miércoles, 25 de abril de 2007

José Pablo Feinmann

Augusto Pinochet, asesino

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Por José Pablo Feinmann

Y se murió de viejito nomás. En una cama, del corazón (un corazón al que sólo acudió para morir tranquilo), rodeado de fascistas y dolorosamente impune. Cuesta encontrar las palabras para expresar la monstruosidad de este hombre. Cuesta expresar la tragedia que implicó en nuestras vidas. Inauguró el golpe sangriento, con torturas sin límite, con desaparecidos. Todo golpe cruento, asesino, tomó su nombre: pinochetazo. Aquí, a mediados del ’75, todos lo decían: “Lo que se viene es el pinochetazo”. Debimos saberlo desde el ’73. Debimos saber que el adversario no sólo era poderoso, sino que era criminal. Debimos haber puesto cautela en nuestra mano; no frenarla, no pararla, pero reflexionar que lo de Chile nos dejaba muy solos, era muy desmedido y reclamaba eso: cautela. Pero estábamos embalados. En septiembre de 1973 la Facultad de Filosofía y Letras dictaba muchas de sus materias en la calle Córdoba. Un lindo lugar con una capilla en el medio. Ivannisevich se sacó una foto pegándole con un pico a una pared, destruyendo el edificio. Prolijos, dejaron la capilla. Todavía está. Un pibe de la JUP me dijo del golpe y se me ofreció para levantar mi clase. Yo, uno se creía, aún, inmortal, le dije que la levantaba yo y llevaba a mis alumnos a la marcha. Salimos de las aulas en busca de las marchas. Sentíamos más la presencia de la JP en las calles, vivando a Allende, que la relación profunda, íntima, que la tragedia de Chile tenía con nosotros. En esa época las fronteras parecían más lejanas. Si algo pasaba en Chile, no tenía por qué pasar aquí.

En seguida llegó la foto del carnicero. Es la perfecta caricatura del general golpista sudamericano. La jeta erguida, bigote, anteojos negros. Después, la noticia de la muerte de Allende. Decían: se suicidó. Un periodista le pregunta a Ricardo Balbín qué haría él en una situación así. El compadrito de comité se mandó una histórica: “¡Ah, no! A mí no me hacen eso”. No recuerdo qué dijo Perón. Nada memorable, sin duda. Poco tiempo después cruzaba la cordillera y se entrevistaba con el carnicero. ¡Qué vivos están estos recuerdos! Los dos bien trajeados de milicos. Con capas y todo. Le gustaban las capas a Pinochet. Al día siguiente o a los dos días empezaron a llegar los exiliados, los que apenas habían salvado el pellejo o los que habían sido escupidos del Estado Nacional. Estaban desechos. En Ezeiza, el gobierno argentino les tomó huellas digitales hasta de los dedos del pie. Les tomaron todos los datos, los ficharon bien fichados, les hicieron saber que si algo raro hacían duraban media hora sin ser arrestados. El Descamisado publicó las fotos y tituló: “Esta vergüenza se hace en nombre del peronismo”. Claro que sí: eso hizo el peronismo. Lo habría hecho cualquier gobierno argentino. Pero el peronismo de esos días era pinochetista. Cosa que, en algún oscuro rincón de su alma, siempre puede volver a ser si es necesario.

López Rega habrá brindado con champán. El carnicero de Chile estaba enseñando cómo se arreglan las cosas con el marxismo internacional, con la sinarquía apátrida. Nosotros empezamos a enterarnos de las peores cosas. Las versiones que llegaban sobre las torturas y las violaciones del Estado Nacional estremecían. ¿Era posible tanta crueldad? Se sabía que estaba lleno de tipos de la CIA el Estadio. Que los de la CIA eran especialmente activos en torturar y hasta enseñaban a los empeñosos chilenos cómo hacerlo. Las mujeres que maltrataron a Allende con los cacerolazos salieron a festejar. Otros agarraban lo que tenían a mano y huían. “Yo –me contó años después un escritor– llegué a Perú, me metí en una pensión, abrí mi valija y puse en un estante los libros que me había llevado. Ahí estaba mi nueva biblioteca: un libro de Cortázar, otro de Lezama Lima y uno de Tolstoi. Era todo lo que tenía.”

Un día lo fue a ver Borges. El carnicero estaba orgulloso: el gran escritor había cruzado la cordillera y estaba feliz de verlo. Le puso una condecoración bien llamativa. El gran escritor –el que decía un mar de concheterías bobas cada vez que “comía”, porque un concheto no “almuerza” ni “cena”, “come”, en lo de Bioy Casares– le dijo al carnicero: “Me honra esta condecoración porque Chile tiene la forma de una espada”. También la Thatcher lo recibió y le habló con un inglés lento y vocalizado como para que el carnicero entendiera: “Le agradezco su ayuda en la guerra de las Falklands. Sin sus informaciones nuestros pilotos no podrían haber hecho los blancos que hicieron”. El carnicero sonrió, satisfecho, goloso.

Cierta vez estaba en una clínica en Londres. Golpean a su habitación. Entra una mujer joven y resuelta, treinta años, por ahí. El carnicero, siempre seductor, sonríe y dice: “Pasa, niña. Dime, ¿a qué vienes?” “A arrestarlo, general. Por violaciones a los derechos humanos.” Se enfurece y llama a sus matones: “¡Saquen de aquí a esta comunista!” Días después regresa a su país. Llega en silla de ruedas. No bien baja del avión se pone de pie y saluda a los suyos. ¡Pícaro el carnicero! Otra vez había engañado a todos.

No sirve para nada que se muera. Que estos tipos se mueran cuando ya mataron a todos los que querían matar es un pobre consuelo. Ni un cáncer vale desearle. Nadie va a revivir por eso. Nadie va a sufrir menos de lo que sufrió. Deja, para colmo, problemas. Los militares de su país (al que le aseguró la economía y todos sabemos cuánto aprecian esto los pueblos) lo honrarán desde las armas. Michelle Bachelet no lo honrará desde el Estado. Pero habrá que organizar actos en toda América latina. El New York Times ha anunciado su muerte como la de un cruzado contra el marxismo. Puño de hierro, dictador, pero un hombre que no dudó. Fue la suma de las peores cosas que un ser humano puede ofrecer: lo de asesino lo sabemos, pero fue, además, ladrón, mentiroso, cínico, se rió de sus adversarios y de sus muertos. Descansará en paz porque morirse es eso. Pero que no tenga paz su memoria. Que nadie olvide sus crímenes. La era de horror que inauguró. Que en las escuelas argentinas se sepa que Pinochet es parte de nuestra historia, porque prefiguró nuestra pesadilla, porque inspiró a nuestros verdugos. Que gane la verdad por sobre la mentira con que sus adeptos buscan protegerlo. Que su nombre infunda pavor y que ese pavor se transforme en coraje: nunca más un Pinochet. Que haya un busto suyo con una placa en todos los países del mundo. Que esa placa diga: “Augusto Pinochet, asesino”. Porque olvidarlo sería como olvidar Auschwitz, el Estadio Nacional, la ESMA.

De Página/12

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