Los
vi cuando salieron del monte, apenas hace un rato. Vi al grupito de
batidores con el capitán al frente. Después desaparecieron porque el
camino baja y lo tapan los árboles, pero acabo de ver ahora mismo la
nube de polvo que levantan a la entrada del pueblo. El capitán sobresale
de la gente y la polvareda.
El
coronel atraviesa la calle abrochándose la bragueta seguido por el
resto de los milicos que dormían la siesta. Alguien pegó un grito y la
gente abre paso a los soldados que vienen pateando el polvo por el medio
de la calle con aquel pálido y ojeroso capitán montado en una mula.
Recién
ahora que están más cerca veo al otro jinete. No se parece a nadie,
quiero decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que
los parió la misma tierra. Cabalga como dormido. Tiene las piernas
envueltas en unos trapos y una melena aceitosa que le cae hasta los
hombros. Por los andrajos más bien es igual a nosotros.
Detrás
del hombre viene el gringo con el pañuelo debajo de la gorra. Tropieza
una vez y levanta la cabeza y se acomoda los anteojos que brillan como
dos fogonazos.
Cuando
pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de golpe.
Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un
par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre
que se bambolea a un lado y otro, como el Cristo de Lagunillas la vez
que lo sacan para la Cuaresma y lo pasean de una punta a otra del
pueblo. Tiene la misma cara de muerto de hambre, la misma barba
silvestre.
La
gente los sigue de lejos porque el gringo se vuelve a cada rato y los
espanta con el puño. Un perro se le cruza en el camino y le larga un
puntapié. El perro rueda entre las patas de las mulas con un alarido y
el jinete se tumba a un lado. El gringo levanta los brazos pero no llega
a tocarlo porque el capitán, sin volverse, alarga la mano y lo acomoda
en la montura.
El
hombre ha abierto los ojos, o ya los traía abiertos y recién me doy
cuenta porque lo tengo enfrente. Mira adelante, es decir, no mira un
carajo, como si cabalgara solo en medio del polvoriento camino que viene
de Valle Grande y atraviesa Higueras, que casi no es un pueblo, que
casi no es nada, y se pierde a lo lejos en dirección a otra nada más
grande.
Pasa
el gringo, pequeño y taciturno y antes pasaron los milicos pateando el
polvo con un quejoso zangoloteo de trapos empapados y correajes
sudorosos y ahora pasa la gente que se apretuja y cuchichea al final de
la cola. Delante cabalga el capitán, flaco y pálido como la muerte, y al
lado cabalga a los tumbos aquel jinete zaparrastroso. Las piernas le
cuelgan de la mula como si fueran enteramente de trapo.
Ahora
que ha pasado me pregunto a quién se parece. En todo caso se parece al
Cristo macilento de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos
nosotros.
Se
han parado frente a la escuela. El coronel hace un ademán y los milicos
se vuelven contra la gente que recula al otro lado de la calle.
El
gringo, de atropellado, pecha al coronel, que se frota la cara y dice
carajo. Los demás se han quedado quietos, hasta la gente. Miran al
hombre mientras el sol les recalienta los sesos. Entonces grita algo en
cocoliche, el gringo, y sus ojos líquidos saltan hasta el medio de la
calle. El capitán ladea apenas la cabeza, desmonta y se sacude el polvo.
En
esto el hombre se vuelve y el sol le agranda la cara y aunque está del
otro lado de la calle veo el relumbrón de sus ojos, espesos y húmedos
por la calentura. La boca se le enrosca en el hueco de la barba
pegoteada de sudor y de polvo. Es que sonríe, aunque nadie lo entienda.
El
capitán suelta una orden por lo bajo. Un par de milicos lo bajan de la
muía, aguantándolo con el hombro, y se lo llevan hasta la escuela. El
gringo los sigue y alarga la mano cuando los milicos se paran, pero no
se anima a tocarlo.
El
coronel empuja la puerta con un pie y lo meten adentro. Los milicos lo
meten porque el coronel apenas asoma la cabeza y, no bien salen, vuelve a
cerrarla.
Ahora,
el sol está justo en lo alto y los milicos se adormecen con el
resplandor que brota del aire. El gringo se ladea la gorra y mira por
uno de los boquetes que hay en la pared.
El
sol me embroma la vista. Tal vez es por eso que veo aquellos ojos
colgados del aire. Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no
sé si de burla o tristeza. Es una cara grande como esta tierra a la que
nadie entiende tampoco.
Por
la tarde llegó el Toyota cargado de oficiales. Entró a los pedos
levantando una nube de polvo que borró la mitad del pueblo y paró de
golpe frente a la escuela. Entonces la nube le dio alcance y sonaron
ruidos y gritos como si detrás hubiera otro pueblo, un verdadero pueblo.
El coronel salió de la nube y se puso a gritar más fuerte que todos.
Saludaba para un lado, gritaba para el otro.
Ahora
que la nube se ha ido, se ha ido el ruido también porque el sol le pone
a uno la sangre pesada. Los oficiales están parados al lado del Toyota,
se sacuden el polvo y miran con curiosidad al gringo, que habla en
lugar del coronel. Supongo que es así porque el coronel dejó de hablar
cuando apareció el gringo y lo mira con cara de aburrido mientras el
otro manotea el aire.
Uno
de los oficiales se apoya contra la pared como si fuera a mear. En
realidad está mirando por uno de los agujeros. Miran uno tras otro.
Yo
no necesito mirar, ni siquiera necesito abrir los ojos pero veo mejor
que ellos porque los deslumbra la luz. El hombre está sentado en el
suelo con la espalda contra la pared y la penumbra le agranda las
pupilas como puños. Hay algo que ahueca sus ojos y enciende una llama al
final, algo que está en el aire que lo rodea, que brota de su cabeza de
león, la cual no cabe en aquel agujero, no cabe ni siquiera en
Higueras.
Uno
de los oficiales entra en la escuela, tras otra patada del coronel en
la puerta, pero no tarda en salir con la cara alborotada. Entran y salen
y el coronel dice otra vez carajo.
Por
el lado de la quebrada se siente el abejorreo de la avioneta. Lo he
oído a ratos durante la mañana, antes que trajeran al hombre, ya que es
evidente que no salió de él venir hasta Higueras. En general no sale de
nadie, hay que decirlo.
Acaba de llegar un camión cargado de milicos.
Hace
un rato los oficiales se marcharon al almacén y la calle se ha vuelto a
quedar vacía. Hay más soldados que otras veces pero acaso el calor y
esta luz que vela las figuras dan esa impresión.
Sale
un milico del almacén y un poco antes he oído la voz apretada del
gringo pero aquí el polvo y el silencio son demasiado viejos, de manera
que no sé si lo he oído o más bien se me hace porque estoy acostumbrado a
ponerles voces y palabras a las cosas justamente de mudas que están.
Los
oficiales acaban de irse. Montaron en el Toyota rápidamente y cuando
pasaron frente a la escuela la nube de polvo ya los había tapado.
Después se fueron los soldados. No es que se fueran. El coronel pegó un
grito y ellos se pusieron en fila, tomaron distancia como para que
calzaran sus sombras entre uno y otro, de modo que parecía un verdadero
ejército, y después de otro grito se marcharon para Masicuri. No es que
se marcharan para Masicuri tampoco. Porque doblaron detrás de la última
casa y si fueran para Masicuri los estaría viendo todavía sobre el
camino, un hombre, una sombra, otro hombre, otra sombra.
El
coronel se ha vuelto a meter en el almacén y ahora no se ve a nadie
realmente. Es decir, veo tan sólo el rostro del hombre que sonríe
cortito desde un tapial, desde el polvo de la calle, desde una punta y
otra del camino.
Esto es Higueras, este silencio. Acaso esa cara tan grande como la tierra.
El
capitán aparece en la puerta del almacén, blanco y ojeroso y casi
transparente por la luz que lo enciende de la cabeza a los pies. Se
vuelve lentamente y camina en dirección a la escuela con la metralleta
pegada a una pierna. Los botines claveteados levantan una nubecita de
polvo pero no hacen ruido. Antes de entrar suelta el seguro y apoya una
mano en la puerta. Sin embargo, no se mueve de ahí, como si hubiera
perdido la memoria, que es lo que tarde o temprano se pierde en esta
soledad.
De pronto comienza a repicar la campana de la iglesia y el capitán empuja la puerta.
Los
campanazos ruedan por la calle desierta como piedras y recién al tiempo
me pregunto qué mierda estarán celebrando y en el mismo momento,
mientras ruedan y golpean contra los tapiales y yo me pregunto y miro el
negro hueco de la puerta, siento como un ruido de ramas que se quiebran
en medio de los campanazos, un rebote áspero y entrecortado, mientras
ruedan y golpean celebrando tal vez una fiesta nueva.
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