Aunque por
imperativos epocales tuve que leerlos a todos, nunca me interesaron los
historiadores que expresaban al llamado revisionismo histórico. De entre
ellos, me deslumbraron más los nacionalistas de derecha. Grandes
plumas, elegancia de la prosa, formación sólida, los hermanos Irazusta
y, sobre todo, el egregio Carlos Ibarguren se apoderaron de mis largas
jornadas de lectura. ¿Qué sucedía con los demás? Muy simple: toda
posición epistemológica que meramente se reduce a ser la negación de su
enemigo se somete a éste. Los revisionistas del ’30 se dedicaron a una
explicitación más o menos rigurosa (convincente, sin duda) de la
historia oficial (la de la oligarquía que había ganado las guerras
civiles en el siglo XIX) para desmentir cada una de sus afirmaciones.
Ser la contracara de mi enemigo me hace su esclavo. No tengo una cara
propia. No supe construirla. Elegí un camino incorrecto: el del plagio
en negativo, no el de la creación. Así, el revisionismo escribe la
historia de los derrotados y construye un panteón alternativo. Lo que
fue negado por los triunfadores ellos lo reivindican, lo exaltan y
explican el fracaso del país por la mala resolución de ese conflicto. En
lo esencial (siempre hay que preguntarse por el fundamento de las
cosas, no vamos a entrar a discutir aquí con Heidegger, pero
sencillamente digamos que todo lo que sucede, aun cuando no responda a
ninguna teleología, sucede porque una serie de cosas sucedieron antes,
esta sucesión se descubre de adelante hacia atrás, cuando ya ocurrió, ya
que no está inscripta en ninguna finalidad secreta, inmanente, de los
hechos que se han venido desarrollando: en ninguna parte estaba
pre-fijado que Urquiza se retiraría en Pavón, no pertenece a ningún
telos –fin– de los hechos históricos, fue un producto del elemento de
azar que debemos incluir en la historia o de una negociación en caliente
con sus enemigos de Buenos Aires que le hizo cambiar la gloria por las
ovejas), el revisionismo ha existido gracias a la historia oficial. Sin
historia oficial no habría revisionismo histórico, ya que nada tendrían
que revisar sus vigorosos pero dependientes historiadores. Es (me
permitiré este ejemplo) lo que ocurre en la actual política argentina.
Hay un gobierno que, mal o bien, hace cosas. Y hay una oposición que
sistemáticamente las niega, se opone. Así, el país (toda su enorme
complejidad) ha sido reducido a la antinomia K/anti-K. El revisionismo
histórico (con mayor talento, por supuesto) jugó ante la historia
oficial un papel semejante al que la oposición anti-K juega contra el
gobierno K. Los anti-K sólo han avanzado en la tarea –sencilla y
nulamente autónoma y creativa– de oponerse a todo lo K. No se puede
crecer así. Nadie debiera extrañarse de la pobreza humana y conceptual
que presenta la llamada oposición. (Nota: que ha sido injuriada
duramente por un periodista contratado para buscar su crecimiento y su
triunfo. “Son una mierda”, me han dicho que les dijo. Las heces han
logrado un notable protagonismo en esta Argentina de hoy, sin debates,
sin ideas, devaluada intelectualmente.) Esta gente –a quienes también se
les dice “opo”, acaso para señalar que están siempre divididos o que ni
siquiera llegan a ser una “oposición”–, para dibujar su propio rostro,
sólo atina a llevar a cabo la copia en negativo del rostro de su
enemigo. (Dado el odio que cunde en el país lamento tener que escribir
esta palabra. Desearía escribir “adversario”. Pero un “adversario”
tendría propuestas y no odio.) Hace un par de días estaba parado frente a
una librería. Se me acerca una persona y pregunta si yo soy Feinmann.
Le digo que sí. Me dice, tartamudeando un poco, se lo veía tramado por
los nervios: “Usted... es un sorete kirchnerista”. Se da vuelta y se va.
No fuera que se me diera por contestarle. Pero no: me quedé, algo
absorto, tratando de elucidar qué me habría querido decir. Por su cara
advertí que me odiaba. Pero me resultaba arduo comprender qué concepto
político encerraba la fórmula: sorete kirchnerista. ¿Por qué le
resultaba tan sencillo definirme como kirchnerista? ¿Me había leído? No
lo imaginaba leyendo alguno de esos libros gordos que, más de uno, tanto
me reprocha. ¿Por qué algo tan complejo para mí era tan fácil para él?
Había dicho: usted es. Nunca, he dedicado mi vida a la filosofía y la
literatura (y pienso seguir haciéndolo largamente), me resultó sencillo
el problema del ser. Y, en general, no me gusta ser algo sino estar
abierto a mis infinitas posibilidades y ser lo que vaya eligiendo ser.
Una roca es. Una montaña es. El universo (que, aunque esté en expansión,
no lo sabe) es. Acaso esa buena persona me había hecho un favor. Por
fin sabía qué era. Un sorete. Pero no cualquier sorete, sino uno
kirchnerista. Hacía apenas un par de días, en un reportaje que me hizo
Alejandro Fantino, él dijo: “Pero vos no sos K”. No me gusta ser
reducido a una letra, de modo que le contesté afirmativamente. Hoy, como
siempre, admiro a la señora Cristina Fernández, que ejerce la
Presidencia de la Nación. Pero si yo le digo sencillamente “Cristina
Fernández” es porque creo que las mujeres no deben llevar el apellido de
sus maridos. No deben ser “de” nadie.
Terminemos: si algo expresa el concepto sorete K es que ese señor
(un pobre tipo, pero esto tampoco importa) piensa cómo y desde la
mierda. Esto es: no piensa, insulta. No piensa: agrede. No piensa: odia.
No necesito decir que el odio es la negación del pensamiento y de todo
consenso posible. El odio alimenta el conflicto pero no lo enriquece. Al
final, lo único que se sabe es que se odia. Como en las guerras. Un
soldado mata a los enemigos primero por Dios y por la patria. Después
por la patria. Después ya no sabe qué es la patria. Sólo ve un terreno
cenagoso lleno de cadáveres de propios y extraños. Entonces sigue
matando pero ya no sabe por qué. Primero por el odio que se obstina en
permanecer. Después el odio desaparece. Y sigue matando por nada. Hasta
que algún otro, un enemigo que tampoco sabe ya por qué mata, lo mata a
él.Volviendo al revisionismo. Hay que buscar una cara propia. Y ciertos importantes rasgos de esa cara están en la de mi enemigo. El también hizo el país. No puedo negarlo en totalidad. Un solo ejemplo: hace muchos años (en 1975) escribía Filosofía y nación. Algo me llevó a la historia de Belgrano de Mitre. La leí y me interesó mucho. Había elementos de trabajo que jamás habría encontrado en otra parte. Lo que significa: para dibujar nuestro propio rostro necesitamos tomar elementos del rostro del enemigo. Pero no para hacer un trabajo contrafáctico con ellos. Sino para incluirlos como parte de nuestro ser, de nuestra cara. Esto es lo que Borges consigue brillantemente en su “Poema conjetural”. Cuando Laprida siente en su garganta el filo mortal del montonero de Aldao que lo mata, siente también que al fin se encuentra con su destino sudamericano. (No en vano adjetiva: “El íntimo puñal”.) Alberdi (en los Póstumos V, capítulo XIX) habla de una democracia civilizada y de una democracia bárbara. Esta surge después de la Revolución de Mayo y se organiza contra ella. Escribe el Platón argentino, como lo llamará Felipe Varela: “Los pueblos resistían, no la independencia respecto de España, que Buenos Aires les ofrecía, sino la dependencia respecto de Buenos Aires, que esta provincia pretendía sustituir a la de España”. Y así, luego de décadas de sangrientas guerras civiles, triunfó Buenos Aires al conseguir sus objetivos. Puso caudillos adictos en todas las provincias (que luego generaron dinastías perversas como los Juárez en Santiago del Estero) y se dedicó a hacer no un país, sino una ciudad. La bella ciudad de Buenos Aires.
En suma, dibujar el rostro que habrá de definirnos requiere una profunda comprensión del rostro del Otro. Alberdi dice que el problema de la nación argentina habrá de encontrar su solución el día en que las dos democracias (la civilizada y la bárbara) consigan hermanarse para hacer un país. Es cierto que el gran ejemplo de denostar todo lo que no era propio lo dio nuestra clase oligárquica, nuestros liberales. (Hace poco salió en este diario una pequeña y valiosa nota de Pacho O’Donnell dedicada a mostrar los nombres de las callecitas de Buenos Aires, como dice Horacio Ferrer. Todos celebraban éxitos, triunfos de la oligarquía argentina en sus avatares por liquidar a negros, gauchos e indios. Esa es la muestra que consagra y cosifica al odio. No lo sabemos porque ignoramos quiénes fueron. Pero si alguien nos explicara qué heroicas cosas hicieron Paunero, Sandes, Irrazábal, Roca y sus soldados y sus Remington, acaso preguntáramos: “¿Y por eso tienen una calle en su memoria?”.)
La historia es conflicto. La historia, en la Biblia, surge de la desobediencia, del pecado. Desobedecer a Dios es poner la responsabilidad de hacer la historia en los hombres. Aunque asimismo la historia los hace a ellos. Porque –vaya si lo sabemos– la historia también la hacen los otros. Y acaso, como hoy, ya no la haga nadie pues nadie puede controlarla. De aquí los aromas apocalípticos que recorren el planeta. Nunca, antes, estuvieron tan presentes. Nunca, antes, tantos locos –desde los halcones del complejo-militar industrial norteamericano hasta los fundamentalistas del Islam, o los imprevisibles de Rusia, Pakistán, India o la derecha israelí– estuvieron en posesión y poseídos por tan destructivos elementos diseñados para la hecatombe, la devastación, por la técnica de modernidad informática.
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