Es triste y es injusto que tantos (gente crecida ya)
sigan pegoteando a Martín Fierro con sus malos recuerdos del
bachillerato. En esas aulas, lo leyeron por obligación –si lo leyeron– o
le dieron alguna mirada a cierto resumen que encontraron por ahí. Hoy
se arreglarían con Wikipedia. Sin embargo, no sólo es uno de los máximos
libros de nuestra literatura, sino también uno de los más entretenidos,
cuando no de los más profundos. Facundo ha tenido más suerte. Ganó las
aulas universitarias y pasa por ser –con bastante justicia– el mejor
libro de nuestra literatura. Además da menos populista que el texto de
Hernández, que carga el mote de federal, algo de mal gusto en este país
donde la derecha política impone tantas cosas. Y Borges –equivocado como
nunca– arrojó sobre el texto hernandiano una maldición. “Si este país
–dijo– hubiera elegido a Facundo como texto primordial de su formación, y
no a Martín Fierro, habría tenido un mejor destino.” En fin, la
tontería de un perfecto unitario que conoce mal la cuestión. El final (o
casi la entera segunda parte de Martín Fierro) coincide con el proyecto
político de Facundo.
En esa segunda parte nos vamos a centrar. La que aparece en 1879.
Ahí, Martín Fierro se reúne con sus hijos y cada uno le narra sus
penurias. El primer hijo ha pasado sus días en prisión. No es raro que
diga: “Quien ha vivido encerrado poco tiene que contar”. Pero cuenta, y
mucho. Creo que estos pasajes de la cárcel son los menos conocidos del
poema. Creo que es bueno recordarlos hoy, cuando las cárceles son más
pesadillescas que en los tiempos de Hernández, cuando ya lo eran y en
extremo. La soledad es el sufrimiento más hondo, madre de casi todos los
otros. Sobre todo del silencio. “En soledá tan terrible/ de su pecho
(el preso) oye el latido/ lo sé porque lo he sufrido (...) tal vez en el
purgatorio/ las almas hagan más ruido (...) Allí se amansa el más
bravo/ allí se duebla el más juerte;/ el silencio es de tal suerte/ que,
cuando llegue a venir,/ hasta se le han de sentir/ las pisadas a la
muerte.”
Hernández apela a los sufrimientos espirituales del preso. Así, sus
sextinas adquieren a menudo un tono metafísico. En la cárcel del poema
no hay castigos, no hay torturas. Hay, incluso, revelaciones místicas
que surgen del silencio, el encierro y la oscuridad. Son tan poderosas
estas tres situaciones juntas que lleva a la revelación de la nada:
“Adentro mesmo del hombre/ se hace una revolución:/ metido en esa
prisión,/ de tanto no mirar nada,/ le nace y queda grabada/ la idea de
la perfeción”. Luego: “Ningún consuelo penetra/ detrás de aquellas
murallas;/ el varón de más agallas,/ aunque más duro que un perno,/
metido en aquelo infierno/ sufre, gime, llora y calla (...) En tan
crueles pesadumbres,/ en tan duro padecer/ en tan duro padecer,/
empezaba a encanecer/ después de muy pocos meses;/ allí lamenté mil
veces/ no haber aprendido a ler (...) ¡Bendito sea el carcelero/ que
tiene buen corazón!/ Yo sé que esta bendición/ pocos pueden alcanzarla,/
pues si tienen compasión/ su deber es ocultarla (...) La justicia muy
severa/ suele rayar en crueldá;/ sufre el pobre que allí está/
calenturas y delirios,/ pues no esiste pior martirio/ que esa eterna
soledá/ Conversamos con las rejas/ por sólo el gusto de hablar;/ pero
nos mandar callar/ y es preciso conformarnos,/ pues no se debe irritar/ a
quien puede castigarnos (...) Y es muy severa la ley/ que por un crimen
o un vicio,/ somete al hombre a un suplicio/ el más tremendo y atroz
(...) La soledá causa espanto,/ el silencio causa horror (...) Inora uno
si de allí/ saldrá pa la sepoltura”.
Aparece entonces el espíritu de la Vuelta, que es el de la
conciliación. El del consejo: “Y guarden en su memoria/ con toda
puntualidá/ lo que con tal claridá/ les acabo de decir;/ mucho tendrán
que sufrir/ si no creen en mi verdad/ Y si atienden mis palabras/ no
habrá calabozos llenos;/ manejensé como buenos;/ no olviden esto jamás:/
aquí no hay razón de más;/ más bien las puse de menos”.
Sin embargo, ¿qué es manejarse como bueno? ¿No había dicho
Hernández, en la Ida, que el gaucho, el pobre, caía en desgracia por
arbitrariedad de los jueces, de los que mandan? ¿Cómo sabe el pobre qué
es lo bueno si los que mandan, si los jueces predican lo malo con sus
actos? Pero en la Vuelta, Hernández quiere integrar al, gaucho al orden
que ha establecido Buenos Aires. A cuyos hombres les dice: “No maten más
gauchos. Es una insensatez. Nadie como él conoce la campaña”. Es una
mano de obra calificada y barata. Ya lo había dicho Sarmiento: “El
gaucho está en todos los secretos de la campaña”. El que no se maneja
como bueno es el gaucho alzado, el gaucho federal que sigue a un
caudillo en medio de la montonera. Pero luego de la “guerra de policía”
que, a partir de Pavón, desata Mitre junto al gobernador Sarmiento y con
sus sanguinarios coroneles (Paunero, Sandes, Arredondo), esos gauchos
malos han sido aniquilados. Ahora quedan los gauchos buenos que quieren
trabajar.
Hace unos pocos días invité a mi programa El Carnaval del Mundo, en
Radio Madre, a César González, también conocido como Camilo Blajakis,
que es su seudónimo, el que ahora abandonará para firmar sus películas.
César tiene veinticuatro años, cinco de cárcel y cinco también cuetazos
en el cuerpo. Le leí los fragmentos de la cárcel y de ahí empezamos a
conversar. Dijo no conocer esos pasajes de Martín Fierro, lo que indica
que conocía los otros y no hay que asombrarse. En sus días de cárcel,
César se dedicó a leer y da la impresión de haberlo leído todo. Hizo lo
que no pudo hacer el hijo de Fierro (“allí lamenté mil veces/ no haber
aprendido a ler”) y eso le da seguridad, aplomo. Ha elaborado bien sus
lecturas. De memoria cita tanto al Che como a Deleuze. Es cineasta. Hizo
un corto y un largo. Los dos son valiosos, o más que eso. Su largo se
llama Diagnóstico esperanza y vimos juntos algunas partes. César sabe
mucho de cine y tiene el futuro abierto. Es un futuro que se abrió él.
Con todo lo que leyó en la cárcel y su fresco talento. Si Martín Fierro,
en la Ida, decía: “Yo abriré con mi cuchillo/ el camino pa’ seguir”,
César se lo abrió con sus ganas, con su pensamiento y su escritura. No
en vano dice más de una vez: “Escribir me salvó”. Y también: “Prefiero
que me peguen porque pienso y no por negrito”. Y también: “Mi remo es la
poesía”. Sabe que es y será siempre un “negrito”. Y sabe que ese
adjetivo lleva en sí el peso de la condena social, del racismo. No le
importa. Su remo, en efecto, es la poesía. Y –para seguir hoy la
temática que leímos en el Hernández del siglo XIX– vamos a citar alguno
de sus poemas. Le debemos algo más. Por ahora, esto:
“Rejas para los
mismos”, un poema que está en su blog. Es así: “en el sistema (in)
judicial/ el juicio a un pobre dura horas/ y si el acusado/ es pobre/
entonces es culpable/ cuando vas a juicio no vas a un ‘debate’/ sino a
ver cuántos años te dan/ para los pobres no hay investigación seria/ ni
alegatos contundentes/ no sirve mucho tu declaración/ podés ser inocente
de lo que te acusan/ pero si sos pobre casi seguro sos chorro/ así que
hay que dejarte preso/ aunque no tengan pruebas (...)
Mi propio juicio
por el cual estuve 5 años preso/ duró 4 horas/ el defensor del estado
que me asignaron se aprendió/ mi nombre y apellido el mismo día/ yo le
vi la cara a la injusticia/ en un fiscal y unos jueces que se reían/ de
mí y de los otros pibes que estábamos acusados/ se reían porque el
carnaval punitivo/ es una danza donde se masacran los corazones y el
alma de los pobres/ las cárceles rebalsan de pobres/ tanto los presos/
como los guardia cárceles vienen del mismo barro/ ¿Por qué?/ porque los
pobres que rebalsan las cárceles/ justifican la estructura judicial”.
Apéndice picaresco: Apenas se fue César –en medio
de los abrazos que le dimos, ya que somos varios los que estamos en la
cabina y hacemos el programa– empecé el análisis del relato del segundo
hijo de Martín Fierro, el que presenta al célebre Viejo Vizcacha,
pícaro, ventajero y zorro. Luego me pregunté cuál había sido la gran
vizcacheada argentina del siglo XX. Y coincidimos: el primer gol de
Maradona a los ingleses, el de la mano de Dios. Ahí nomás escribimos
unos versos cuya torpeza, espero, no arruine su gracia: “si un centro
cae al área/ y no llegás pa’ cabecearlo/ y si pa’ agarrarlo/ lo ves
salir al arquero/ meta mano compañero/ y el gol saldrá certero/ porque
esa tarde Dios/ que a veces suele esistir/ le guiará sigura la mano/ y
de los dos que ahí han estao/ usté y el mentado arquero/ usté saldrá
adorao/ y el arquero humillao/ pobre, pobre arquero/ la cosa le salió al
revés/ o por boludo/ o por inglés. Que nadie lo tome a mal. Ni los
poetas ni los ingleses. Que como dice Martín Fierro, este poemita: ‘No
es para mal de ninguno/ sino para bien de todos’”.
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