Hay que buscar los dibujos de un pintor igual que hay que buscar los
cuadernos de apuntes y los diarios y los borradores de un escritor,
porque en los unos y en los otros está lo inmediato, lo impremeditado,
lo fragmentario, y por tanto lo más verdadero, la fluidez del proceso y
no la inmovilidad del resultado, la tentativa y el tanteo y no el rumbo
seguro. Un rumbo demasiado seguro es engañoso, porque puede venir menos
de la certeza que del anquilosamiento, ya que en estos oficios no hay
seguridad posible. Un dibujo no es el plano de un cuadro futuro, sino la
exploración de una posibilidad que va revelándose según avanzan las
líneas, dependiendo más de la textura del papel, del deslizarse del
lápiz y la sensación del pulso que de una idea consciente. Puede que
después del dibujo venga un cuadro y también puede que no. Y sucede
también que cuando se han conservado los dibujos preparatorios, estos
tienen una libertad y una ligereza que quedaron suprimidas en la obra
final. A nuestra sensibilidad nerviosa le resulta muy ajeno el acabado
marfileño de los cuadros de Ingres —y sin embargo respondemos de
inmediato a las líneas a la vez libres y meticulosas de sus dibujos, que
al fin y al cabo tienen tanto que ver con la manera de dibujar de Picasso o de David Hockney.
En una anotación de su diario, Virginia Woolf
se pregunta si será posible conservar la calidad del borrador en un
libro terminado. El arte quiere apresar lo real, el espectáculo del
mundo y los reinos secretos de la vida privada y la vida interior; pero
lo real por definición es impermanencia y pura fluidez, y la obra
acabada es un hecho inmóvil: las palabras de la novela almacenadas en
las páginas, sobre papel o no, las líneas del cuadro, los volúmenes de
la escultura o del edificio, las notas de la música. La gran prueba de
cualquier arte es lograr simultáneamente dos cosas incompatibles entre
sí: una forma duradera y cerrada, la preservación de una imagen o un
instante, un estado de ánimo, una iluminación de la conciencia; y al
mismo tiempo una sugestión de fluidez, de movimiento y vida en marcha.
El proyecto de Virginia Woolf está logrado al máximo en un artista como Paul Klee.
Aunque pinte al óleo, parece que Paul Klee siempre está dibujando. Y
quizás, ahora que lo pienso, ese es uno de los rasgos que comparte con
él o aprendió de él Jean-Michel Basquiat,
que dibujó muchísimo y que mezcló sin reparo el dibujo y la pintura, el
lápiz sobre el lienzo y el óleo y el acrílico sobre el papel, el papel
pegado sobre el lienzo, las líneas del dibujo trazadas sobre la
superficie de pintura fresca. Pensé de pronto en Klee en la mañana
soleada de principios de mayo, con las anchas aceras de la Calle 79 Este
cubiertas por un confeti o una nevada de pétalos blancos de manzanos y
perales recién florecidos, al pasar de la claridad deslumbrante a la muy
calculada iluminación artificial de la galería Acquavella, donde
llevaba abierta solo unos días una exposición de dibujos de Basquiat que
he esperado con impaciencia a lo largo del invierno. Han llegado al
mismo tiempo los días luminosos, los colores recién brotados de la
vegetación y los colores vibrantes de Jean Michel Basquiat, y entre unas
cosas y otras, en esta ciudad de clima tan inhóspito, cada mañana
parece la de un Domingo de Resurrección.
Un dibujo no es el plano de un cuadro futuro, sino la exploración de una posibilidad que se revela según avanzan las líneas
Basquiat empezó a llenar de dibujos las hojas de sus cuadernos y los
márgenes de sus libros escolares y ya no dejó de dibujar nunca. Como
Paul Klee, cultivó de manera asidua el sentido plano del espacio y el
esquematismo jeroglífico de la imaginación visual infantil, y también la
cualidad flotante de las figuras, tan emancipadas de las leyes de la
gravedad como de las de la perspectiva. Antes de hacerse pintor y de
ganar dinero para lienzos, láminas de papel y tubos de colores, Basquiat
dibujó en cuadernos baratos y en las paredes y en las puertas de los
grandes edificios deshabitados del Soho. Cuando ya era conocido, siguió
saliendo de noche para recoger de los contenedores de basura puertas
viejas y paneles de contrachapado. Salía de viaje, unas veces para
cumplir las obligaciones de la celebridad y otras para escapar de ellas,
y las horas de soledad en los hoteles y las noches de jet lag
podía pasarlas enteras haciendo dibujos. Lienzos y botes de pintura no
se pueden llevar en una maleta: un cuaderno y un lápiz, un estuche de
rotuladores o de ceras, caben en un bolsillo y son en sí mismos una
tentación incesante. Parece que los lápices llaman magnéticamente a los
dedos; que cada gran hoja en blanco exige ser ocupada de abajo arriba,
de izquierda a derecha, tan exhaustivamente como el muro de una tumba
egipcia, como un panel de publicidad vacante en el metro, como ocupaba Torres García
cada centímetro de espacio con sus símbolos primitivos inventados, con
sus viñetas de cosas contemporáneas convertidas en símbolos primitivos.
Basquiat dibuja figuras como ideogramas repetidos de una escritura
únicamente suya —calaveras, coronas, grandes bocas dentadas, flechas,
soles, rayos, ondas— y dibuja palabras que tienen una intensidad
plástica de imágenes. Listas de cosas, frases, marcas, nombres. Con
cierta frecuencia, en el vocabulario errático de Basquiat aparecen
nombres de músicos y de compañías discográficas y títulos de canciones
de jazz: bebop casi siempre, o siempre, y un nombre sobre todos
los demás, el de Charlie Parker, de quien hizo un retrato que es uno de
los mejores dibujos de la exposición, quizás porque contiene una
declaración de amor tan indudable como una declaración de principios.
Uno reconoce la sonrisa de Charlie Parker, dibujada con extraordinaria
precisión, la mirada que tiene en una foto muy preparada de estudio, con
un buen traje y una buena corbata, con el saxo rutilante en las manos.
En esa foto, en el retrato derivado de ella, Charlie Parker
es un artista joven, un revolucionario de la música y un héroe negro
tan atractivo y tan bien vestido como un actor de cine, no un maldito ni
un yonqui que duerme vestido y tiene que tocar muchas veces con un saxo
prestado porque empeñó el suyo para comprar heroína. Su grandeza está
en ese talento que ha logrado imponerse contra viento y marea, contra el
agobio del racismo. Su música es una improvisación tan rápida como la
de las líneas del lápiz o del pincel que se mueven sobre el papel con la
temeridad jovial de un número de acrobacia. Jean Michel Basquiat
pintaba o dibujaba oyendo esa música, y se movía delante del lienzo o de
la hoja de papel clavada en la pared con una agitación de baile, con
algo de la elasticidad alerta de los boxeadores negros a los que
admiraba tanto como a los jazzmen.
El tiempo se le acabó a Basquiat antes todavía que a Charlie Parker.
Pero sus dibujos permanecen tan inacabados, tan desafiantes, tan
prometedores, como si los hubiera hecho ayer mismo, tan frescos que
parece que si uno se atreviera a tocarlos se le mancharían los dedos de
color.
Jean-Michel Basquiat Drawing. Work from the Schorr Family Collection. Acquavella Gallery. Nueva York. Hasta el 13 de junio.
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