miércoles, 22 de enero de 2014

Marilyn Monroe y la niña vietnamita que el napalm quemó (Por José Pablo Feinmann)

 

 Acaso el icono más penetrante y permanente de la cinematografía de Hollywood sea el de Marilyn Monroe parada sobre la alcantarilla del subte y recibiendo el aire cálido que sale de ella. La pollera de Marilyn (formidablemente diseñada) vuela con una gracia irresistible, lleva a cabo un ballet propio, va de aquí para allá. Pero todo esto sería ínfimo si no fuera porque debajo de esa pollera están las piernas de Marilyn que se muestran y se ocultan según la danza de la pollera. Como si fuera poco, la generosa pollera permite una visión de la bombacha de Marilyn, que desata con brío la imaginación de los que miran la fotografía. Se trata de una foto osada, atrevida para los años cincuenta. Pertenece a una escena del film La comezón del séptimo año, uno de los primeros grandes protagónicos de Marilyn, en el que, por si fuera poco, la dirigió Billy Wilder. Antes había hecho un par de películas. Sobre todo: Almas de-sesperadas (“Don`t Bother to Knock”), con Richard Widmark, en la que intentaba un papel dramático, el de una chica alterada. Mal. Y Cómo pescar un millonario, bien. Y Niágara, que milagrosamente salió un buen film. Marilyn estaba muy sexy. Joseph Cotten muy loco. Y a la gran Jean Peters la habían desglamorizado para que luciera Marilyn, porque la Peters la doblaba en talento y en sex-appeal. Recordar El Rata y sus escenas de besos ardientes y violentos con Widmark bajo la dirección de Samuel Fuller. Sin duda, Marilyn creó un personaje y no salió de él. La Betty Boop rubia de los cincuenta. Donde más efectiva estuvo, donde mejor lo hizo fue en Los caballeros las prefieren rubias. Era graciosa y dejaba muy atrás a las otras dos rubias que pretendían disputarle el trono: Jayne Mansfield y Mammie Van Doren, que más que para la pa –con perdón– ja no daban.
Pero si el guionista de la ópera rock Evita define a su personaje central como “la más grande trepadora después de la Cenicienta”, no cabe duda de que esta definición le cabe con justicia a Marilyn. Le pide a Sinatra que la haga entrar al círculo íntimo de los Kennedy. Sinatra no podía entregarle semejante regalo. Otros sí: un collar de 35 mil dólares por ejemplo. Los Kennedy no querían a Sinatra por sus relaciones con el capomafia Sam Giancana. Pero Sinatra tenía dentro de su clan (el Rat Pack) a Peter Lawford, que estaba casado con una de la familia. Lawford seducía al Rat Pack por su acento británico. “Mirá, idiota”, le decía Sinatra, “que en cualquier momento puedo conseguir a otro idiota con acento británico”. Pero Lawford sabía que su fuerte, más que en el acento británico, estaba en ser parte de la familia Kennedy.
Lawford pone a Marilyn en relación con Jack Kennedy. Marilyn lo vuelve loco y se lo lleva a la cama de inmediato. El romance –más o menos– se mantiene oculto hasta que Marilyn, deliciosa como nunca, le canta, en un acto multitudinario, el Happy Birthday al presidente. Es una obra maestra de lo que puede hacerse en Estados Unidos, del espíritu de ese país, del desparpajo de la Monroe, del sentido del humor de Jack Kennedy y de la muchedumbre en general. Sin embargo, eso no podía hacerse en ese país tan divertido. El Happy Birthday que alegremente, con infinita sensualidad y gracia, cantó Marilyn selló su suerte. No cabía duda: esa mujer revolvía sábanas con el presidente. La CIA elige matarla. Primero deciden que lo haga Sam Giancana. También deciden matar a Sinatra. Giancana se niega: tendría que cortarle la garganta. “Sólo Dios tiene derecho a destruir esa voz divina”. La CIA no quiere tratar con un hombre tan sentimental. Los mafiosos, por su origen italiano, lo son. La CIA decide liquidar –por ahora– a Marilyn. Entre tanto, a Kennedy le encajan Bahía de Cochinos.
Marilyn es la víctima de esta tragedia con muchas víctimas. Pero fue la que se la buscó con mayor ambición. Era una chica con muchos problemas depresivos que no podía controlar ni podían, en esa época, controlarse. Su ambición la llevaba a ciertas cimas de las que se asustaba. Temía caer. A Kennedy le empieza a pedir demasiadas cosas. Jack, por considerarla idiota, le confiesa cuestiones de Estado. Luego del “Happy Birthday” la tiene que dejar. Pero su hermano Robert lo reemplaza. Cree que nadie se va a enterar y para Marilyn, voltearse no a uno, sino a los dos Kennedy, tiene el sabor de la gloria. Así, la cuestión llega a un punto sin retorno. Luego de insinuarles –o más– que son dos vergas imprudentes y antinorteamericanas, la CIA informa a los hermanos Kennedy que se va a ocupar de Marilyn. Cualquiera de los dos puede haber dicho cosas mientras dormía con esa prostituta. Para peor, Marilyn, desvariando, siente que se alejan de ella, que la eluden, y amenaza con hablar y decir todo lo que sabe. El asesinato es horrible. Rompen un vidrio. Entran en su casa. Ella está atontada en su cama. Los de la CIA saben que es tal la cantidad de barbitúricos que toma que se los administra por enema. La golpean, la sujetan y le inyectan, vía enema, más barbitúricos de los que tomó en su vida.
Kennedy se ve debilitado ante los halcones republicanos y demócratas. Da, así, los primeros pasos de la guerra de Vietnam. Luego lo matan, luego matan a Robert –fornicar con Marilyn es hacerlo con la Muerte– e intensifican la guerra del sudeste asiático. ¿Querían una guerra? ¿Querían los halcones, los Curtis Le May, los Johnson, los McNamara, arrojar toneladas de napalm sobre Vietnam del Norte? Se los posibilitó Marilyn Monroe. Su gracia, su glamour, su sonrisa, su cuerpo ardiente y deseable, su sabiduría en la cama, todo eso llevó la muerte y la devastación de ese territorio, en camino al comunismo o más, pero con el que los medianamente moderados aún pensaban negociar o no ser tan desaforados en la masacre.
Aquí entra la otra célebre foto. La de la niña vietnamita corriendo desnuda por la carretera, quemada por el napalm, gritando: “¡Quema! ¡Quema!”. Dicen que esta foto terminó con la guerra de Vietnam. Es posible que la de Marilyn, no quemándose, sino sintiendo el aire caliente del subte, y exhibiendo todas las maravillas que su pollera solía cubrir, haya sido su disparador. Porque, entre tantos otros millones de seres humanos, los Kennedy también vieron esa foto y se juraron tener alguna vez a esa rubia tan deseable. También la ambición de Marilyn, una ambición bastarda, amoral, ayudó al incendio de Vietnam. Las dos mujeres de esas fotos son víctimas del sistema imperial capitalista. Pero una es una niña inocente. La otra es una rubia adorable, que el mundo aún ama, un icono del séptimo arte, pero una mujer tan confundida, metida en tantas malas causas, que, con muchos otros, pero de un modo estelar, llevó al país de la niña desnuda que grita “¡quema!” el fuego que la quemó.

El siglo de las células madre (Por Irene Hartman)

“Durante todo el mes de noviembre contratá el servicio a tan sólo $7.000 + IVA y te obsequiamos una sillita de comer Love”. Esta es la promo del mes de uno de los bancos de preservación de sangre de cordón umbilical que hay en la Argentina. Igual que en todo el mundo, los eslóganes escogidos por estas entidades dedicadas a la recolección de células madre oscilan entre lo seductor y lo capcioso: cuando se trata de algo tan importante como la salud de tus hijos, la pregunta no es ¿por qué hacerlo? sino ¿por qué no hacerlo?
La mujer espera largo rato su turno con el obstetra. Es probable que, en ese lapso que duran la espera y la consulta, ocasionalmente aparezca un promotor a ofrecerle un gran caudal de información relacionado con la urgencia de aprovechar un evento único que en el futuro quizá le salve la vida a ella o su familia: debe contratar el servicio y esperar al parto, cuando la sangre del cordón y de la placenta será recolectada y criopreservada a 196 grados bajo cero. El tiempo corre. Exageraciones aparte, la propuesta no parece desdeñable, en especial si se recuerdan las moralejas de fábulas inolvidables como “La cigarra y la hormiga” o “Los tres chanchitos”, donde el precavido, el adelantado en materia de saber y dominio de la tecnología, siempre gana. Y gana para todos; salva su pellejo y el de quienes lo rodean. Las células madre, como el alimento acopiado y la casa antidepredadores, podrían salvar a quien las donó (por ejemplo, si precisara un trasplante de médula) y también a muchos otros seres que la bioquímica determine “histocompatibles” con ese sujeto. Pero no de cualquier enfermedad, no de cualquier modo, no en cualquier momento. Y las aguas se dividen en un debate al que no le faltan páginas.
Ahora bien, si las investigaciones con células madre empiezan a prometer –en plazos inciertos, pero que no parecen tan lejanos– el arribo de tratamientos auspiciosos mediante la regeneración de tejidos, lo que encendería una luz en la cura de enfermedades que hasta ahora sólo se abordaban con cirugías y fármacos invasivos, ¿qué tanto cuestionamiento y debate ético por su criopreservación? Al menos en lo que va de la última década, miles de familias pagaron sumas que rondan los mil dólares (¡por única vez!) para freezar la sangre de cordón de sus recién nacidos, y una suma chica, totalmente encarable, de unos cien dólares por año, para mantener en frío este pequeño tesoro.
Fernando Pitossi, investigador del Conicet, es jefe de grupo del Laboratorio de Terapias Regenerativas y Protectoras del Sistema Nervioso, que depende del prestigioso Instituto Leloir. Para introducir el tema, apunta: “En el organismo, las células madre adultas hacen más de sí mismas y pueden convertirse en células con funciones específicas. El tema es que su potencialidad es muy alta, dada la capacidad de regenerar tejidos, por lo que el desafío es poder pasar esa potencialidad a tratamientos que le sirvan realmente al paciente”.
Acudiendo a una conocida locución latina, las células madre son tabulas rasas, es decir, tablillas sin escribir. Pero si se quiere comprender sus posibles usos, habrá que esbozar un mapa de las distintas clases en que se dividen. En primer lugar están las células progenitoras hematopoyéticas (CPH), que se hallan en la placenta, en el cordón umbilical y en la médula ósea de los adultos. Como renuevan las células maduras de la sangre, se las utiliza en trasplantes de médula ósea, una técnica archiconocida desde los años 60. En los últimos años, la posibilidad de guardar esta sangre en bancos privados ha tocado la sensibilidad ahorrista tanto de familias con un historial relevante de enfermedades hereditarias, como de aquellas que carecen de él.
En segundo lugar entran en escena las células madre cuya manipulación generó, en el ámbito eclesiástico, un revuelo mayúsculo: las embrionarias, esas que, explica Pitossi “se originan a los cinco o siete días de la fecundación del óvulo y pueden regenerar todas las células del cuerpo”. Porque es así: las células madre adultas, como las de médula ósea, generan células de la sangre; las neurales, más neuronas; pero las embrionarias son multifuncionales. Claro que inyectárselas en el cuerpo a tontas y a locas (no faltan ejemplos en el vasto mundo de la mala praxis) es como haberse comprado todos los números para un sorteo de cáncer. “Las células embrionarias deben especializarse en el laboratorio para generar la célula de interés. Su administración sin especialización previa genera tumores”, subraya Pitossi.
El conflicto que desvelaba a los sectores religiosos quedó diluido en 2007 gracias a Shinya Yamanaka, Nobel 2012 de fisiología y medicina, quien desarrolló un tercer tipo de células madre: las IPS o células reprogramadas. El complejísimo trabajo de este equipo de Kyoto parece sencillo: tomaron células de la piel y las convencieron de que volvieran atrás en su programa. “Hasta que no lo vi, no lo creí”, confiesa Pitossi: “Lo que se hace es volverlas a un estado pluripotente; se les reformatea el rígido. Entonces resulta una célula que proviene de una célula adulta pero que posee la potencialidad embrionaria”.
Como era esperable ante semejante hallazgo, a las especulaciones e intereses en juego (los loables y los no tanto) se suma el sufrido paciente de cada día. Y además, mientras brotan las personas con patologías dramáticas, a veces terminales, dispuestas a apostar lo que sea (salud, dinero, esperanzas) con tal de acceder a un nuevo tratamiento, no faltan los insatisfechos de siempre que rastrean grandes milagros modernos para resolver pequeños dramas subjetivos: quitarse las arrugas, las canas, sortear la calvicie. Para decepción del público, Pitossi adelanta el final del cuento: “La naturaleza nos brinda esta herramienta, pero la medicina no sabe muy bien cómo usarla”.
Con las de la ley

Dado que la mayoría de los tratamientos con células madre se hallan en estado experimental (con ratones), las prácticas deberían ser reguladas. Algunos países ganan por varias cabezas. En la Argentina, la discusión (sin ley, por ahora) tiene enfrentados a los bancos privados de criopreservación de sangre de cordón versus dos entidades públicas involucradas de lleno: el único banco público de sangre de cordón a nivel nacional, el del hospital Garrahan, y el Incucai (www.incucai.gov.ar), el organismo al que le compete regular, de algún modo, este inmenso embrollo. Desde allí el doctor Víctor Hugo Morales se refiere a los “avances” que hubo en el tema a nivel local: “Si bien falta una ley, el Ministerio de Salud designó al Incucai como encargado de evaluar los protocolos en los que se utilizan células madre para la investigación e infusión en seres humanos. En el país hay casi 600.000 unidades de sangre de cordón criopreservadas, que se usan para tratar distintas patologías, como las leucemias”.
¿Y qué más? Básicamente enfermedades hematológicas. Lo otro por ahora es cuento chino, como despliega Morales: “Este es el siglo de la ‘stemcellmania’ (de stem cell, o sea, célula madre). Muchos quieren extrapolar los beneficios a otras patologías. Queremos destacar de manera negativa el caso de pacientes que, con un diagnóstico sin cura –suelen ser chicos con parálisis cerebral– buscan viajar a China, donde se vende, con un sentido comercial indudable, un tratamiento sin protocolo (ver unistemcells.com) en el que se inyectan células madre que no se sabe de dónde salen. El estado, de manera correcta, no los apoya económicamente”.
Pero las familias piden ayuda a la comunidad y muchas veces juntan los 120.000 dólares para el tratamiento. El desenlace, para Morales, no tiene un pelo de feliz: “Los chicos vuelven, algunos fallecen y otros tienen complicaciones”. Pitossi se alínea: “Quienes engañan con promesas de cura con tratamientos no aprobados son delincuentes. Usufructúan la vulnerabilidad de personas desesperadas que ven en las células madre una esperanza que hoy no es real”.
Hay que señalar que la información difundida por los bancos privados de sangre de cordón, en Argentina, parece clara. Dividen, en listados separados, los tratamientos aprobados de los experimentales. Pero en la retórica usada parece demasiada delgada esta línea, si de salud e inducir esperanzas se trata. Son elocuentes ciertas afirmaciones extraídas de las “preguntas frecuentes” que expone en Internet uno de los bancos privados locales: “Las probabilidades de que un niño tenga que utilizar sus propias células madre del cordón para tratamientos es cada vez más alta, dado que los grandes avances médicos que se ven manifestados día a día en el mundo comprueban cada vez más su eficiencia”. O también: “Actualmente se están realizado distintas investigaciones con células madre de cordón para tratar enfermedades cardíacas, diabetes, Parkinson, lesiones de médula espinal, etcétera”.
Miguel Sorrentino, director médico del banco BioCells, señala: “Aconsejamos guardar siempre la sangre de cordón. Es un procedimiento inocuo, no afecta a la mamá ni al bebé, es rápido y seguro”. Sobre la conveniencia de apostar o no a un banco privado, Sorrentino describe: “Hay dos variables: la base racional, o sea, todo lo ya hecho, que tiene que ver con la cura de linfomas, leucemias, trastornos oncológicos, y la base potencial, que es que uno no sabe cuál va a ser el uso de las células de sangre de cordón en relación a la medicina regenerativa”.
La promulgación de una ley que clarifique la situación está demorada. Se trata de un terreno lleno de disidencias, como explica Pitossi: “En el Ministerio de Ciencia hay una comisión de terapias celulares y medicina regenerativa donde redactamos un proyecto de ley que, creemos, cubre todas las variables. Está en discusión y esperamos que tenga pronta entrada al Congreso. Pero hay una resolución del Incucai que dice que las muestras, tanto del Garrahan como de los privados, deben ir a un registro común. Tiene un sentido altruista: si alguien necesita la muestra antes del que la pagó, puede usarla. Pero los bancos privados hicieron un amparo judicial para proteger a las familias que pagaron y entonces hay un litigio que está llegando a la Corte Suprema”.
Mientras los bancos privados guardan la sangre con nombre y apellido, las muestras del banco público son criopreservadas en forma anónima. Con una excepción: el Incucai salvaguarda a familias cuya madre esté embarazada y ya tengan otro chico con una patología que pudiera requerir trasplante de médula. En ese caso se habilita la identificación de la sangre del cordón del bebé que va a nacer.
“La única diferencia entre el banco privado y el público es quién es el dueño potencial de las células. Y claro, los métodos de financiación”, describe, desde BioCells, Sorrentino. “En otros países, esta discusión se soslayó gracias a los bancos mixtos, una cooperación entre el capital privado y el Estado. La ventaja del privado es el capital y, la del público, poder abarcar mayor cantidad de muestras”, agrega Sorrentino, y apunta: “Hay que desmitificar que los bancos públicos sean gratuitos. Eso no es así. En el banco público de Nueva York las muestras se guardan gratis y en forma anónima, pero si tenés un familiar con leucemia tenés que pagar 25.000 dólares. Los bancos públicos realmente no existen. El del Garrahan no es gratuito tampoco. Si vas y pedís un cordón, alguien lo paga, el Estado, la obra social o vos”.
La pregunta por lo público y lo privado conduce al pringoso terreno de los derechos de los ciudadanos, las obligaciones del Estado y –dolor de cabeza para las sociedades modernas– quién es, realmente, el dueño del cuerpo. Por ahora, como resume Pitossi, hay obstáculos bien mundanos para superar: “El paso de lo potencial a lo real es experimental. Cualquiera que se someta a estas prácticas debe estar informado, dar su consentimiento y acceder al tratamiento en forma gratuita y con supervisión del Incucai. Aún no están listas las terapias regenerativas que se piensa que van a venir en el futuro. Y no es que no estén listas en la Argentina, no están listas en el mundo”.

jueves, 9 de enero de 2014

Chile, más allá de los insultos (Por Ariel Dorfman)


Una sola vez tuve el desagrado de ver en acción, de cerca y personalmente, a Evelyn Matthei, la candidata derechista que aspira a ser presidente de Chile y que este domingo 15 de diciembre ha de ser derrotada en forma contundente por Michelle Bachelet.
El encuentro –si así se lo puede llamar– sucedió el 8 de octubre de 1999, casualmente en la ciudad de Londres. Un año antes, los ingleses habían detenido al general Augusto Pinochet por crímenes contra la humanidad y ese día se esperaba que el juez británico Ronald Bartle dictaminara si había razones para extraditar al ex dictador chileno a España. Como me encontraba de paso en Londres para asistir con mi mujer Angélica a un festival literario, decidí caminar, temprano por la mañana, hasta la Magistratura de Bow Street.
Me dio la bienvenida un ruido ensordecedor. Separados por un fuerte contingente policial, dos grupos de chilenos se enfrentaban con furia: la banda más numerosa, hombres y mujeres que habían sido torturados por la policía secreta de Pinochet antes de que los expulsaran del país, trataban de callar a gritos a la otra caterva vociferante que acababan de volar a la capital inglesa desde Santiago para ofrecer apoyo a su héroe preso. Se rumoreaba que el pasaje a Londres, amén de su estadía, corría por cuenta de la Fundación Pinochet, organizadora de lo que se llamaba, jocosamente, los “pinotours”.
De pronto, desde las entrañas iracundas de la multitud pinochetista, surgió una figura que yo había visto únicamente en fotos y por televisión. Era Evelyn Matthei, entonces senadora, recién llegada de Santiago, y famosa por la vulgaridad con que trataba a sus adversarios. Pero nada me había preparado para la cloaca de improperios que brotaron de su boca. Insultaba a los exiliados con una serie de exabruptos soeces que prefiero, por discreción, no reproducir acá, pero que no dejaban muy bien a la madre o la orientación sexual de aquellos que, a pocos pasos de ella, clamaban por justicia.
La grosería de la Matthei resultaba aún más chocante al provenir de una mujer elegantemente vestida, cuyas manos alzadas como garras habían tocado delicadamente el piano, una vocación que, para el colmo de las ironías, había perseguido precisamente en este mismo Londres décadas atrás. Más inquietante fue la lenta realización de que aquellos que recibían tal asalto verbal estaban escuchando las exactas, hirientes palabras que habían acompañado la tortura sufrida en los sótanos de la dictadura. La flamante pinochetista replicaba, supongo que inconscientemente, una situación traumática, retornando a las víctimas al momento de su más brutal humillación.
Recordando la vileza de ese momento catorce años más tarde, me doy cuenta hoy de algo que en esa ocasión ni yo ni nadie podría haber anticipado: Michelle Bachelet, la que es ahora su rival en la segunda vuelta presidencial, también había oído una similar jauría de agravios mientras la amenazaban y golpeaban cuando fue arrestada, junto a su madre, Angela Jeria, en enero de 1975.
¿Su culpa? Ser familia del general Alberto Bachelet que había aceptado un puesto de rango ministerial en el gobierno socialista y democrático de Salvador Allende. Y cuando Allende fue derrocado el 11 de septiembre de 1973, como tantos otros, el general Bachelet cayó preso, pagando con su vida aquella lealtad a la Constitución. En marzo de 1974 murió de un infarto cardíaco, directamente inducido por las torturas sufridas.
La paliza simbólica que Michelle Bachelet está a punto de propinarle en las elecciones venideras a la mujer que maltrató en Londres a sus compañeros de infortunio me llena, por lo tanto, de una íntima satisfacción. Esa victoria se vuelve aún más significativa si tanteamos la historia más personal de las dos contendientes.
Ambas se conocen desde pequeñas, cuando jugaban juntas en un barrio de Antofogasta, donde sus padres, oficiales de la fuerza aérea, estaban destinados. Mucho se ha escrito –y me incluyo– sobre la circunstancia extraordinaria de que Fernando Matthei, padre de Evelyn, fuera el mejor amigo de Alberto Bachelet. Y que meses después del golpe de Estado Matthei fuera nombrado director de la Academia de Aviación, teniendo una oficina en la proximidad del subterráneo donde maltrataban a su camarada de armas, sin que Matthei lo visitara ni levantara la voz para ayudarlo. Si lo hubiera hecho, no podría haber llegado a ser ministro de Salud de Pinochet ni, poco después, miembro de la Junta Militar durante trece años.
Los hijos no son responsables de la cobardía de sus padres, ni tampoco de sus crímenes. Pero vale la pena notar que Evelyn, mientras los sicarios de Pinochet interrogaban a patadas a su compañera de infancia, estaba estudiando economía en la Universidad Católica de Chile, donde imperaban los “Chicago boys”, seguidores fanáticos de Milton Friedman, gurú de la libertad extrema de los mercados. Sus políticas neoliberales de capitalismo salvaje y represión de los derechos de los trabajadores se convirtieron en la ideología dominante de la dictadura, medidas inmisericordes que Evelyn Matthei seguiría defendiendo como diputada y senadora, una vez que se restauró la democracia en 1990, y que quisiera ahora proseguir como presidenta.
Políticas que, no cabe duda, no habrá de llevar a cabo desde La Moneda. No hay, después de todo, mayor suspenso respecto del desenlace de las elecciones del 15 de diciembre, dado que Michelle Bachelet ya obtuvo en la primera vuelta casi el 47 por ciento de los votos, aventajando a su contrincante conservadora por 22 puntos.
Es difícil evaluar hasta qué punto influye en los electores la genealogía que une y divide a las dos candidatas, en vista de que durante la campaña actual no se ha hecho alusión alguna a ese extraño, contrastante, coincidente pasado. Se ha enfatizado más bien, y con razón, el futuro, debatiendo cuál de las dos mujeres puede resolver los urgentes problemas que aquejan al país, su desigualdad vergonzosa, su sistema educacional degradado por la avaricia, y cómo cambiar la autoritaria Constitución, fraudulentamente instaurada por Pinochet en 1980 y cargada todavía hoy de residuos indignos.
Pero es inevitable que la decisión de la ciudadanía sea vista también, debido a los apellidos y trayectorias de las antagonistas, como un referendo sobre el sucio legado de la dictadura. ¿Desean los chilenos que los gobierne la mujer que voló a Londres para defender al tirano que mató a tantos compatriotas suyos? ¿O prefieren a la mujer que fue ella misma víctima de aquel terror y que ha logrado sobreponerse al asesinato de su padre y a sus propios ayeres y tristezas para convertirse en el símbolo de un Chile donde nadie será sometido a tales ultrajes?
Tal vez este domingo 15 de diciembre Chile podrá por fin, de una vez por todas, vencer la sombra insultante que nos devora hace más de cuarenta años.
* Ariel Dorfman es escritor chileno. Página/12 está publicando una serie de sus obras en la Biblioteca Dorfman.

Con gringo (Por Haroldo Conti)

 
Los vi cuando salieron del monte, apenas hace un rato. Vi al grupito de batidores con el capitán al frente. Después desaparecieron porque el camino baja y lo tapan los árboles, pero acabo de ver ahora mismo la nube de polvo que levantan a la entrada del pueblo. El capitán sobresale de la gente y la polvareda.

El coronel atraviesa la calle abrochándose la bragueta seguido por el resto de los milicos que dormían la siesta. Alguien pegó un grito y la gente abre paso a los soldados que vienen pateando el polvo por el medio de la calle con aquel pálido y ojeroso capitán montado en una mula.

Recién ahora que están más cerca veo al otro jinete. No se parece a nadie, quiero decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que los parió la misma tierra. Cabalga como dormido. Tiene las piernas envueltas en unos trapos y una melena aceitosa que le cae hasta los hombros. Por los andrajos más bien es igual a nosotros.

Detrás del hombre viene el gringo con el pañuelo debajo de la gorra. Tropieza una vez y levanta la cabeza y se acomoda los anteojos que brillan como dos fogonazos.

Cuando pasan frente a la iglesia, el sol, que cae a plomo, los borra de golpe. Sólo queda en el aire la cabeza del capitán, blanca de polvo, con un par de huecos que le hunden la cara. Después viene la cabeza del hombre que se bambolea a un lado y otro, como el Cristo de Lagunillas la vez que lo sacan para la Cuaresma y lo pasean de una punta a otra del pueblo. Tiene la misma cara de muerto de hambre, la misma barba silvestre.

La gente los sigue de lejos porque el gringo se vuelve a cada rato y los espanta con el puño. Un perro se le cruza en el camino y le larga un puntapié. El perro rueda entre las patas de las mulas con un alarido y el jinete se tumba a un lado. El gringo levanta los brazos pero no llega a tocarlo porque el capitán, sin volverse, alarga la mano y lo acomoda en la montura.

El hombre ha abierto los ojos, o ya los traía abiertos y recién me doy cuenta porque lo tengo enfrente. Mira adelante, es decir, no mira un carajo, como si cabalgara solo en medio del polvoriento camino que viene de Valle Grande y atraviesa Higueras, que casi no es un pueblo, que casi no es nada, y se pierde a lo lejos en dirección a otra nada más grande.

Pasa el gringo, pequeño y taciturno y antes pasaron los milicos pateando el polvo con un quejoso zangoloteo de trapos empapados y correajes sudorosos y ahora pasa la gente que se apretuja y cuchichea al final de la cola. Delante cabalga el capitán, flaco y pálido como la muerte, y al lado cabalga a los tumbos aquel jinete zaparrastroso. Las piernas le cuelgan de la mula como si fueran enteramente de trapo.

Ahora que ha pasado me pregunto a quién se parece. En todo caso se parece al Cristo macilento de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos nosotros.

Se han parado frente a la escuela. El coronel hace un ademán y los milicos se vuelven contra la gente que recula al otro lado de la calle.

El gringo, de atropellado, pecha al coronel, que se frota la cara y dice carajo. Los demás se han quedado quietos, hasta la gente. Miran al hombre mientras el sol les recalienta los sesos. Entonces grita algo en cocoliche, el gringo, y sus ojos líquidos saltan hasta el medio de la calle. El capitán ladea apenas la cabeza, desmonta y se sacude el polvo.

En esto el hombre se vuelve y el sol le agranda la cara y aunque está del otro lado de la calle veo el relumbrón de sus ojos, espesos y húmedos por la calentura. La boca se le enrosca en el hueco de la barba pegoteada de sudor y de polvo. Es que sonríe, aunque nadie lo entienda.
El capitán suelta una orden por lo bajo. Un par de milicos lo bajan de la muía, aguantándolo con el hombro, y se lo llevan hasta la escuela. El gringo los sigue y alarga la mano cuando los milicos se paran, pero no se anima a tocarlo.

El coronel empuja la puerta con un pie y lo meten adentro. Los milicos lo meten porque el coronel apenas asoma la cabeza y, no bien salen, vuelve a cerrarla.

Ahora, el sol está justo en lo alto y los milicos se adormecen con el resplandor que brota del aire. El gringo se ladea la gorra y mira por uno de los boquetes que hay en la pared.

El sol me embroma la vista. Tal vez es por eso que veo aquellos ojos colgados del aire. Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no sé si de burla o tristeza. Es una cara grande como esta tierra a la que nadie entiende tampoco.

Por la tarde llegó el Toyota cargado de oficiales. Entró a los pedos levantando una nube de polvo que borró la mitad del pueblo y paró de golpe frente a la escuela. Entonces la nube le dio alcance y sonaron ruidos y gritos como si detrás hubiera otro pueblo, un verdadero pueblo. El coronel salió de la nube y se puso a gritar más fuerte que todos. Saludaba para un lado, gritaba para el otro.

Ahora que la nube se ha ido, se ha ido el ruido también porque el sol le pone a uno la sangre pesada. Los oficiales están parados al lado del Toyota, se sacuden el polvo y miran con curiosidad al gringo, que habla en lugar del coronel. Supongo que es así porque el coronel dejó de hablar cuando apareció el gringo y lo mira con cara de aburrido mientras el otro manotea el aire.

Uno de los oficiales se apoya contra la pared como si fuera a mear. En realidad está mirando por uno de los agujeros. Miran uno tras otro.

Yo no necesito mirar, ni siquiera necesito abrir los ojos pero veo mejor que ellos porque los deslumbra la luz. El hombre está sentado en el suelo con la espalda contra la pared y la penumbra le agranda las pupilas como puños. Hay algo que ahueca sus ojos y enciende una llama al final, algo que está en el aire que lo rodea, que brota de su cabeza de león, la cual no cabe en aquel agujero, no cabe ni siquiera en Higueras.

Uno de los oficiales entra en la escuela, tras otra patada del coronel en la puerta, pero no tarda en salir con la cara alborotada. Entran y salen y el coronel dice otra vez carajo.

Por el lado de la quebrada se siente el abejorreo de la avioneta. Lo he oído a ratos durante la mañana, antes que trajeran al hombre, ya que es evidente que no salió de él venir hasta Higueras. En general no sale de nadie, hay que decirlo.

Acaba de llegar un camión cargado de milicos.

Hace un rato los oficiales se marcharon al almacén y la calle se ha vuelto a quedar vacía. Hay más soldados que otras veces pero acaso el calor y esta luz que vela las figuras dan esa impresión.

Sale un milico del almacén y un poco antes he oído la voz apretada del gringo pero aquí el polvo y el silencio son demasiado viejos, de manera que no sé si lo he oído o más bien se me hace porque estoy acostumbrado a ponerles voces y palabras a las cosas justamente de mudas que están.

Los oficiales acaban de irse. Montaron en el Toyota rápidamente y cuando pasaron frente a la escuela la nube de polvo ya los había tapado. Después se fueron los soldados. No es que se fueran. El coronel pegó un grito y ellos se pusieron en fila, tomaron distancia como para que calzaran sus sombras entre uno y otro, de modo que parecía un verdadero ejército, y después de otro grito se marcharon para Masicuri. No es que se marcharan para Masicuri tampoco. Porque doblaron detrás de la última casa y si fueran para Masicuri los estaría viendo todavía sobre el camino, un hombre, una sombra, otro hombre, otra sombra.

El coronel se ha vuelto a meter en el almacén y ahora no se ve a nadie realmente. Es decir, veo tan sólo el rostro del hombre que sonríe cortito desde un tapial, desde el polvo de la calle, desde una punta y otra del camino.

Esto es Higueras, este silencio. Acaso esa cara tan grande como la tierra.

El capitán aparece en la puerta del almacén, blanco y ojeroso y casi transparente por la luz que lo enciende de la cabeza a los pies. Se vuelve lentamente y camina en dirección a la escuela con la metralleta pegada a una pierna. Los botines claveteados levantan una nubecita de polvo pero no hacen ruido. Antes de entrar suelta el seguro y apoya una mano en la puerta. Sin embargo, no se mueve de ahí, como si hubiera perdido la memoria, que es lo que tarde o temprano se pierde en esta soledad.

De pronto comienza a repicar la campana de la iglesia y el capitán empuja la puerta.

Los campanazos ruedan por la calle desierta como piedras y recién al tiempo me pregunto qué mierda estarán celebrando y en el mismo momento, mientras ruedan y golpean contra los tapiales y yo me pregunto y miro el negro hueco de la puerta, siento como un ruido de ramas que se quiebran en medio de los campanazos, un rebote áspero y entrecortado, mientras ruedan y golpean celebrando tal vez una fiesta nueva.