Fue la batalla más sangrienta de la Guerra Civil norteamericana.
Larga y sangrienta. Se extendió del primero al tres de julio de 1863.
Lincoln no estuvo ahí. El general de la Unión fue George A. Meade y el
de la Confederación, Robert E. Lee, brillante estratega cuya sabiduría
no alcanzó esta vez para llevar sus hombres a la victoria.
Pero Abe
Lincoln (Abe se le decía desde sus años jóvenes) llegaría después para
pronunciar uno de los más célebres discursos de la historia universal.
Apenas 300 palabras sencillamente dichas en constraste con la elocuencia
desmedida del orador profesional Edward Everett, cuyo discurso duró dos
horas y tuvo aproximadamente 13.600 palabras. El evento tuvo lugar sólo
cuatro meses y medio después de la batalla en la Dedicatoria del
Cementerio Nacional de los Soldados en la ciudad de Gettysburg,
Pensilvania, en noviembre de 1863. En el siglo siguiente, en 1937, poco
antes de morir, el más grande y célebre de los compositores
norteamericanos, George Gershwin, había manifestado que entre sus planes
futuros, todos tronchados por esa muerte que nadie esperaba, estaba
“ponerle música al Discurso de Gettysburg”.
“Lincoln (escribe Andrés de Francisco en Guerra y emancipación,
Lincoln y Marx, Capitán Swing Libros, Madrid, 2013, p. 125) supervisó la
publicación de este texto –cuyo manuscrito, si lo hubo, no se ha
conservado, lo que ha favorecido la leyenda de su improvisación–.” Algo
que probablemente sea, en efecto, una leyenda, dada la rigurosidad del
discurso, su sequedad elaborada que se transforma en pura potencia
oratoria. Luego de la batalla de Gettysburg, la Unión se decide a una
ofensiva final que le dará el triunfo definitivo.
¿Cuál fue el motivo de esta guerra? Nunca hay uno. Pero,
habitualmente, existe una tendencia a reducir las causas de la Guerra de
Secesión a una: la de la abolición de la esclavitud. Todo parece
indicar que había unos señores sureños muy malos que querían ser
esclavistas y unos señores norteños muy buenos y democráticos que
buscaban impedirlo. Los del Sur eran perezosos importadores de productos
manufacturados, que ellos no creían necesario producir, pues la riqueza
del suelo (extraída por la mano de obra esclava) proveía lo necesario
para vivir con la opulencia de los aristócratas, de los grandes
caballeros. El tabaco y, sobre todo, el algodón eran los productos que
exportaban y en los que residía su fácil modo de vida y su enorme
riqueza. Hacían, por lo demás, traer de Inglaterra ropas de todas clases
(...), aunque su nación rebosara de bosques encargaban toda la madera
que necesitaban también a Inglaterra: sus armarios, sillas, mesas,
taburetes, cofres, cajas, ruedas de carro y todo lo demás, desde la
vajilla más fina, más sofisticada hasta las escobas de abedul. El Norte,
contrariamente, instaló en Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y
Connecticut tejedurías de algodón y lana, fábricas de armas de fuego,
relojes de pared; en Pennsylvania, Nueva York, Nueva Jersey, fundiciones
de hierro, tejedurías de seda y fábricas de calzado, sombreros, clavos,
botones, etc. Con ellos, la Revolución Industrial había llegado a
Estados Unidos.
Por otra parte, la relación con el Oeste era un enorme punto de
conflicto. El Norte quería construir carreteras y ferrocarriles para
comerciar y facilitar el desarrollo de esa región. El Sur no quería
pagar impuestos para algo totalmente ajeno a sus intereses. La famosa
conquista del Oeste fue obra del Norte. Un país industrialista necesita
consumidores. No es casual que tanto Marx como Engels apoyaran la causa
de la Unión. El proteccionismo del Norte tendía al desarrollo de un país
capitalista moderno. De él saldrían proletarios industriales que se
harían socialistas revolucionarios. El monocultivo del Sur no era otra
cosa que una cara más actualizada del viejo orden feudal, con sus
esclavos y sus amos y sus mansiones.
En un texto escrito por Marx entre el 22 y el 29 de noviembre de
1864, y dirigido “A Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de
América”, se lee: “Congratulamos al pueblo americano con ocasión de
vuestra reelección, por una fuerte mayoría. Si la resistencia al poder
esclavista ha sido la reservada consigna de vuestra primera elección, el
grito de guerra triunfal de vuestra reelección es: ¡muerte a la
esclavitud!”.
“Desde el principio de la lucha titánica que libra América, los
obreros de Europa sienten instintivamente que la suerte de su clase
depende de la bandera estrellada. La lucha por los territorios que
inaugura la terrible epopée ¿no debía decidir si la tierra virgen de
zonas inmensas debía ser fecundada por el trabajo del emigrante, o
manchada por el látigo del guardián de esclavos?”
Este es el punto de mayor consenso entre Lincoln y Marx. El triunfo
del Norte llenaría de industrias el país. De industrias y proletarios
modernos.
Este horizonte había sido anunciado por Lincoln en el Discurso
de Gettysburg: “Más bien es a nosotros a quienes toca dedicarnos la
gran tarea que tenemos por delante: aumentar, por estos muertos
honorables, nuestra devoción a la causa por la que ellos dieron hasta la
última medida de la devoción; resolver aquí, por encima de todo, que
estos muertos no murieron en vano; que esta nación, bajo la mirada de
Dios, tendrá un nuevo nacimiento de la libertad y que el gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la tierra”.
No bajo la mirada de Dios, sino bajo la de la dialéctica hegeliana, Marx
pensaba que Lincoln era el progresismo capitalista, que Estados Unidos
sería un territorio formidable para la revolución proletaria, de aquí
que ambos apoyaran la conquista de México. No sin dejar de incluir un
matiz interesante: la valoración de la figura del general Santa Ana y el
temor, fundado, de que el triunfo de EE.UU. sobre México significara
una expansión sin límites sobre los países suramericanos, a los que Marx
y, sobre todo, Engels prestaron nula atención por pertenecer a la raza
de los españoles, que detestaban. En cuanto a la frase de Marx que he
subrayado –que la suerte de la clase obrera europea depende de la
bandera estrellada– conjeturo que es uno de sus errores dialécticos más
profundos. O acaso la más perfecta de sus profecías, si nos remitimos a
los extraños y devaluados días presentes, que nadie podía prever.
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