lunes, 20 de febrero de 2012

Flecha (Por Juan Sasturain)



Tras los largos aplausos finales, Mario Clavell y su conjunto saludaron ampulosamente y se bajaron del escenario montado en la plaza por una escalerita de madera. La gente se dispersó rápido. Hacía frío bajo los árboles ese último viernes de febrero. Más que en la rambla, a la orilla del mar. De pronto se levantó un poco de viento y las lamparitas que iban de los plátanos a los postes de luz se zarandearon. Lito tenía frío y sueño. Hacía un día entero que no dormía. Esperó que no quedara nadie, dio la vuelta y se asomó al otro lado del escenario.



El Pampa estaba solo, cargando los instrumentos.



–Creí que no volvías, sombrerito –dijo amistoso–. Ayudame, hay que llevarlos a un boliche.



Hicieron dos viajes en silencio hasta una F100 carrozada.



–¿La batería también?



–También.



El Pampa se paró:



–Parece que hubo un tiroteo en la Bristol y le partieron la cabeza a uno de los lobos de mármol. Se la hicieron mierda de un balazo.



–No es mármol, es granito –dijo Lito con autoridad–. ¿Tiraste alguna vez?



El Pampa recogió los palillos de la batería y metió un redoble largo sobre el parche del tambor acostado en el piso de la caja de la F100:



–No, nunca. ¿Vos tiraste?



Lito dijo que no, que nunca. Pero que había visto tirar:



–Mi tío es policía.



El Pampa cerró la caja de la camioneta, se limpió las manos en el pantalón y abrió la puerta del lado del conductor.



–Es todo mentira, ¿no?



–¿Qué cosa?



–Lo de tu padrastro que te pegaba, que te rajaste de tu casa, lo del amigo que te ibas a encontrar, todo lo que me contaste hoy en la playa. No tenés un tío policía.



–Sí que tengo.



–Mentís todo el tiempo.



Lito no dijo nada. Era cierto: mentía todo el tiempo. El Pampa se subió a la camioneta y le hizo un gesto:



–Dale, da la vuelta. Subí.



Se habían conocido esa misma tarde en la Popular, al atardecer, en un picado. Faltaba uno y le dijeron al flaquito de sombrerito verde que miraba en silencio, sentado en la escollera:



–Sombrerito para nosotros –dijo el Pampa.



Era el dueño de la pelota. Hicieron un par de goles juntos y se sintieron bien. Lito, escapado de un reformatorio de San Miguel la noche anterior, había llegado a Mar del Plata colado en un camión y estaba en banda. No contaba eso, claro, no podía. El Pampa –que le llevaba una cabeza, veinte kilos y un par de años– había aceptado su versión sin comentarios. El, los fines de semana, hacía una changa como plomo de Mario Clavell. Que viniera a buscarlo a la plaza, cuando terminara el espectáculo. Podía conseguirle un lugar para dormir.



–¿Adónde vamos? –dijo Lito acomodándose en el asiento.



–A Constitución, a la zona de los boliches.



Enfilaron por Independencia para el lado de La Perla. La costa estaba desolada y Lito vio que la luna había subido sobre el mar y estaba más fría y carcomida que en la Bristol. Adentro de la cabina, con el ronquido y la calidez del motor, se estaba bien.



–Es un fierro –dijo el Pampa golpeando el volante–. Mi viejo tiene un reparto de vino en damajuana. ¿Sentís el olor? –y volvió la cabeza hacia la ventanita entreabierta que daba a la caja.



Lito no sintió nada pero dijo que sí con la cabeza. El Pampa sacudió la cabeza, lo miró sonriente:



–Sos increíble de mentiroso: no hay olor a vino; distribuye zapatillas, mi viejo. Olor a goma, hay...



–Pará. Dejame acá.



–No te enojés, sombrerito –y le dio un manotazo en la nuca con la mano libre–. No te lo sacás ni para cagar.



Lito se sacó el sombrerito Nat King Cole y lo puso junto al parabrisas. Así se le notaban más la cabeza rapada, las orejas separadas.



–¿Qué boliche es?



–El Flamingo. Y por ahí ligamos algo.



Tardaron un buen rato en llegar. El Flamingo era una whiskería con cartel de neón verde, jardincito con palmeras flacas y un par de lámparas escondidas entre las piedras. Los músicos de Mario Clavell tocaban los fines de semana en trasnoche acompañando a un apolillado cantor de boleros.



Descargaron los instrumentos y los llevaron por la puerta de servicio hasta el escenario, una plataforma bajita de madera donde ya estaba el piano, al fondo del local.



–¿Hay que volver a buscarlos?



–No, se quedan acá. Vení.



Había poca gente, era temprano todavía y sonaba Fausto Papetti. Se acodaron en una punta de la barra, con el culo apenas apoyado en las banquetas, dos pibes casi de contrabando que nada tenían que hacer ahí. Había tres o cuatro coperas aburridas y un par de tipos de camisa de colores y saco blanco. El barman, un veterano de calva reluciente y pelo gris largo y engominado, les puso un par de cocas sin comentarios.



Lito probó y pestañeó.



–Tiene ginebra, boludo. Tomá despacio.



El Pampa habló bajito mientras miraba para todos lados sin mover la cabeza. Sólo los ojos. Al rato volvió el barman y lo llevó a un costado.



–El dueño es amigo de mi viejo –explicó el Pampa al volver–. Con un poco de suerte hoy cogemos gratis.



–¿Gratis?



–Le debe favores: zapatillas para la cooperadora de la escuela del barrio. Imaginate: cien pares de Flecha... Los traje yo.



–Ah.



Lito miró de soslayo la eventual oferta femenina. Había dos putas viejas que flanqueaban al gordo de saco blanco. Pero la rubia de vestido amarillo, sola, apoyada contra la pared de la última mesa, estaba bien.



Le dio un par de sorbos a la coca con ginebra.



–¿Tenés hambre?



–Un poco. ¿Acá dan de comer?



El Pampa se empinó su bebida y lo arrastró, por una puertita lateral, a la trastienda. Pasaron a la parte de atrás de la barra. Había una mesada de metal y una abertura en la pared por la que se veía el local y se asomaba a cada rato el barman.



Una mujer de pelo corto y negro y delantal a cuadritos que escuchaba chamamé en una radio a transistores apoyada en el único estante sobre el par de hornallas les cortó pan, queso, mortadela y los dejó servirse aceitunas y palitos de los frascos grandes. Todo sin decir una sola palabra. Lito le miró los pies y tenía unas Flecha azules con manchas que parecían de aceite.



Cuando se bajaron dos series completas de ingredientes el Pampa lo dejó solo un momento para ir a hablar con el barman:



–Es muy temprano – dijo al pronto regreso–. Ahora vamos, y volvemos más tarde.



En el patio se cruzaron con el cantor de boleros que entraba acomodándose la peinada. Adentro, los músicos ya estaban probando los instrumentos. Lito notó que habían dado vuelta el bombo de la batería para que se leyera Flamingo en el parche.



Salieron a la calle y se subieron a la F100. El Pampa prendió la radio:



–Hay que esperar que nos avisen.



Lito bostezó.



–¿Tenés sueño? Tirate un rato atrás. Están las frazadas para tapar la batería.



Lito se bajó, dio la vuelta y se metió a gatas en la caja a oscuras. Le veía la nuca al Pampa por la ventanita. Encontró a tientas las frazadas, se acostó boca arriba sobre una y se tapó un poco con la otra. Estaba muerto de cansancio pero le dolía todo el cuerpo y no podía dejar de darse máquina. Los rumores de la calle, un perro lejano, la radio de la F100 en Modart en la noche, el viento en las despeluchadas palmeras y la música, la voz vacilante, la letra entrecortada que completaba de memoria:



Hoy mi playa se viste de amargura / porque tu barca tiene que partir / a buscar otros mares de locura. / Cuida que no naufrague tu vivir...



Era el mismo bolero que cantaba La Gansa Gómez las noches de verano cuando se acodaba a la ventana enrejada del segundo piso del reformatorio y no había cómo callarlo. Y volaban las almohadas, las zapatillas y las puteadas hasta que se lo llevaban y seguía gritando en el pasillo, camino de las duchas:



¡Cuando la luz del sol se esté apagando...! ¡Yyyy...!



Lo despertó un rumor, un roce, una agitación cercana. Se asomó. El Pampa estaba con una mina en el asiento de la F100. El estaba sentado pero corrido más al medio y echado para atrás, y tenía a la mina encima, con la ropa levantada y las tetas al aire, que subían y bajaban. No alcanzaba a verle la cara. En eso el Pampa algo oyó porque se volvió apenas y sin interrumpir le hizo un gesto para que se sumara.



Lito se enredó en la frazada, se bajó apurado, tropezó, dio la vuelta y abrió despacio la puerta del acompañante:



–Dale, boludo. Subí.



Lo primero y lo último que vio fue la mata de pelo corto, el culo redondo y oscuro, la bombacha a un costado, las zapatillas Flecha manchadas de aceite.



Lito retrocedió y dio un portazo. Respiró hondo y empezó a caminar, a alejarse en la noche hacia donde supuso estaría la playa. Se puso el sombrerito.

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