A lo largo de la semana, y mientras la desdichada muerte del fiscal
Nisman se diluía en fuegos artificiales periodísticos y televisivos, más
de una conversación argentina giró en torno del odio y del miedo. Por
eso últimamente se ve, se siente y se padece cierta polución ambiental,
sobre todo en Buenos Aires y en ese apéndice geográfico porteño que se
llama “la costa”, donde se amplifica todo lo malo y negativo.
El malhumor parece patrimonio exclusivo de las clases medias
porteñas y acaso bonaerenses, y aunque se siente mucho menos en el
interior del país, donde las gentes trabajan y progresan arduamente con
más afán y menos quejas, la verdad es que tiñe al país todo. Quizá por
eso circula el chiste, en provincias, de que si en la capital estallara
un movimiento separatista como el de Barcelona, la Argentina toda
apoyaría alborozada la independencia porteña.
Bromas aparte, la vida cotidiana de millones de argentinos no es
insatisfactoria como publicitan esas usinas, hay muchos indicadores de
que el país crece y las mejoras son evidentes, sobre todo si se compara
cualquier aspecto actual con los ‘90, 2001 o 2003. Y es un hecho que la
gente que brinda servicios en el vasto territorio nacional –choferes,
gastronómicos, mineros, bibliotecarios, porteros, domésticas, peones y
de mil oficios más– no tiene el gesto amargo, de resentimiento, que se
ve en vastos sectores de la clase media porteña. Que curiosamente suelen
ser los más acomodados, los que viajan por el mundo y están
acostumbrados a ser o sentirse ricos y poderosos.
A ellos no les va mal en la vida, y por eso su furia es
desproporcionada. Más aún: les va mejor que nunca en los últimos 30
años, pero su odio y su miedo harían pensar al mundo que aquí se vive en
el borde mismo del infierno. Que es quizá lo que buscan, conscientes o
no.
Querían las libertades democráticas y votaron masivamente a
Alfonsín, e incluso padres y madres de muchos de ellos lucharon por esas
libertades. Hoy las tienen a pleno, vigentes y respetadas como nunca
antes, y en especial la libertad de expresión, pero hablan de “régimen”,
de “dictadura” y gritan que “esto es Cuba, Venezuela, Bolivia o
Nigeria”. Gracioso, si no fuese inmoral.
El otro día, después de participar en 6, 7, 8 sentí, por primera
vez, ácido y tangible, ese aire enrarecido. Había algo sórdido en el
silencio del taxista y en un mozo, y al día siguiente en la mirada de
transeúntes o pasajeros del tren y el subte. Pensé que a muchos les
habían inoculado odio. No disenso, no discrepancia democrática, tan
saludable y creativa. No, odio. Un odio puro que mezcla lo cholulo con
la antipatía, que es como decir leche cuajada con acero oxidado. Un
enojo cualquiercosista, digamos.
Después, en el Aeroparque, me encontré con un tipo luego de casi 30
años. Eramos jóvenes entonces y él colaboraba en Puro Cuento. Talentoso,
un tipazo. Ahora le va muy bien, dijo, alcanzó una posición excelente y
llegaba de vacacionar en Buzios. Celebré la alegría del encuentro, pero
me cortó: “Lástima que vos sos kirchnerista; eso arruina todo. Hoy no
podríamos ser amigos”. Lo miré azorado. “Yo los mataría a todos; me dan
asco.” Y subrayó, provocativo: “Eso, asco me dan”. No se daba cuenta de
nada; no veía más allá de su odio. Le dije que lo sentía, sincero, y
tomé mi vuelo con la pregunta resonando: ¿qué les pasa, cómo llegaron a
semejantes niveles de odio?
Tal resentimiento es inexplicable, porque la mayoría ahora tiene
trabajo, sueldos al día, leyes sociales, vacaciones. Son empleados,
artistas, intelectuales, académicos, profesionales, técnicos. Pero en
cuanto pueden ofenden, gritan, insultan, acusan, adjetivan y amenazan.
Hasta de muerte, deseo que parece fascinarlos. Quizá para huir del
calvario de convivir con sus propias almas desesperadas quién sabe por
qué. Porque ideología eso no es.
¿Es conjeturable que los odiadores ignoran cómo ha cambiado el país?
¿Que no les gustan los avances sociales? ¿O que millones de ciudadanos
pueden hoy comprar una moto, construir viviendas modestas, estar
bancarizados y documentados y recibir beneficios sociales de un Estado
que no está distraído? ¿Será que odian que el servicio doméstico esté
legislado y bajo control? ¿Los alarmará que “los negros” participen del
progreso lento y hoy puedan, por ejemplo, vacacionar?
Como sea, no les interesa entender ni discutir. Sólo quieren tener
razón. Se convencen velozmente de lo que vieron y escucharon y era fácil
e impactante. No analizan, a lo sumo monologan. Y así impiden incluso
el inocuo diálogo de sordos. Prefieren el monólogo de sordos, que ha de
ser más duro de soportar.
Pero es peligroso. Sobre todo porque del odio al miedo hay sólo un
paso. Y del miedo a la histeria otro, y así los usan. Por eso no tenemos
que burlarnos ni enojarnos. Nosotros, llenos de dudas, incluso con
vacilaciones, tenemos que esforzarnos por contenerlos con argumentos,
hechos y razones, y calmarlos. Predicar la convivencia, el disenso
educado y la discusión pasional respetuosa y tolerante. Toda otra
actitud agranda el odio, y dispara miedo y violencia. Eso impone
ejercitarnos en la paciencia cívica.
Y es claro que muchas cosas se pueden reprochar al kirchnerismo,
nadie lo niega. Errores, muchos. Y corrupción –que es lo que más los
indigna; ahora todos parecen Cruzados de la Transparencia– es claro que
la hay, nadie lo niega después de doce años de gestión. No mayor que en
tiempos de Menem y sus pandillas de economistas y empresarios, es obvio
que la hay y ninguna persona decente la tolera ni justifica. Pero es
ridículo enloquecer gritando apellidos amplificados sólo mediáticamente.
Toda la ciudadanía repudió la corrupción instalada por los militares
y luego desatada como estilo político en los ’90. La Argentina sana
siempre quiere que vayan en cana los condenados. Pero cuando lo son, si
es que lo son. Y por la Justicia, no por medios, periodistas y
charlatanes que a tantos argentinos les hacen creer que sus suposiciones
son pruebas, y sus opiniones, veredictos. Eso es antidemocrático.
Hay que entender a los odiadores y apaciguarlos. Porque temen la
sombra, lo desconocido, lo que ignoran, lo que se mueve y ocupa lugares
que ellos consideraban propios e inalterables. Temen lo que les hacen
creer que creen; lo que les parece que es mejor creer; lo que quieren
creer. Bien decía el Gran Sarmiento: “El que solamente cree, no piensa”.
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