martes, 29 de julio de 2008

Conflictos (Por Washington Uranga)

Los exégetas y exaltadores de Julio Cobos le atribuyen, entre otros discutibles “méritos”, el de haber contribuido a generar en la sociedad una suerte de “tranquilidad” social porque permitió, dicen, acabar con el conflicto. ¿Cuál fue el conflicto que llegó a su fin? Para sincerar la situación habría que decir que, con su voto “no positivo” en el Senado, el vicepresidente permitió volcar la balanza en favor de los intereses de los grupos económicos más poderosos “del campo”. Eso es todo. No hay solución al conflicto y seguramente no la habrá en mucho tiempo. Porque en definitiva lo que está en juego no es otra cosa que la distribución del poder, económico y político. Y el conflicto –que no es bueno ni malo en sí mismo– es parte integral de los procesos sociales, es inherente a la democracia misma.

Lo que Cobos hizo fue otorgarle una victoria coyuntural a una de las partes, a uno de los sectores que forman parte de un conflicto cargado de complejidad, donde nada es totalmente blanco o negro, y en el que todavía hay muchos partícipes que ni siquiera llegan a ser actores, porque siguen silenciados o excluidos del debate, a pesar de estar directamente afectados por la situación. Que digan si no es así tantos campesinos pobres y miembros de comunidades originarias. Unos y otros siguen sin ser convocados a las mesas de negociación.

Lo discutible, en el mejor de los casos, tiene que ver con las formas de resolución de los conflictos. Hoy en día la madurez de una sociedad se mide en gran medida por la capacidad de resolver de manera dialogada y consensuada las diferencias. Pero sin confundir. Dialogar y buscar los consensos es siempre un camino difícil, lleno de dificultades, porque nadie puede suponer que las partes se sienten a la mesa para resignar lo que entienden son sus derechos y sus intereses. El camino demanda ante todo el reconocimiento de una escala de valores. Primero están los derechos. Sobre Éstos no hay discusión. Sí sobre su efectiva aplicación. No se puede discutir el derecho a la vida, a la calidad de vida, a la alimentación, a la salud, a la educación. El debate está centrado en las formas de aplicación de tales derechos. Se discuten intereses: ¿qué le pertenece a quién?, ¿qué es legítimo y qué no lo es?

Reafirmar el camino del diálogo y la búsqueda de la paz no puede leerse como una actitud pasiva. Hay que reconocer los aspectos injustos de la realidad en la que vivimos y luchar para cambiarla. Es nuestra obligación, como seres humanos y como ciudadanos. Incluso en aquellos casos en los que no se puede hacer demasiado, la lucha se puede expresar como discrepancia pública respecto de todo lo que se oponga a la vigencia efectiva de los derechos humanos. Como debate, como conflicto. De poco o nada sirve la presunta “tranquilidad” social, cuando ésta se sigue cimentando en la continuidad de situaciones de injusticia, en una inequitativa distribución de la riqueza y del poder.
Sin que ello signifique eludir la revisión de prácticas políticas y criticarlas para modificar las que sean contrarias al sentido de la democracia, será necesario también impedir que el árbol tape el bosque y que todo el debate quede limitado a las formas. Lo que está en juego es mucho más profundo y, sin el menor ánimo de dramatizar, en ello va la vida y la muerte de muchos argentinos y argentinas. El verdadero conflicto consiste en definir quiénes deciden y a quiénes llegan los beneficios de lo que se produce. En torno DE esta cuestión fundamental es que deben producirse los alineamientos. Sin quitarle valor a la discusión sobre los métodos y la formas, pero sin perder de vista la cuestión de fondo. Entonces... seguimos en conflicto.

lunes, 28 de julio de 2008

Rápido, decime en que película lo viste?

Harry Dean Stanton & nude woman





Nadie sabe cual es su verdadero nombre y tiene en su haber, apareciendo en la pantalla, más de ciento cincuenta películas.
Nunca por mucho minutos.
Un amigo me dice que no es un actor, que es un habitante casual del escenario donde se está filmando.
Algo así como que pasaba y le dijeron si tenía algo que hacer ese día.
Es Harry Dean Stanton.

miércoles, 23 de julio de 2008

¿Hay que hablar de traición? (Por Horacio Gonzalez)


Frases sobre la traición pueblan la historia de la humanidad. Pertenecen a la mitología de los grandes pastores de almas, que sienten el latido de una secreta amenaza de discípulos o aliados. Según una idea milenaria, toda conciencia se hallaría entre una proclama de lealtad y el deseo de negarla. El consuelo de los herejes siempre fue el de decir “la historia me juzgará”, lo que no deja de ser cierto pero mezquino. Siempre los acontecimientos colectivos y las lógicas complejas superan en el tiempo a las pasiones personales. Pero la historia nunca juzga, pues es mera acumulación de reinterpretaciones y en el fondo no hay nada más atemporal que las pasiones.
Quizá sólo algunos espíritus privilegiados tengan derecho a la traición. Otros hombres que expresan una vida aguachenta podrán pensar que con una traición se redimen. En su famoso cuento sobre la traición, Borges demuestra que el héroe se fabrica con los ingredientes de una impensada pero necesaria defección. Sin embargo, la historia procede de forma diferente. Suele trabajar con hombres anodinos a los que pone en situaciones irreversibles. A partir del estropajo de la vida, alguien puede tomar una decisión irrevocable que desvía el curso de las cosas.
Pero no conviene explicar con estas referencias el modesto caso de Cobos, que intentó padecer primero y luego se convirtió en insensato cosechero de lo que se había producido. Lo esperaba el ditirambo de la mitad del país dividido, al que ofreció la escisión correspondiente de su propia conciencia. Dijo actuar en nombre de la ley doméstica en vez de atender la razón institucional, excusa que surge más de la experiencia de los momentos de disolución social que del invento griego de una razón familiar autodestructiva por encima de la objetividad de la historia. Cobos no es un Labdácida y está muy lejos de Tebas. Escuchar su balbuceo el jueves a la noche era impresionante. No existía más el Estado. Existía el mascullo del que creía que era bueno perder la dignidad pública en nombre de un argumento antiquísimo: la consulta con la familia.
He aquí la paradoja. Esa “consulta” era reaccionaria. Y el Estado, débil, problemático y anonadado, era progresista. Cobos habló de consenso, pero su consenso era una parte exquisita y concreta de la propia división social. Su voto fortalecía el camino del cisma y no de su cura. Pero las naciones comienzan siempre por ser bifurcaciones y, si las naciones prosiguen, es porque en cada momento hay fórmulas de convivencia verosímiles, grados aceptables de equilibrio, disputas sobre la interpretación del pasado o constantes luchas por relaciones entre las partes que podrían ser más equitativas. La “unión nacional” es siempre un estadio provisorio de fuerzas, una manera de convencer al resto de que el trato obtenido, aunque sea injusto, es una ilusión viable a cambio de diferir una guerra. La historia la podrán escribir “los que ganan” pero no hay nación sin la memoria de los lastimados. Lo que quiso decir Cobos es que era posible dividir la institución gubernamental en nombre de no dividir más al país. Fórmula presuntamente pacifista pero engañosa.
El deber del Gobierno era y es llevar la disensión en ambientes de debate compartidos y con probados recursos resolutivos de índole democrática: el Parlamento, la argumentación en plaza pública, el movimiento de combate intelectual en la prensa y en la esfera pública en general. ¿Alguien puede asustarse de eso? Es el ágora nacional en torsión y movimiento. El deber del vicepresidente era el de no imaginar que seguiría siendo un hombre libre si se convertía en una pieza inesperada del vasto movimiento de contestación de las nuevas clases urbanas y rurales, con sus simbologías de vindicta renovadas. Ellas se hallan envueltas en una redefinición del país social, la más conservadora y beligerante de la que tenga memoria en por lo menos las última cinco décadas. Cobos viaja como Pipo Pescador en su automóvil. Pero ahora sí es un hombre prisionero.
No hace falta decir más. Cobos no pudo pensarse él mismo, no sabe lo fundamental de sí, aunque módicas astucias no le falten. Será olvidado o invitado todos los domingos a la televisión. Hablará del tránsito en la Fiesta de la Vendimia o de la vendimia de las almas en tránsito. Poco importa. Lo que ahora resultaría necesario es replantear con más agudeza la relación entre la justicia última sobre el producto que genera la nación con su trabajo y el modo en que se hacen políticos los hombres políticos. Se trata este último tema también de una cuestión de justicia. Pero de una justicia autorreflexiva. Acusar a los “ardorosos” y acudir diariamente a la palabra “crispación” se convirtió hace tiempo en la condena que señala a los hombres presuntamente peligrosos. A la inversa, ciertos personajes se tornan políticos para ofrecer intermediaciones a los núcleos clásicos de poder y describen su acción como una forma de atenuar el conflicto y “combatir a los confrontativos”. ¿Su modelo puede ser el sosegado Biolcati? ¡Como si estos inventados caballeros, en nombre de la astucia de la razón hubieran mandado a la lucha a las pobres pasiones de un Cobos, un Buzzi, un De Angeli!
Pero no es verdaderamente así. Hay astucia pero más pesaron los pensamientos velados. Permanentemente, en las ristras de escarnio y miasmas de opinión que continúan como detritus complementario los artículos de muchos diarios, la locura es una insinuación. Las terminologías insultantes flotan en el ambiente. Se atribuyen civilización y se conjuran contra la barbarie. Pueden prescindir de escritos magistrales y alojarse en una frase distraída del noticiero de la tarde o en el detritus del triste anónimo que así nomás la prensa publica so capa de “participación del lector”. Miles y miles fueron vicepresidentes y vicarios de estos lenguajes masivos que ofuscaron a la democracia política, social y económica que se insinúa.
En nombre de esas secretas deidades se pone en marcha la purificación de la política. Muchas veces subyace remotamente la pulcritud de la tríada “Dios, Patria, Hogar” en los temas aparentemente erráticos que se escuchan a diario, otras veces el mundo demasiado erizado obliga a invocar un refugio de rutina en la familia vista como desahogo de la impureza. Los lenguajes usados salen de vetustas sentinas. Por eso no se puede eliminar de la política la idea de traición. Es su manera esencial de ser inestable, su elogio del desvío final que se presentaría como un gesto de salvación. La traición no lo sería si el desvío lo anuncia un sacrificado con grandes argumentaciones, a veces con gestos últimos. Por eso, el honor, su contrario, puede llevar a otras soluciones en desuso, de la estirpe de un Lugones, un Vargas. Hay traiciones porque no puede ser el suicidio la base de lo político. Hay traiciones porque no puede la conciencia del político ser una pieza sin costuras sino un eslabón donde se expanden las luchas sociales. El concepto de traición es la efímera forma de convocar al ámbito común intransigente y justificar las propias desconfianzas.
Más allá de las interpretaciones en curso, las escenas finales del debate del jueves tuvieron una estatura dramática excepcional, que iban del rostro de Pichetto al farfullo de Cobos, del inútil pedido de cuarto intermedio a las frases terribles que se pronunciaron, del aire confesional de uno al recuerdo de sentencias de resonancia escalofriante del otro. Han retumbado en toda la república. Me permito opinar que no se puede dejar de pensar en ello, pero lo ocurrido –“hazlo ahora”– no debe ser motivo de dictamen sino de constricción, no de condena sino de lamento, no de denuncia sino de elipsis pudorosa. Hay que hacer más sensibles a las instituciones, descubrir lo que aún no sabemos, posibilitar que el denuesto que desearíamos lanzar quede retenido en el umbral interno de la conciencia y esmerar los argumentos de justicia pública, social, cotidiana y colectiva. Como dijo Simón Rodríguez, el gran maestro de Bolívar, o inventamos o erramos.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

martes, 22 de julio de 2008

Que no pierda el rumbo (Por Raúl Dellatorre)


La mala gestión de las empresas públicas resultó un argumento convincente, durante los ’90, para justificar su privatización. Aunque esa mala gestión proviniera de años de conducciones que buscaran su vaciamiento o deliberada ineficacia en el cumplimiento de sus objetivos. Pero en el caso de Aerolíneas Argentinas, fue distinto.

Fue preciso mentir, falsear los datos y la realidad de una empresa capaz de ganarles en eficiencia, prestigio y hasta en resultados a sus competidoras privadas. Se hizo un gran “esfuerzo” para tapar esa realidad, prometiendo incluso que con el capital privado llegaría una mayor comodidad, más frecuencias, tarifas más accesibles, se prometió que se acercarían los destinos y tantas otras cosas que acelerarían la entrada al Primer Mundo. La historia real, la que vino después con la privatización, es más conocida.


Lo que no resultaba tan evidente es que, con la transferencia de la aerolínea de bandera a la gestión privada (aunque de capital estatal, como era el caso de Iberia), se enterraba al mismo tiempo el sueño de integración regional, la posibilidad de sumar esfuerzos entre aerolíneas de bandera que cada país poseía entonces, un plan de rutas y conexiones que privilegiaran el interés común y no la competencia comercial, o que propiciaran el encadenamiento subregional de zonas y pueblos postergados en sus propios países antes que la explotación de las rutas más rentables.


¿No era más lógico, por ejemplo, conectar mediante puente aéreo el norte de Chile con el noroeste argentino, y éste con el sur de Bolivia y el oeste de Paraguay? Y montar, a su vez, esas rutas sobre un proyecto de desarrollo productivo y turístico desde el Pacífico a la selva paraguaya.
En cambio, bajo la lógica de Iberia, las únicas puertas de salida del país fueron las capitales nacionales. Desde allí, los vuelos partían mirando a Madrid. Con escalas sólo para reabastecer y sin desviarse de la ruta.


Un diputado nacional de aquellos años, viendo más allá del alcance normal de la vista, planteó entonces: “Acá la disyuntiva no es estatizar o privatizar, sino encontrar un proyecto político y económico para que el Estado sirva. En un país dependiente, un Estado que planifica, que fiscaliza y dirige deja al liberalismo fuera de contexto, porque entonces ya no puede desarrollar su viejo proceso de acumulación en base a la competencia despiadada, a la política monopólica”. Ese diputado, Germán Abdala, ya no está físicamente. Pero hoy, frente a quienes se resisten a volver a esa lógica de Estado en la operación de Aerolíneas, la batalla sigue siendo la misma.


Página12

lunes, 21 de julio de 2008

Qué país (Por Eduardo Aliverti)






Lo que pasó el jueves no pasa en absolutamente ningún lugar de este mundo. Es válido empezar por ahí, porque sirve de referencia para el análisis global.



Que un vicepresidente vote en contra de su gobierno; que lo haga a seis meses de iniciado éste; que lo ejecute en una instancia crucial para la suerte de la fuerza que integra; que no sólo no haya tenido la ética de renunciar, sino que porte la amoralidad de decirle a su compañera de fórmula que aquí no ha pasado nada y que quiere seguir a su lado hasta el 2011; que el conjunto de los periodistas de la Patria Mediática, siempre horrorizados por la prostitución ideológica de “los políticos” y alucinados con Borocotó hasta ayer nomás, rescate casi sin eufemismos los huevos que tuvo Cobos... Borges y Groucho Marx hubieran quedado boquiabiertos. Haber cruzado este límite surrealista es la pauta de la monumentalidad de los errores del Gobierno y de la magnitud del enemigo. Dijo un funcionario kirchnerista: “La primera vez que tocamos intereses concretos del poder, del poder real, lo único que se nos ocurrió fue enfrentarlos con el bombo y la marcha peronista. Así que nos pasó lo que nos tenía que pasar”.



Esa primera persona del plural es un elemento muy interesante. De qué hablan algunos cuando hablan de nosotros. Y de qué hablamos muchos de nosotros cuando nos referimos a ellos. Cuando desde el oficialismo citan el nosotros, lo hacen munidos de un sentido marcadamente excluyente, que se reserva la apropiación pero sobre todo las consecuencias de toda victoria, derrota, disposición o gesto político. Esa es en verdad la soberbia preocupante. Ese desprecio acerca de que las decisiones que toman, o la forma de implementarlas, no los afecta solamente a ellos, sino al grueso de quienes ellos dicen representar con dirección progresista. Y en analogía, tras el Waterloo del jueves, se escucha a muchos progres que pasan la factura por el número de estropicios oficialistas. Todo lo que se reprocha es cierto.


Que se jodan por aliarse con radicales, que tienen el invicto histórico de terminar, siempre, traicionando.


Que se jodan por haber apostado a la estructura mafiosa de los barones del conurbano.


Que se jodan por no haber abierto el juego por afuera del PJ.


Que se jodan por la admirable ingenuidad de mandar el proyecto al Congreso.


Que se jodan por apoyarse en la burocracia de la CGT y no darle personería a la CTA.


Que se jodan por su estilo capanga de conducción.


Que se jodan por no profundizar la afectación de otros bloques de la clase dominante y acabar sin pan y sin torta. Todo correcto. Pero resulta que a la par del kirchnerismo se jodió, precisamente, la muy tibia posibilidad de seguir avanzando en un modestísimo proceso de pequeños cambios que es, al fin y al cabo, el paso tolerable para esta sociedad. Ahora la salida es posible claramente por derecha, por lo peor de la derecha, y lo que se jodió está lejos de ser sólo el kirchnerismo. ¿Dónde ponemos el no- sotros, entonces, y dónde el ellos?



Alguna parte de esa lógica de escupir para arriba, sin reparar o sin que importe que el salivazo caiga en un radio mucho más amplio que el de origen, tal vez les quepa a algunos de los que hoy creen, de buena fe, que el jueves ganó “la democracia”, o “la moderación”, o “el consenso”. O la buena fe, justamente. Alguien, pocos, varios de quienes no soportan a este Gobierno, o de quienes frente al conflicto puntual decidieron estar enfrente, deben haber dudado del sincero corazón de Cobos cuando a las pocas horas de votar se trepó al auto para recoger la adhesión chacarera. Debe ser un hallazgo o hecho psicológico de fuste que al rato de vivir el momento más difícil de la vida uno ande feliz por las rutas argentinas, mostrándose para la foto. Tiene que haber generado algo en la gente de buena fe verlo a Llambías cantando la marcha peronista con Luis Barrionuevo (igual que verlo a Saadi votando el proyecto oficial, nadie dice lo contrario). Alguno debe haber capaz de conmoverse un poquito por haberle llamado “dictadura” al único oficialismo del mundo cuyo vicepresidente le vota en contra y lo hiere de muerte, quizás, porque terminó siendo que semejante dictadura es tan torpe que ni siquiera tenía información de lo que podría ocurrirle en el Congreso.



Cupo recordar por estos días una definición de Gramsci: Es hegemonía cuando una clase, o fracción de una clase, logra convencer al resto de las clases, o fracciones de clase, de que sus intereses particulares son los intereses generales. Eso, exactamente eso, es lo que acaba de (volver a) consumarse en la Argentina. Pero no en la madrugada del jueves. Y ni siquiera desde marzo último, cuando en la conjunción de los desatinos gubernamentales, y el aprovechamiento de ellos por parte de la fracción gauchócrata-mediática, comenzó a tejerse el entramado que Julio Cobos coronó con la teatralización de su cinismo supremo. Esto viene y se repite desde hace más de 30 años. Es la victoria de las patronales de los milicos. Son los 30 mil desaparecidos para que se haya logrado juzgar y encarcelar a los genocidas, pero no revertir la fenomenal derrota política que supone el terror de las clases medias y populares a cualquier vía de tímidos cambios alterativos del humor de los privilegiados. Cobos y los pusilánimes que priorizaron sus hectáreas, sus chacras, la tranquilidad del vermucito y la siesta cuando vuelven al pago, la defensa falsa del funcionamiento institucional para que la coreografía periodística los ampare, traicionaron acuerdos políticos de circunstancia. Fueron infieles, pero no desleales. Debajo de la superficie –o bien arriba, en realidad– respetaron a rajatabla su cuadro de valores ideológico: no apartarse jamás de los que estarán siempre, de los que tienen la plata del poder verdadero. Los demás van y vienen, llámense Kirchner o como sea. Los Llambías y los Miguens no. Ellos están siempre. Ellos y el tilingaje que quiere ser como ellos y nunca lo será. Los pobres y el medio pelo que piensan con la cabeza de los ricos son el reaseguro de esta gente.



Ganaron otra vez, aunque en esta oportunidad no corresponde felicitarlos porque la mayor y mejor parte del trabajo la hizo el Gobierno. Les resta la rearticulación de sus fuerzas políticas y entronizar al Menem Blanco, que bien podría ser el propio Cobos, ahora que es el héroe nacional de la gran familia argentina. Los rentistas agrarios, los periodistas del sentido común, la Sociedad Rural, Lilita, Monsanto, las patrullas troscas que les proveen cotillón, Duhalde, los radicales, Macri. Es eso. No hay comandos civiles, ni grupos de tareas ni ninguna de las afiebradas fantasías con las que Kirchner tiró sus últimos manotazos.



El golpe es la repetición de la derrota cultural. Ese sí. Terminan de concretarlo. Que cada quien se haga cargo de la parte que le toca.


Página12

De los traidores (Por Juan Sasturain)


Cobos un cagón, cagador y traidor

En esta época tan devaluada que nos toca vivir –y parafraseando al viejo y querido De Quincey– podemos decir que asistimos a una auténtica decadencia (también) en el arte de traicionar. No porque esta antigua disciplina, llevada a la perfección por Brutos romanos imperiales y algún selecto adocenado cristiano fundador, haya dejado de ejercitarse sino por lo contrario: es tanta la banalización de la traición que –confundida con la generalizada cobardía, el módico cálculo oportunista y la práctica del simple cagador– se ha ido desdibujando en su esencial naturaleza. Porque cagador es cualquiera, pero traidores que merezcan genuinamente el calificativo hay pocos.

Para que nos entendamos con respecto a de qué estamos hablando, cabe recordar un diálogo ejemplar de El Siciliano, una penosa película del malogrado Michael Cimino –el mismo que hizo The Deer Hunter (rebautizada acá increíblemente El francotirador), obra maestra absoluta– basada en el libro homónimo de Mario Puzo sobre Salvatore Giuliano, el bandido siciliano. En memorable secuencia, un indigerible Christopher Lambert en el papel de Giuliano sostiene que Picciotta –su hombre más cercano, compañero de siempre, John Turturro en el film– lo traicionará. Los que están a su lado tratan de disuadirlo de esa sospecha o convicción argumentando, básicamente, que no puede ser porque Picciotta es su amigo. Y ahí está la perla: “Precisamente: sólo traicionan los amigos”, dice Giuliano-Lambert con una línea impecable que justifica la película entera.

Ahí está la cuestión: la traición no está al alcance de cualquiera. Para poder traicionar algo o a alguien, primero hay que haberlo querido, amado, valorado, hecho carne. Una traición no es un mero engaño (aparentar una cosa y ser otra) sino una mudanza violenta que implica rotura, desgarro (a veces) mutuo de las partes, cierto drama resultado de un conflicto interior. La traición rompe con algo que existía antes (un vínculo, un ideal, un pacto de convicciones) y para eso ni siquiera es necesario que haya otro de por medio para que se produzca, pues bien se puede hablar de alguien que traicionó sus (propios) sueños.

Así, según la brillante y acérrima definición de Giuliano, sólo aquellos que han construido vínculos genuinos, fuertes, de compromiso sincero como la amistad verdadera merecen –ante la inconsecuencia ajena– la afrenta de sentirse heridos, de ser traicionados. Y, a la inversa y desde Judas, sólo aquellos que han sentido el desgarrón interior y pese a ello han roto con lo que les fue más amado desde de motivaciones más oscuras que circunstanciales, merecen el nombre y el hondo destino dantesco de traidores.

Por lo cual, y volviendo al presente discepoleano de lodo y manoseo, sólo la entendible furia y la habitual ligereza calificativa que campea en nuestras discusiones pueden hablar de traición para calificar lo que no es sino un gesto más, un avatar más del devenir inconstante de votos y opiniones, del oportunismo político, en suma. Acá no se trata de un duelo entre totalitarios (sic) y traidores (sic), según las respectivas descalificaciones, sino de un juego lábil entre eventuales aliados y potenciales cagadores en el que las convicciones profundas no tienen intervención, ni relevancia. No están ahora porque no estaban antes.

Moraleja uno: si a la hora de acumular (votos, alianzas, porcentajes) no importaron las afinidades profundas sino las meras conveniencias mutuas, no se debe esperar consecuencia alguna a la hora de la crisis.

Moraleja dos: si a la hora de tomar decisiones no se contemplaron las opiniones (o los intereses) del conjunto de los heterogéneos aliados, tampoco se puede esperar consecuencia alguna a la hora de la crisis.

Así entonces, en casos como éstos que nos toca ventilar, como no se trata de una amistad preexistente, de un vínculo (ideológico, político) genuino, no se puede decir que te traicionan. Simplemente, te cagan.

Página12

jueves, 10 de julio de 2008

Un hombre con quién hablar (Por Manolo Suarez)




Hay una zamba que para mí es especialmente significativa, pero no tanto por su letra, no tanto por su melodía, como por el recuerdo que evoca. “La zamba de Anta” significó para mí muchas cosas y me devuelve a un momento clave de mi vida: la ocasión en que conocí al Cuchi Leguizamón.


Fue en los primeros años de la década del ‘70. Ese año me estaba yendo con unos amigos de vacaciones a Pinamar, y como tenía otros amigos en Santa Teresita, paramos un par de días antes ahí. Este amigo que estaba viviendo allá era un músico excelente que se llamaba Rodrigo Montero, que ya falleció. Fuimos a saludarlo, y una tarde, después de la siesta, estábamos tomando unos mates y de repente veo a este tipo grandote, barbudo, al que yo hasta ese momento no conocía personalmente. Nos pusimos a conversar y mi amigo Rodrigo me dice: “Te presento a mi concuñado” (o cuñado: es que estaban casados con dos hermanas, la esposa de Montero era la hermana de la esposa de Leguizamón).


Es extraño, pero volver a hablar de aquel momento dispara un recuerdo de ese primer encuentro que no sabía que guardaba. Después de que nos presentaron, el Cuchi decidió averiguar dónde había un piano. Creo que encontró uno en un hotel, y me dijo: “¿Por qué no vamos a tomar un café, o un cognac, así te muestro algunos temas míos?”. Le dije: “Escúcheme –yo no lo tuteaba–, yo conozco algunos de sus temas”.


Pero fuimos y él tocó al piano, y cantó, con una voz no profesional, algunas de sus canciones, y después me contó de dónde venían, cómo trabajaba. Me dijo: “Con el Barbudo –él lo llamaba así a Manuel Castilla, el autor de la letra de, entre otras, “La zamba de Anta”– siempre trabajamos en colaboración. Es que yo me llevo muy bien con las letras de él; pasa que nos llaman las mismas cosas, y también que somos compañeros de tantas salidas con amigos”. Esto era algo que iba más allá de lo estrictamente profesional.



Me pasé más de una semana con el Cuchi, a la mañana, a la tarde, a la noche. Ese encuentro fue fundamental para mí, porque fue lo que decidió que yo hiciera folklore. Yo venía de la música clásica, y me estaba yendo bien: había ganado premios de composición en Italia a los 17 años.


Mi relación con el folklore hasta ese momento era la que puede tener todo el mundo; la experiencia de haber escuchado a Falú, a Ariel Ramírez, pero nada de eso había sido determinante. En ese primer encuentro, él me preguntó: “¿Y vos qué hacés? ¿Te dedicás a la música clásica, no? ¿Y qué pensás del folklore?”. A lo que yo le dije: “En general me gusta, pero hay cosas que me aburren”.


El Cuchi quiso saber por qué, y yo le nombré unos compositores, que ahora no viene al caso nombrar. Y él me dijo: “Ah, ésos son los vulgaris, aquellos que transitan nada más que por el lugar común”. Hizo una pausa, y continuó: “Uno siempre trata de hacer una cosa distinta de la anterior. Componer cada tema tiene que ser un desafío. A mí el Barbudo me abre un espectro bien amplio, porque siempre me narra cosas. A mí me gusta mucho el tango, pero a veces parece hecho por tipos que están siempre enojados, mientras que nosotros le cantamos al paisaje. Esto no nos hace mejores, ni peores, pero le cantamos al paisaje. ¿Sabés qué pasa? Los que viven en la ciudad se enteran cuando comienza el día por el ruido de los colectivos; y en Salta yo me entero de cuando empezó el día porque me pega el sol en la cara”.


Era un hombre increíble, con una cultura muy amplia. Una vez le pregunté, siempre de usted: “¿Usted se dedica únicamente a la música?”. Y me contestó: “No, también soy doctor en abogacía”. “¿Y no tiene un estudio?” “No, ¿y sabés por qué no ejerzo la profesión? Porque no me gusta vivir de la discordia ajena.”



Cuando conocí al Cuchi en aquel encuentro en Santa Teresita, yo ya había escuchado temas de él, pero por otros intérpretes, otras versiones. Pero fue cuando lo escuché por él, escuché sus motivaciones, por qué la cantaba y cómo la cantaba, que se produjo una transformación.


Me pasó lo que le pasa al tipo al que por ahí le gustan los blues y los ha escuchado cantar más o menos, hasta que de pronto se pasa una semana con el B.B. King: es más o menos lo mismo, porque el Cuchi era un prócer del folklore. Y ahora, al día de hoy, siempre que escucho ese tema que hizo en colaboración con Castilla (en la letra), me trae ese recuerdo. No es sólo la canción sino que esa canción, en ese encuentro, fue un punto de partida para el resto de mi vida. Después, con el Cuchi haríamos muchas cosas más. Nos fuimos de gira juntos; a partir de esos inicios lo representé discográficamente, y también fui amigo personal. Un gran hombre con quien hablar, y también un tipo que te preparaba unas comidas increíbles. Lo que más extraño de él hoy son esos encuentros en los que me hablaba de las contingencias de su vida, y lo que cocinaba. Extraño al amigo y al cocinero, que ya no están. Lo que quedó de él, como testimonio, es su obra, imperecedera.



El pianista Manolo Juárez estará presentando el primer disco junto con el Daniel Homer Cuarteto, en el que interpretan versiones de Andrés Chazarreta, Jaime Dávalos, Atahualpa Yupanqui y canciones propias, todos los sábados de julio a las 21.30, en Notorious, Callao 966.



La zamba de Anta


(1955, música de Gustavo Leguizamón;
letra de César Perdiguero y Manuel Castilla)


Ay Anta mi tierra arisca,
sombra de los tigres, flor del yuchán
si braman los guardamontes
una vidala se va.


Volteando sin asco el monte
el ojo del hacha quiere llorar,
cuando muere una corzuela
la arena se vuelve sal.


Esta es la zamba del monte
flor de laurel,
arriba quema la luna
abajo la caja dele padecer.


Caliente rastro en la noche
que el aire del Chaco no borrará
al sueño de los cuatreros
nadie lo puede enlazar.


Ya estás viniendo en los toros
por los guayacanes regresarás,
ay Anta te vuelves vino
cuando te quiero cantar.


Esta es la zamba del monte
flor de laurel,
arriba quema la luna
abajo la caja dele padecer.


Gustavo “Cuchi” Leguizamón (1917-2000) fue un músico de formación autodidacta (aunque en sus comienzos estudió con el maestro Prevot), que compuso más de ochenta obras, varias de ellas junto a Manuel Castilla, Jaime Dávalos, Miguel A. Pérez, Nella Castro, entre otros artistas reconocidos. Sus zambas son las más famosas y están consideradas las más representativas de la cultura musical de Salta. Entre otras, compuso “Zamba del pañuelo”, “Zamba del mar”, “La panza verde” (con Dávalos), “Chacarera del expediente”, “Carnavalito del duende”, “Zamba de Argamonte” (Castilla), “Bajo el azote del sol” (Nella Castro). “La zamba de Anta” refleja la vida y los trabajos del monte, recurriendo al lenguaje regional y buscando transmitir el amor por una tierra a la que no es sencillo sacarle frutos. Leguizamón falleció el 27 de septiembre de 2000, a los 83 años.
De Página12

viernes, 4 de julio de 2008

"Los mapas del alma no tienen fronteras" (Por Eduardo Galeano)

Nuestra región es el reino de las paradojas.

Brasil, pongamos por caso: paradójicamente, el Aleijadinho, el hombre más feo del Brasil, creó las más altas hermosuras del arte de la época colonial; paradójicamente, Garrincha, arruinado desde la infancia por la miseria y la poliomelitis, nacido para la desdicha, fue el jugador que más alegría ofreció en toda la historia del fútbol y, paradójicamente, ya ha cumplido cien años de edad Oscar Niemeyer, que es el más nuevo de los arquitectos y el más joven de los brasileños.

- - -

O pongamos por caso, Bolivia: en 1978, cinco mujeres voltearon una dictadura militar. Paradójicamente, toda Bolivia se burló de ellas cuando iniciaron su huelga de hambre. Paradójicamente, toda Bolivia terminó ayunando con ellas, hasta que la dictadura cayó.

Yo había conocido a una de esas cinco porfiadas, Domitila Barrios, en el pueblo minero de Llallagua. En una asamblea de obreros de las minas, todos hombres, ella se había alzado y había hecho callar a todos.

–Quiero decirles estito –había dicho–. Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro.

Y años después, reencontré a Domitila en Estocolmo. La habían echado de Bolivia, y ella había marchado al exilio, con sus siete hijos. Domitila estaba muy agradecida de la solidaridad de los suecos, y les admiraba la libertad, pero ellos le daban pena, tan solitos que estaban, bebiendo solos, comiendo solos, hablando solos. Y les daba consejos:

–No sean bobos –les decía–. Júntense. Nosotros, allá en Bolivia, nos juntamos. Aunque sea para pelearnos, nos juntamos.

- - -

Y cuánta razón tenía.

Porque, digo yo: ¿existen los dientes, si no se juntan en la boca? ¿Existen los dedos, si no se juntan en la mano?

Juntarnos: y no sólo para defender el precio de nuestros productos, sino también, y sobre todo, para defender el valor de nuestros derechos. Bien juntos están, aunque de vez en cuando simulen riñas y disputas, los pocos países ricos que ejercen la arrogancia sobre todos los demás. Su riqueza come pobreza y su arrogancia come miedo. Hace bien poquito, pongamos por caso, Europa aprobó la ley que convierte a los inmigrantes en criminales. Paradoja de paradojas: Europa, que durante siglos ha invadido el mundo, cierra la puerta en las narices de los invadidos, cuando le retribuyen la visita. Y esa ley se ha promulgado con una asombrosa impunidad, que resultaría inexplicable si no estuviéramos acostumbrados a ser comidos y a vivir con miedo.

Miedo de vivir, miedo de decir, miedo de ser. Esta región nuestra forma parte de una América latina organizada para el divorcio de sus partes, para el odio mutuo y la mutua ignorancia. Pero sólo siendo juntos seremos capaces de descubrir lo que podemos ser, contra una tradición que nos ha amaestrado para el miedo y la resignación y la soledad y que cada día nos enseña a desquerernos, a escupir al espejo, a copiar en lugar de crear.

- - -

Todo a lo largo de la primera mitad del siglo diecinueve, un venezolano llamado Simón Rodríguez anduvo por los caminos de nuestra América, a lomo de mula, desafiando a los nuevos dueños del poder:

–Ustedes –clamaba don Simón–, ustedes que tanto imitan a los europeos, ¿por qué no les imitan lo más importante, que es la originalidad?

Paradójicamente, era escuchado por nadie este hombre que tanto merecía ser escuchado. Paradójicamente, lo llamaban loco, porque cometía la cordura de creer que debemos pensar con nuestra propia cabeza, porque cometía la cordura de proponer una educación para todos y una América de todos, y decía que al que no sabe, cualquiera lo engaña y al que no tiene, cualquiera lo compra, y porque cometía la cordura de dudar de la independencia de nuestros países recién nacidos:

–No somos dueños de nosotros mismos –decía–. Somos independientes, pero no somos libres.

- - -

Quince años después de la muerte del loco Rodríguez, Paraguay fue exterminado. El único país hispanoamericano de veras libre fue paradójicamente asesinado en nombre de la libertad. Paraguay no estaba preso en la jaula de la deuda externa, porque no debía un centavo a nadie, y no practicaba la mentirosa libertad de comercio, que nos imponía y nos impone una economía de importación y una cultura de impostación.

Paradójicamente, al cabo de cinco años de guerra feroz, entre tanta muerte sobrevivió el origen. Según la más antigua de sus tradiciones, los paraguayos habían nacido de la lengua que los nombró, y entre las ruinas humeantes sobrevivió esa lengua sagrada, la lengua primera, la lengua guaraní. Y en guaraní hablan todavía los paraguayos a la hora de la verdad, que es la hora del amor y del humor.

En guaraní, ñeñé significa palabra y también significa alma. Quien miente la palabra traiciona el alma.

Si te doy mi palabra, me doy.

- - -

Un siglo después de la guerra del Paraguay, un presidente de Chile dio su palabra, y se dio.

Los aviones escupían bombas sobre el palacio de gobierno, también ametrallado por las tropas de tierra. El había dicho:

–Yo de aquí no salgo vivo.

En la historia latinoamericana, es una frase frecuente. La han pronunciado unos cuantos presidentes que después han salido vivos, para seguir pronunciándola. Pero esa bala no mintió. La bala de Salvador Allende no mintió.

Paradójicamente, una de las principales avenidas de Santiago de Chile se llama, todavía, Once de Setiembre. Y no se llama así por las víctimas de las Torres Gemelas de Nueva York. No. Se llama así en homenaje a los verdugos de la democracia en Chile. Con todo respeto por ese país que amo, me atrevo a preguntar, por puro sentido común: ¿No sería hora de cambiarle el nombre? ¿No sería hora de llamarla Avenida Salvador Allende, en homenaje a la dignidad de la democracia y a la dignidad de la palabra?

- - -

Y saltando la cordillera, me pregunto: ¿por qué será que el Che Guevara, el argentino más famoso de todos los tiempos, el más universal de los latinoamericanos, tiene la costumbre de seguir naciendo? Paradójicamente, cuanto más lo manipulan, cuanto más lo traicionan, más nace. El es el más nacedor de todos.

Y me pregunto: ¿No será porque él decía lo que pensaba, y hacía lo que decía? ¿No será que por eso sigue siendo tan extraordinario, en este mundo donde las palabras y los hechos muy rara vez se encuentran, y cuando se encuentran no se saludan, porque no se reconocen?

- - -

Los mapas del alma no tienen fronteras, y yo soy patriota de varias patrias. Pero quiero culminar este viajecito por las tierras de la región, evocando a un hombre nacido, como yo, por aquí cerquita.

Paradójicamente, él murió hace un siglo y medio, pero sigue siendo mi compatriota más peligroso. Tan peligroso es que la dictadura militar del Uruguay no pudo encontrar ni una sola frase suya que no fuera subversiva y tuvo que decorar con fechas y nombres de batallas el mausoleo que erigió para ofender su memoria.

A él, que se negó a aceptar que nuestra patria grande se rompiera en pedazos; a él, que se negó a aceptar que la independencia de América fuera una emboscada contra sus hijos más pobres, a él, que fue el verdadero primer ciudadano ilustre de la región, dedico esta distinción, que recibo en su nombre.

Y termino con palabras que le escribí hace algún tiempo:

1820, Paso del Boquerón. Sin volver la cabeza, usted se hunde en el exilio. Lo veo, lo estoy viendo: se desliza el Paraná con perezas de lagarto y allá se aleja flameando su poncho rotoso, al trote del caballo, y se pierde en la fronda.

Usted no dice adiós a su tierra. Ella no se lo creería. O quizás usted no sabe, todavía, que se va para siempre.

Se agrisa el paisaje. Usted se va, vencido, y su tierra se queda sin aliento.

¿Le devolverán la respiración los hijos que le nazcan, los amantes que le lleguen? Quienes de esa tierra broten, quienes en ella entren, ¿se harán dignos de tristeza tan honda?

Su tierra. Nuestra tierra del sur. Usted le será muy necesario, don José. Cada vez que los codiciosos la lastimen y la humillen, cada vez que los tontos la crean muda o estéril, usted le hará falta. Porque usted, don José Artigas, general de los sencillos, es la mejor palabra que ella ha dicho.

martes, 1 de julio de 2008

El odio de estos días (Por José Pablo Feinmann)



Uno de los mails que recibí durante estos días me pareció no sólo doloroso, sino revelador de un estado de espíritu que atraviesa la derechizada sociedad argentina de estos días. Esta derechización no tiene nada de extraño pues el mundo ha girado a la derecha y en los países ricos surgen el fascismo, el neonazismo, la violencia contra el diferente, la incapacidad del diálogo, el desprecio de la democracia.

Estuve –por cuestiones literarias– unos quince días en Europa y la xenofobia, el racismo y la violencia que conllevan son moneda de todos los días. Todos piden que se expulse a los inmigrantes, que no se los deje entrar. Se levantan muros legales o muros reales, como el que levanta Bush contra los mexicanos. El mundo está entre la derecha occidental y el irracionalismo extremo del islamismo. Entre tanto, habían surgido algunos gobiernos tenuemente populistas en América latina, a los que se toleró durante un breve tiempo y sobre los cuales las embestidas son cada vez más feroces. Se trataría de quebrar algunas opciones de esos gobiernos: reemplazar el Mercosur por el ALCA, abjurar de todo gesto de intervencionismo estatal, eliminar cualquier intento de redistribución de la riqueza, concentrar definitivamente los medios de comunicación en el sistema comunicacional que establece hegemónicamente Estados Unidos (con matices, pero sin diferencias notables), desterrar todo lo que apeste a populismo. Si esto se hará democráticamente o no es difícil decirlo.

A Chávez, entre la oposición política, los medios de comunicación y el apoyo de Estados Unidos, estuvieron por voltearlo. Lo que se nota en la Argentina es un factor que acaso (porque así es este país) se manifieste con más potencia que en cualquier otra parte: el odio. Sencilla, simplemente, poderosamente el odio. Si alguien pudo pintar: “Cristina vas a morir como Evita”, todo es posible.

Si a Cristina se le endilgan insultos del calibre más bajo, más obsceno y si, para peor, son las mujeres las que principalmente lo hacen, uno se pregunta: ¿qué pasa? Supongamos que el gobierno de Cristina Fernández no le cae bien a un sector de la población, pero: ¿es para tanto? ¿Es para injuriarlo más que a Menem, que a De la Rúa? Sabiendo (y aceptando en alguna medida) que a otros gobiernos, sobre todo al militar, no se les dijo nada de esto.


Tomo un ejemplo. El cantante Ignacio Copani escribió una canción. Yo no conozco a Copani. Pero ése no es un problema de él, acaso sea un problema mío. Escucho música clásica desde joven y no he logrado moverme de ahí. Hay quienes intentan hacerme “entrar” en el rock, pero no lo logran. Lo siento. La cuestión es que Copani compuso una canción que lleva un título traslúcido. Se llama: “Cacerola de teflón”. Debe tratarse de una crítica al sector social pro-agrario que se manifiesta en las calles con los utensilios que tiene en su cocina según su pertenencia en la escala social. Las cacerolas que tiene son de teflón. Copani canta su letra. Dice lo que tiene que decir y ahí empieza la invasión mediática. El “foro”, en Internet, tiene un anonimato que facilita la agresión y hasta el insulto más soez. Facilita la expresión del odio. De este modo, Copani dice que, a raíz de su canción, recibió algunos mensajes afectuosos. Pero: “Pero he recibido también otro tipo de contactos llenos de reproches, cargados de odio, regados de violencia, intolerancia, agresión y con un espíritu inquisidor que no creí que anidara todavía en gente de mi comunidad. He sido amenazado, agraviado, insultado, difamado, calumniado y, peor aún, han sufrido ese tipo de atropello miembros de mi familia. No me refiero a los impunes foros de Internet sino a e-mails, cartas y llamados recibidos”. ¿Qué pasa? ¿Dónde estamos viviendo? ¿Esta es la ciudad de Buenos Aires? ¿Esta es la capital cultural de América latina? ¿De dónde salió esta tropa de asalto, organizada, feroz, violenta al extremo de estar a las puertas de la agresión física?
Sigue Copani: “Aquellos que piensan que la Sra. Presidenta de mi país me paga por verso, recital u opinión, simplemente están expresando su propia escala de valores y asumiendo que ellos mismos podrían torcer sus convicciones a un precio determinado. Yo no”. Este es otro toque infaltable de este periodismo del odio. Afirma: todo aquel que se manifieste a favor de este gobierno lo hace por interés.
En cambio, si “el campo” llena la Plaza ahí está la patria, la tierra, los valores centenarios, la clase rural que hizo la grandeza de la patria. Si la llena el Gobierno son todos gronchos traídos en los camiones de Moyano, o bandoleros de D’Elía, o desdichados que están ahí por un choripán. Y esto lo dicen periodistas con una trayectoria. Que de pronto se han erizado también de odio. Algunos de ellos cambiarán milagrosamente no bien el Gobierno arregle con sus patrones, con los grupos económicos para los que trabajan. La conversión ideológica del periodismo en los últimos tiempos ha sido vertiginosa. Incluso conozco mucha gente que lo detecta. “¿Viste? Fulano ahora ya no está en contra de Cristina”. “Y claro: si la empresa para la que labura arregló con el Gobierno.” Hay, sin embargo, un ingrediente genuino en este periodismo que acaso ni puedan variar, aunque el grupo mediático para el que trabajan les dé la contraorden: su antiperonismo.

El odio gorila pocas veces penetró tanto en nuestra sociedad. Y peor aún: el odio a la generación del ’70. Lo peor que se le puede decir a alguien es setentista. Y al matrimonio presidencial se les dice sin más “la pareja montonera”, cuando jamás estuvieron en esa organización y no se ha discutido aún con claridad los dislates o no que ha cometido en nuestro país. Dice, en fin, Copani: “Nunca discuto una crítica, sea como sea y venga de quien venga. Pero en este caso no recibí opiniones sobre la conformación estética del tema, de su métrica, de sus rimas, de sus sonidos, de la destreza para ejecutarla, sino una violenta y censuradora mirada hacia el contenido de mis ideas y mi conducta, bien típico de tiempos de inquisición y dictaduras”.

Voy a citar ahora otro mail. Es de Hernán Nemi, que tiene 36 años, es profesor de Literatura en la Universidad de Morón, da clases en varios colegios secundarios y tiene un par de obras escritas para Teatro por la Identidad. (Esto lo torna muy sospechoso para la Argentina del odio y sus voceros comunicacionales. Porque la cosa también tiene este costado de destrucción fundamental: “¡Basta con esa cuestión de los derechos humanos! ¡Basta de juzgar a militares! ¡Basta de exhibir a Hebe de Bonafini en cada acto! ¡Ni a la Carlotto nos bancamos ya! ¡Eso terminó, es el pasado, hay que archivarlo!” O si no: “¡Hay que juzgar a los guerrilleros! ¿O no quedó alguno vivo?”.) Suscribo todo lo que dice Nemi, de modo que citarlo es hablar y decir por su medio, que es impecable, y exhibe una prosa inusual: “Se critica a Cristina por autoritaria: ¿qué otro presidente hubiera soportado cien días con rutas cortadas, desabastecimiento y amenazas constantes sin disparar un solo tiro ni reprimir en ninguno de los cientos de cortes de caminos que hubo? Entre el 19 y 20 de diciembre de 2001 murieron 31 personas en la represión del gobierno de De la Rúa a las manifestaciones populares.

El matrimonio ‘montonero’ tuvo la actitud más tolerante y democrática frente a las protestas de la ciudadanía que se recuerde en toda la historia argentina”. Aquí sólo podríamos pulir la frase “toda la historia argentina”. Hubo otros gobiernos con tolerancia de democrática. Es cierto que, en este caso, el llamado “campo” ha paralizado el país y su abastecimiento. Se trata, sin más, de un acto de subversión absoluto que deteriora por completo el funcionamiento del país. Y a los piqueteros se los quería colgar por cortar una calle.
Sigue Hernán Nemi: “¿Es éticamente correcto que la clase media y alta de Buenos Aires salgan a golpear cacerolas por las retenciones del campo cuando jamás las golpearon por las flacas jubilaciones que cobran nuestros viejos ni por los chicos que tienen hambre, ni por los sueldos docentes, ni por la carpa docente, ni por la privatización vergonzosa de nuestras empresas en los ’90?”. Y también: “¿Tiene autoridad moral la Sociedad Rural de pedir más institucionalidad cuando apoyó a cuanto gobierno de facto hubo en la Argentina? ¿Este campo hoy indignado es el mismo que aplaudió a Menem a lo largo de la década del 90? Sí, es el mismo”. Es siempre el mismo, Hernán: es el que recibió con atronadores aplausos a Juan Carlos Onganía cuando el dictador entró en el predio de la Sociedad Rural... ¡en carroza! El que abucheó a Alfonsín. El que respaldó a la patria financiera en el golpe de mercado. El que apoyó a Videla y negoció con Menem. Hoy, en esta Argentina del odio, es la clase heroica que representa los intereses de la patria. ¡Y con los periodistas progres a sus pies!
Y, por fin, escribe Hernán: “Quienes piensan –legítimamente– que los ruralistas tienen razón, ¿por qué lo expresan a través de mails o comentarios tan agresivos, tan cargados de odio, tan faltos de argumentos racionales?, ¿qué nos pasa a los argentinos (y argentinas) que nos cuesta tanto bancarnos a una mujer como presidenta? Muchos de los adjetivos de esos mails –muchos de ellos enviados por mujeres– muestran el peor machismo: se la llama a Cristina ‘puta’, ‘conchuda’, ‘turra’, ‘tilinga’... Y al mismo tiempo, los argumentos brillan por su ausencia”.
Es así, Hernán: pero eso de bancarse a una mujer como presidenta no nos pasa “a los argentinos”, sino a ciertos argentinos. Y si hiciera otra política le tirarían flores. No es que no se bancan a una mujer, no se bancan una política. El poder, en este país, es pragmático. Si hacés lo que yo te digo, lo que yo necesito, lo que llena mis arcas, estoy con vos y sos hermoso. No lo olviden: si el establishment argentino se bancó a Menem, se puede bancar a Drácula. Al sólo costo de que Drácula haga lo que ellos quieren.
De Página 12