miércoles, 15 de mayo de 2013

Melciades Peña, el intelectual "aguafiestas"

HORACIO TARCUS CELEBRA EL PENSAMIENTO DE MILCIADES PEÑA

Tragedia del intelectual “aguafiestas”

El creador del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (Cedinci) sigue trabajando en la edición de la obra completa de este historiador marxista, “de una inteligencia luminosa”, según José Pablo Feinmann.

Por Silvina Friera
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“Reconozco méritos históricos en el kirchnerismo, pero no me siento parte de ese proyecto”, dice Tarcus.
El intelectual “aguafiestas” no deja mito en pie: desde el “espíritu democrático” de la Revolución de Mayo, el “progresismo rivadaviano”, hasta el carácter “revolucionario” del peronismo. “Las falsedades históricas seudomarxistas, seudonacionales, pesan como una lápida sobre la lucha por la transformación revolucionaria de la Argentina y América latina”, afirma Milcíades Peña en la breve introducción de su Historia del pueblo argentino (Emecé), edición definitiva en un único tomo (1500-1955) de “la más consistente interpretación integral de la historia argentina llevada a cabo desde una perspectiva marxista”, según subraya Horacio Tarcus en el estudio preliminar de esta obra. Definido por José Pablo Feinmann como un “hombre de una inteligencia luminosa”, Peña escribió el libro entre 1955 y 1957. Los mitos caen como fichas de dominó bajo el estilo incisivo de este historiador y sociólogo autodidacta, militante trotskista del Grupo Obrero Marxista (GOM) de Nahuel Moreno, que se distanció de esta organización cuando le exigió su “proletarización”, en 1952. Y que se suicidó, a los 32 años, en 1965. “Hay una suerte de destino trágico en la vida de Peña que es apasionante y dramático. Pero no sé si su propia posición trágica, si su tragedia personal, estimuló o facilitó que adoptara una visión trágica de la historia”, dice Tarcus a Página/12.
–Es como si Peña fuera un marxista trágico, algo que no es “normal”, ¿no?
–Es cierto, aunque el marxismo frankfurtiano es un marxismo sin proletariado revolucionario, donde el sujeto de la revolución está vacante. Peña piensa la historia argentina con un método materialista extremo, en el sentido de reducir los sujetos históricos a fuerzas sociales en pugna. La imposibilidad de Moreno, de Rivadavia, de Rosas, de Yrigoyen o de Perón de constituir una nación –en el sentido fuerte del término– es una dificultad que se plantea en las fuerzas sociales que los respaldan y que estas figuras representan. Los sucesivos fracasos de unitarios y federales, de liberales y nacionalistas, yrigoyenistas y conservadores, peronistas y antiperonistas, tienen que ver con la ausencia de una clase nacional que logre identificar sus propios intereses con los intereses de una nación moderna, y hegemonizar al conjunto del pueblo argentino detrás de su proyecto. Los momentos que aparecen como más acabados –para los liberales la Generación del ’80 o para el nacional-populismo el peronismo clásico del ’46– son proyectos nacionales frustrados para Peña: tienen la apariencia de un proyecto nacional, pero son limitados, excluyentes y viciados simétricamente. Peña se instala en la hipótesis de una futura resolución de la cuestión nacional atándola a lo que se llamaba emancipación nacional y social, o sea la articulación del proyecto nacional con el proyecto socialista. Pero no hay en el relato histórico de Peña un proletariado revolucionario; está como hipótesis porque está en la teoría marxista, pero aparece como una posibilidad histórica inscripta en un horizonte lejano. El proletariado peronista, para Peña, es un sujeto heterónomo. Y para que exista esa emancipación nacional y social es necesaria una clase que realice esta emancipación al mismo tiempo que conquista su propia autonomía. Y según Peña, el peronismo no representa ese momento. Al revés: representa un mayor enfeudamiento de la clase en la ideología burguesa.
–Hay que subrayar que Peña traza un balance sobre el peronismo que puede generar un profundo desacuerdo. “Sindicalización masiva e integral del proletariado fabril y de los trabajadores asalariados en general. Democratización de las relaciones obrero-patronales en los sitios de trabajo y en las tratativas ante el Estado. Treinta y tres por ciento de aumento en la participación de los asalariados en el ingreso nacional. A eso se redujo toda la ‘revolución peronista’...”, plantea Peña. ¿Qué opina usted de este balance? No es poco el 33 por ciento de aumento de la participación, por empezar a polemizar con Peña.
–Feinmann, que también manifestó su desacuerdo con este balance, contó que en sus cursos leyó precisamente ese párrafo. Si hoy por un dos o tres por ciento de discusión en el reparto del ingreso hay una reacción de la derecha tan virulenta, se preguntó: ¿es poco el 33 por ciento? No. Uno podría decir que es mucho, muchísimo, especialmente para los que nos tocó vivir la Argentina que Peña no conoció, porque él no llegó a vivir el golpe del ’66 ni la dictadura. Los que estamos plantados en el presente tenemos un respeto mayor hacia ciertas reformas y conquistas que entendemos que nunca son históricas, que siempre se pueden revertir. Pero para Peña esa democratización y esas mejoras económicas se hicieron al precio de la subordinación política. Peña llama revolución a otra cosa.
–¿Qué implica para Peña la palabra revolución?
–Peña reserva el término revolución al proceso de autonomización de una clase que lleva a cabo no un programa de reformas económicas que mejoran su salario, sino que cuestiona la forma salario. Desde el punto de vista de la revolución socialista, el peronismo puso al proletariado más lejos y no más cerca. Es interesante la lectura que hace Svampa de aquel tramo de la historia donde Peña dice que el peronismo es el gobierno del “como si”. A Svampa le interesa esa capacidad discursiva que tiene el peronismo de presentar como una revolución lo que en realidad es la puesta en juego de un programa de reformas importantes, pero que no es una revolución. De presentar como un proyecto nacional, proletario y popular, algo que en última instancia responde a intereses parciales muy concretos: el apoyo en los capitales ingleses, como lo plantea Peña, para frenar la penetración de los capitales yanquis en la Argentina. La visión de Peña es coherente en sí misma. No es un ingenuo que cree que el proletariado peronista está por hacer la revolución; reconoce la existencia de un proletariado que ha hecho un pacto de fidelidad con el peronismo, para decirlo metafóricamente, muy difícil de romper. Por más que adopte posturas combativas, para Peña no son lo mismo acciones combativas que proletariado autónomo aspirando a la revolución. ¿Y mientras tanto qué? Y mientras tanto, es la tragedia del intelectual que se encuentra con una realidad que no se encamina hacia esa revolución proletaria que resolvería el problema nacional y social.
–Figuras como Peña suelen ser incómodas porque no se dejan encasillar en ninguna corriente. Peña les pega al revisionismo, al liberalismo y es muy duro también con el marxismo.
–Esto explica el olvido, porque Peña no es recogido por ninguna corriente. Cada corriente instituye tradiciones o las inventa –como dice el historiador británico Hobsbawm–, pero nadie recoge la herencia de Peña o lo hemos hecho algunos intelectuales aislados, que tampoco estamos demasiado encasillados. Yo, que me defino como un intelectual de izquierda, reconozco una serie de méritos históricos en el kirchnerismo, pero no me siento parte de ese proyecto. Al mismo tiempo me siento parte de la izquierda, pero no me reconozco en las críticas de esa izquierda al kirchnerismo.
–¿Encuentra una corriente o un espacio para compartir con otros?
–No... espacios independientes como el sabbatellismo los ha devorado el kirchnerismo. Lo que cuestiono es quién les pidió que se integraran, cuando el kirchnerismo no les impuso que se disolvieran. Nos fuimos al diablo con Peña, pero habla de dónde estoy parado yo; por algo me busco en estos intelectuales descentrados como Silvio Frondizi, Peña o Antonio Gallo. Yo también estoy desencontrado con esa izquierda que en líneas generales plantea una crítica necia al kirchnerismo. Ni soy peronista ni me gusta esa cultura política, aunque puedo reconocer los méritos tanto del peronismo histórico como del kirchnerismo actual. Yo participé un tiempo del sabbatellismo, pero cuando vi que estaban totalmente embarcados como parte del proyecto kirchnerista me alejé sin escándalo. Cada uno tiene derecho a definirse como quiera, ¿no? Pero lamento eso que leo como una especie de “pecado original” de la izquierda comunista, que siente que se equivocó frente al peronismo y entonces a la primera oportunidad es más peronista que los propios peronistas. Yo escucho decir a los amigos kirchneristas cosas más lúcidas y críticas –o hablar de las dificultades que tiene el Gobierno por delante– que al sabbatellismo. La misión del intelectual es plantarse en el lugar incómodo. Cuando uno se instala como “vocero de” se convirtió en intelectual-funcionario.
Tarcus esboza una pausa, se calla durante unos segundos. “¿Volvemos a Peña?”, pregunta. El regreso –como se leerá– dura poco. “Peña dice que el problema de fondo es el compromiso que establece la clase obrera con el peronismo, que es muy difícil de deshacer porque se reconfigura una identidad. Los momentos de crisis en las lealtades políticas de las masas se dan cada muchas décadas. No hay cambios de lealtades cada cinco o diez años. Crisis como las del 2001 suceden en contadas ocasiones en la historia. Pero la izquierda vive en esa especie de estado febril, como si pudiera haber un diciembre del 2001 a la vuelta de la esquina. Cuando lo tuvo, lo perdió, lo de-saprovechó, lo asfixió –cuestiona el autor de El marxismo olvidado en la Argentina–. Y quien renace de sus propias cenizas y vuelve a construir hegemonía es el peronismo. Esto hay que reconocerlo, con lo bueno y lo malo. Quien mejor leyó la crisis política de 2001 fue Kirchner. Como Perón fue quien leyó lúcidamente la crisis del ‘43. Pero al mismo tiempo es necesario subrayar los límites del proyecto peronista, que implica plantarse en un lugar muy raro, excéntrico, en donde no sos ni un intelectual peronista ni un intelectual de la izquierda clásica antiperonista, para el que toda cosa buena que hace el kirchnerismo en realidad lo hace para perpetuarse en el poder.”
–Ante la nacionalización de YPF, que suscitó una amplia aprobación de diversos sectores políticos, una parte de esa izquierda clásica esgrimió que fue el peronismo-menemismo quien impulsó las privatizaciones en los ’90.
–Pero lo mismo plantean también con el tema de los derechos humanos. ¿Qué hacían los Kirchner en los ’90? Lo que importa es lo que están haciendo ahora. Esa crítica me parece mezquina, muestra lo peor que tiene la izquierda: el resentimiento de haber perdido. Y cuando el kirchnerismo toma medidas por las que la izquierda venía peleando hace mucho tiempo, dicen: “Lo hacen por oportunistas”. ¿Es imposible pensar una izquierda revolucionaria que luche por reformas? ¿El que está por la revolución está en contra de las reformas? No. La propia Rosa Luxemburgo, en Reforma o revolución –un texto que para mí es inactual–, empieza el libro con una clarividencia extraordinaria. Dice que los revolucionarios no estamos en contra de los proyectos de reforma, estamos en contra de creer que con una mera acumulación de reformas se va a subvertir el capitalismo y se va a llegar al socialismo. Yo adhiero a esta idea; no hay que renunciar a la aspiración de ir más allá del capitalismo. Creo que hay que pensar un proyecto de izquierda que exceda al kirchnerismo, pero sin instalarse en la lógica de que le vaya mal. Hay un deseo manifiesto que se ve tanto en (Elisa) Carrió como en (Jorge) Altamira. Quieren que les vaya mal y les da bronca si al kirchnerismo le va bien. Yo quiero que al kirchnerismo le vaya bien y que podamos construir una izquierda más allá del horizonte kirchnerista.
–¿Sería una disputa por izquierda al kirchnerismo, pidiéndole más?
–Claro, pero no mezquinamente. No se puede pedir más si no se reconoce lo que se hizo. Al kirchnerismo le vendría mejor acompañantes críticos que adulones, ¿no? A mí me interesa el intelectual “aguafiestas” –que plantea problemas, obliga a pensar y genera debates–, no el intelectual celebratorio. Peña logra pensar la Argentina con tanta lucidez porque no está comprometido ni con el peronismo ni con la izquierda. El no escribe a pedido de nadie. Su historia no cierra con ninguna invitación a afiliarte a nada. No hay síntesis, no hay solución. Pero al mismo tiempo no es una historia que desanima, sino que te deja una inquietud. Eso es lo que me interesa del legado de Peña, ese acicate y esa duda metódica que él emplea en forma sistemática y que se la transmite al lector.

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