lunes, 28 de enero de 2008

Don Roberto Arlt (Un hombre extraño)


Roberto Arlt
(1900 - 1942)


Novelista y dramaturgo argentino que abrió el camino a una nueva narrativa urbana. Roberto Godofredo Cristophersen Arlt nació en Buenos Aires, Argentina, el 2 de abril de 1900, hijo de padre alemán y madre italiana. Abandonó la escuela primaria antes de aprobar el tercer curso, aunque a los ocho años ya escribió sus primeros relatos. Pronto fue un fiel usuario de la biblioteca del barrio, donde leía libros de tendencia anarquista y luego a los escritores rusos Gorki, Tolstoi y Dostoievski. Entró en la Escuela Mecánica de la Armada de donde fue expulsado en 1910, lo que provocó conflictos con su padre. En 1924 comienza a relacionarse con los escritores de Florida y Boedo a cuyos encuentros poéticos y políticos asiste pero sin adherir ninguno en particular. Entró como secretario de Ricardo Güiraldes en 1924 y empezó a publicar en la revista Proa que éste dirigía; también escribió crónicas policiales en el diario Crítica, y desde entonces se dedicó al periodismo. En 1930 obtuvo el tercer premio del Concurso Literario Municipal con su novela “Los siete locos” (1932), un examen desesperado sobre la desorientación que provocó la I Guerra Mundial. Viaja a España y a su regreso a Argentina se encuentra con Juan Carlos Onetti y comienza una buena amistad. Roberto Arlt padeció una vida llena de privaciones y problemas, y Onetti ha dicho de él: “Es el último tipo que escribió novela contemporánea en el Río de la Plata”. Su primer libro, “El juguete rabioso” (1926), es una de las mejores novelas argentinas de todos los tiempos. Plena de rasgos autobiográficos y picarescos, expresa angustia y violencia con un soporte lingüístico áspero, vivísimo, que narra la iniciación de un adolescente en el mundo del hampa. En “Los siete locos” (1929) y en “Los lanzallamas” (1931), donde se aprecia la influencia de Fiódor Dostoievski, uno de sus escritores preferidos, vuelve a aparecer retratado de modo muy realista el mundo de los bajos fondos de Buenos Aires, con sus tangos, delincuentes, prostitutas y rufianes. Arlt también escribió relatos, crónicas y obras de teatro renovadoras como “La isla desierta” (1937), un amargo retrato sobre la burocracia. Murió el 26 de julio de 1942 víctima de un ataque cardíaco.

* * *



Un hombre extraño



Por Roberto Arlt




A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
—Y, ¿te casaste con Hipólita?
—Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa...
—¿Qué..., supieron que era de la vida?
—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?...
—¿Y?
—Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento se vino abajo.
—¿Y por qué confesó que fue prostituta?
—Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?
—¿Y cómo te va?
—Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:
—¿Jugás siempre?
—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.
—¿Qué es eso?
—Vos no sabés... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten.
Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.
—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta, clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo­. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...
—¿Y sos feliz con ella?
—…creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego:
—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... Claro... la gente tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...
—Cinco mil pesos gané en las dos veces...
—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...
—Eso sí que es verdad —­interrumpió Ergueta­. Fijate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.
—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
—Sí, en la biblia está escrito: “Y el padre se levantará contra el hijo y el hijo contra el padre”...
—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro...
—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...
—Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
—Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
—Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
—No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
—Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
—No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?
—Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
—¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
—Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá (1).
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
Nota:
Rajar. En l.v. huir, escapar velozmente, despedir con cierta falta o muy poca urbanidad a alguien. Decir algo groseramente, etc. (Un par de maniobras y me deslizaba por el túnel hacia la libertad de la calle. Al asomar el paragolpes en la vereda me rajaron un insulto. Frené, sorprendido. El semáforo me protegía y la chicharra sonaba como un taladro. M.A.).
Turro. Pop. Incapaz, inepto, necio (“Che..., supe, que a ese por turro / Como ratón pa la cueva, / Lo portaron pa’ la Nueva / Porque hizo chillar el burro”. Iriarte, Batifondo...). // Ruin, vil, de sentimientos innobles (“Cuando tipos bien vestidos buscan darnos conversación, tenemos que cuidarnos. O son tiras o son turros”. Kordon, La vuelta..., 74). El femenino turra se aplica a la mujer que se entrega con facilidad, por vicio o por interés. La primera acepción puede ser deformación del esp. tuno: bribón; la segunda y el femenino acusan un visible cruce con atorrante. Turrear: holgazanear (“...Las hermanas en la puerta y el hermano contemplando la media docena de vagos que turrean en la esquina”. Arlt, Aguafuertes..., 1933, 71). Turrero: rufián que explota prostitutas de ínfima condición.
Fuente:
Arlt, Roberto. “Los siete locos”, Buenos Aires, Latina, 1929.
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“Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”.
Roberto Arlt

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