martes, 19 de febrero de 2008

Roberto Arlt por Juan José Saer




En la de Roberto Arlt, varios aspectos aseguran su perduración. Pero antes de señalarlos, tal vez convendría disipar un malentendido que persiste en la estimación vulgar de sus libros. Se suele decir que Arlt escribía mal y, lo que es más grave, se tiende a instaurarlo como modelo y casi como justificativo de la inepcia y de la ignorancia. Escribir mal sería una virtud de quien éticamente es superior, por una especie de vitalismo redentor, a todos aquellos que, de espaldas a la vida y a la famosa realidad, tratarían de escribir bien. Pero hay que desengañarse: por un lado, la acusación de escribir mal alcanzó en su tiempo a escritores tan dispares y grandes como Shakespeare, Cervantes o Faulkner, y tenía menos que ver con su eficacia estilística que con la transgresión que hacían de una retórica perimida; por el otro, lo que Arlt pareciera afirmar en alguno de sus prefacios, aguafuertes y dedicatorias, no es que él escribe mal, sino que muchos de sus contemporáneos consideran que escribir bien consiste en cincelar páginas tan trabajosas como anodinas. A decir verdad, los que por pereza y oportunismo escriben mal, no deberían buscar en Arlt su justificación, ya que haciéndolo se pasan al campo de sus detractores. Basta releer los cuentos de El jorobadito, la sucesión sabia de formas y acontecimientos, la exacta necesidad de cada una de sus frases, la exploración implacable de muchos aspectos del mal, para convencerse de que todos aquellos que, por razones que no tienen nada que ver con la literatura, quieren hacer de Arlt el patrono de sus inepcias, son refutados de antemano por la propia obra de Arlt.
A esta obra podemos concebirla como un vasto laboratorio, en el que sus personajes –Erdosain, el Astrólogo, el narrador de “El jorobadito”, el Escritor fracasado, Eugenio Karl, etc.– actúan constantemente como experimentadores, como agentes, como investigadores de una nueva moral. Ya se ha señalado que las metáforas metalúrgicas, físicas o químicas abundan en la obra de Arlt; podemos agregar que sus personajes manipulan la materia humana como los investigadores de laboratorio las propiedades físicas o químicas de los elementos con los que trabajan. Así, en “El jorobadito”, el narrador introduce a Rigoleto en la casa de la señora X con el fin de precipitar una reacción determinada, del mismo modo que el químico cambia un elemento en un compuesto para observar las transformaciones que se producen. El Escritor fracasado somete al medio literario a una variada serie de experiencias, con el fin de demostrarse a sí mismo ciertas hipótesis de trabajo sobre ese medio, que ya ha elaborado. Y Eugenio Karl, en el admirable cuento “Una tarde de domingo”, pretende asumir lo que él llama el “punto de vista materialista” y divertirse observando a los otros. Lo que Karl disfraza de distancia sádica y de cinismo, no es otra cosa que esa preocupación moral que, separándolo de los hombres, lo induce a manipularlos para que, desembarazándose de las abstracciones sociales, muestren cómo, del nacimiento a la muerte, el mal los trabaja. En otras palabras, Arlt es, antes que nada, en nuestra literatura, el que explora la negatividad, esa negatividad que, por cierto, sus personajes no solamente se limitan a indagar sino que incluso, aventurados, suscitan.
El moralismo intenso de Arlt se expresa a través de su desmesura. Pero también aquí es necesaria una distinción: no hay que confundir desmesura con tremendismo, efecto retórico que pulula en nuestra literatura y que otorga patente de viril, de auténtico y de vagamente verista a más de un prestidigitador de lo arbitrario. La desmesura, en cambio, es de orden trágico. Se sustenta tanto en la noción de transgresión como en la de equilibrio. No basta acumular patetismo para que la desmesura aparezca: es necesario que exista una tensión entre negatividad y positividad, que a través de sus conflictos afloren angustia, culpa, desesperación, pérdida, autodestrucción; en tanto que nuestros tremendistas profesionales parecieran salir de sus peripecias límite limpios de culpa y cargo y con dividendos acrecentados, Arlt es solidario de su obra y traslada a su propia vida, como sugería al principio, la desmesura que la sustenta.
La pertinencia de Arlt se ha afirmado con los episodios recientes de nuestra vida social. La historia ha practicado su desmesura. El choque de una mística voluntarista, provista de una teoría política aproximativa, contra una represión que se autojustifica con argumentos meramente tecnológicos y con abstracciones brutales (orden, familia, liberalismo, geopolítica) corrobora, empeorándolos, algunos de sus pesimismos fundamentales. Pero lo que en Arlt parece sacudido por estremecimientos de grandeza, nuestra historia lo ha rebajado a obediencias de subalternos; lo que en los personajes de Arlt era reflexión constante sobre la condición humana, en nuestros técnicos de la masacre son giros copernicanos presididos por cambios estratégicos cuyas razones, aparte de provenir por la vía jerárquica, todo el mundo desconocía. Lo que en la obra de Arlt proyectan los siete locos, en la realidad lo ha puesto en práctica Saverio el Cruel.
En estos tiempos en que abunda la autocrítica, la visión arltiana del mundo, bien interpretada, puede servirnos para elaborar una crítica de esa autocrítica. Leyendo algunos textos de esa corriente no deja de visitarme la impresión desagradable de que la ideología que sustenta la autocrítica no es diferente de la que sustentaba los errores: parecería que todo se ha debido a faltas estratégicas, defectos de organización, estimaciones políticas inadecuadas. Con sobresaltos morales a posteriori, en muchos casos sin duda sinceros, se observa la magnitud del tendal y se diagnostica. Pero aun cuando nuestra realidad haya sido tremenda, el método tremendista no se justifica. Si la simplificación política tiene un género de expresión privilegiado, es sin duda la historia novelada. Pensar que se abarcará mejor la complejidad de una situación histórica mediante el género inclusivista por excelencia, la novela realista, es ya dar pruebas de un simplismo esencial que invalida de antemano la tentativa. Creyendo aferrar la verdad, el uso de un mal procedimiento no hace otra cosa que producir más ideología; la historia novelada cumple la doble hazaña de tergiversar al mismo tiempo la historia y la novela. El mismo defecto corroe error y autocrítica: la ausencia en estos memorialistas de eso que está presente en Arlt y en toda gran literatura: una verdadera antropología.
A la de Roberto Arlt, el mal, la imposibilidad la atraviesan. El fue capaz de mirarlos de frente, sin optimismo programático ni cálculos estratégicos. Para destacarse en la mera política se necesitan más que galones de almirante o de general, más que los votos canalizados de un partido, más que autodesignarse portavoz de masas abstractas y fantasmales; aun para eso hay que entrar en la negrura de la historia, en la clandestinidad del animal humano y participar de su desmesura, llevando, no verdades reveladas, sino incertidumbre, abandono, modestia, libertad. Pensar y actuar no consiste en superponer capas planas de realidad y cortar lo que sobresale, hasta darle al mundo la forma de nuestros fantasmas, sino en aceptar su diversidad y su amenaza, aunque al contacto de su ardor nuestra omnipotencia quede chamuscada. Arlt era de la raza de los que miran el sol de frente, de los que se aventuran, decididos, por la patria del mal. A diferencia de los que se sobreviven en la plaza pública, hizo sus libros con esa aventura. Y es por eso que hoy no está aquí para contarlo.
Este retrato está incluido en El concepto de ficción, de Juan José Saer.(Editorial Ariel.)

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