Ni que se haya convertido en la fecha de la caída de
las Torres Gemelas evitará que –para nosotros, para los hombres y
mujeres de América latina– el 11 de septiembre sea la fecha del golpe de
Estado más detestable de los tantos que padecimos. Se trataba de un
gobierno elegido democráticamente. Se trataba de un país con un ejército
que –a diferencia de los de nuestro continente– había sido guardián del
orden constitucional.
Se trataba de un presidente que era un hombre
noble, con ideas e ideales, un hombre honesto y un hombre valiente.
Había tenido un gran apoyo de las masas obreras. Y una queja constante,
un repudio sin tregua, del MIR, el principal grupo armado de Chile.
Finalmente, todos los sectores de la sociedad –menos los obreros– se
unificaron para voltearlo: el ejército, los medios de comunicación, los
gremios, las clases altas, las clases medias y –con un empeño criminal,
furibundo– los Estados Unidos de Nixon y Kissinger. Las clases medias
inauguraron la modalidad de salir a la calle con cacerolas y atronar el
país pidiendo la renuncia de Allende.
Allende fue el más original, el más creativo de los líderes
socialistas del siglo XX. Descreyó de la célebre dictadura del
proletariado y eligió el camino democrático, pacífico al socialismo. Si
ese camino fracasó, no menos fracasaron los otros. Con una enorme
diferencia. Allende no dejó decenas o decenas de miles o millones de
cadáveres tras de sí. Ni presos políticos tuvo. Confiaba en solucionar
la antinomia entre socialismo y democracia, que el mandato de la
dictadura del proletariado (que viene de las páginas de Marx y que éste
asume como su mayor aporte a la teoría política) obliteraba. La derecha
–beneficiada por los errores y por las muertes de los socialismos
triunfantes y luego derrotados– no tiene rédito alguno para sacar de la
experiencia de la Unidad Popular. Salvo que digan que nacionalizar el
cobre equivale a fusilar enemigos políticos, o peor aún.
En su último mensaje, don Salvador Allende dijo a su pueblo y a
todos los pueblos de América: ¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en
Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y
amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que,
mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas
por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva
Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi
sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será
una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.
El criminal de guerra Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry
Kissinger, peor criminal de guerra aún, odiaban a Allende con una
pasión enfermiza. En octubre de 1970, Nixon dijo sobre él palabras
injuriosas: “That son of a bitch, that bastard...”
Pero esa imagen de este hombre sereno –aunque capaz de encarnar la
fuerza de un tornado–, que lo único que nos dejó, como pertenencia, fue
el pedazo ensangrentado de uno de los vidrios de sus anteojos, este
hombre maduro, con canas, que sale de La Moneda con casco de guerra y
metralleta, para morir peleando, tal vez insensatamente, pero como él lo
sentía, es, para mí, el símbolo más puro de la rebeldía, porque trató
de cambiar el mundo por los caminos de la democracia y de la paz, y
porque no pudo, porque los asesinos del poder internacional no lo
dejaron, agarró una metralleta, se puso un casco de guerra y decidió
(como esos bravos, legendarios marinos con sus barcos) hundirse con su
causa. ¡Ah, don Salvador Allende, ojalá hubiera yo tenido alguna vez en
mi patria un líder como usted! Simple, duro, pero sensible, amigo y
compañero de la gente de su pueblo, sin sinuosidades, con una sola
palabra, la misma de siempre, la que marcó la coherencia de sus días y,
por si fuera poco, con ese coraje, don Salvador, que le hizo decir: De
aquí no me voy, que sigan otros, no van a faltar, y van a llevarme en
sus corazones como a un hombre puro, como a un guerrero y como a un
demócrata que les va a henchir el pecho de orgullo y de exigencias
perentorias. Porque, de ahora en más, todo chileno que sepa que tiene
detrás la figura de Salvador Allende, sabe que no se viene a la vida a
jugar, a gozar de las liviandades y las tentaciones, sino a meterle el
alma y el cuerpo a las causas duras, las de la injusticia, las del
hambre, las de la tortura y la muerte. Es mi legado.
Lo es. Tenía la cara de un hombre bueno. Vestía de civil. No andaba
ostentando armas ni uniformes bélicos. Se metía entre los obreros.
Hablaba en sus asambleas. Les pidió, al final, que se cuidaran. Que no
se dejaran sacrificar fácilmente por los carniceros que se cernían sobre
Chile. Cuando Castro lo visitó le dijo que tenía que recurrir a la
violencia si quería sostenerse. Allende no lo hizo. De la violencia se
ocupaban los guerrilleros del MIR que, desde luego, lo acusaban de
burgués conciliador. ¿Por qué se habrán preocupado tanto los de la CIA y
Nixon y Kissinger por un burgués conciliador? ¿Por qué el ejército
habrá bombardeado La Moneda? ¿Por qué el diario El Mercurio (al que
Nixon le dio dos millones de dólares para desestabilizar su gobierno) lo
atacó sin piedad ni vergüenza? ¿Por qué las conchetas chilenas, que son
terribles, salieron con sus cacerolas para injuriarlo? ¿Sólo porque era
un burgués conciliador? Los del MIR fueron funcionales a los golpistas
que, salvo los que se fugaron, murieron todos, en el Estadio Nacional o
en las más siniestras mazmorras, tan cruelmente como los líderes de la
Unidad Popular. No, Allende no era un burgués conciliador. Era un
socialista temible. Porque había elegido la democracia (el arma
ideológica que la derecha cree suya) para ir hacia el socialismo. Pero,
luego, hizo algo peor. Murió con su causa. Dejó, para el socialismo, un
ejemplo moral incuestionable. Y murió sin perder sus esperanzas. El
hombre libre volverá. Las altas alamedas lo esperan. Bajo ellas se fue
Allende de este mundo.
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