O en diciembre pasado –e incluso hasta marzo último– había que ser políticamente adivino, o ya había bajo la superficie elementos de una profundidad convulsionante que no se supieron mensurar, ni siquiera de lejos. En todo o en parte, una u otra hipótesis, o ambas, son una explicación probable para tratar de entender cómo se pasó, en mucho menos de lo que canta un gallo, de un país donde la percepción era que no pasaba nada a otro en el que (cierto o no, verosímil o no) parecería que puede pasar cualquier cosa.
Ensayemos una alternativa mixta. Consiste en que al Gobierno le cabría la responsabilidad por lo primero, porque sólo un brujo podría haber estado en condiciones de acertar la suma de impresionantes desaciertos en que incurrió en tan corto lapso. Y al “campo” o movimiento campestre o “gauchocracia” –reciente hallazgo semántico del sociólogo Horacio González– le correspondería el gravamen por lo segundo porque, junto con una oposición de perfiles tétricos que halló en los gauchócratas su sentido de existencia, sacó a relucir lo peor de su propia trayectoria cuando vive su mejor momento histórico. La mixtura también se daría en que unos y otros están atravesados, y potenciados, por componentes culturales que hacen a sus esencias constitutivas y, por lo tanto, no hay manera de que puedan controlar sus esfínteres.
En el orden enunciado, ¿cómo hizo el Gobierno, en un ratito, para poner furiosos a quienes están de fiesta, para resucitar muertos electorales, para abrir varios frentes de conflicto a la vez incluyendo ponerse en contra a pulpos mediáticos a los que benefició, para generar desconcierto creciente entre quienes deberían o podrían ser sus aliados naturales, para tener que recurrir al alquiler del aparato del PJ y así y todo dar idea de que puede llenar a duras penas la Plaza y la cancha de Almagro, para reinstalar el riesgo-país, para reactivar absurdas operaciones y psicosis de corralitos y default y corridas cambiarias? No suena sensato buscar la respuesta –exclusivamente– en una Presidenta de la que tal vez se esperaba mucho más en cuanto a su capacidad de liderazgo y autonomía marital-política, ni en las enormes deficiencias de comunicación. Ese paquete es el efecto de una causa-madre que bien puede encontrarse en un gobierno de cuadros políticos muy reducidos, capaz de haberse creído que le basta(ba) con haber seleccionado algunos enemigos, simbólicos y/o reales, entre los bloques de la clase dominante, para ganarse, si no el fervor, al menos la tranquilidad popular. Entonces y por caso, seigual si se le presta atención o no a que las retenciones agropecuarias sean trabajadas, e informadas, de modo tal de no dejar el campo orégano para que el individualismo de los chacareros de la Federación Agraria quede invitado a la mesa brutal de grandes terratenientes y cadenas agroexportadoras. Y seigual si la táctica de maquillar la inflación, para no retroalimentarla, es sugerida con eficacia o dejada en manos de unos monos con navaja. El kirchnerismo juntó la lógica de conducción capanguesca de la aldea santacruceña con el estilo confrontador de la génesis peronista, consistente en darle carácter de gesta nacional y popular ora a los enfrentamientos circunstanciales con algunos poderes del gran capital u ora, como hizo la rata, a su choque desde la derecha, desde el mismísimo peronismo, contra toda una historia de folklore nacionalista (en la acepción no facha del término). Como sea, largarse a boxear contra Clarín y la Sociedad Rural requiere de mucho más que las tropas de D’Elía, de mucho más que el cuadrazo retórico que es Cristina, de mucho más que los camioneros de Moyano y de mucho más que la positiva reacción de intelectuales, periodistas, académicos y escritores. Si el kirchnerismo es ideológicamente honesto en su pretensión de justicia social, no le queda otra que desplegar lo que llamaríamos “confianza activada” en los sectores populares y en los de clase media que, hoy, no saben dónde pararse cuando ven que sólo se toca a la gauchocracia y no, vaya, a los formadores de precios de la cadena industrial-comercial. Es cierto que el Estado fue desmembrado en su poder regulador de los desequilibrios sociales, pero también es cierto que no puede remembrárselo metiendo mano en un solo sector. Y el Gobierno no da signos de querer afectar más allá de la renta agraria. Lo que hace es bueno para empezar, pero no alcanza para seguir. La derecha argentina, y sobre todo sus referentes campestres aunque ya no sean la oligarquía tradicional, es proverbial en el salvajismo de sus apetencias.
Los K pueden tener, y tienen, todas las insuficiencias ideológicas que se quiera, además de espeluznantes defectos operativos. Pero lo que tienen enfrente da ganas de vomitar. Gente que en nombre de sus chacras habla de que hay una dictadura civil, que se pone la escarapela por una tonelada de soja, que se horroriza por el vestuario presidencial pero no por cómo los agronegocios se copulan a la Argentina. Esa gente. Ese De Angeli que los medios ponen en cadena nacional cada vez que pega cuatro gritos disfónicos, y que como buen gaucho desclasado verbalizó que lo único que le importa es volverse a trabajar a su campito. Esa Carrió, que encontró el sentido de su vida en las predicciones catastrofistas que mezclan la moral del Che Guevara con los intereses de Luciano Miguens. Esas conchetas teflonarias, y esos hijos de sojeros que ocupan el inmobiliario especulativo urbano con la plata que les giran los campestres que dicen que el campo no da más. Esos piqueteros pero blancos, como dijo el vice de la Rural. Esa gente que irrumpe desde el trazado histórico de este país al lado de Roca, de Uriburu, de la Libertadora, de Onganía, de Martínez de Hoz, de Videla, de Menem. Esa gente.
Casi sesenta años después, tomado no desde el nacimiento del peronismo, sino a partir de que los accidentes del peronismo lo colocaron enfrente de bloques que ideológicamente hubieran debido serle afines, parece mentira pero la historia se repite. Habrá que ver si como tragedia o como comedia. Más o menos una mitad de la sociedad, aunque la pasa bien, se abroquela en el disgusto o la irritación por las formas autoritarias de un populismo que no le sienta a su imaginario parisino. Y más o menos la otra mitad, aunque la pasa mal, reconoce que los otros son una opción peor. Todo con matices, claro. La mala noticia es que, por más que a la izquierda del kirchnerismo esté la pared, lo que está a la derecha es mucho más peligroso. La buena es que la derecha es una runfla que no tiene partido.
Y la pregunta sería hasta cuándo.
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