En El corazón de las tinieblas, una de su novelas más densas, Joseph Conrad no elige a un héroe impecable frente a su destino, como ocurre en la novela clásica, sino a un cobarde. En ese orden es un innovador –puesto que la novela más bondadosa, la más decente, la de moral triunfante, elige invariablemente héroes positivos– como lo fueron los escritores románticos que heroizizaron a plebeyos agrediendo los requisitos retóricos de la narración que pedían héroes nobles. Conrad, me parece evidente, trata de indagar en lo que es la cobardía, sentimiento que invocamos con frecuencia para denigrar a alguien que no ha sabido, según lo vemos y en relación con una causa éticamente importante, afrontar sus consecuencias, jugarse por esa causa. Es probable que las “tinieblas” sean precisamente una metáfora de lo insoportable que es comprobar, sea el cobarde quien lo comprueba, sea otro quien lo denuncia, ese paso atrás cuando debería haberse dado para adelante. Lo peor, lo más grave es que no hay vuelta, un acto de cobardía no se puede revertir.
Encontramos una variante de esa situación, acaso inspirada por Conrad, en un famoso cuento de Jorge Luis Borges, “La marca de la espada”; hay, por cierto, un cobarde que sabe que lo es o lo fue, en el tiempo del relato, pero padece de una confesada contaminación: no sólo es cobarde en su íntima manera de ser sino que es también un traidor. Los dos términos se conjugan y hasta parecen equivalentes, pero no es exactamente así: se diría que, tal como lo podemos entender, el personaje primero es traidor y luego cobarde y no al revés, lo cual indicaría que la cobardía podría ser una condición y la traición, un objetivo. Se mezclan los dos conceptos y de pronto no podemos discernir con claridad qué alcance tienen uno y el otro.
Es claro que con frecuencia el cobarde se justifica con el argumento del miedo, noción que se añade a las precedentes, pero esa justificación no es casi nunca convincente pues, según se sabe por experiencia, todos los seres humanos sentimos miedo y no por eso nos vemos llevados ineluctablemente a la cobardía y a la traición: el miedo es un sentimiento tan humano que, según lo consigna la sabiduría popular, sin sentirlo y admitirlo no podríamos llegar a ser valientes. Es más, del que se jacta de no haber tenido miedo hay que desconfiar, en su arrogancia se esconde, replegada, una cobardía que tarde o temprano se manifiesta y ahí sí que no se valen jactancias.
Pero estamos hablando de los cobardes por omisión, aquellos que no actúan cuando deberían hacerlo porque saben que deberían hacerlo, y hemos dejado de lado a los cobardes por acción, violadores, aprovechadores, asesinos seriales, ladrones callejeros de ancianas, bandas que se echan sobre indefensos; esta población es enorme y nutre de tal modo las páginas de los periódicos que podría creerse que es inherente a nuestra civilización, o a sus peores subproductos.
¿Pero no será también que nuestra civilización genera, por otro lado y en un sentido “respetable”, cobardía al quitar espíritu de aventura, al exacerbar el deseo de seguridad, a evitar lo diferente? (acá aparecen los cagones) Será tal vez que todas las selvas han sido recorridas y todas las montañas escaladas y todas las especies diezmadas y nada queda por descubrir y que todo acercamiento a lo que en la naturaleza era enigma es objeto de turismo o de documentalismo en el mejor de los casos. O bien que muchos discursos que eran descubridores de regiones ignotas se han ido acobardando mediante el refugio que brindan las burocracias repetidoras, científicas o intelectuales o los partidos políticos, puro electoralismo, o los sindicatos, pura conciliación de clases.
Pero, volviendo a ese hurgar en el concepto en sí mismo que precede esta reflexión un tanto psicosociológica, quiero decir que la interacción entre cobardía, traición y miedo produce figuras incesantes e incontables. Veamos una, muy frecuente en el campo de las acciones políticas radicales: ¿se puede decir que es un cobarde quien sometido a atroces torturas o sabiendo que va a ser sometido a ellas delata a sus compañeros? Cuando esto se produce la situación corroe, desde luego, la confianza que debe existir en un grupo de acción cuyos miembros se han jurado resistir hasta la muerte antes que delatar, porque siempre se puede sospechar que la tortura presumida no ha sido tan extrema y que el miedo ha predominado por sobre la solidaridad, la lealtad y el autorrespeto, hasta dar lugar muy rápidamente a la cobardía. Es cierto, también, que en escasas ocasiones la cobardía confiesa que lo es; por lo general intenta pasar inadvertida o se quiere inconfesable, pero cuando el olvido no ha venido en ayuda del cobarde –dejo de lado a los cobardes por acción porque la conciencia de sus actos no es algo que les importe– y la cobardía trepa hasta apoderarse de la escena de la conciencia lo que puede sobrevenir es la vergüenza y acaso el arrepentimiento y, en muchos casos, con el auxilio de la Iglesia, el perdón, una nueva calma para un espíritu conturbado. ¿Pero hay borrón y cuenta nueva para el que ha atravesado el embriagador instante de la cobardía y luego se ha arrepentido? El arrepentimiento, se sabe, no es por fuerza una vacuna que inmuniza contra la tentación de nuevos actos cobardes.
Se diría que hay algo de fatalismo en tal aseveración, hacia atrás en el sentido de que es muy difícil borrar “la marca de la espada” de la mejilla del traidor, y hacia adelante, por cuanto no se puede afirmar que el que fue cobarde una vez no volverá a serlo pese a su arrepentimiento, su justificación o su autocomplacencia.
Detectar en la vida y en sus múltiples aconteceres la cobardía o las cobardías nos perturba mucho porque nos obliga a entender o nos lleva a condenar o, de última, a proyectar nuestra propia cobardía al percibir la cobardía de otros. Para la psicología es un objeto de máximo interés por aquello de las complejidades del alma humana, pero lo es más todavía para la literatura. Di dos ejemplos al comenzar esta nota, pero hay muchos más; en realidad, la literatura está poblada de cobardes, tanto como de valientes: si éstos, como Quijote, arremeten casi sin pensar, los otros calculan, acechan, esperan el momento propicio para ejecutar el acto cobarde o bien ese momento se les presenta como una opción dramática.
Como se ve, el asunto pasa por personajes literarios; esa entidad, personaje, trata de ser un calco de la realidad, para muchos el mayor acierto de la literatura es haberlo presentado de modo tal que quienes lo leen sienten que merecen un “es así”, a propósito de su manera de ser, rotundo y consagratorio, porque hallan en ellos la ocasión de sacar ejemplo o bien de identificarse o desidentificarse con ellos. Pero ésta es una manera de ver algo epidérmica porque tal vez el escritor mismo es un cobarde, no por méritos o historia personal, no por albergar en su mente deleznables figuras de cobardes, sino porque para poder escribir se sale del orden de las decisiones vitales: si no retrocediera frente a un riesgo, tentador, límite, desafiante, no podría seguir escribiendo; su mirada, que es lo que lo conecta con su posibilidad de narrar, no quiere ser interferida porque si lo admitiera su narración, que es lo que le da sentido como ser humano, no podría proseguir.
Se trata, pues, de un orden diferente de cobardía, esencial e irrenunciable, la del que busca en las palabras porque no puede hacer otra cosa y se arredra ante lo que puede ser un enfrentamiento, incluso una pasión.
* Crítico y escritor. Autor de numerosos libros de ensayo y ficción.
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