En esta época tan devaluada que nos toca vivir –y parafraseando al viejo y querido De Quincey– podemos decir que asistimos a una auténtica decadencia (también) en el arte de traicionar. No porque esta antigua disciplina, llevada a la perfección por Brutos romanos imperiales y algún selecto adocenado cristiano fundador, haya dejado de ejercitarse sino por lo contrario: es tanta la banalización de la traición que –confundida con la generalizada cobardía, el módico cálculo oportunista y la práctica del simple cagador– se ha ido desdibujando en su esencial naturaleza. Porque cagador es cualquiera, pero traidores que merezcan genuinamente el calificativo hay pocos.
Para que nos entendamos con respecto a de qué estamos hablando, cabe recordar un diálogo ejemplar de El Siciliano, una penosa película del malogrado Michael Cimino –el mismo que hizo The Deer Hunter (rebautizada acá increíblemente El francotirador), obra maestra absoluta– basada en el libro homónimo de Mario Puzo sobre Salvatore Giuliano, el bandido siciliano. En memorable secuencia, un indigerible Christopher Lambert en el papel de Giuliano sostiene que Picciotta –su hombre más cercano, compañero de siempre, John Turturro en el film– lo traicionará. Los que están a su lado tratan de disuadirlo de esa sospecha o convicción argumentando, básicamente, que no puede ser porque Picciotta es su amigo. Y ahí está la perla: “Precisamente: sólo traicionan los amigos”, dice Giuliano-Lambert con una línea impecable que justifica la película entera.
Ahí está la cuestión: la traición no está al alcance de cualquiera. Para poder traicionar algo o a alguien, primero hay que haberlo querido, amado, valorado, hecho carne. Una traición no es un mero engaño (aparentar una cosa y ser otra) sino una mudanza violenta que implica rotura, desgarro (a veces) mutuo de las partes, cierto drama resultado de un conflicto interior. La traición rompe con algo que existía antes (un vínculo, un ideal, un pacto de convicciones) y para eso ni siquiera es necesario que haya otro de por medio para que se produzca, pues bien se puede hablar de alguien que traicionó sus (propios) sueños.
Así, según la brillante y acérrima definición de Giuliano, sólo aquellos que han construido vínculos genuinos, fuertes, de compromiso sincero como la amistad verdadera merecen –ante la inconsecuencia ajena– la afrenta de sentirse heridos, de ser traicionados. Y, a la inversa y desde Judas, sólo aquellos que han sentido el desgarrón interior y pese a ello han roto con lo que les fue más amado desde de motivaciones más oscuras que circunstanciales, merecen el nombre y el hondo destino dantesco de traidores.
Por lo cual, y volviendo al presente discepoleano de lodo y manoseo, sólo la entendible furia y la habitual ligereza calificativa que campea en nuestras discusiones pueden hablar de traición para calificar lo que no es sino un gesto más, un avatar más del devenir inconstante de votos y opiniones, del oportunismo político, en suma. Acá no se trata de un duelo entre totalitarios (sic) y traidores (sic), según las respectivas descalificaciones, sino de un juego lábil entre eventuales aliados y potenciales cagadores en el que las convicciones profundas no tienen intervención, ni relevancia. No están ahora porque no estaban antes.
Moraleja uno: si a la hora de acumular (votos, alianzas, porcentajes) no importaron las afinidades profundas sino las meras conveniencias mutuas, no se debe esperar consecuencia alguna a la hora de la crisis.
Moraleja dos: si a la hora de tomar decisiones no se contemplaron las opiniones (o los intereses) del conjunto de los heterogéneos aliados, tampoco se puede esperar consecuencia alguna a la hora de la crisis.
Así entonces, en casos como éstos que nos toca ventilar, como no se trata de una amistad preexistente, de un vínculo (ideológico, político) genuino, no se puede decir que te traicionan. Simplemente, te cagan.
Página12
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