El concepto que late en el horizonte de la lucha
contrahegemónica en suramérica es el de unidad. Este concepto –cuyo
origen se le atribuye a Bolívar, que quería conducirlo– tiene, a su vez,
que ser aclarado. La unidad de Suramérica es una totalidad en
permanente destotalización. O, si se prefiere, una unidad que se
decontruye una y otra vez para construirse de nuevo. Es la unidad de una
diferencia, que se estableció en el siglo XIX bajo las oligarquías
nativas y el imperio británico, a la que se llamó balcanización. Pero la
balcanización de América latina deberá estar (hoy) al servicio de su
unidad, deberá expresar la identidad de cada país, su diferencia con los
otros y, superándola, la necesariedad de superar la diferencia en busca
de una unidad contraimperial, contracolonialista. Somos Occidente, pero
al modo de sus víctimas. Somos Occidente, pero al modo de la
subalternidad. Somos Occidente, pero somos su periferia. Somos
Occidente, pero (y he aquí nuestro breve homenaje al fallecido Galeano)
somos sus venas abiertas, sangrantes, nutritivas y finalmente secas, o
siempre secándose en beneficio del poder hegemónico. Somos libres, pero
al modo que el imperio siempre lo ha querido: no en tanto colonias, sino
neocolonias. Nuestra situación sigue siendo –no poscolonial, como si
hubiéramos dejado por completo atrás esa situación– sino neocolonial.
(Nota: Este concepto –el del pacto neocolonial– tuvo su respaldo
académico cuando Tulio Halperin Donghi lo incluyó en su Historia de
América Latina. Hasta ahí se manejaba el de semicolonia que Jorge
Abelardo Ramos desarrollara en Historia de la Nación Latinoamericana,
libro mejor escrito y más entretenido que el de Tulio, pero sin su
prestigio académico. Tulio escribía desde la academia norteamericana y
el Colorado Ramos desde Corrientes y Talcahuano, a lo Viñas.)
¿Qué es una neocolonia? En el Parlamento británico, durante el siglo
XIX, un brillante hombre del imperio, Richard Cobden, dijo que había
que abandonar el burdo colonialismo. Que era necesario cederles su
orgullo a las colonias. Que debían ser libres, tener escudo, bandera e
himno nacional. Ejércitos, autoridades propias, sostener sus ideas
religiosas, todo eso debían tener. Todo eso les permitiría el imperio
sin incomodarse al solo costo de que comerciaran mayoritariamente con
él. Sean libres, si así lo quieren. Pero permítannos ayudarlos. Les
extraeremos el petróleo, les compraremos todo el azúcar, el algodón, el
trigo y las vacas. No se gasten en tener industrias. Son muy caras y
estamos nosotros para entregarles lo que necesiten. Vivan de la riqueza
de sus suelos generosos. Sean el granero del mundo. Nosotros seremos el
taller.
Esta situación –que ha sido analizada y todos conocen– echa por
tierra el concepto “poscolonial” con el que los profesores
“poscoloniales” de la academia norteamericana –basándose en Foucault,
Deleuze, Lacan y Derrida– se han hecho un destacado lugar en esos
claustros, que han generado la tersa teoría del “multiculturalismo”.
(Concepto que rechazamos y ya explicaremos por qué.)
Pero, en tanto, la teoría neocolonial señala una carencia, un
desajuste, sólo la modificación de un escenario colonialista, pero nunca
su superación, nunca el surgimiento de una nueva hegemonía conquistada
por medio de una praxis contrahegemónica, la teoría poscolonial da por
resuelto un problema que subiste. La “libertad” de las colonias, su
poscolonialidad, no ha resuelto el problema colonial, que continúa pero
por otros medios.
Los territorios de América del Sur no han hecho ninguna revolución.
No estará mal revisitar estos temas hermenéuticos durante estos días de
mayo. Sé que muchos colegas, personas a las que respeto, buscan un
surgimiento glorioso para nuestro país. Sé que se enojan cuando planteo
estas tesis sobre las acciones de mayo y las siguientes. Sin embargo, mi
interpretación no disminuye el coraje de aquellos hombres de los
principios de los países del sur. No me importa discutir si San Martín
fue un agente inglés. Si Moreno quería (nada menos y nada más) que
liberar a Suramérica del poder español y entrar en la modernidad
capitalista. No dudo que en la Conferencia de Guayaquil San Martín se
retiró por muchos motivos. Entre ellos, y acaso el principal, porque no
compartía el proyecto bolivariano de la unidad de América latina. Había
venido para liberar al continente del perimido dominio español. Esa fue
su lucha. Esa fue su gloriosa campaña libertadora. Que fue gloriosa y
que liberó, sin duda, a los países de Suramérica del arcaísmo hispánico.
La Generación del ’37 lo sigue en este punto. San Martín es uno de los
hombres más puros de nuestra América. (Con Antonio José de Sucre.) Vino a
luchar contra el poder español. Triunfó y le cedió el paso al ambicioso
Bolívar, que buscaba unir al continente bajo una dictadura nacional que
él encarnaría. Cuando, en 1829, regresa al país y se entera de la
sedición contra Dorrego, recibe las visitas de Rivadavia y Lavalle, de a
uno por vez. Le ofrecen el comando del Ejército Libertador, que, bajo
el mando de Lavalle, ha derrotado y fusilado a Dorrego. San Martín se
niega. Precisamente dicho: se niega a ser Lavalle, ya que Lavalle fue lo
que San Martín se negó a ser. Transformó, ensuciándolo, al Ejército
Libertador en policía interna, algo que trazaría un destino indigno para
el Ejército Argentino recién recuperado durante los primeros años del
siglo XXI. Fue larga la sombra de Lavalle, que llega a su punto máximo
con Videla.
San Martín, ya desde su exilio europeo, pondera la acción de Rosas
y, según se sabe, le cede, en su testamento, el sable que lo acompañó en
las guerras de la Independencia. Apoyaba las luchas de soberanía y
liberación, no las internas. Rosas es y será siempre un núcleo
conceptual sobredeterminado para los que buscan pensar la historia
argentina. ¿No sabía San Martín que engalanaba con su sable a un
restaurador de las tradiciones hispánicas? ¿No sabía que ese restaurador
(¿qué restaurador no es un reaccionario?) rechazaba a las fuerzas de la
modernidad capitalista que apoyaban sus enemigos, los cultos liberales,
los que habían leído a Rousseau, a Victor Cousin, a Savigny? Lo sabía,
pero siempre estuvo antes con la defensa de la soberanía territorial que
con los imperios que buscaban someterla en nombre de las luces, de la
razón, del progreso. También Alberdi apoyó a Rosas.
Si buscamos los núcleos axiales de una historia (la nuestra) que
persiguió su identidad a través de sus empeños contrahegemónicos, de su
búsqueda de un espacio de libertad, de sus escasos, pero importantes y
despiadadamente reprimidos, intentos de una praxis de emancipación, esa
batalla, la de la Vuelta de Obligado, entrega uno de los momentos más
elevados de toda lucha anticolonialista. De aquí el entusiasmo de San
Martín.
No se trata de incurrir en un rosismo a destiempo. Rosas fue la gran
figura de los primeros revisionistas (los del ’30), pues requerían del
pasado una gran figura nacionalista para fortificar al caudillo que
apoyaban en el presente, Uriburu. Nadie mejor que Rosas para eso. Y
Carlos Ibarguren, en su biografía del gaucho de Los Cerrillos, hizo con
brillo la tarea. Sin embargo, el Rosas de la Vuelta de Obligado va más
allá de su derechización en manos de los revisionistas tempranos,
iniciáticos. Es el jefe de una gran lucha contrahegemónica. No podía
ignorar que iba a perder esa batalla en el campo de las armas. Igual la
dio. Igual, en desventaja, ofreció pelea. Las dos flotas unidas de las
más grandes potencias de Europa no la sacaron gratis. Rompieron las
cadenas del río, pasaron, pero tuvieron que volver pronto. Muchos buques
estaban averiados y las mercaderías a comercializar deterioradas.
Nosotros, hoy, que hemos buscado nuclear una fuerza
contrahegemónica, una praxis libre, una conciencia crítica, también
estamos en inferioridad de condiciones. Vemos que la política se hunde
en las ciénagas de la banalidad. Que las subjetividades están
colonizadas por el poder mediático. Pero tal vez aún sea posible
arruinarles algunos negocios. Como Rosas. Pero sin esperar el sable de
San Martín, no. No podemos llevar a cabo una lucha contrahegemónica tan
importante como para merecer semejante premio. Todavía.
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