Nanobios: La nueva frontera de la vida
Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio,
de las que tu filosofía puede soñar. William Shakespeare, Hamlet
Mensajero de otro mundo
Puede que los planetas sean como islas pero, desde luego, no están completamente aislados. Las semillas de la vida son arrastradas por las corrientes marinas o los vientos para colonizar nuevas tierras, previamente muertas y desoladas. Del mismo modo, con mayor frecuencia de lo que nos podría parecer, fragmentos de otros mundos, silenciosos mensajeros de lejanos territorios, son arrastrados por el azar o la gravedad hasta aterrizar en los lugares más inesperados.
Como ejemplo, fijemos nuestra atención en un hecho fortuito que ocurrió hace alrededor de 13.000 años. En aquella época, para nosotros tan lejana, tribus nómadas procedentes del noreste asiático atravesaban el estrecho de Bering para colonizar América, al tiempo que, en algún lugar de lo que hoy llamamos Iraq, nuestros inteligentes antepasados, seguramente las mujeres, ideaban la forma de cultivar sus propios alimentos, y quizás, los últimos miembros puros de la raza de Neanderthal vivían aún en las inhóspitas tierras vírgenes del norte de Europa. Fue en ese tiempo cuando un fragmento de roca arrancado de la corteza de nuestro vecino Marte, posiblemente por el choque de otro objeto mucho mayor, un cometa o un asteroide, y después de estar vagando a la deriva durante más de tres mil millones de años por nuestro espacio próximo, vino a caer sobre los hielos perpetuos de la Antártida, en el planeta Tierra.
Un instante geológico más tarde, el 27 de diciembre de 1984, un grupo de científicos de la NASA encontraban el oscuro fragmento marciano semienterrado por el hielo del sur, en un lugar denominado Allan Hills. Tras llevarlo hasta sus laboratorios para investigarlo, le pusieron al negro trozo de roca, del tamaño de una patata, una aparentemente inofensiva y oscuramente museística etiqueta: "ALH84001". Este fragmento de roca estaba destinado a ser famoso. Aunque, en aquel momento, ninguno de los científicos que lo recogieron podía imaginarlo, el meteorito marciano se iba a convertir en la principal evidencia acerca de un notable hecho que cambiará, si las sospechas se confirman, nuestra concepción de la vida tal como la conocemos.
El 16 de agosto de 1996, un equipo dirigido por el doctor David McKay, publicó en la revista Science quizás el artículo científico más sorprendente del siglo XX, desbancando incluso al clásico de Watson y Crick de 1953. Lo que venía a decir el ya famoso texto de McKay era que la Ciencia había hallado, por primera vez, evidencias de la existencia de vida extraterrestre, más concretamente, marciana. En efecto, el meteorito ALH84001 contiene pequeñas estructuras que muy bien pudieran ser microfósiles, los restos mortales de la existencia de minúsculas formas de vida marcianas.
Los científicos discrepan
Una pretensión tan sorprendentemente revolucionaria no puede ser acogida por la comunidad científica con los brazos abiertos, sin antes haber originado altas dosis de polémica. Los científicos son escépticos por naturaleza, y necesitan que las teorías y las opiniones vengan apoyadas por datos y hechos experimentales. Según una conocida máxima científica, cuanto más difícil de creer sea una afirmación, mayor debe ser el peso de la evidencia necesaria para que la tomemos en serio. Y la existencia de vida extraterrestre es una de las afirmaciones más increíbles que podrían ser enunciadas por un científico del siglo XX. Inmediatamente, los escépticos comenzaron a poner pegas a las evidencias encontradas por el equipo de McKay. La mayoría de los geólogos opinaba que el origen de las estructuras filamentosas que aparecían en el interior del meteorito podría muy bien tener una explicación mineralógica. Los científicos de visión más tradicional opinaban que no hacía falta postular la presencia de formas de vida. La Ciencia actual ni siquiera puede afirmar, con total seguridad, la existencia de vida en la Tierra hace 3.000 millones de años, a pesar de los cientos de restos fósiles encontrados. Mucho menos aún podremos, entonces, estar convencidos de la existencia de vida en Marte, en la misma época, a partir de tan sólo la minúscula prueba que tenemos a nuestra disposición.
Pero el principal problema enseguida saltaba a la vista: los pretendidos microfósiles marcianos eran demasiado pequeños, mucho menores que cualquier bacteria viva de las que pudieran encontrarse en nuestro planeta. Seguramente, por debajo del límite inferior de tamaño necesario para albergar la complicada maquinaria que necesita una célula para llevar a cabo sus funciones vitales y puede que, incluso, demasiado pequeños como para poder almacenar la información necesaria para su replicación. Las estructuras presentes en la roca marciana tienen una longitud de 20 a 200 nanometros (nm), es decir, de diez a cien veces menos que la longitud de una típica bacteria Escherichia coli (que mide unos 2 µm, o sea, 2000 nm). Las pretendidas bacterias marcianas son aproximadamente del mismo tamaño que los virus que, como es bien sabido, no pueden tener vida independiente, porque no contienen la maquinaria necesaria para su reproducción, y son meros paquetes de información genética, que necesitan infectar a una célula viva para poder reproducirse.
Las menores bacterias terrestres conocidas en aquel momento pertenecían al género Mycoplasma, y su célula es una esfera de unos 150 nm de diámetro. Los Mycoplasmas, con su dotación genética mínima, aunque son considerados, sin duda, células vivas independientes, son parásitos obligados degenerados, que sólo pueden hacerse crecer in vitro si se añaden al medio de cultivo numerosas sustancias orgánicas procedentes de otros organismos a los que normalmente infectan y causan enfermedades, incluido el hombre. Los microfósiles de bacterias terrestres comparables a los marcianos, por ejemplo un ejemplar conocido con el nombre de Eobacterium isolatum (que significa algo así como "bacteria del amanecer aislada") encontrado en África del Sur en una roca sedimentaria de hace 3.400 millones de año eran mucho mayores, y tenían una longitud de alrededor de 500 nm. Parecía que la batalla por la autenticidad del carácter biológico de las microbacterias marcianas estaba perdida sin remedio - ver cuadro -.
Una sorpresa de las profundidades
Pero, muchas veces, las nuevas evidencias yacen ocultas en el sitio más inesperado. A principios de los años 90, una compañía petrolífera encargó a Philippa Uwins, geóloga y microscopista de la Universidad de Queensland, Australia, un proyecto para el estudio de muestras de piedra arenisca procedentes de una prospección petrolífera marina al oeste de Australia. Los sedimentos habían sido recogidos mediante una perforación a 3.000 metros bajo el fondo del mar, un lugar prometedor para encontrar petróleo, pero no precisamente la clase de sitio en la que uno esperaría encontrar organismos vivos. Uwins comenzó a estudiar las muestras usando los microscopios electrónicos disponibles en su centro de investigación, que se cuentan entre los más potentes del mundo, y encontró, para su sorpresa, que en los intersticios de las muestras de piedra proliferaban unas curiosas estructuras, de tamaño minúsculo (de 20 a 150 nm), que poseían las formas características de las células vivas y que, inmediatamente, llamaron su atención.
El equipo de científicos australianos comenzó a estudiar los extraños "nanofilamentos". En primer lugar, los hicieron crecer en placas de cultivo microbiológico y comprobaron que los pequeños filamentos se reproducían a temperatura ambiente y en presencia de oxígeno. De hecho, crecían tan rápida y fácilmente que en el plazo de dos o tres semanas producían colonias observables a simple vista. En segundo lugar, realizaron un análisis de los elementos químicos que componían estos filamentos. Comprobaron así que las diminutas estructuras estaban compuestas mayoritariamente por carbono, oxígeno y nitrógeno, con algo de silicio (el hidrógeno no era observable con la técnica de rayos X que utilizaron). Esta composición, excepto la presencia de silicio, es típica de los organismos vivos, si bien el silicio aparece también en la composición de algunos tipos de bacterias. La ausencia de metales mayoritarios, tales como sodio, potasio, aluminio, calcio o hierro, descartaba prácticamente el origen mineralógico de los nanofilamentos. Por último, utilizaron tres tipos de pigmentos químicos que permiten la detección de ADN al unirse a las moléculas del mismo y mostrar así una fluorescencia de un color determinado, fácilmente detectable mediante la instrumentación adecuada. En los tres casos, los resultados fueron claramente positivos. Los nanofilamentos que Philippa Uwins estaba estudiando contenían ADN. Las minúsculas formas que habitan las profundidades de la corteza terrestre de la plataforma continental australiana están, más allá de toda duda razonable, vivas.
Había llegado el momento de poner nombre al nuevo descubrimiento. Difícilmente, una célula viva tan pequeña, tan distinta a todas las demás formas de vida conocidas, podía tener algo que ver con organismos bien establecidos, como las bacterias. Además, el término "Nanobacteria" ya había sido empleado por el investigador finlandés Olavi Kajander y su equipo, para describir un nuevo tipo de parásito presente en la sangre humana, emparentado con la bacteria Brucella, que había sido descubierto en 1996, y que medía entre 200 y 300 nm de diámetro. Philippa Uwins escogió para sus nanofilamentos vivos el acertado término "nanobios", para distinguirlos de los "microbios", o bacterias, mucho mayores, que tienen diámetros típicos del orden de los µm.
El equipo australiano publicó sus resultados preliminares, introduciendo el nuevo término "nanobios", en 1998. Inmediatamente, la comunidad científica establecida se abalanzó sobre ellos, poniendo en duda la viabilidad biológica de los nuevos seres. Los microbiólogos no podían creer que en el interior de los minúsculos filamentos hubiera sitio suficiente para albergar, por ejemplo, los ribosomas necesarios para fabricar proteínas, por no hablar de la maquinaria enzimática responsable de la replicación del ADN. Sencillamente, estos complejos multiproteínicos, que se saben necesarios para las funciones vitales en todos los seres vivos conocidos, no caben en el estrecho límite de un nanobio. De hecho, la anchura de los nanobios es sólo diez veces mayor que el grosor de una hebra de ADN, lo que hace sospechar que ni siquiera podría contener la cantidad de información genética mínima requerida para dotar al organismo de vida propia.
Sin embargo, para disgusto de los científicos tradicionalistas, ahí están los nanobios de Philippa, reproduciéndose en el laboratorio ante la vista de todos, y cumpliendo con todos los criterios más restrictivos de la definición de vida. En los últimos dos años, el equipo australiano ha llevado a cabo posteriores estudios, en los cuáles se ha detectado, por ejemplo, la presencia de distintas morfologías de los nanobios, que presumiblemente podrían corresponder a diferentes etapas de su ciclo vital. En algunas de estas etapas, se observan abultamientos que muy bien podrían corresponder a los cuerpos fructíferos que se pueden observar en algunos hongos. También se ha puesto de manifiesto la presencia de membranas biológicas asimétricas, recubriendo el cuerpo de los nanobios. No cabe duda de que los nanobios están vivos y coleando, aunque muchos científicos aún se nieguen a creerlo. El equipo de Uwins está en la actualidad intentado secuenciar su ADN, para así demostrar que su secuencia es diferente a la de cualquier otro organismo conocido e incluso establecer las relaciones de parentesco con otros seres vivos. Si estos estudios tuvieran éxito, silenciarían a todos los críticos que piensan que los experimentos positivos de detección de ADN se deben a contaminación por otros microorganismos. Quizás cuando esto se consiga, la comunidad científica acepte finalmente la existencia de los nanobios y les dé la bienvenida a nuestro familiar árbol de la vida.
Pero, ¿qué son?
Resulta evidente que los nanobios, si están vivos, son algo muy diferente al resto de las células que conocemos. Su modo de vida y de reproducción es aún un completo enigma. Los microbiólogos teóricos más temerarios ya han comenzado a emitir sus hipótesis. John Baross, de la Universidad de Washington, opina que, dado que el tamaño de los nanobios no es suficiente para almacenar un genoma completo, podría ocurrir que sus genes estuvieran repartidos entre cientos, quizá miles, de células individuales, que colaboraran entre sí para permitir la existencia de toda la colonia. Así, los nanobios serían partes individuales diferenciadas de un único organismo, en el cuál el todo sería más importante que la suma de las partes. Este tipo de comunidades de células se asemeja a las que podrían haber existido durante las primeras etapas del origen de la vida. Quizás, entonces, el estudio de los nanobios pueda arrojar luz sobre este oscuro tema en el que prácticamente todo son conjeturas. Jeffrey Lawrence, de la Universidad de Pittsburgh, ha realizado simulaciones por ordenador de vida artificial, en las cuáles ha demostrado que una colonia cuyos individuos -denominados por él metacélulas- almacenaran un único gen cada uno, sería biológicamente estable y viable. Pero desconocemos aún si los nanobios responden a estos patrones de vida o, por el contrario, poseen una bioquímica muy diferente al resto de los organismos, con componentes de menor tamaño, que puedan almacenarse por completo en su minúscula célula.
Una cosa en la que todos los científicos, hasta los más duros críticos, coinciden, es que la presencia de los nanobios en los sedimentos profundos del mar australiano, confiere a los microfósiles marcianos gran parte de la credibilidad de la que carecían. Los filamentos del meteorito ALH84001, si bien diferentes en su forma, son prácticamente del mismo tamaño que los nanobios de Philippa Uwins, e incluso algo mayores. Puede que, finalmente, sea cierto que hayan existido nanobios marcianos hace 3.000 millones de años. En principio, nada impide que aún estén vivos, reproduciéndose activamente a miles de metros de profundidad en las rocas de la corteza marciana, lo que sería, sin duda, muchísimo más interesante para los investigadores terrícolas contemporáneos. Si existieran estos nanobios en las profundidades del vecino Marte, podría ser que la vida no sea algo tan infrecuente después de todo, sino que constituya una propiedad inherente a la materia.
Algunos investigadores, como Thomas Gold, sostienen que nuestro propio planeta Tierra alberga una comunidad de microorganismos en activo bajo las profundidades de la corteza terrestre, que prolifera justo en los mismos dominios que los nanobios australianos, hasta miles de metros de profundidad. Estos habitantes ocultos ocuparían los intersticios de las rocas profundas y cálidas, obteniendo su energía de la propia química de las rocas o de los gradientes térmicos producidos por el magma. Las estimaciones de Gold son que esta nueva bioesfera de las profundidades podría ser, cuantitativamente, más importante que nuestra propia biosfera superficial, pudiendo llegar a tener una masa hasta diez veces superior a la masa de todos los organismos vivos que habitamos en la superficie. Al fin y al cabo, estos intraterrestres ocuparían un volumen mucho mayor. Podría ocurrir que los nanobios de Philippa sean la forma de vida más importante de nuestro planeta y, quizás, incluso, de todos los planetas. Si algo hemos aprendido de la historia de la Biología, es que resulta completamente inútil establecer dogmas.
Por Owen S. Wangensteen
owenwang@arrakis.es
Para mas información:
NanoWorld
Investigaciones de Philippa Uwins
Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio,
de las que tu filosofía puede soñar. William Shakespeare, Hamlet
Mensajero de otro mundo
Puede que los planetas sean como islas pero, desde luego, no están completamente aislados. Las semillas de la vida son arrastradas por las corrientes marinas o los vientos para colonizar nuevas tierras, previamente muertas y desoladas. Del mismo modo, con mayor frecuencia de lo que nos podría parecer, fragmentos de otros mundos, silenciosos mensajeros de lejanos territorios, son arrastrados por el azar o la gravedad hasta aterrizar en los lugares más inesperados.
Como ejemplo, fijemos nuestra atención en un hecho fortuito que ocurrió hace alrededor de 13.000 años. En aquella época, para nosotros tan lejana, tribus nómadas procedentes del noreste asiático atravesaban el estrecho de Bering para colonizar América, al tiempo que, en algún lugar de lo que hoy llamamos Iraq, nuestros inteligentes antepasados, seguramente las mujeres, ideaban la forma de cultivar sus propios alimentos, y quizás, los últimos miembros puros de la raza de Neanderthal vivían aún en las inhóspitas tierras vírgenes del norte de Europa. Fue en ese tiempo cuando un fragmento de roca arrancado de la corteza de nuestro vecino Marte, posiblemente por el choque de otro objeto mucho mayor, un cometa o un asteroide, y después de estar vagando a la deriva durante más de tres mil millones de años por nuestro espacio próximo, vino a caer sobre los hielos perpetuos de la Antártida, en el planeta Tierra.
Un instante geológico más tarde, el 27 de diciembre de 1984, un grupo de científicos de la NASA encontraban el oscuro fragmento marciano semienterrado por el hielo del sur, en un lugar denominado Allan Hills. Tras llevarlo hasta sus laboratorios para investigarlo, le pusieron al negro trozo de roca, del tamaño de una patata, una aparentemente inofensiva y oscuramente museística etiqueta: "ALH84001". Este fragmento de roca estaba destinado a ser famoso. Aunque, en aquel momento, ninguno de los científicos que lo recogieron podía imaginarlo, el meteorito marciano se iba a convertir en la principal evidencia acerca de un notable hecho que cambiará, si las sospechas se confirman, nuestra concepción de la vida tal como la conocemos.
El 16 de agosto de 1996, un equipo dirigido por el doctor David McKay, publicó en la revista Science quizás el artículo científico más sorprendente del siglo XX, desbancando incluso al clásico de Watson y Crick de 1953. Lo que venía a decir el ya famoso texto de McKay era que la Ciencia había hallado, por primera vez, evidencias de la existencia de vida extraterrestre, más concretamente, marciana. En efecto, el meteorito ALH84001 contiene pequeñas estructuras que muy bien pudieran ser microfósiles, los restos mortales de la existencia de minúsculas formas de vida marcianas.
Los científicos discrepan
Una pretensión tan sorprendentemente revolucionaria no puede ser acogida por la comunidad científica con los brazos abiertos, sin antes haber originado altas dosis de polémica. Los científicos son escépticos por naturaleza, y necesitan que las teorías y las opiniones vengan apoyadas por datos y hechos experimentales. Según una conocida máxima científica, cuanto más difícil de creer sea una afirmación, mayor debe ser el peso de la evidencia necesaria para que la tomemos en serio. Y la existencia de vida extraterrestre es una de las afirmaciones más increíbles que podrían ser enunciadas por un científico del siglo XX. Inmediatamente, los escépticos comenzaron a poner pegas a las evidencias encontradas por el equipo de McKay. La mayoría de los geólogos opinaba que el origen de las estructuras filamentosas que aparecían en el interior del meteorito podría muy bien tener una explicación mineralógica. Los científicos de visión más tradicional opinaban que no hacía falta postular la presencia de formas de vida. La Ciencia actual ni siquiera puede afirmar, con total seguridad, la existencia de vida en la Tierra hace 3.000 millones de años, a pesar de los cientos de restos fósiles encontrados. Mucho menos aún podremos, entonces, estar convencidos de la existencia de vida en Marte, en la misma época, a partir de tan sólo la minúscula prueba que tenemos a nuestra disposición.
Pero el principal problema enseguida saltaba a la vista: los pretendidos microfósiles marcianos eran demasiado pequeños, mucho menores que cualquier bacteria viva de las que pudieran encontrarse en nuestro planeta. Seguramente, por debajo del límite inferior de tamaño necesario para albergar la complicada maquinaria que necesita una célula para llevar a cabo sus funciones vitales y puede que, incluso, demasiado pequeños como para poder almacenar la información necesaria para su replicación. Las estructuras presentes en la roca marciana tienen una longitud de 20 a 200 nanometros (nm), es decir, de diez a cien veces menos que la longitud de una típica bacteria Escherichia coli (que mide unos 2 µm, o sea, 2000 nm). Las pretendidas bacterias marcianas son aproximadamente del mismo tamaño que los virus que, como es bien sabido, no pueden tener vida independiente, porque no contienen la maquinaria necesaria para su reproducción, y son meros paquetes de información genética, que necesitan infectar a una célula viva para poder reproducirse.
Las menores bacterias terrestres conocidas en aquel momento pertenecían al género Mycoplasma, y su célula es una esfera de unos 150 nm de diámetro. Los Mycoplasmas, con su dotación genética mínima, aunque son considerados, sin duda, células vivas independientes, son parásitos obligados degenerados, que sólo pueden hacerse crecer in vitro si se añaden al medio de cultivo numerosas sustancias orgánicas procedentes de otros organismos a los que normalmente infectan y causan enfermedades, incluido el hombre. Los microfósiles de bacterias terrestres comparables a los marcianos, por ejemplo un ejemplar conocido con el nombre de Eobacterium isolatum (que significa algo así como "bacteria del amanecer aislada") encontrado en África del Sur en una roca sedimentaria de hace 3.400 millones de año eran mucho mayores, y tenían una longitud de alrededor de 500 nm. Parecía que la batalla por la autenticidad del carácter biológico de las microbacterias marcianas estaba perdida sin remedio - ver cuadro -.
Una sorpresa de las profundidades
Pero, muchas veces, las nuevas evidencias yacen ocultas en el sitio más inesperado. A principios de los años 90, una compañía petrolífera encargó a Philippa Uwins, geóloga y microscopista de la Universidad de Queensland, Australia, un proyecto para el estudio de muestras de piedra arenisca procedentes de una prospección petrolífera marina al oeste de Australia. Los sedimentos habían sido recogidos mediante una perforación a 3.000 metros bajo el fondo del mar, un lugar prometedor para encontrar petróleo, pero no precisamente la clase de sitio en la que uno esperaría encontrar organismos vivos. Uwins comenzó a estudiar las muestras usando los microscopios electrónicos disponibles en su centro de investigación, que se cuentan entre los más potentes del mundo, y encontró, para su sorpresa, que en los intersticios de las muestras de piedra proliferaban unas curiosas estructuras, de tamaño minúsculo (de 20 a 150 nm), que poseían las formas características de las células vivas y que, inmediatamente, llamaron su atención.
El equipo de científicos australianos comenzó a estudiar los extraños "nanofilamentos". En primer lugar, los hicieron crecer en placas de cultivo microbiológico y comprobaron que los pequeños filamentos se reproducían a temperatura ambiente y en presencia de oxígeno. De hecho, crecían tan rápida y fácilmente que en el plazo de dos o tres semanas producían colonias observables a simple vista. En segundo lugar, realizaron un análisis de los elementos químicos que componían estos filamentos. Comprobaron así que las diminutas estructuras estaban compuestas mayoritariamente por carbono, oxígeno y nitrógeno, con algo de silicio (el hidrógeno no era observable con la técnica de rayos X que utilizaron). Esta composición, excepto la presencia de silicio, es típica de los organismos vivos, si bien el silicio aparece también en la composición de algunos tipos de bacterias. La ausencia de metales mayoritarios, tales como sodio, potasio, aluminio, calcio o hierro, descartaba prácticamente el origen mineralógico de los nanofilamentos. Por último, utilizaron tres tipos de pigmentos químicos que permiten la detección de ADN al unirse a las moléculas del mismo y mostrar así una fluorescencia de un color determinado, fácilmente detectable mediante la instrumentación adecuada. En los tres casos, los resultados fueron claramente positivos. Los nanofilamentos que Philippa Uwins estaba estudiando contenían ADN. Las minúsculas formas que habitan las profundidades de la corteza terrestre de la plataforma continental australiana están, más allá de toda duda razonable, vivas.
Había llegado el momento de poner nombre al nuevo descubrimiento. Difícilmente, una célula viva tan pequeña, tan distinta a todas las demás formas de vida conocidas, podía tener algo que ver con organismos bien establecidos, como las bacterias. Además, el término "Nanobacteria" ya había sido empleado por el investigador finlandés Olavi Kajander y su equipo, para describir un nuevo tipo de parásito presente en la sangre humana, emparentado con la bacteria Brucella, que había sido descubierto en 1996, y que medía entre 200 y 300 nm de diámetro. Philippa Uwins escogió para sus nanofilamentos vivos el acertado término "nanobios", para distinguirlos de los "microbios", o bacterias, mucho mayores, que tienen diámetros típicos del orden de los µm.
El equipo australiano publicó sus resultados preliminares, introduciendo el nuevo término "nanobios", en 1998. Inmediatamente, la comunidad científica establecida se abalanzó sobre ellos, poniendo en duda la viabilidad biológica de los nuevos seres. Los microbiólogos no podían creer que en el interior de los minúsculos filamentos hubiera sitio suficiente para albergar, por ejemplo, los ribosomas necesarios para fabricar proteínas, por no hablar de la maquinaria enzimática responsable de la replicación del ADN. Sencillamente, estos complejos multiproteínicos, que se saben necesarios para las funciones vitales en todos los seres vivos conocidos, no caben en el estrecho límite de un nanobio. De hecho, la anchura de los nanobios es sólo diez veces mayor que el grosor de una hebra de ADN, lo que hace sospechar que ni siquiera podría contener la cantidad de información genética mínima requerida para dotar al organismo de vida propia.
Sin embargo, para disgusto de los científicos tradicionalistas, ahí están los nanobios de Philippa, reproduciéndose en el laboratorio ante la vista de todos, y cumpliendo con todos los criterios más restrictivos de la definición de vida. En los últimos dos años, el equipo australiano ha llevado a cabo posteriores estudios, en los cuáles se ha detectado, por ejemplo, la presencia de distintas morfologías de los nanobios, que presumiblemente podrían corresponder a diferentes etapas de su ciclo vital. En algunas de estas etapas, se observan abultamientos que muy bien podrían corresponder a los cuerpos fructíferos que se pueden observar en algunos hongos. También se ha puesto de manifiesto la presencia de membranas biológicas asimétricas, recubriendo el cuerpo de los nanobios. No cabe duda de que los nanobios están vivos y coleando, aunque muchos científicos aún se nieguen a creerlo. El equipo de Uwins está en la actualidad intentado secuenciar su ADN, para así demostrar que su secuencia es diferente a la de cualquier otro organismo conocido e incluso establecer las relaciones de parentesco con otros seres vivos. Si estos estudios tuvieran éxito, silenciarían a todos los críticos que piensan que los experimentos positivos de detección de ADN se deben a contaminación por otros microorganismos. Quizás cuando esto se consiga, la comunidad científica acepte finalmente la existencia de los nanobios y les dé la bienvenida a nuestro familiar árbol de la vida.
Pero, ¿qué son?
Resulta evidente que los nanobios, si están vivos, son algo muy diferente al resto de las células que conocemos. Su modo de vida y de reproducción es aún un completo enigma. Los microbiólogos teóricos más temerarios ya han comenzado a emitir sus hipótesis. John Baross, de la Universidad de Washington, opina que, dado que el tamaño de los nanobios no es suficiente para almacenar un genoma completo, podría ocurrir que sus genes estuvieran repartidos entre cientos, quizá miles, de células individuales, que colaboraran entre sí para permitir la existencia de toda la colonia. Así, los nanobios serían partes individuales diferenciadas de un único organismo, en el cuál el todo sería más importante que la suma de las partes. Este tipo de comunidades de células se asemeja a las que podrían haber existido durante las primeras etapas del origen de la vida. Quizás, entonces, el estudio de los nanobios pueda arrojar luz sobre este oscuro tema en el que prácticamente todo son conjeturas. Jeffrey Lawrence, de la Universidad de Pittsburgh, ha realizado simulaciones por ordenador de vida artificial, en las cuáles ha demostrado que una colonia cuyos individuos -denominados por él metacélulas- almacenaran un único gen cada uno, sería biológicamente estable y viable. Pero desconocemos aún si los nanobios responden a estos patrones de vida o, por el contrario, poseen una bioquímica muy diferente al resto de los organismos, con componentes de menor tamaño, que puedan almacenarse por completo en su minúscula célula.
Una cosa en la que todos los científicos, hasta los más duros críticos, coinciden, es que la presencia de los nanobios en los sedimentos profundos del mar australiano, confiere a los microfósiles marcianos gran parte de la credibilidad de la que carecían. Los filamentos del meteorito ALH84001, si bien diferentes en su forma, son prácticamente del mismo tamaño que los nanobios de Philippa Uwins, e incluso algo mayores. Puede que, finalmente, sea cierto que hayan existido nanobios marcianos hace 3.000 millones de años. En principio, nada impide que aún estén vivos, reproduciéndose activamente a miles de metros de profundidad en las rocas de la corteza marciana, lo que sería, sin duda, muchísimo más interesante para los investigadores terrícolas contemporáneos. Si existieran estos nanobios en las profundidades del vecino Marte, podría ser que la vida no sea algo tan infrecuente después de todo, sino que constituya una propiedad inherente a la materia.
Algunos investigadores, como Thomas Gold, sostienen que nuestro propio planeta Tierra alberga una comunidad de microorganismos en activo bajo las profundidades de la corteza terrestre, que prolifera justo en los mismos dominios que los nanobios australianos, hasta miles de metros de profundidad. Estos habitantes ocultos ocuparían los intersticios de las rocas profundas y cálidas, obteniendo su energía de la propia química de las rocas o de los gradientes térmicos producidos por el magma. Las estimaciones de Gold son que esta nueva bioesfera de las profundidades podría ser, cuantitativamente, más importante que nuestra propia biosfera superficial, pudiendo llegar a tener una masa hasta diez veces superior a la masa de todos los organismos vivos que habitamos en la superficie. Al fin y al cabo, estos intraterrestres ocuparían un volumen mucho mayor. Podría ocurrir que los nanobios de Philippa sean la forma de vida más importante de nuestro planeta y, quizás, incluso, de todos los planetas. Si algo hemos aprendido de la historia de la Biología, es que resulta completamente inútil establecer dogmas.
Por Owen S. Wangensteen
owenwang@arrakis.es
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