sábado, 3 de mayo de 2008

Hemingway, Dos passos y la Guerra Civil Española


Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil Española Mitos, leyendas y realidades


EL PAISAJE físico y metafísico de La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles (Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2006) es la España de 1936-37, la España del legítimo gobierno republicano, el alzamiento militar franquista y la Guerra Civil y, como telón de fondo, la indiferencia de las grandes democracias (Inglaterra, Francia, Estados Unidos). En una secuencia de intensidad dramática creciente, sus intérpretes principales son Ernest Hemingway y John Dos Passos, por entonces estrellas literarias ascendentes y amigos cercanísimos a quienes la desaparición de José Robles primero irá distanciando y luego separará sin remedio. José Robles es un español de izquierda, de extracción burguesa y funcionario de la República, que es arrestado en su casa en una noche de la primavera del 36 para más tarde ser ejecutado: un pre-texto argumental que se tornará texto central. "Piensas por mucho tiempo que tienes un amigo y resulta que no", comentaría un desengañado Dos Passos tiempo más tarde. Escenario, actores y asunto, pues, graves y prestigiosos.


El Hotel Florida de Madrid es el centro de actividades de casi todos los extranjeros de prestigio que recalan en la ciudad, y que son legión. Hemingway tiene vínculos con el gobierno republicano y con el alto mando de las tropas soviéticas; recibe un trato de privilegio (alcohol, alimentos, desplazamientos) que extiende a su amante Martha Gellhorn y a la periodista Josephine Herbst, mientras conspira sin cesar y escribe en la capital sitiada por los enemigos. Algunas de sus notas como corresponsal de guerra son un modelo del género.


Dos Passos, por su parte, había alcanzado la fama con El gran dinero (The Big Money, 1936), la tercera parte de su trilogía USA, había viajado en su primera juventud por España, había hecho amistad con Robles (quien traduciría al español su Manhattan Transfer), se había prendado del país y ahora llegaba para colaborar en un documental de propaganda republicana. También quería observar con sus propios ojos -moralista de vocación y sediento de ideales como era- el enfrentamiento entre una democracia emergente y un fascismo ascendente. Ironías de la vida: varios de los animadores principales de París era una fiesta (A Moveable Feast, 1964), las páginas autobiográficas de Hemingway, y de lo que se llamó "la Generación perdida" norteamericana, coincidieron en Madrid como testigos de uno de los parteaguas ideológicos y políticos del siglo pasado -y una de sus tragedias mayores.


CAMPO DE BATALLA. Ya pertenece a nuestra historia cultural el hecho de que España atrajo a una cantidad sin precedentes de artistas, intelectuales y periodistas, tanto por el espejeo simbólico de su conflagración como por las estrategias propagandísticas de republicanos y nacionales, unos y otros a la búsqueda de reconocimiento legitimador y de apoyo económico de las democracias neutrales. Según el historiador Antony Beevor en La guerra civil española, "sentimientos clasemedieros y una urgencia por sublimar una identidad privilegiada en la lucha de clases hacían que estos intelectuales fueran potenciales reclutas ideales para las autoridades comunistas". Algunos llegaron como periodistas, otros como voluntarios y brigadistas solidarios y otros más como invitados por asociaciones, organismos y sindicatos encargados de promover un antifascismo activo (y a menudo un protocomunismo disfrazado) que se manifestó bajo la consigna genérica de "libertad por la cultura". Casi todos ellos obedecían a una motivación común: "la fascinación que ejercía un conflicto de alcances épicos comprometido con las fuerzas básicas de la humanidad. [...] España era vista como el campo de batalla donde se decidía el futuro", como resumiría Beevor. Casi todos ellos, también, fueron sacudidos por una conmoción espiritual: la que provocaba el choque entre ideología y moral, arte y propaganda, democracia y autoritarismo, objetividad y parcialidad. Casi todos ellos comprobarían, por fin, y de una manera o de otra, que la conciencia y la honestidad individuales son las primeras víctimas en sucumbir en situaciones convulsionadas.


Stephen Koch comprendió que la relación que envolvió a Hemingway y Dos Passos, entretejida a lo largo de una tupida conspiración de silencio, medias verdades y mentiras, ilustra estas cuestiones de raíz ética con cabalidad. Hemingway es un individualista que confía sólo en el esfuerzo personal, que busca desde una patología agresiva el cumplimiento de su destino como artista, que detesta de verdad al fascismo y que, quizás por lo mismo, no tiene reparos en aceptar y sancionar las estrategias sectarias que montan los miembros del Komintern y sus seguidores españoles. Sus problemas de conciencia abarcan sólo a medias lo social y lo político. Para él, y de manera militante, la osadía intelectual se identificaba con la aventura física: cazar en la selva y escribir novelas eran partes orgánicas de un único envión vital. Para él, a una obra pertenece no sólo lo que en ella está escrito, lo que sabe el autor, sino también lo que el autor es.
Dos Passos, por su parte, es un hombre de estructura psicológica dubitativa; su cercanía con las posiciones anarquistas catalanas se acentúa con el tiempo y la desaparición sin resolver de José Robles, su amigo de juventud, lo hará desconfiar más y más de la rectitud de la corriente ideológica que gobiernan los comunistas en particular y la de quienes apoyan la causa republicana en general. Cabe señalar, en este contexto, que la saga trepidante que es USA se abrió camino a duras penas entre el trío formidable que conformaban Hemingway, Scott Fitzgerald y Faulkner. Por lo demás, el brío técnico que allí se muestra se inscribe en el desafiante y vanguardista escenario de los años veinte, cuando el radicalismo estaba más vinculado a la evolución del arte que a las oscilaciones de lo político.


Llegará el día en esta historia en que Hemingway, en una reacción que comparte motivos de vanidad personal y de celos literarios, y sin duda rasgos sadomasoquistas, pero también fondos de desdén hacia una forma de ser que le parece pusilánime y frágil, hará saber a su amigo que Robles fue ejecutado por los comunistas por haber éstos descubierto que era un "espía fascista". Hay todavía un paso más: Hemingway acusa a Dos Passos de vacilar en su sostén a los republicanos. Para ambos, un sistema de afectos se derrumba. En el tránsito, algo íntimo parece que se rompe para siempre en ambos escritores. Dos Passos encaminará en adelante sus preferencias ideológicas hacia la derecha recalcitrante; Hemingway escribirá Por quien doblan las campanas (1940) y El viejo y el mar (1952) y, en 1961, acabará suicidándose.


Recordemos que en la vida de un artista suelen habitar -quizás con frecuencia mayor que en otros casos- dos personas: una que vive y otra que crea. La "servidumbre voluntaria" que manifiesta esta historia (la "servidumbre voluntaria" de que habla el clásico: la entrega a la coacción uniformadora) por parte de Hemingway, y la calumnia y el oportunismo que son sus ingredientes más fuertes, constituyen para Koch una metáfora y una réplica de las que proliferan en el interior del propio acontecer revolucionario español. Y algo más: para Koch, que tenazmente se concentra en la inmensa sombra que proyecta la Unión Soviética en el acontecer español, el Frente Popular que conducía a España ("la fuerza dominante que barría por todas las democracias era una ola de opiniones políticas esencialmente izquierdistas conocida como El Frente Popular"), y dentro de él los comunistas que lo impulsan obedeciendo a los mandatos estalinistas y como método para hacerse con el poder total, son en gran medida los responsables mayores del fracaso de la República.


La versión, voceada durante años, de que la URSS -madre patria del proletariado- ayudó a la República legal es, para él, algo más que una imprecisión: es una superstición. En el mismo sentido que su hipótesis anterior, añade a cierta altura, tensando mucho sus pareceres, y al referirse a las contribuciones de Hemingway y Dos Passos al movimiento literario que en los Estados Unidos se conoció como "modernista", que "tal vez las vanguardias no estaban muriendo de mera inanición. Tal vez fueron asesinadas. Asesinadas en el terror, en los campos, en el escritorio del dictador". Koch tampoco acepta la otra observación ortodoxa, la que culpa a las democracias mayores del momento de precipitar la derrota de los republicanos; para él, el embargo de armas a la República respondió -no sin cálculo hipócrita- al miedo que inspiraban Stalin, Hitler y Mussolini.


La tarea misional. Importa subrayar que estas experiencias que Hemingway y Dos Passos personifican en el libro La ruptura tienen un mismo origen intelectual y espiritual. Obedecen con puntualidad al fenómeno, típico de las épocas afectadas por la pérdida de una seguridad ideológica, que se conoce como conversión -religiosa antes, ideológica en los tiempos españoles y en los posteriores. Un fenómeno de connotaciones psicológicas y morales que, en un trance que suspende las facultades anímicas y participa por igual de la hipnosis y de la amnesia, revela a los implicados una nueva dimensión de su destino y de sus creencias y los sitúa, mágicamente, en el corazón palpitante del mundo, en una efectiva casa-mundo (recuérdese que en efecto España fue, entre 1936 y 1937, un gran centro vital y un núcleo de multiplicadas resonancias). A partir de ese parteaguas, que puede instrumentar un cambio de signo positivo o negativo con respecto a las convicciones o las causas anteriores del converso, el fanatismo y la tarea misional, envueltos en medias verdades, calumnias y crímenes, cuando no en ingenuas o retorcidas "servidumbres voluntarias", se volverán partes constitutivas de un proceso perturbador.


George Orwell, que en sus fogueos de la post-Primera Guerra Mundial y de la Guerra Civil pasó por una suerte de travesía del desierto en estas cuestiones, y que más tarde reflejaría en su obra los principales avatares que definen el mecanismo de conversión, expresó sus extremos con exactitud en un poema temprano: "entre el cura y el comisario". Para añadir de inmediato lo que en su caso es una resignada confesión melancólica: "Yo no había nacido para una época así". Una literatura a un tiempo torva y rica (y, en sus ejemplos más bastardos, oprobiosa), que va desde La esperanza de André Malraux a Los cementerios bajo la luna de Pierre Bernanos, pasando por el poema "Spain, 1937" de W. H. Auden y los textos de André Gide, Saint-Exupéry y Stephen Spender, ofrece el canon testimonial de estos trastornados transcursos.
A su manera, La ruptura se suma a ese canon. También se suma a la revisión de la Guerra Civil que numerosos historiadores llevan a cabo en estos días, ya exentos del compromiso coyuntural y con los nuevos datos que aporta la apertura de archivos hasta ahora vedados. El presente de las cosas pasadas se hace activo, acucioso. Pero, sobre todo, el libro se suma a ese canon porque su autor, mientras desmenuza con paciencia de entomólogo su material, no deja de susurrarnos algo que pertenece a una sinuosidad sui generis: que los heroísmos y las vilezas que aquí se cuentan alcanzan una estatura atemporal al disolverse en el artificio que es el arte. Que así ocurra no disminuye las responsabilidades personales en las que pueden haber incurrido quienes tuvieron una participación activa en la historia -y en la Historia, así, con mayúsculas.
FIGURA NUCLEAR. Una corriente de alta tensión sacude las mejores páginas de La ruptura. Es una corriente que, al tocar nervios sensibles, provoca sobresaltos reiterados -en especial si el lector pertenece a la raza intelectual. Es claro que aquí el propósito central es repasar algunas verdades amargas y vergonzosas que se sucedieron a lo largo de la historia de la subclase intelectual en el siglo XX. Y que tales verdades se reúnan, se analicen y se ilustren en un espacio físico no muy extenso, eficazmente organizado para alcanzar sus objetivos y con el apoyo de investigaciones y documentos, y licencias de estilo que, desde las fuentes del thriller, entremezclan el ensayo, la ficción y la biografía, constituye el acierto mayor del autor Koch.
Lo que destaca en su esfuerzo -evidente a medida que se avanza en la lectura- es que aquí el personaje central, el narrador, el que se encarga de articular las alternancias y los fragmentos, el que distribuye el material, el que observa y comenta y opina, es el propio Stephen Koch vuelto figura nuclear razonadora. Hay que asignarle a tal registro los méritos que le corresponden. Es un camino elegido con minuciosa premeditación y destinado a desalojar las medias tintas componedoras, y que rescata para sí los valores fundadores del ensayo clásico: la entrega íntegra de la persona que escribe, su búsqueda de una congruencia entre la palabra visible y el juicio interno y unas apuestas por pareceres impugnadores.
La pieza se propone ser un ejercicio
-tremendista, irónico, áspero- de higiene mental y profilaxis ideológica. Narra y reflexiona, cuenta y hace balance. Y Koch permanece invariablemente fiel a sus demonios: La ruptura es en buena medida la prolongación de El fin de la inocencia. Willi Munzenberg y la seducción de los intelectuales (Tusquets, Barcelona, 1997), un recuento pormenorizado del submundo clandestino de los servicios secretos de la Europa del medio siglo pasado, infestado de agentes dobles y matones mercenarios, donde el hilo conductor es el adoctrinamiento ideológico y la seducción propagandística a que eran sometidos -con consentimiento cándido o malicioso- los intelectuales por parte de una Komintern que se esparcía invasora por el continente.
punto crítico. Ahora se sabe que la España de la conflagración teatralizó, más que la ruptura de una por lo menos dudosa continuidad histórica europea, un turning point, un episodio crítico y crucial del desarrollo político del siglo. La Guerra Civil que se engendró, y que tanto parece haber sido deseada por los dos bandos en pugna, adquirió de pronto una dimensión singular. En el contexto europeo simbolizó el enfrentamiento entre los Estados fascistas y las democracias y, a partir del ingreso en la contienda de la Unión Soviética, se reforzó el efecto de polarización -caro a las ambiciones de José Stalin- entre derecha e izquierda, entre católicos y laicos, entre reacción y vanguardia. Más: fertilizó la creencia, tan de reverberaciones sensitivas, de que en España encarnaba, crudamente, la para muchos inaceptable intrincación entre guerra y política. A tal situación límite respondió un coral eco universal impetuoso que sería sin duda atizado, en sus resortes sensibles, por el pacto de "no intervención" de julio de 1936, que convirtió un conflicto de orden nacional en un conflicto de alcance internacional.
La aparición de la novedad radical que por esas fechas representaba el estalinismo, con la intrusión del Partido-Estado de la Unión Soviética, la búsqueda por su parte de una hegemonía comunista destinada a colonizar los engranajes de la administración, el ejército y la policía, búsqueda que tanto se interesó en alimentar fatalmente las contradicciones y los enfrentamientos entre las distintas fracciones del gobierno republicano, redondearían un cuadro psicológico y social marcado por el pánico, la intolerancia y la lucha de clases. No sorprende que España, con su propia historia crispada a cuestas, se erigiera como una frontera entre el pasado y lo porvenir, como un momento de transición que reclama urgentes opciones políticas y morales.
Por tales caminos, en los que se cuela la proyección que los hombres hacen de sus crisis individuales en la historia colectiva, el país se convierte en una tipología: en un prototipo y en un modelo que reúnen en su más alto grado unas características peculiares. Se trata de una tipología hecha de formas investidas de una trascendencia que las sitúa en un más allá de la historia -unas formas que devienen, a su vez, parte de un hábito mítico.


Uno de los atractivos de La ruptura es que denuncia esa mitología (y esa mitomanía: una cosa lleva a la otra) que ha arraigado en una ancha zona de lo que se llama el inconsciente colectivo, y que tanto ha contribuido a cultivar y difundir la leyenda de una Guerra Civil recubierta de magia y fábula, impoluta en su elevación al limbo totémico del romántico heroísmo intelectual. En otros términos: La ruptura querría, en su despliegue exasperado, reemplazar los mitos supersticiosos por pruebas y certezas, por alegaciones y purgaciones. Que quede debida constancia: querría reemplazar tales mitos por sus pruebas y sus certezas, sus alegaciones y sus purgaciones.


Por Danubio Torres Fierro (Uruguayo)

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