viernes, 27 de junio de 2008

Escribir detrás de los tiros de Río de Janeiro



CRÓNICA: CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA

João Paulo Cuenca 28/06/2008

La semana antes de embarcarme a Madrid para la Feria del Libro fui a una fiesta en Leme, barrio de clase media de Río. Pasé parte del tiempo en el balcón, solo, bebiendo cerveza. Miraba las ventanas de los apartamentos del otro lado de la calle y los pequeños cuadros iluminados me mostraban familias comiendo, casi todas frente a un televisor.

Poco después de las siete de la tarde, a lo largo de los extensos corredores de hormigón que en Leme y en Copacabana separan los morros del mar, empezaron a oírse unos tiros. Primero estampidos producidos por pistolas y luego intermitentes balazos de fusil. El carioca medio es un connaisseur cuando se trata de identificar el ruido producido por las armas de fuego: sabe distinguir el sonido de un revólver calibre 38 del de una ametralladora antiaérea, o del de un AK-47, el fusil ruso que, por estos pagos, le ha robado la popularidad al AR-15.

En Leme, donde un apartamento en la avenida Atlántica con vistas infinitas al mar puede valer algunos millones de euros, hay una favela en estado de guerra. No contra la policía, sino contra otra favela controlada por el bando rival que pretende invadirla. Cuando hay un intercambio de tiros en la Zona Sur que dura más de diez minutos, surgen los agentes del orden. Y esto fue lo que sucedió: aparecieron vehículos de la policía a gran velocidad, con sirenas zumbando y fusiles ostensiblemente apuntados para fuera.

Dentro de los apartamentos, simulamos indiferencia ante el ruido de los tiros y de las granadas que ahora empiezan a retumbar. La anfitriona ofrece más cerveza, hace un comentario gracioso ("¡eh!, hoy la fiesta va a acabar más tarde...") y aumenta el volumen de la música para eclipsar el inconveniente bullicio que llega de fuera. Antes de que todo aquello llegue a transformarse en noche buñuelesca e interminable, decido, desoyendo todos los consejos, irme de allí.

Ya en la calle, anduvimos bajo las explosiones y la mira de las armas como si no nos importásemos. Para distraerme de las balas, invento oxímoros, escribo haikus en silencio, silbo una sonata de Schubert, pienso en la distancia que me separa de la mujer que perdí. Algunos abandonan la timidez y corren por las calles, pero la mayoría caminamos despacio, con la cabeza erguida, los ojos fijos mirando hacia adelante. Otros beben en las tascas donde los omnipresentes televisores transmiten la repetición de un partido de fútbol.

Me acordé de ese poco más que banal episodio ya en Madrid donde participaba en una mesa sobre Realidad social en América Latina y su impacto sobre las letras. En una de las intervenciones se dijo que muchos escritores latinoamericanos daban la espalda a la dura realidad de sus países. Se citó el término "Belíndia", acuñado por el economista Edmar Bacha para definir el contraste social en Brasil, y se insistió en que algunos escriben como si estuvieran en Bélgica, olvidándose de la "India" que hay en el seno de sus países, escapando de una supuesta responsabilidad social en su literatura. (En el caso de Río de Janeiro, donde la desigualdad tiene ese lado, digamos, más belicista, podría hablarse de "Beliraq").

Después alguien preguntó, con un sentido del humor claramente involuntario: ¿no sería inmoral que un escritor huya de su país, de la violencia de su país?

Antes de que diga que pedir responsabilidad social y posicionamiento moral a escritores es lo mismo que esperar talento o capacidad inventiva de un cura, preciso decir que en mis novelas y cuentos nunca nadie sintió hambre.

Y además, nadie disparó nunca un tiro en una favela.

Escribo crónicas para periódicos desde hace cinco años, sobrevivo en Río de Janeiro desde hace treinta y, prácticamente, nunca me ocupé del tema. Podría decir que esta ha sido la primera vez (y tal vez la última). No me siento obligado a hacerlo. No siento que deba retractar algo que no forme parte de mi extravagante proyecto literario, cuyo rumbo está determinado exclusivamente por mí, y hasta hoy no me he sentido influenciado por eventos tan vulgares como un tiroteo. Por suerte, otros escritores brasileños contemporáneos, como Sérgio Sant'Anna, Bernardo Carvalho, Joca Reiners Terron, Daniel Galera y otros muchos más especímenes originales que podría citar aquí, comparten esa misma libertad de espíritu.

Cuando escribo, tan extranjero soy en Madrid como en Río de Janeiro o en París, donde me encuentro ahora. Brasil, país que adoro y detesto a partes iguales, me interesa en la medida de mis curiosidades y de mis mutantes obsesiones. Nada debo a Brasil y nada me debe a mí Brasil, impuestos aparte.

El gran escritor de esta nación insular, y uno de los mayores del planeta de todos los tiempos, se llamaba Machado de Assis y era un carioca mulato, descendiente de esclavos. Pasó décadas siendo tachado de alienado y despolitizado porque, supuestamente, nunca se comprometió con los problemas sociales de su país, por entonces, preabolicionista. Lo cierto es que Machado nunca necesitó ser didáctico o panfletario, cosa que, lamentablemente, muchas veces se espera de un escritor, sobre todo si es tercermundista. Las contradicciones de aquella sociedad estaban presentes, y no podían dejar de estarlo, en todas y cada una de sus palabras.

La libertad de no colocarse bajo ningún paraguas folclórico o ideológico y salir a la calle, perdido en medio del tiroteo, huyendo de la frívola fiesta en la que pudimos permanecer, obviamente no es confortable. Pero me es muy querida esa sensación de incomodidad, y creo que toda una generación de nuevos escritores latinoamericscribir anos se ha expresado a través de ella, con la libertad de escribir, incluso, sobre sus aldeas y sus propias guerrillas. No como escritores latinoamericanos, sino como escritores, punto. Escritores terráqueos, si se prefiere.

En mi caso puedo decir que no escribo sobre tiros, nunca sobre los tiros, pero, si estoy sin suerte, sí bajo los tiros. Que se reflejan explícitamente o no en mi literatura y en mi sanidad mental. -

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