domingo, 28 de agosto de 2011
La revolución comunicacional (Por José Pablo Feinmann)
El tema elegido es un tema central en el mundo en que vivimos: los medios de comunicación. En el siglo XIX, Marx profetizó una revolución que puso en manos de una clase social: el proletariado. Esa clase social iba a funcionar como una clase redentora de la historia. El proletariado industrial que Marx creía que iba a ser el proletariado industrial británico, iba también, junto a la unión de otros proletariados de otros países, a llevar a la humanidad a una sociedad sin clases, sin explotadores ni explotados, en la cual el cordero dormiría junto al león.
Esa revolución, el proletariado la iba a hacer contra la burguesía. Así como la burguesía había hundido al feudalismo, el proletariado habría de hundir a la burguesía. Sin embargo, no pasó así. Más bien, quien hundió al proletariado –aun no del todo pero en eso todavía está muy empeñada- fue la burguesía capitalista. La misma que a partir del 1989, cuando cae el Muro de Berlín y se establecen los 10 puntos del Consenso de Washington y se lanza la etapa neoliberal, hace finalmente la revolución. Pero la revolución no consiste tanto en haber derrotado al comunismo sino en alzar triunfalista el poder de los medios de comunicación.
Primera conclusión: no es que no haya habido una revolución en el siglo XX. Hubo una, y triunfante. La hubo y la hizo la burguesía. Hablamos de la revolución comunicacional, la de la técnica, la de glorificación de la tecnificación del mundo y de la comunicación entre los hombres, y que tiene por finalidad colonizar la subjetividad de los sujetos.
La idea de Foucault en su trabajo Sujeto y verdad, es la de jugar con las dos palabras: sujeto-sujetado. La palabra sujeto que hace referencia a la subjetividad y a la dignidad del sujeto libre, esbozado en la filosofía sartreana en El ser y la nada y en Críticas de la razón dialéctica, dos grandes obras filosóficas del siglo XX. Ese sujeto libre es hoy el objeto de la revolución comunicacional. Se trata entonces de sofocarlo, de poner en él las ideas del poder. El poder comunicacional tiene como finalidad la colonización de los sujetos: ¿Hay una verdad en este mundo? ¿Existe la verdad? ¿Hay una verdad única? ¿Hay una verdad para todos?
Durante la Edad Media eso estaba claro: el revelador de la verdad era Dios, y la encargada de diseminar la verdad del dios cristiano era la Iglesia católica. La verdad era la que revelaba Dios. Hoy, ante la persistente ausencia de ese dios medieval ¿dónde está la verdad? ¿quién la tiene?
Es complejo, pero no tanto. La verdad es una creación del poder, de quienes tienen más medios para imponer su verdad como una verdad absoluta. Si yo en un país cualquiera soy propietario o tengo intereses en diez diarios, veinte radios y cinco canales de televisión, con esas armas, tengo muchas bocas de salida para emitir y amplificar mi verdad a través de esos medios de comunicación.
A la mañana usted lee mi verdad porque yo soy el dueño de los diarios de la mañana. A la tarde, escucha también mi verdad en las radios de mi propiedad. Yo tengo un monopolio mediático, muchas bocas que emiten y repiten lo que a mí me interesa que sea emitido y repetido. Es decir: los medios son la mediación -valga el juego de palabras- por la cual el monopolio mediático impone la verdad. Y esa verdad favorece a sus intereses. Siempre. No hay verdad que no esté al servicio de los intereses de aquel que quiere imponerla.
La existencia es una lucha de verdades. Hay una frase de Nietzsche, del cual soy adherente, que dice: “No hay hechos, hay interpretaciones”. O sea: de cada hecho habrá tantas interpretaciones como grupos interesados en interpretarl que existan en la realidad. Si yo consigo dominar o tener la mayoría de los medios de comunicación, de cada hecho, de cada suceso, voy a imponer mi opinión por sobre todos los demás, hasta llegar al triunfo total del poder mediático: la creación del sentido común.
El sentido común es la gran conquista del poder. Es cuando todos repiten, muchas veces sin pensar lo que repiten, lo que al poder le interesa que digan.
Estamos muy acostumbrados a que existan muchísimas concepciones ya formadas, frases hechas, interpretaciones incorporadas, que son las del sentido común. La lucha por la verdad es la lucha por el dominio de imponer mi interpretación de la realidad por sobre la del otro. Entonces, cuanto más bocas de salida informativa, de entretenimiento, de todo lo que sea masivo yo tenga, más fácil me resultará imponerme sobre el otro. El poder es conquistar, es conseguir que mi verdad sea la verdad de la mayoría, y si es posible, de todos. Esta es una lucha que todos los medios de comunicación están empeñados en ganar, y es el gran triunfo de la burguesía mediática del fin del milenio y sobre todo de esta primera década del siglo XXI.
Cuando por ejemplo, Jean Baudrillard –filósofo francés- escribe “la Guerra del Golfo no ha tenido lugar” es porque nosotros de la Guerra del Golfo sólo hemos visto fuegos artificiales. ¿Por qué? Porque el poder mediático nos mostró eso. Nos diagramaron, nos dibujaron, nos penetraron, nos conquistar la conciencia. La estrategia consiste en que el otro no piense sino que todo lo que reciba de información sea pensada e interpretada por el poder. Este poder mediático reside en el Imperio. Y ahí están Murdoch, la Disney, la News Corporation,Silvio Berlusconi...
Ahora entramos en un tema complicado, que se resolvería con un poco de sentido común. ¿Existe el periodismo independiente? Partamos de la base obvia de que no hay empresa periodística que no sea una empresa. En consecuencia, el periodista que entra a trabajar en ella, entra sabiendo de antemano para qué intereses va a trabajar. Cada empresa se constituye con determinados capitales y con determinada ideología. Porque el dinero tiene ideología. El dinero no es a-ideológico. Todos los que ponen dinero tienen una manera de pensar. Ahora, salvo que alguien entre a trabajar en un medio lateral, clandestino, hecho en el sótano de alguna abuela, cuando un periodista trabaja en una empresa de medios que tengan influencia decisiva sobre la opinión pública, para poder formarla, deformarla, transformarla o aniquilarla, está destinado a “obedecer” a los intereses que conforman esos medios. Ejemplo: cualquier periodista que entre en un medio, habla primero con el director periodístico, que no es el dueño de la empresa sino simplemente un tipo que hace una tarea burocrática muy bien hecha, que tiene autoridad, gran experiencia profesional y demás virtudes. Pero habitualmente el periodista empleado desconoce quiénes son los dueños de los medios y no tiene relación con ellos. Este periodista entra, y el director le dice: “Acá se labura mucho, vas a estar bien, vos trabajá”. Entra en la sección Espectáculos, para seguir con el ejemplo. El jefe de Espectáculos le dice a su vez: “Andá a ver Acariciame el traserito, Raúl, una obra culta que acaba de estrenarse en teatro”. El periodista pregunta: “¿Puedo ir a ver también Hamlet?”. El Jefe insiste: “No, andá a ver esta y danos tu valiosa opinión”. El periodista va a verla, y observa que es una basura. No hubiera querido ver lo que vio. Vuelve a la redacción, se sienta frente a su computadora y escribe lo que le pareció la obra. “Una vez más la banalidad y la grosería se han adueñado de una de las salas porteñas, y cunde el mal gusto, sin talento, el autor no sabe escribir…” Cuando el jefe de Redacción la lee, va empalideciendo y le dice: “¿Estás loco? Vos no sabés que Acariciame el traserito, Raúl, lo produce este diario? Si lo produce el diario, no podés describirla así, por lo tanto si querés seguir laburando en este diario hacés otra crítica o rajate, no podés decir esto de una obra que produce este diario, porque este diario quiere que a la obra le vaya bien, asi los dueños ganan más guita, y a lo mejor nos suben los sueldos a todos. Me pones nervioso con tu pretendida libertad individual. Venís a tirar abajo una obra, sí, será una basura, pero la produce esta empresa”.
“Ok. Escribo otra cosa”, dice el muchacho. Escribe algo. Los lectores avispados, se dan cuenta del negocio encubierto que esconde el diario y que trasciende sus páginas, pero la mayoría, los que están “boludizados” por los medios, el 90 % más o menos de la sociedad, se lo cree. Entonces un marido cualquiero le dice a su mujer: “Querida, mirá, acá hay una crítica bárbara en este diario sobre la obra Acariciame el traserito, Raúl. ¿Vamos a verla?”
En El ciudadano, la película de Orson Welles, hay una escena extraordinaria: el personaje Charles Foster Kane, que hace Welles, basado en el magnate de la prensa Williams Randolph Hearst, que dirige el diario Inquirer, un medio con gran poder sobre la sociedad neoyorquina sobre todo, quiere imponer a toda costa a su mujer como cantante de ópera. La mujer se llama Susan Alexander. El tipo le pone grandes maestros de ópera a su disposición, y todos se rinden ante la falta de aptitudes de ella. Cuando están por rendirse, entra Foster y les dice que sigan, que insistan, que le enseñen. Como les paga muy bien, los tipos siguen. Se estrena la ópera. Susan Alexander canta, y el periodista crítico de música del diario de Kane, mientras la escucha, se da cuenta que es pésima, que es una imposición, una arrogancia del poder megalómano de Kane, del tipo que dice, “hago lo quiero, les haré comer que mi mujer es una gran cantante de ópera, porque yo dirijo este diario y porque hago lo que quiero con la realidad: mi mujer será una gran cantante de ópera”. El periodista, vuelve a la redacción del Inquirer, borracho, angustiado, porque tiene que hacer su trabajo sucio. Susan Alexander le pareció una calamidad: no puede cantar ni el arroz con leche, y él sabe que su jefe quiere que salga publicado que es eximia de la lírica. Pero no lo puede decir, su honestidad no se lo permite, y sabe que entonces perderá su puesto de trabajo del que vive. Se sienta a su máquina y empieza a escribir: “Hemos visto un espectáculo deprimente en el Teatro de la Ópera, donde una cantante mínimamente dotada intenta arias destinadas a grandes cantantes que ella no puede abordar de ningún modo…”. Vencido por el alcohol, se cae sobre el teclado de su computadora. Entonces entra a la redacción Charles Foster Kane, y lo ve a su amigo borracho sobre la máquina, lo aparta afectuosamente porque son amigos –con él fundaron el diario- y comienza a leer lo escrito. Se sienta, y sigue escribiendo la nota él. Llega el jefe de redacción del diario, y le dice: “Charles: ¿qué estás escribiendo? Estás escribiendo lo que él no habría escrito, que Susan Alexander es una gran cantante, y vas a poner la firma de él y lo vas a traicionar porque jamás habría escrito esto. Kane no le dice nada, sólo sigue escribiendo. El otro se asoma y lee. Kane escribió exactamente la nota que habría escrito su amigo. Escribió: “Susan Alexander es una cantante escasa, mínimamente dotada, ha destrozado la obra, y no tiene futuro porque carece por completo de talento”.
Este gesto de grandeza no es habitual en los medios de comunicación poderosos e influyentes. No lo esperen. Pasa sólo en las películas. En general, a este periodista que escribía esto, lo echan del diario como a un perro y llaman a otro que escribe algo exasperadamente meritorio.
Entonces: ¿existe el periodismo independiente? No. Las que son independientes en este mundo, son las empresas, pero no crean que cada empresa a su vez es independiente en sí misma. Las empresas ya no existen. Existen los monopolios. El capitalismo del siglo XXI es un capitalismo monopólico. El mercado libre tampoco existe porque es devorado por las grandes empresas. No existe la libre competencia, porque ésta es eliminada en beneficio de la concentración empresarial y la creación de oligopolios, hasta que el mercado queda reducido a un grupo de cuatro o cinco grandes grupos que lo dominan por completo, que fijan precios, que se ponen de acuerdo con la política que hay que adoptar, comparten hasta los títulos, y hasta pueden llegar a aburrir a sus lectores sin que les importe demasiado.
Es horrible leer dos o tres diarios y ver en todos lo mismo. Cuando esto ocurre, puede ser contraproducente, porque se genera un efecto paradojal: empieza a erosionarse la credibilidad de esos grandes medios monopólicos de comunicación.
Entonces: no existe el periodismo independiente ni tampoco las empresas independientes. Lo que existen son los grandes grupos mediáticos. El señor Murdoch tiene el Canal Fox, el Times, el New York Times y montones de negocios que todos desconocemos: no sabemos cuántas acciones tiene en grupos mediáticos de la Argentina, pero no sería raro que tuviera el 51 %, con lo cual conseguiría dominar también a esa empresa. Se dice además que Murdoch es quien dirige a la Sociedad Interamericana de Prensa, lo que indicaría que habría que hacer algo con la SIP, porque si realmente la dirige Murdoch, nadie debería creer que la SIP favorezca a los países de América del Sur.
Volviendo al periodismo independiente puede existir sólo cuando se producen algunas filtraciones, algunos descuidos, o cuando es bien aceptado por la sociedad. Por ejemplo: puede ocurrir que haya momentos de mayor tranquilidad política que los actuales, quizá porque se están tocando algunos intereses, pero en determinados momentos puede ser que un diario muy importante de derecha diga: “necesitamos incrementar nuestras ganancias”, y entonces algún brillante ejecutivo, -como Michael Douglas en el filme Wall Street- le conteste: “ Mire, hay un mercado para ganar, casi 600 mil personas, todas de izquierda. Es una lástima despreciarlos como lectores”. El director del diario, atado a viejas concepciones, le dice: “ ¡Pero son zurdos!”. “Sí, zurdos, pero no pasa nada, podemos ganar guita con éstos. Le hacemos un diario, les financiamos un diario y que digan lo que quieran. No va a pasar nada, porque no serán nunca influyentes, y nosotros vamos a captar un mercado sin dejarlo librado a nadie. Hay algunas cositas estudiantiles, pequeñas cooperativas, hagámosle un buen diario, que digan lo que se les cante, que debatan los intelectuales con buenas plumas sobre Marx”.
Así, un diario de derecha financia a un diario de izquierda porque capta un mercado que no lo tenía cautivo. Sale el diario, obviamente no se dice qué intereses lo financian y cuáles son sus objetivos reales.
Si yo fuera el director de un diario de izquierda y viene un empresario o un sector política de la derecha a decirme le pongo dos palos verdes para que usted haga un diario de izquierda, porque yo necesito las ganancias de ese mercado, yo acepto porque sino no podría sacar el diario. Y apelaría a que me financie mucho tiempo, y mientras tanto podré seguramente encontrar alguna hendija a través de la cual decir algunas verdades. Y uno nunca sabe cuándo una verdad prende o no prende, cuándo escapa a los controles del radio intelectual del poder, de modo que acepto y saco el diario. Pero ese diario no es periodismo independiente.
Te dejan, por momentos, ser independiente. Cuando se dan cuenta que los empezás a joder, se acabó la independencia. Ahí encontrarán algo para ensuciarte, porque una de las grandes maniobras que ejerce el poder mediático y la concentración de ese poder en pocas manos, es la de aniquilar a otro medio o a una persona determinada. Y para ejemplo tenemos el caso del doctor Raúl Zaffaroni, juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, contra el cual se han lanzado los medios hegemónicos a aniquilar esa figura eminentemente moral, nombrada es cierto por un determinado gobierno, pero una figura autónoma, digna, coherente, defensor de los Derechos Humanos.Pero el objetivo de los monopolios nacionales fue aniquilar a un tipo que está siempre tocando intereses. Porque mientras uno no toque intereses lo van a dejar hablar y hasta le pueden financiar un diario, pero cuando lo que uno hace fructifica, aviva a demasiadas personas, ahí la cosa se va poniendo más compleja. No digo violenta, pero la financiación ya no va a venir: la empresa líder que financiaba va a echar al sujeto que dice inconveniencias a través de su pluma ágil o su micrófono y lo mandará a su casa. Aquí su libertad se terminó.
El periodismo libre que tenga alguna influencia importante en la sociedad, es parte siempre de grandes empresas, donde no hay libertad del individuo. Lo que existe es la libertad de los intereses de esas empresas. En consecuencia, los periodistas que no estén dispuestos a expresar o al menos no atacar los intereses de quienes los contrata, van a permanecer. Aquellos que se salgan de una línea divisoria claramente establecida desde el principio, se van a tener que ir.
En cuanto a las empresas, tampoco siquiera sabemos cuáles son las independientes. Si bien en algunos casos podemos saber quiénes son los dueños, desconocemos quiénes son los dueños de los dueños de los dueños. Y esa es una cadena, en un mundo globalizado como este. No sabemos dónde está el dueño de un diario, quizá en Japón, en Islandia, en China. Charlaba hace poco con un alto funcionario de la empresa XEROX y me dijo algo que me quedó grabado y que dejo como conclusión a este análisis: “Cualquier cosa que yo decida esta noche, tendré que consultarla con un hombre que está en un país remoto, y que probablemente ni siquiera sepa dónde queda la Argentina”. <
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