegui)

 

Mundos íntimos. La página, el ring y una misma soledad.
Dar y recibir golpes enseña a mantener una mente sin distracciones y a separar lo importante de lo accesorio, asegura el autor. El logró trasladar estas cualidades a su rutina de escritura y –asegura– lo sorprendió el resultado. Por Patricio Eleisegui. Escritor y periodista. Entre sus libros destaca "Nubes de polvo sopladas a cañonazos".
Escribo y, como quien no quiere la cosa, repaso mis nudillos. Colorados, ásperos de piel agrietada, azulados por algún moretón de la última semana.
Es en momentos como este cuando me vuelve a la cabeza la voz de mamá, Marta, y sus frases de marzo pasado. “¡Ay, hijo! ¡Qué necesidad!”, había dicho, entre molesta y espantada. Enfermera de primera profesión, me había sorprendido poniéndome una camisa y los hematomas en las costillas; sin ropa, no tenía manera de disimularlos.
No había mucho que argumentar. Corté camino con un “El Almagro, mamá. Ya sabés. Fue en el Almagro Boxing Club”. “¿A vos te parece que te peguen así? ¡Sos un escritor!”, siguió. No dije nada y seguí renegando con la camisa.
¿Cómo explicarle que un par de manos vendadas y dos guantes me habían dado, en cierto punto, una mejor letra? ¿O qué sólo podía escribir si seguía el ida y vuelta de la bolsa, el paso casi arrastrando el pie de apoyo, o el repiqueteo del puchinbol?
¿Podría convencerla de que me volví un autor a fuerza de aguantar abdominales, ganchos y uppercuts ? Porque todo empezó hace casi cuatro años, cuando empujé por primera vez esa misma puerta de chapa que alguna vez hicieron a un lado leyendas como Pascual Pérez o Luis Ángel Firpo.
Llegué al ring para repetir la receta de rinoceronte cargando contra un camión que aplicaba en los textos. Puro corazón, mucho de poesía, pero muy poco de argumento. La derecha en punta, en plena pera, del primero que tuve enfrente me enseñó que el músculo no servía de mucho. Que en realidad lo que tenía que usar más era la cabeza.
Aprendí bien rápido que hasta caminaba equivocado. Pero también percibí casi al instante que en el rebote en la cuerda, en el puño marcado en el cuerpo del otro, había una suerte de alivio, de respuesta a la confusión de la vida diaria. Sin importar con qué fuerza diera el golpe, el impacto pleno del guante empezó a separarme de lo accesorio. Y a dictarme líneas claras, concretas.
Ahí, sin darme cuenta, empecé realmente a escribir.
Nuevas historias, mejores a mi criterio, porque ahora sí tenía la mente clara y precisa: sin distracciones. Creativa. Porque cuando suena la campana, y uno carga con un guante en cada mano, la desatención se paga con una nariz roja o un ojo negro. Y quien que no inventa, no juega con la cintura, el cuello y las piernas, es candidato a terminar sentado sin saber de dónde vino el ladrillo que acaba de tumbarlo.
Sin querer, en el machacar la zona baja del que te ponen enfrente, había encontrado el canal que no tuve a los 12 años, cuando vivía en Sierra de la Ventana, y a la familia le tocó sobrellevar la hiperinflación de Alfonsín aplacando el hambre con polenta y carne de ciervo. Inviernos de nieve y heladas desafiados con los pocos troncos y ramitas que podíamos juntar con mis hermanos en los bosques cercanos. Amigos enojados con la infancia, igual que yo, con los que me reunía para apedrear los ventanales de las casas cerradas de los ricos que, en pleno país quebrado, seguían dándose el lujo de vacacionar en mi pueblo cada verano.
O que no tuve a los 16, en los tiempos en que nos tuvimos que mudar a un garaje, y que aguanté a fuerza de quemarme el hígado con vodka, ginebra y vino de cajita todos los fines de semana, saltando desnudo de un puente al río helado de julio, y entre abrazos de los amigos al final de picadas sobre calles de rocas filosas en autos siempre destartalados.
Hace casi cuatro años, entre transpiraciones, abdominales y espinales, encontré la fórmula para trasladar a una hoja las desesperaciones y desencantos que empezaron a acumularse al poco tiempo de haber llegado a Buenos Aires, en 1999.
La convivencia en Balvanera con dos extraños que conocí el mismo día que papá me trajo a la capital para estudiar ese periodismo que, apostaban en la familia, me iba a matar de hambre. La caminata por calle Corrientes para que el paisanito, yo mismo, vea por primera vez el Obelisco, el Cabildo, y la Casa Rosada. La cola en esa misma avenida, al segundo día de estar en la gran ciudad, que me interrumpió el paso. Cola que seguí por una escalera, confiado en el verso de alguien que dijo “Hoy inauguramos este boliche, pasen, pasen, que es gratis”, y al final resulta que se trataba de un cabaret. Un tugurio totalmente oscuro en el que una mujer me tomó de la mano previo “Vení por acá, papito”.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que el ida y vuelta de la bolsa en el Almagro Boxing Club me diera certezas de lo que debía hacer. No la tuve a mano en la casa de estudiantes de Constitución, cuando el estallido social de 2001 me puso contra las cuerdas y durante meses armé y desarmé el bolso siempre bajo el pánico de tener que pegar la vuelta al pueblo. A papá le pagaban con patacones y el milagro era encontrar quién te los agarrara.
El quiebre de cintura, la mirada firme, y los pies livianos ahora me dan la confianza que había perdido. Llegarían, entonces, nuevos peregrinajes que enfrenté armado sólo con el bolso y los apuntes. Con algo adentro que no sabía qué era, pero que empecé a soltar cuando me senté frente a una computadora y alguien me dijo que eso que en lo que me estaba iniciando se llamaba periodismo. Todavía costaba tener al día la luz, el agua y el alquiler.
Hasta que un día me preguntaron si hacía cuentos. Que podía estar en un libro. Que me iban a pagar por eso.
Escribí con la panza y el corazón, como a lo largo de mi historia.
Las vivencias de un púgil que, como me había pasado a mí, tenía en la resistencia a los golpes, en la capacidad para sobreponerse a cualquier paliza, su mejor atributo. Un luchador que casi no sabía golpear pero al que le sobraba valor para resistir. Que suplía con lucidez mental la dificultad de habitar un cuerpo marchito. Al texto le puse Cacho de Fierro. Nunca más me volvieron a cortar el gas.
Mientras lo escribía y tropezaba con párrafos a veces incoherentes, caí en la cuenta de que me faltaba un escenario, un punto real del cuál agarrarme, para poder echar a andar la supervivencia tortuosa del protagonista. Dediqué horas y caminatas tratando de encontrar en mi cabeza esa pieza faltante. Hasta que una noche de llovizna me obligó a guarecerme junto a un portón del que sobresalía un alero y un cartel. Levanté la cabeza y leí: “Cuna de Campeones. Fundado el 30 de abril de 1923. Almagro Boxing Club. Escuela de Boxeo”.
Empujé la chapa y entré. Y ahí terminó de moldearse Cacho de Fierro. Encontré el paisaje, las paredes y el olor que necesitaba; tuve la primera noción de la técnica, y hasta pude permitirme imaginar la coreografía que alguna vez utilizara el púgil del texto.
Llegaron más cuentos y antologías, junto con un periodismo que se volvió tan necesario como el aire al final de los saltos con la soga y las series de fuerza de brazos. Empecé a usar más la cabeza. Una sucesión de ganchos de izquierda rebotando en la guardia cerrada, perfecta, del otro, me dieron el pie para parir un relato que, como pasa en cada round, nació de combinar golpes de efecto.
De pronto tenía una novela surgida de capítulos que, en su mayoría, fui escribiendo al regreso de cada jornada de entrenamiento. Con el cuerpo dolorido, un antiinflamatorio al lado del vaso de la cena, pero con la mente precisa. Oxigenada.
A los meses, ese texto, que cose historias de pueblo independientes pero todas vinculadas al devenir del personaje principal, un repartidor de galletitas, resultó finalista de un Premio Clarín. Al año siguiente, ocurrió lo mismo. Todo a la sombra de abdominales, espinales, y resoplidos de boca pegada al piso, sobre baldosas cubiertas de tierra lavada con transpiración.
A fuerza de rounds frente a otro moviéndose arriba y abajo, esquivando derechas cruzadas, y ajustando los pulmones a las bocanadas cortas que permite el protector bucal. A fuerza de resolverlo todo solo, igual que cuando se enfrenta la hoja en blanco sabiendo que hay un obstáculo que superar, la primera línea de lo que puede ser una nueva obra, pero sin tener al alcance el cómo. Una orfandad que coloca al escritor y al púgil en un rincón idéntico. Sin compañía. Sin auxilio. Sin banquito.
Pero cada mano soltada en jab se volvió el punto final de una página completa. Brotaron personajes como Garófalo, ese asesino temible cuya mayor virtud es la de encontrar objetos inhallables pero que, como siempre le escasean los trabajos, se gana la vida contando chistes verdes por los pueblos de la provincia de Buenos Aires. O relatos como Chola, que aborda el fenómeno de la lucha libre femenina en Bolivia.
También hubo pausas, como cuando se terminan los tres minutos que dura un asalto. Cierta vez tuvo lugar cuando internaron a papá por una obstrucción renal y hubo que llorar y rezar a la distancia, pidiendo a todos los santos para que saliera una maldita piedra.
El último descanso fue en noviembre del año pasado, cuando lo que sentí como un molesto dolor estomacal resultó ser un estallido de apéndice que me dejó postrado más de un mes. La peritonitis me había contaminado los pulmones de tal forma que, de no haberme operado de urgencia, mi estadía abajo del ring hubiese sido para siempre.
Toda vez que por alguna razón dejé de boxear, también me fue imposible escribir. Recuerdo la internación de fines de 2013: sobraba el tiempo pero faltaba la claridad, la perspectiva. No había apuro ni rival a quien resistirle la mano. No había desafío al que atender de forma inmediata, como cuando surge la idea y hay que buscar con urgencia una lapicera y un papel.
O como cuando te ponen en frente a un rival que, te avisó alguien, boxea desde hace mucho más tiempo que vos. Y conoce y pone en práctica las mañas que todavía no llegaste a descubrir. Fueron semanas en las que no pude más que memorizar canales y dormitar previa sesión de hipnosis con el televisor.
Pero en estos cuatro años, los rounds ganados han sido más que los otros. Los rivales me han sacudido la cabeza y las tripas de tal forma que lo único que he hecho es, siempre según mi opinión, escribir más y menos peor . Pero ¿cómo explicarle a una madre que una izquierda bien puesta en el mentón del otro terminó por amigarme conmigo mismo? ¿Qué en trabar para anular al que tengo enfrente encontré la fórmula para ser mejor del otro lado de las cuerdas?
Por eso, ese f ue en el Almagro Boxing Club ante la consulta alarmada y, si se quiere, recelosa de la leona que vigilaba a su cachorro. Después de la queja, del ¡Sos un escritor!, no hubo más que tiempo para terminar de abrochar la camisa y pedirle a la madre preocupada que se apure.
Porque sí: en ese final de marzo de este año, estaba a minutos de dar inicio a una pelea nueva, en un ring diferente. Y, como de costumbre, no quería llegar frío. Tocaba presentar mi segundo libro en estos cuatro años que escribo boxeando.

viernes, 13 de junio de 2014

Charlie Don't Surf - Apocalipsis now - The Clash

Caramelos y Aspirinas - carta leída por Juan Pablo Varsky Radio Metro N...

10.6 segundos (El gol del siglo) Por Hernan Casciari

 

 

Menos de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un compañero, el reloj en México marca las trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena central hay también dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano parece el único que no está en actitud de alarma atlética.
Se llama Alí Bin Nasser y, mientras los otros corren, él camina despacio. Tiene cuarenta y dos años y está avergonzado: sabe que nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial entre naciones.
También sabe que si, doce años antes, cuando se lesionó en la liga tunecina, le hubieran dicho que estaría en un Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que se convirtió en juez: en Túnez no es necesario, para acceder al puesto, más que tener el mismo número de piernas que de pulmones.
Cuando dirigió su primer partido descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que eso: logró ser el primer juez de fútbol al que reconocían por las calles de la ciudad. Lo convocaron para las eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan eficaz que, un año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.
En México le pedían autógrafos, se sacaban fotos con él y dormía en el hotel más lujoso. Había arbitrado con éxito el Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea izquierda en un Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo tiempo al achique; él no se equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.
Cuando los organizadores le informaron que dirigiría un choque de cuartos —nunca un juez tunecino había llegado tan lejos—, Alí llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se lo contó a su padre y los dos lloraron.
Esa noche durmió con sofocones y soñó dos veces con el ridículo. En el primer sueño se torcía el tobillo y tenía que ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el cuarto árbitro era su madre. En el segundo sueño saltaba al campo un espontáneo, le bajaba los pantalones y él quedaba con los genitales al aire frente a las televisiones del mundo.
De cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la víspera, en dar por válido un gol hecho con la mano. No soñó con que, en la jerga callejera de Túnez, su apellido se convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso ahora dirige el segundo tiempo de ese partido con ganas de que todo acabe pronto.
Ahora el jugador argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro de la sombra. El calor supera los treinta grados y esa sombra, con forma de araña, es la única en muchos metros a la redonda.
Alrededor del campo, acaloradas, ciento quince mil personas siguen los movimientos del jugador pero solo dos, los más cercanos a la escena, pueden impedir el avance.
Se llaman Peter: Raid uno, Beardsley el otro; nacieron en el norte de Inglaterra, uno en el cauce y el otro en la desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes, un hijo varón al que llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer antes de viajar a México; y los dos están convencidos, a las trece horas, doce minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al jugador argentino porque lo ha recibido a contrarié y ellos son dos: uno por el frente y el otro por la espalda.
No saben que, una década después, Peter Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán amigos, tendrán quince y dieciséis años y estarán bailando en una rave de Londres.
Un escocés de apellido O’Connor —que más tarde será guionista del cómico Sacha Baron Cohen— los reconocerá y, en medio de la danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo hará una vez, dos veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez años antes, le practica a sus padres el jugador argentino.
Raid hijo y Beardsley hijo no entenderán la broma, entonces otros participantes de la rave se sumarán a la burla de O’Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de tren humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.
Peter Raid hijo será el primero en comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es por el video de nuestros padres, el de México ochenta y seis».
Peter Beardsley hijo hará un gesto de humillación y los dos amigos escaparán de la fiesta perseguidos por decenas de muchachos que gritarán, a coro, el apellido del jugador que diez años antes, ahora mismo, se escapa de sus padres con un quiebre de cintura.
Muy pronto Raid padre y Beardsley padre dejarán de perseguir al jugador: será el trabajo de otros compañeros intentar detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de una cinta que el tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.
Ahora sus hijos tienen cinco y seis años y no recordarán haber visto en directo el primer regate del jugador, pero al comienzo de la adolescencia lo verán mil veces en video y dejarán de sentir respeto por sus padres.
Peter Raid y Peter Beardsley, inmóviles aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre.
Raudo y con pasos cortos, el jugador argentino traslada la escena al terreno contrario. Solo ha tocado el balón tres veces en su propio campo: una para recibirlo y burlar al primer Peter, la segunda para pisarlo con suavidad y desacomodar al segundo Peter, y una tercera para alejar el balón hacia la línea divisoria.
Cuando la pelota cruza la línea de cal el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y dos metros que recorrerá y ha dado once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.
A las las trece horas, doce minutos y veintitrés segundos del mediodía un rumor de asombro baja desde las gradas y las nalgas de los locutores de las radios se despegan de los asientos en las cabinas de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador por la banda derecha, después del regate doble y la zancada, hace que todo el mundo comprenda el peligro.
Todos menos Kenny Sansom, que aparece por detrás de los dos Peter y persigue al jugador con una parsimonia que parece de otro deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin desespero, como si llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en bicicleta.
«Parecía que estuvieras en un entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson dos horas después, en los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un año más tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.
Kenny Sansom rebobinará mil veces el video en el futuro. Verá su paso desganado, casi un trote, mientras el jugador se le escapa.
Comenzará, en noviembre de ese año, a tener problemas con el juego y el alcohol. En la prensa sensacionalista lo apodarán «White» Sansom, por su afición al vino blanco.
Su único amigo de las épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje de un trauma idéntico.
Butcher es el que ahora, cuando los relatores de radio y los espectadores en las gradas todavía están poniéndose de pie, le tira una patada fallida al jugador que avanza por su banda. Sin saber que su apellido, en el idioma del rival, significa carnicero, Butcher perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una segunda patada, esta vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.
Terry Butcher tampoco superará nunca el fantasma de esos diez segundos en el mediodía mexicano. «Al resto de mis compañeros los regateó una sola vez, pero a mí dos..., pequeño bastardo», le dirá a la prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.
Kenny Sansom y Terry Butcher no regresarán a México jamás, ni siquiera a playas turísticas alejadas del Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por afición (con casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por la noche e inventar nuevos insultos contra el jugador argentino que ahora, sin marca, entra al área grande con el balón pegado a los pies.
Antes del inicio de la jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error empieza la historia. Podría haber jugado hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar el balón al jugador menos libre.
Ese hombre se llama Héctor Enrique y se queda inmóvil después del pase, con las manos en la cintura. Después de ese partido nunca podrá separarse del jugador, como si el hilo invisible del pase vertical se transformara, con el tiempo, en un campo magnético.
Enrique todavía no lo sabe, pero volverá a participar de un Mundial de fútbol, veinticuatro años después y en tierra sudafricana. Será parte del cuerpo técnico de un entrenador que, más gordo y más viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora corre en zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos, en los Emiratos Árabes, de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos segundos, le ha dado un pase a contrarié.
Durante muchas noches del futuro, en un país extraño donde las mujeres tienen que ir en el asiento trasero de los coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa mala entrega, le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.
Burruchaga es el que ahora corre en paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las trece horas, doce minutos y veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador le dará el pase antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las marcas para dejarlo solo frente a los tres palos.
Burruchaga corre y mira al jugador; con el gesto corporal le dice «estoy libre por el medio» y mientras espera el pase en vano no sabe que un día, algunos años después, aceptará un soborno en la liga francesa y será castigado por la Federación Internacional. Otra entrega a destiempo. Pero él, congelado en el presente, todavía corre y espera la cesión que no llega nunca.
Días más tarde hará el gol decisivo de la final, pero el mundo solo tendrá ojos y memoria para otro gol. Año tras año, homenaje tras homenaje, el suyo no será el más admirado.
Una noche Burruchaga llamará por teléfono a Arabia Saudita para conversar con su amigo Héctor Enrique, y lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que opacó el decisivo de la final. Entonces Enrique verá por la ventana una tormenta de arena y, sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para tanto aquel gol», le dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».

Dentro del campo de juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera soplado a sesenta kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis días más tarde, quizás la jugada no hubiera acabado bien.
El avance parece veloz por ilusión óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una geometría secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto con un cambio en el viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las gradas.
Terry Fenwick piensa en las variables del azar mientras se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre todo en una, la menos descabellada.
Antes del partido, Fenwick le aconsejó a su entrenador Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al jugador rival, un marcaje hombre a hombre. Bobby respondió que la marca sería zonal, como en los anteriores partidos.
¿Qué habría ocurrido si Robson le hacía caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad del vestuario, con el agua reventándole las sienes.
En este momento, a las trece horas, doce minutos y veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve llegar al jugador con el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al centro del área. Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en su pierna derecha para evitar el pase y deja sin candado el flanco izquierdo. El jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el hueco libre, pisa el área y encuentra los tres palos.
«Mierda», le dirá a la prensa Terry Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro segundos». Dos años después del exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por conducir borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la mano al jugador argentino si lo volviera a ver.
En esas mismas fechas una de sus hijas cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta, Terry Fenwick la encontrará besándose con un argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la identidad del muchacho por una camiseta celeste y blanca con el número diez en la espalda. Fenwick aún no lo sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y Tobago, un país que nunca jugó un Mundial, pero que tiene playas.
Fenwick se emborrachará cada día en la arena de esas playas. La tarde del encuentro de su hija con el argentino querrá acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto salir para la izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá el amague.
Ocho pasos, de cuarenta y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y le bastarán para entender que el panorama no es favorable.
Hay un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le impide la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el posible pase atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer palo.
El norte, el sur y el este están vedados para cualquier maniobra. Son las trece horas, doce minutos y veintisiete segundos del mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas más en Londres.
En cualquier ciudad del mundo, a cualquier hora del día o de la noche, intentar el disparo a puerta en medio de ese revoltijo de piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge Valdano, que llega solo, muy solo, por la izquierda.
Nadie se percata de la existencia de Valdano, ni ahora en el área grande ni durante la escuela primaria, en el pueblo santafecino de Las Parejas.
Jorge Valdano se sentaba a leer novelas de Emilio Salgari mientras sus compañeros jugaban al fútbol en los recreos, arremolinados detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego básico a los nueve años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y supo, sin sorpresa, que los demás chicos no lo practicaban con inteligencia.
Empezó a jugar con ellos y, mientras el resto perseguía el balón sin estrategia, él se movía por los laterales buscando la geometría del deporte.
Y fue bueno. Integró dos clubes del pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las inferiores de Newell’s; debutó en primera antes de los dieciocho. A los veinte era campeón mundial juvenil en Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección absoluta.
Pero en esos años de vértigo nunca amó el juego por encima de todo. Si le daban a elegir entre un partido entre amigos o una buena novela, siempre elegía el libro.
Hasta ese momento de sus treinta años, Valdano no estaba seguro de haber elegido su verdadera vocación. Por eso ahora, que espera el pase, siente por fin que ese puede ser su destino, que quizá ha venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.
Sabe que la única opción del jugador es el pase a la izquierda. No le queda otra salida. Mientras pisa el área piensa: «Si no me la da, largo todo y me hago escritor”.
Pero el jugador entra al área sin mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se enteran de su presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano corto, lo distingue a tiempo.
En el video, Valdano es un fantasma que asoma el cuerpo completo recién cuando el balón está en el vértice del área pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de ese torneo comenzará a escribir cuentos cortos.
No hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los rivales puede usar la zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No importa, son armas lícitas en un deporte de hombres y el agredido puede devolver la acción en la siguiente jugada.
Pero el portero, el guardavallas, el goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son infinitos) puede tocar el balón con las manos.
El portero es una anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había logrado devolver esa afrenta en un Mundial.
Por eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris, guantes blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.
Media hora antes el argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había convertido un gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero en las reglas de otro juego, más inhumano que el fútbol, se había hecho justicia.
Por eso en este momento culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además, para volver a su país como un héroe.
Shilton había nacido en Leicester, treinta y seis años antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una leyenda viva, no le hacía falta llegar a su primer y tardío Mundial para demostrarlo.
Aún no lo sabe, pero jugará como profesional hasta los cuarenta y ocho años. Protagonizará en el futuro muchas paradas inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo convertirán en el mejor goalkeeper inglés.
Sin embargo (y esto tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la Britannica, que dirá sobre él:
«Shilton, Peter: guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como ‘la mano de Dios’ y el ‘del Siglo’».
Ese será su karma y es mejor que no lo sepa, porque todavía sigue mirando a los ojos al jugador argentino que se acerca, y tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus maestros.
Cree que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá pueda sacar el balón con la yema de los dedos».
Tampoco sabe que dos años más tarde se publicará en Gran Bretaña un videojuego con su nombre, titulado «Peter Shilton’s Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas, en las vacaciones de 1992.
Mejor que no conozca el futuro ahora, porque debe decidir, ya mismo, cuál será el siguiente movimiento del jugador. Y lo decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y espera el zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir por la derecha.
Antes de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al otro entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando dice:
«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».
Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.
El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el aire de un soplido.
Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.
Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve el estadio de Boca a reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años, mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste derecho y el botín de Terry Butcher.
Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.
El jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos.

domingo, 8 de junio de 2014

"El 2001 fue una bomba nuclear para la Argentina" (Axel Kicillof)

 

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–¿El arreglo con el Club de París cambió la perspectiva que tenían en el exterior sobre Argentina?
–No es sólo por el Club de París. No hay que verlo aisladamente. 2001 dejó a la Argentina completamente dislocada respecto de los mercados financieros internacionales. No estoy hablando de la voluntad o no de tomar deuda. A partir de los canjes de deuda, y hasta llegar al Club de París, terminamos una campaña muy sistemática para regularizar nuestro vínculo con los acreedores externos. Con una deuda que no contrajo este gobierno, ni defolteó este gobierno, que vino a arreglar este gobierno. ¿De qué manera? De una manera que llevó tiempo. Nos preguntan por qué no lo hicieron antes. Porque fue un proceso prolongado, pero tremendamente exitoso, tomando la cuestión con responsabilidad, sin abalanzarse sobre ella sino trabajando con mucha seriedad, viendo las condiciones internas y externas y buscando la oportunidad para llevar adelante cada uno de los pasos. El resultado ha sido tremendamente positivo. En 2005 se inicia el canje con 76 por ciento de adhesión. En 2006 se hace el pago de la deuda completa al FMI –tuvo su costo, pero un beneficio clarísimo en función de terminar con la serie de controles que imponía estar endeudado–. En 2010 se concluye el canje. El año pasado se termina de negociar las causas pendientes en el Ciadi. Y este año se cierra con una solución amistosa con Repsol por la expropiación de YPF, que cierra el litigio y atornilla la nacionalización del 51 por ciento de YPF. Y, por último, ahora cerramos la deuda con el Club de París. Si hay inversores que están pensando en abrir una planta, ampliar su capacidad productiva en el país, venir a producir en Argentina, que es lo que se escucha, es porque todos ellos están muy conformes por la perspectiva que abre. Porque cierra el proceso de desendeudamiento y de regularización del default de 2001. Llevó tiempo, pero ese hecho fue una bomba nuclear para Argentina, uno de los default más grandes de la historia del capitalismo.
–A su criterio, ¿el acuerdo que se acaba de firmar instala o inaugura una nueva forma de renegociación de deuda para los países periféricos?
–Lo leí en la prensa extranjera, porque acá no lo van a reconocer. Argentina cierra un acuerdo sin precedentes, dicen. Porque ese acuerdo implica que sin el tutelaje de ningún organismo internacional, Argentina se presenta a renegociar deuda. Llega a una conciliación del monto acumulado y se plantea una renegociación que, a diferencia de todas las anteriores, la de 1992, del ’91, del ’87, del ’85, incluso aquella primera de 1956, no incluye ningún condicionamiento sobre la política económica argentina. Esto, que parece una cuestión de principios, es un tema mucho más concreto y que afecta a todo el mundo. Porque anteriormente, para renegociar una deuda, había que ir a entregar determinadas políticas.
Yo recordaba, la última vez que se renegoció una deuda de la Argentina, por ejemplo con el FMI, los que fueron para allá volvieron con un recorte del 13 por ciento para los empleados públicos y las jubilaciones (en el gobierno de la Alianza). Es muy concretito, es para la vida de todos. Porque el acreedor dice: yo te refinancio, salís del default, pero vos me tenés que garantizar que podés pagar. Y para garantizarlo, lo primero es tomar estas medidas de reducción del gasto que, básicamente, es quitar derechos. Por eso digo que es importante que, al mismo tiempo que se anunció la reestructuración con el Club de París, aquí se anunció un aumento de la Asignación Universal por Hijo y un plan de inclusión jubilatoria. Eso está mostrando, involuntariamente porque son políticas permanentes de este gobierno, algo que es bien concreto. Porque a mí no me cabe duda de que si hubiéramos ido de la mano del FMI, uno vuelve con determinadas condiciones sobre su política económica, y claramente no está entre ellas aumentar prestaciones sociales, darles más vacunas a los chicos, más jubilaciones a los viejos. Eso es plata que no les damos a los acreedores, en otra época eso estaría en discusión.
–En la visión de los países acreedores, pasamos de ser el mejor alumno del Consenso de Washington a ser el peor ejemplo de país incumplidor tras el default. ¿Cómo diría que nos ven ahora, tras el cierre de estos acuerdos?
–Eso yo lo vi. Porque en esa reunión en el Club de París, que duró todas esas horas, estuvimos negociando intensamente. Y del otro lado de la mesa había representantes de 19 países, ministros de Finanzas de Alemania, de Japón, de España, gente del Departamento de Estado y del Tesoro norteamericano. Para todos estos países, el acuerdo fue una buena noticia. Nosotros estamos muy conformes por haber conseguido condiciones especiales. Lo digo claramente: es la primera vez que se negocia en el Club de París sin el Fondo Monetario, es la primera vez que en esas condiciones se dan cinco años de plazo, con la posibilidad de dos más, con una tasa del 3 por ciento si se pagan 2250 millones por año, que crece un poco si pagamos menos, pero no entra en default si pagamos menos que eso, porque tenemos un pago mínimo que en el próximo año y medio va a estar en los 1150 millones más los intereses. Es decir, que ha sido una negociación novedosa e interesante. Ellos también destacaron lo novedoso de la modalidad de negociación. Nosotros planteamos que no fuimos a negociar en otras condiciones porque fuimos voluntariamente a negociar. Pero lo que yo creo que ellos ven que es un país distinto. Yo fui a principios de año a hacer una presentación de lo que es nuestro modelo de crecimiento con inclusión social. Y uno ve en el comunicado del Club de París, que la secretaria lo cita como inclusing growth, crecimiento con inclusión. Es decir, que se escuchó el mensaje de Argentina, que no es el mismo que transmiten en los foros internacionales, sobre todo los fondos buitre, que nos presenta como defolteadores seriales, como que no queremos pagar las deudas. Y este gobierno desde 2003 hasta ahora pagó todas las deudas y renegoció todas las deudas que quedaron en default. Ese punto yo creo que quedó muy claro y fue, para todos, muy positivo. Hablamos también con empresas provenientes de esos países que nos han dicho que ya se está empezando a hablar de la posibilidad de acceder a créditos subsidiados por los Estados de sus lugares de origen para venir a invertir acá. Me parece que se ha valorado el esfuerzo de Argentina de, a su manera, con sus principios, de una forma sostenible, afrontar los compromisos. Ese era nuestro punto, el peor de los escenarios era comprometernos a lo que no se iba a poder cumplir. Porque eso sí lo hizo la República Argentina en la etapa del sobreendeudamiento, cuando una y otra vez tenía que recaer en los acreedores para pedir una extensión de plazo, un cambio de condiciones, más plata fresca porque no llegaba a pagar los vencimientos. Esta vez, creo que les quedó la certeza de que se va a cumplir.

lunes, 2 de junio de 2014

La conquista del desierto por el latifundio (Por Milcíades Peña)






La carrera política de Roca se halla evidentemente ligada a su éxito como conquistador del desierto y liquidador del problema indio. Pero la conquista del desierto sirvió para consolidar a la oligarquía y acrecentar su poderío, de modo que Roca resulta el ejecutor conciente de una política oligárquica y un verdadero héroe de la oligarquía. Vale la pena detenerse un segundo para analizar qué fue la famosa conquista del desierto.
Cuando Roca decide empezar su campaña, el indio estaba muy lejos de ser un enemigo siquiera medianamente formidable. Es Roca mismo quien plantea el problema en sus verdaderos términos cuando expone su plan ante el Congreso:
“En la superficie de quince mil leguas que se trata de conquistar, comprendidas entre los limites del Río Negro, los Andes y la actual línea de fronteras, la población indígena que la ocupa, puede estimarse en veinte mil almas, en cuyo número alcanzarán a contarse de mil ochocientos a dos mil hombres de lanza (…) Su número es bien insignificante en relación al poder y a los medios que dispone la Nación. Tenemos seis mil soldados armados con los últimos inventos modernos de la guerra para oponerlos a dos mil indios que no tienen otra defensa que la dispersión, ni otra arma que la lanza primitiva” (“Expedición al Río Negro”, informe al Honorable Senado de la Nación, 14 de agosto de 1878).

La hazaña de conquistar el desierto no era, como se ve, de las que abren las puertas de la gloria. Pero para la oligarquía argentina, y muy particularmente para los estancieros, tenía una significación tremenda. Recuérdese que el 1875 la frontera estaba en algunos puntos a menos de trescientos kilómetros de la Capital. Y esto tenía una doble consecuencia. Por un lado, faltaba espacio en todo el país y, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, y no se contaba con campos para expandir la producción ganadera. Pos otro lado, los estancieros sufrían pérdidas tales que en 1872 el ejército consiguió rescatar solo una pequeña parte de lo alzado por los indios y ella ascendía a 150.000 vacunos, 40.000 ovejas y 20.000 yeguarizos (Expedición al Río Negro).

Además, la conquista del desierto sirvió a la oligarquía para fortalecerse en cuanto latifundista y especuladora, incorporando a su haber increíbles extensiones de tierra que, en sus manos, sirvieron para frenar el desarrollo nacional. Terminada la conquista del desierto, el Estado se desprende en 1885 a favor de 541 particulares de 4.750.471 hectáreas (Sí, no hay ningún error: 4.750.471 hectáreas entre 541 personas) (Oddone, La burguesía terrateniente. Capital Federal, Buenos Aires, territorios nacionales, 218).

Desde luego los verdaderos conquistadores, los soldados, no obtuvieron nada en el reparto, “¡pobres y buenos milicos!” – dice el comandante Manuel Prado, citado por Yunque- Habían conquistado veinte mil leguas de territorio y, más tarde, cuando esa riqueza enorme pasara a manos del especulador que la adquirió sin esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron ni un rincón mezquino para exhalar su último suspiro. Al ver después despilfarrada la tierra pública, marchanteada en concesiones fabulosas de treinta o más leguas, daban ganas de maldecir la conquista, lamentando que todo aquel desierto no se hallase en manos de Peuque o de Sayhueque (Yunque, 290).

En resumen la conquista del desierto sirvió para que entre 1876 y 1903, es decir, en veintisiete años, el estado regalase o vendiese por moneditas 41.787.023  hectáreas a1843 personas. De tal modo quedaba sellado, lacrado y remachado en proceso de acumulación latifundista. Inútilmente, Sarmiento se proponía en 1885 “traer los antecedentes y el origen de la expedición al Río Negro, a fin  de fundar la crítica que haré a su tiempo de la expedición que ha tornádose en un crimen derrochando toda la tierra pública y regalando a cada oficial y comandante para comprarles el voto” (Sarmiento, Epistolario entre Sarmiento y Posse. Vol.II 552).

Milcíades Peña – Historia del pueblo argentino - 320-321 –
Ed. Emecé 2013  



domingo, 1 de junio de 2014

Hemingway, en estos días (Por Enrique Medina)




Marca el 0810 y todos los números que le siguen. Suena el ring-ring del otro lado. ¡Suerte!, piensa Hemingway, que se había desmoronado al cortársele el Skype justo cuando Emelina estaba por aceptarle la invitación a cenar; casi una hora de charla dale-que-dale para que afloje y justo cuando ella... ¡Uy, responden! ¡Levantan el tubo! Todos nuestros representantes se encuentran ocupados. Aguarde un instante, por favor (musiquita horrorosa). Espera y ruega que Emelina siga en el Skype esperándolo y no corte, porque él no tiene su mail, fue una sorpresa que ella lo agarrara justo en línea. Bueno, no importa, habrá forma de volver a engancharla, pero mejor tratar de cazar pájaro en mano de una buena vez. Todos nuestros representantes se encuentran ocupados... El insulto que emite el escritor se recepciona en China y sus alrededores. Aguarda maldiciendo su puta suerte. Pasa el tiempo. ¡Al menos podrían poner una música como la gente y no esta porquería que uno está obligado a escuchar! Se pone nervioso. Sabe que debe calmarse, así que, sin despegar el tubo de la oreja, se sirve un whisky-santo. Bebe y gana impavidez. Soporta con estoicismo la pésima musiquita y el desdén de los representantes ocupados. Por fin suena un llamado interno; ¡vaya, me tienen en cuenta...! Del otro lado, una dulce voz de dama en paz le dice lo que Hemingway ya sabe: que su nombre es su nombre y su dirección es la de siempre, ¿y qué problemas tiene...? ¡Se me cortó Internet, se me cortó!, grita con voz de oso enojado el Premio Nobel de Literatura gracias a esa elegante ficción, El viejo y el mar, con pésimas versiones hollywoodenses y sin que pudieran salvarla ni Spencer Tracy, ni Anthony Quinn; aunque ahora el escritor está entusiasmado haciendo un nuevo guión de la novela para Brad Pitt con dirección de Martin Scorsese, y no de ese sádico insensible de Tarantino. Ella le pide un instante para verificar lo que corresponde. El aprovecha otro sorbo y murmura un sincero ruego a Dios para que Emelina no decida apagar la compu. Irrumpe la dama en paz para anunciarle que hay un riguroso corte en su zona y por lo tanto no puedo asegurarle el tiempo que estará desconectado. El prestigioso escritor tira el vaso contra la pared y vocifera fiero y feo. ¡Quiero gritar mi protesta! ¡Y ya me dice su nombre para dejar asentado el reclamo! La dama en paz le pide que se calme: mi nombre es Melinda y estoy para atenderlo en... Cuando Hemingway escucha Melinda se le cruzan los cables y le pide, ya algo tranqui, que le repita el nombre. Melinda lo hace con voz de nube atravesada por un sol muy brillante, y él siente que algo de esa tibieza lo alcanza. Yo estaba hablando con Emelina, y sumando Melinda me veo atribulado en un trabalenguas entelarañado, ¿entiende...? Hay un silencio. Ella le pregunta ¿usted es el escritor? El dice que sí y bebe un traguito liviano del pico de la botella. Melinda le dice que no lo puede creer, que acaba de leer Tener y no tener y Por quien doblan las campanas, y me gustaron mucho; y ahora una amiga me trajo un regalo de España, tierra que tengo entendido usted quiso mucho, digo, mi amiga me trajo un libro de poesía suyo. 


Nuevo silencio que él aprovecha bebiendo del pico para decir: oh, han vuelto a publicar mis 88 poemas... Me gustan, dice ella, espere que busco, acá, éste me hizo reír: “Si rehusaras ser mi Valentina,/ me colgaría en tu árbol de Navidad”. ¿Llegaría usted a tanto?, le pregunto. El va a beber del pico, pero no, deja la botella, se acomoda el pelo canoso hacia adelante para disimular la calva. ¿Tiene el libro en sus manos? Silencio. Sí, dice ella, estaba leyéndolo, por eso tardé en atenderlo, le pido perdón. Hemingway mira su cuarto, las cosas desordenadas como su propia vida, los rincones del techo, se le nubla la vista. Melinda, ¿usted leyó a Whitman...? No, no lo leí. Léalo. ¿Por qué debo leerlo? Porque hace millones de siglos él escribió un verso que hoy nosotros estamos viviendo... Silencio, que ella rompe: ¿qué verso, lo recuerda? El presiente que la punzada en la columna vertebral está por castigarlo, por eso se pone de pie y gira el cuerpo muy suave para defenderse del dolor: él, Whitman, el querido Whitman, escribió: “Quien toca este libro, toca un hombre”. Otra vez el silencio, que Hemingway rompe con delicados rodeos: Porque... ¿sabe, Melinda? Se lo digo con respeto, créame, ¿cómo decir...? Siento su mano temblando en mi pecho. Y se produce un silencio palmario. Ambos se escuchan respirar. ¿Sigue ahí, Melinda? Sí... Ah... Hemingway se mira en el espejo. ¿O sea que no se sabe cuándo me devolverán la Internet? ¿Le siguen gustando las corridas de toros?, pregunta ella, y agrega algo severa: a mí no. El vuelve a sentarse. Claro que me gustaban, pero eso fue hace tanto, en otra vida, creo... Ella dulcifica el tono. Acá en la contratapa leo que usted se suicidó, primero dijeron que había sido un accidente, pero parece que... ¿Se suicidó? ¿Por qué? El sonríe. Me hace reír pensar por qué lo hice, ja... ¿Por qué lo hizo? Vea, Melinda, era otro tiempo, digamos... más varonil... Hemingway duda, no sabe si quedará sincero o grosero, y se anima, total... No existía el Viagra, ja, así de simple... Silencio algo prolongado. ¿Sigue ahí, Melinda...? Sigo... pero una piensa que un artista está más allá de... El la corta. Eso depende de la persona y no de la profesión que se tenga; por suerte, ahora la canción es otra... Silencio. Melinda busca aliviar el momento, salir de cosas que no deberían interesarle, así que busca en el libro un verso subrayado y lee: “Por la noche yazgo contigo/ y observo/ a la ciudad girar y rodar”. ¿En quién pensaba cuando escribió esto? ¿En Ava Gardner, en Marlene Dietrich? ¡Por supuesto que no! Yo era un jovencito engreído, torpe y desconocido. Los torneos competitivos vinieron mucho después. Siempre me gustó estar casado, ellas sólo fueron grandes amigas, en serio se lo digo... ¿Está escribiendo algo ahora? ¡No me diga que es una periodista camuflada, ja! Vea, un escritor debe trabajar 25 horas al día... ¿Pero qué está escribiendo? Se lo pregunto porque me interesa... Un relato... ¿Un relato sobre qué? Sobre nosotros dos... y la ilusión. Opaco silencio. Hemingway se neutraliza, púdico. En realidad no tengo mucho para proponer, pero este relato se lo dedicaré a usted, Melinda. El silencio hiere, requiere oquedad. Ella sabe que debe retornar a su papel de empleada, pero se escucha decir con voz palpitante. Me gustaría que me autografiara los libros que tengo... los suyos, claro, sí, lógico, se sobreentiende, perdón... Atrapado, Hemingway bebe del pico de la botella, acentuando el largo silencio sin intentar fragmentarlo. Obligada, presionada como si estuviera comiendo algodón, la dulce voz de dama en paz, Melinda, le informa a Hemingway que posiblemente en una media hora, más o menos, volverá a tener Internet. Me lo acaban de decir, ¿me escuchó? Sí, la escuché, Melinda... Largo silencio. Bueno... ha sido un placer, tengo que cortar, adiós, señor Hemingway... He tenido una gran alegría al conversar con usted, ha sido un gran honor, de verdad... Adiós, Melinda. Silencio medido. Ella controla la respiración. Ah, me gustaría leer el relato que está escribiendo sobre nosotros. Lo leerá, Melinda, se lo aseguro. Entonces, adiós, dice ella. Adiós, dice él. Ambos cuelgan el tubo del teléfono. Hemingway bebe del pico de la botella el poquito whisky restante, y va en busca de una escoba para barrer los vidrios rotos.

¡Rudy! (Por José Pablo Feinmann)

 
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Rudy Giuliani nace en mayo de 1944. Será un patriota que demostrará su patriotismo entregándole a su ciudad (alguna vez dirá “New York soy yo”) la seguridad que sus ciudadanos reclaman, que reclaman a cualquier costo, que la esperan de un hombre fuerte, de mano dura, de un verdadero norteamericano, de uno de esos que saben que si han nacido en “la casa de los bravos y la tierra de los libres” no es para dejar que los negros, los latinos, los drogadictos y los mafiosos se apoderen de ella, ni de la casa ni de la tierra que son patrimonio de los buenos ciudadanos, de los amigos de la ley y el orden, únicos fundamentos para que un país avance en el camino de una historia que deberá pertenecerle como siempre le ha pertenecido, porque ese país es “America” y “America” es para los americanos.
Antes de Giuliani, Nueva York era una ciudad peligrosa, se calculaban (en un cómputo que alarmaba) más de seis asesinatos por día, ocho violaciones y arriba de cuatrocientos hechos de violencia (de violencia menor, que no se llevaba la vida de nadie pero atemorizaba a todos). La orgullosa Gran Manzana se había transformando en la Gran Manzana Podrida. Había una policía corrupta que daba amparo al vandalismo de los jóvenes, que lucraba con el crac y, si en las cárceles había presos, era para lanzarlos hacia la noche, para que asaltaran y vejaran a los ciudadanos y regresaran para repartir el botín con unos custodios de la ley que, lejos de custodiarla, eran parte y posibilidad de su constante erosionamiento.
Así, en medio de este estado de cosas, Giuliani asume la alcaldía de la ciudad. Es un republicano que gusta decir: “Los demócratas creen que las cosas van a mejorar. Nosotros queremos que mejoren ya”. Años después de su faena exitosa el escritor Wayne Barret escribirá un libro simplemente llamado: Rudy! En 2003, basado en ese libro, se hará un telefilm bajo el título de The Rudy Giuliani Story, su protagonista será James Woods que se alzará con el premio al mejor actor de un film para TV y dirá, en el acto de su premiación, que admira a Giuliani, de aquí que lo haya interpretado tan eficazmente. Woods miente: nunca ofreció un mal trabajo, es un actor brillante, uno de los mejores, lejos, de su generación, un actor que nunca aburre, un enorme roba-escenas con el que da miedo trabajar de notable que es. El telefilm de Woods –porque todo o gran parte de su mérito se lo debe a su interpretación– desarrolla las dos teorías en que se basa el esquema de aniquilación del delito que instrumentó Giuliani: tolerancia cero y ventanas rotas. Vamos a detenernos en las ventanas rotas. Se lo asocia, acaso inevitablemente, con la Noche de los Cristales Rotos en que los SA destrozaron los ventanales de todos los comercios judíos de Berlín. Pero se trata de otra cosa. Para Giuliani, el enemigo es el que viola la ley, sea judío, african-american o latino. Y si la viola es porque hay una ventana en el sistema de seguridad que alguna vez fue rota y no se arregló. Al comprobar que es posible romper algo y no pagar por eso serán rotas todas las ventanas de la ciudad. La tolerancia cero significa entonces que hay que detener el delito en la primera ventana que éste destruya.
Sin embargo, todos saben que la seguridad se paga al contado con la libertad de todos los ciudadanos. Hoy, Nueva York tal vez sea, como dicen muchos admiradores de Giuliani, la ciudad más segura del mundo, pero también la más vigilada, la más sometida al espionaje de los servicios de seguridad. Además, aunque Giuliani se empeñe en defenderse al decir que tolerancia cero no es mano dura, cuando inició su trabajo inundó de policías la ciudad, lanzó sobre ella casi cuarenta mil efectivos. Hay un peligro enorme en esta medida. No se consigue una cifra tan elevada de policías sino al costo de sumar elementos nuevos, de escasa experiencia, de nervios fácilmente alterables. Y todos sabemos que un policía inexperto acude a su gatillo no bien se enfrenta a una situación que otro –más veterano– solucionaría menos drásticamente. De aquí que las muertes por gatillo fácil se incrementen siempre que una ciudad es tomada, inundada por la policía. Del gatillo fácil pueden ser víctimas todos los ciudadanos, no sólo los llamados malvivientes.
Giuliani, como toda la derecha norteamericana, consolidó su poder con el atentado a las Torres Gemelas. En el telefilm de Woods, se lo ve abriéndose paso entre una multitud aterrorizada, en medio del asfixiante polvo de ladrillo, entre cadáveres, vidrios rotos y cortantes, para quedar solo ante el espectáculo de la devastación y exclamar, entre el asombro, la indignación patriótica y esa furia imperial que ya reclama la retaliación de semejante agravio (retaliación que aún continúa): “¿¡Qué le han hecho a mi ciudad!?”. Si dice mi ciudad es porque antes ha dicho esa frase que ya citamos y repetimos ahora porque define la personalidad y la dureza de Giuliani: “New York soy yo”. Ese sentido exacerbado de la posesión del territorio es lo que muchos llaman “patriotismo”. Los nazis decían actuar impulsados por la tierra y por la sangre. El nacionalsocialismo de Heidegger se devela en su amor por lo agrario, por lo campesino, por la pureza de la tierra, por la identificación de la patria (Heimat) con el territorio en que se expresa. Así, Peter Sloterdijk bien puede definirlo como un filósofo agrario. Heidegger, además, comparte con Giuliani (o Giuliani con Heidegger) el preciso concepto de errancia. El “errante”, que para los nazis era el judío, para Giuliani –como para toda la derecha actual– es el inmigrante o sus descendientes: los chicanos, los hispánicos, los africanos. El ilegal alien que hoy es la pesadilla de los países donde la riqueza y el poder se dan cita: Alemania, Francia, Italia. Aquí, en Argentina, el ilegal alien adquiere la figura del peruano, el paraguayo, el chileno y, supremamente, el boliviano o el bolita. Hasta tal punto llegó la furia contra el inmigrante de piel morocha, al que se identifica sin más con el delincuente, que se incurrió en algo (que los medios de comunicación alimentaron) nunca visto en Buenos Aires: el linchamiento.
En su Carta Abierta 16, el grupo de intelectuales que se nuclea en Carta Abierta dice: “Los episodios de linchamiento que tanto impactaron a una sociedad no habituada a estas respuestas no son ajenos a este clima artificialmente creado por quienes medran con el discurso del miedo para desvirtuar cualquier sentido de ciudadanía y de solidaridad”. Ocurre que la llegada de un Rudy Giuliani siempre está alimentada por la erosión de esos dos conceptos: ciudadanía y solidaridad. Por otra parte, la idea de la solidaridad no es parte del credo capitalista que opta por la del egoísmo o la codicia (ver Adam Smith o Gordon Gekko en Wall Street, el film de Stone). Más adelante, el texto de Carta Abierta expresa: “La presentación de la represión al delito como una guerra podría considerarse como un mero ejercicio retórico si no fuera que ese discurso propicia hoy en el mundo la reinstalación de los principios intervencionistas de la Doctrina de la Seguridad Nacional”. Esta doctrina es la que practica (sin proclamarla) Giuliani: la policía debe intervenir y limpiar la ciudad –ante todo– de mendigos, limpiavidrios, prostitutas, borrachos. Luego tiene que continuar con unidades que castiguen a los que violan las señales de tránsito, a los niños que hacen prácticas de malabarismo ante los automóviles, los que venden droga en las escuelas, continuando –siempre por medio de la creación de unidades de represión– con los que alteran la paz sonora, los ruidosos, y los que ensucian la ciudad con sus graffitis. (Giuliani nunca se enteró ni se enterará de la teoría del street art.) El fundamento siempre es el de la ventana rota: hay que acabar primero con los pequeños delitos para luego terminar con los grandes. Así, Giuliani se ha convertido en el símbolo de la lucha contra el delito. No es casual que lo contraten de otros países. Es un asesor de lujo y, por consiguiente, un asesor carísimo. Cobra entre cien mil y cuatro millones de dólares por sus consejos. Ignoramos cuánto le pagó el ex intendente de Tigre.