domingo, 28 de agosto de 2011

Rolando (Por Francisco Urondo)


Podía decirse que sus cabellos rubios eran de metal y que sus ojos inquietos fueron testigos del paso de infinitas liebres.

Usted lo habría visto, de haberse detenido por allí, entre las quintas inmediatas al sopor del río y de las islas, con el propósito de pasar el week-end o sorprendido por alguna falla del motor, o interesado en la compra de gallinas baratas. De haber ocurrido algo de esto, alegre, fastidiado, o satisfecho, se habría recostado, después de comer, a la sombra de los naranjos, no sin antes cambiar dos o tres palabras con su ocasional anfitrión: “A dónde se irá la sombra dentro de un rato”, tema que usted se esforzaría en revestir de un acento criollo que le daría al principio bastante trabajo lograr, demasiado por tratarse de un simple subterfugio para ganar la simpatía sencilla del hombre; luego, una vez desenredada esta pequeña madeja trivial, se habría entregado a los brazos compla­cientes de esa amante peligrosa que surge en las siestas de verano y, ya dejándose adormecer por las abejas, reaccionaría inesperadamente, desembarazándose con sobresalto del sueño, al verlo pasar dando brincos; de inmediato advertiría el rostro inmutable del niño. Po­dría interesarse, averiguar tomando las hilachas de aquel diálogo, olvidando ya su tonada o evitándola ahora. Tal vez tartamudearía por el apuro, pero lograría luego una rápida compostura, aunque le haya parecido sorprender una sonrisa sobradora en el hombre que podría haberlo inhibido.

–¿Quién es ese chico?

Y la respuesta, no lo necesariamente precisa, dando vueltas alrededor de la persona de Rolando, temerosa, como un cuzco que al chumbear se arrima para saltar nuevamente hacia atrás. Podría haberse enterado de algo; de su memoria excepcional, de que lo apreciaban, pero con cierto recelo, pues temían a sus grandes ojos de amenazante color celeste; que siendo pequeño estu­vo enfermo –más de un mes– y que, cuando ya todos dudaban de su salvación, reaccionó por razones que no le explicarían, porque tal vez eran inexistentes, o por un exceso de cautela hacia usted, un desconocido. Aunque al final, si hubo un hielo, este se rompería cuando ya su interlocutor, en el afán de expresar abiertamente las causas de ese poder de atracción y, más que las causas, el recelo de la gente con respecto al niño, le seguiría contando, casi sin ningún método, movilizado por el ritmo de su entusiasmo que aceleraría quién sabe hasta qué velocidad.

Sería un solo hecho quizás, que su interlocutor ha­bría seleccionado entre numerosos relatos nucleados en Rolando; él no aclararía cómo se enteró, pero sí diría que su madre le había mandado a la casa de una vecina para hacerle unos encargos y para enviarle, de paso, unos higos como obsequio; y usted ya lo habría imaginado, a esa altura del relato, saltando con toda la alegría de su cuerpo, siempre en inquietante contraste con la ex­presión sorda de su rostro; también pensaría en aquella enfermedad suya que, junto a su cabello y al color de sus ojos, lo vinculaban al agüero. Le diría que al llegar lo recibieron con cariño pues, pese a los temores, todos lo apreciaban; y que no había entregado los higos y que, apoyándose en su gran memoria, comenzó a transcribir el encargo minuciosamente como acostumbraba y que, luego de un momento de duda, dejando a todos atóni­tos, corriendo desenfrenadamente, superadas todas sus condiciones normales por una inquietud fluctuante, había regresado y que, al llegar a su casa, tal vez había encontrado lo que esperaba, o quizás no y usted no comprendería claramente todo y no lograría saber el desenlace, pues está aun la posibilidad en ciernes de que nada importante haya ocurrido.

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