domingo, 25 de agosto de 2013

Martín Fierro y César Gonzalez (Por José Pablo Feimann)

 
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Es triste y es injusto que tantos (gente crecida ya) sigan pegoteando a Martín Fierro con sus malos recuerdos del bachillerato. En esas aulas, lo leyeron por obligación –si lo leyeron– o le dieron alguna mirada a cierto resumen que encontraron por ahí. Hoy se arreglarían con Wikipedia. Sin embargo, no sólo es uno de los máximos libros de nuestra literatura, sino también uno de los más entretenidos, cuando no de los más profundos. Facundo ha tenido más suerte. Ganó las aulas universitarias y pasa por ser –con bastante justicia– el mejor libro de nuestra literatura. Además da menos populista que el texto de Hernández, que carga el mote de federal, algo de mal gusto en este país donde la derecha política impone tantas cosas. Y Borges –equivocado como nunca– arrojó sobre el texto hernandiano una maldición. “Si este país –dijo– hubiera elegido a Facundo como texto primordial de su formación, y no a Martín Fierro, habría tenido un mejor destino.” En fin, la tontería de un perfecto unitario que conoce mal la cuestión. El final (o casi la entera segunda parte de Martín Fierro) coincide con el proyecto político de Facundo.
En esa segunda parte nos vamos a centrar. La que aparece en 1879. Ahí, Martín Fierro se reúne con sus hijos y cada uno le narra sus penurias. El primer hijo ha pasado sus días en prisión. No es raro que diga: “Quien ha vivido encerrado poco tiene que contar”. Pero cuenta, y mucho. Creo que estos pasajes de la cárcel son los menos conocidos del poema. Creo que es bueno recordarlos hoy, cuando las cárceles son más pesadillescas que en los tiempos de Hernández, cuando ya lo eran y en extremo. La soledad es el sufrimiento más hondo, madre de casi todos los otros. Sobre todo del silencio. “En soledá tan terrible/ de su pecho (el preso) oye el latido/ lo sé porque lo he sufrido (...) tal vez en el purgatorio/ las almas hagan más ruido (...) Allí se amansa el más bravo/ allí se duebla el más juerte;/ el silencio es de tal suerte/ que, cuando llegue a venir,/ hasta se le han de sentir/ las pisadas a la muerte.”
Hernández apela a los sufrimientos espirituales del preso. Así, sus sextinas adquieren a menudo un tono metafísico. En la cárcel del poema no hay castigos, no hay torturas. Hay, incluso, revelaciones místicas que surgen del silencio, el encierro y la oscuridad. Son tan poderosas estas tres situaciones juntas que lleva a la revelación de la nada: “Adentro mesmo del hombre/ se hace una revolución:/ metido en esa prisión,/ de tanto no mirar nada,/ le nace y queda grabada/ la idea de la perfeción”. Luego: “Ningún consuelo penetra/ detrás de aquellas murallas;/ el varón de más agallas,/ aunque más duro que un perno,/ metido en aquelo infierno/ sufre, gime, llora y calla (...) En tan crueles pesadumbres,/ en tan duro padecer/ en tan duro padecer,/ empezaba a encanecer/ después de muy pocos meses;/ allí lamenté mil veces/ no haber aprendido a ler (...) ¡Bendito sea el carcelero/ que tiene buen corazón!/ Yo sé que esta bendición/ pocos pueden alcanzarla,/ pues si tienen compasión/ su deber es ocultarla (...) La justicia muy severa/ suele rayar en crueldá;/ sufre el pobre que allí está/ calenturas y delirios,/ pues no esiste pior martirio/ que esa eterna soledá/ Conversamos con las rejas/ por sólo el gusto de hablar;/ pero nos mandar callar/ y es preciso conformarnos,/ pues no se debe irritar/ a quien puede castigarnos (...) Y es muy severa la ley/ que por un crimen o un vicio,/ somete al hombre a un suplicio/ el más tremendo y atroz (...) La soledá causa espanto,/ el silencio causa horror (...) Inora uno si de allí/ saldrá pa la sepoltura”.
Aparece entonces el espíritu de la Vuelta, que es el de la conciliación. El del consejo: “Y guarden en su memoria/ con toda puntualidá/ lo que con tal claridá/ les acabo de decir;/ mucho tendrán que sufrir/ si no creen en mi verdad/ Y si atienden mis palabras/ no habrá calabozos llenos;/ manejensé como buenos;/ no olviden esto jamás:/ aquí no hay razón de más;/ más bien las puse de menos”.
Sin embargo, ¿qué es manejarse como bueno? ¿No había dicho Hernández, en la Ida, que el gaucho, el pobre, caía en desgracia por arbitrariedad de los jueces, de los que mandan? ¿Cómo sabe el pobre qué es lo bueno si los que mandan, si los jueces predican lo malo con sus actos? Pero en la Vuelta, Hernández quiere integrar al, gaucho al orden que ha establecido Buenos Aires. A cuyos hombres les dice: “No maten más gauchos. Es una insensatez. Nadie como él conoce la campaña”. Es una mano de obra calificada y barata. Ya lo había dicho Sarmiento: “El gaucho está en todos los secretos de la campaña”. El que no se maneja como bueno es el gaucho alzado, el gaucho federal que sigue a un caudillo en medio de la montonera. Pero luego de la “guerra de policía” que, a partir de Pavón, desata Mitre junto al gobernador Sarmiento y con sus sanguinarios coroneles (Paunero, Sandes, Arredondo), esos gauchos malos han sido aniquilados. Ahora quedan los gauchos buenos que quieren trabajar.
Hace unos pocos días invité a mi programa El Carnaval del Mundo, en Radio Madre, a César González, también conocido como Camilo Blajakis, que es su seudónimo, el que ahora abandonará para firmar sus películas. César tiene veinticuatro años, cinco de cárcel y cinco también cuetazos en el cuerpo. Le leí los fragmentos de la cárcel y de ahí empezamos a conversar. Dijo no conocer esos pasajes de Martín Fierro, lo que indica que conocía los otros y no hay que asombrarse. En sus días de cárcel, César se dedicó a leer y da la impresión de haberlo leído todo. Hizo lo que no pudo hacer el hijo de Fierro (“allí lamenté mil veces/ no haber aprendido a ler”) y eso le da seguridad, aplomo. Ha elaborado bien sus lecturas. De memoria cita tanto al Che como a Deleuze. Es cineasta. Hizo un corto y un largo. Los dos son valiosos, o más que eso. Su largo se llama Diagnóstico esperanza y vimos juntos algunas partes. César sabe mucho de cine y tiene el futuro abierto. Es un futuro que se abrió él. Con todo lo que leyó en la cárcel y su fresco talento. Si Martín Fierro, en la Ida, decía: “Yo abriré con mi cuchillo/ el camino pa’ seguir”, César se lo abrió con sus ganas, con su pensamiento y su escritura. No en vano dice más de una vez: “Escribir me salvó”. Y también: “Prefiero que me peguen porque pienso y no por negrito”. Y también: “Mi remo es la poesía”. Sabe que es y será siempre un “negrito”. Y sabe que ese adjetivo lleva en sí el peso de la condena social, del racismo. No le importa. Su remo, en efecto, es la poesía. Y –para seguir hoy la temática que leímos en el Hernández del siglo XIX– vamos a citar alguno de sus poemas. Le debemos algo más. Por ahora, esto:

 “Rejas para los mismos”, un poema que está en su blog. Es así: “en el sistema (in) judicial/ el juicio a un pobre dura horas/ y si el acusado/ es pobre/ entonces es culpable/ cuando vas a juicio no vas a un ‘debate’/ sino a ver cuántos años te dan/ para los pobres no hay investigación seria/ ni alegatos contundentes/ no sirve mucho tu declaración/ podés ser inocente de lo que te acusan/ pero si sos pobre casi seguro sos chorro/ así que hay que dejarte preso/ aunque no tengan pruebas (...)

 Mi propio juicio por el cual estuve 5 años preso/ duró 4 horas/ el defensor del estado que me asignaron se aprendió/ mi nombre y apellido el mismo día/ yo le vi la cara a la injusticia/ en un fiscal y unos jueces que se reían/ de mí y de los otros pibes que estábamos acusados/ se reían porque el carnaval punitivo/ es una danza donde se masacran los corazones y el alma de los pobres/ las cárceles rebalsan de pobres/ tanto los presos/ como los guardia cárceles vienen del mismo barro/ ¿Por qué?/ porque los pobres que rebalsan las cárceles/ justifican la estructura judicial”.

Apéndice picaresco: Apenas se fue César –en medio de los abrazos que le dimos, ya que somos varios los que estamos en la cabina y hacemos el programa– empecé el análisis del relato del segundo hijo de Martín Fierro, el que presenta al célebre Viejo Vizcacha, pícaro, ventajero y zorro. Luego me pregunté cuál había sido la gran vizcacheada argentina del siglo XX. Y coincidimos: el primer gol de Maradona a los ingleses, el de la mano de Dios. Ahí nomás escribimos unos versos cuya torpeza, espero, no arruine su gracia: “si un centro cae al área/ y no llegás pa’ cabecearlo/ y si pa’ agarrarlo/ lo ves salir al arquero/ meta mano compañero/ y el gol saldrá certero/ porque esa tarde Dios/ que a veces suele esistir/ le guiará sigura la mano/ y de los dos que ahí han estao/ usté y el mentado arquero/ usté saldrá adorao/ y el arquero humillao/ pobre, pobre arquero/ la cosa le salió al revés/ o por boludo/ o por inglés. Que nadie lo tome a mal. Ni los poetas ni los ingleses. Que como dice Martín Fierro, este poemita: ‘No es para mal de ninguno/ sino para bien de todos’”.

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