Dos oficiales se allegaron hasta la tienda del general Roca y pidieron hablar con él. Bajo su orden, les permitieron la entrada.
–Digan –seco Roca, sin mirarlos. A la luz de una lámpara estudiaba unos mapas.–Se trata de dos caciques, general. Vinieron en son de paz.
Roca los miró. Los oficiales quedaron helados por la fijeza de esa mirada, de esos ojos claros y feroces hechos para el mando, para la sumisión de los otros.
–¿Paz? ¿Son idiotas ustedes? No hay paz para los salvajes. ¿Lo saben o no? De saberlo, me habrían traído sus cabezas.
–Se ofrecieron como rastreadores –dijo el oficial más decidido. Acaso el que menos miedo le tenía al general. El único que habría de tener el coraje de afrontar esa conversación con él.
–Dicen conocer hasta el último cascote de este territorio. Pensamos que ese conocimiento podría interesarle a usted. Por eso aún conservan sus cabezas, general.
–Tráiganlos.
Los caciques eran altos, fuertes, con ropa limpia, el orgullo intacto.
–No me interesa conocer cascotes –dijo Roca. –Vine aquí a cazar indios. A matarlos. A limpiar el territorio porque el progreso tiene sus leyes. La primera es terminar con la barbarie.
–Nosotros podemos ayudarlo, general. Hace unos años estuvimos en Buenos Aires. Sabemos qué es la civilización. Sabemos el derecho que tienen los hombres ilustrados para expandirla en estos territorios salvajes. No somos traidores. Somos distintos.
Llevaron a cabo una tarea eficaz y devastadora. Le señalaron a Roca hasta los escondites más inhallables de los indios que el general tenía necesidad de matar para saciar su sed, que era la del progreso. Al terminar la campaña, Roca los premió con tierras generosas, extensas.
–Se las ganaron –dijo el general. Y hasta les estrechó las manos.
Cada uno se construyó una casa. Previamente se dividieron la tierra. Lo mismo para los dos, hasta el último centímetro. Ser justos entre ellos los volvió amigos, pero no socios. Uno se dedicó a la cría de ganado. El otro, a nada. Un hecho inesperado (que supo presentir) le cambió la vida. A las mañanas, el sol parecía obstinarse en caer sobre un montículo, darle calor y sacarle unos brillos extravagantes. El cacique se dijo que eso era una señal de los dioses. Lo habían bendecido y él sabría aprovechar esa generosidad, sí. Lo que brillaba en el montículo era oro. Empezó a cavar y descubrió que el oro no sólo estaba sobre el montículo, sino que se hundía en lo profundo y no parecía terminar nunca. Era rico.
Esa noche se emborrachó. Bailó como el guerrero que había sido. Bailó bajo la luna y elevó un canto de gratitud a los dioses. Entonces lo vio. El otro cacique lo miraba sin entender, pero sospechando. Le preguntó por qué tanta alegría. Y el pobre indio, de borracho que estaba, de bendecido por la suerte que se sentía, y hasta de querido y cobijado por los dioses, le dijo la verdad. Que era rico. Que en su tierra había oro. Que conchabaría gente en el pueblo más cercano y haría una mina. Que en menos de un año tendría tanto dinero que se iría a vivir a Buenos Aires, ya que ahí pertenecía, ahí había vivido y ahí le gustaba vivir, como un hombre ilustrado, un hombre del progreso. El otro lo escuchaba en silencio, ni una palabra decía. Sólo lo miraba, apenas eso. La luna estaba muy alta, era circular y helada. Algunas nubes la oscurecían y echaban sombras sobre la tierra. El cacique siguió bailando y siguió bebiendo ese aguardiente áspero, que lo ponía cada vez más turbio, vulnerable. El otro le hundió el puñal en medio del pecho cuatro, cinco y hasta seis veces. Después lo enterró lejos, donde nadie que no fuera él podría encontrarlo.
Lo que el muerto quería hacer lo hizo él. Conchabó gente en el pueblo, construyó una mina y se hizo rico. También se hizo una casa suntuosa, para no irse nunca, para vivir ahí toda su vida, que sería larga. No quería asentarse en Buenos Aires. Siempre sería un indio, nunca un ilustrado, nunca un hombre del progreso. Eso les dejaría como legado a sus herederos. Porque tendría hijos. Porque se traería de Buenos Aires una mujer blanca, hermosa. Se casaría con ella y con ella tendría sus hijos. Sus herederos vivirían en esa Buenos Aires que a él –lo sabía bien– le estaba negada. “No importa. Voy a fundar una dinastía, los míos tendrán poder, indios con tierras y con dinero no son indios, son ciudadanos”, se dijo, sentado en una silla de mimbre en la galería de su mansión, con una felicidad calma, algo adormecido, para siempre saciado, el cacique Patoruzú, rastreador de Roca, traidor a los suyos, asesino de su compadre, explotador de esos pobres hombres que trabajaban de sol a sol en su mina de oro inagotable, infinita como la perversidad de su alma.
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