domingo, 24 de mayo de 2015

Cuestiones de método en Suramérica (Por José Pablo Feinmann)


/fotos/20150524/notas/na40fo01.jpg
El concepto que late en el horizonte de la lucha contrahegemónica en suramérica es el de unidad. Este concepto –cuyo origen se le atribuye a Bolívar, que quería conducirlo– tiene, a su vez, que ser aclarado. La unidad de Suramérica es una totalidad en permanente destotalización. O, si se prefiere, una unidad que se decontruye una y otra vez para construirse de nuevo. Es la unidad de una diferencia, que se estableció en el siglo XIX bajo las oligarquías nativas y el imperio británico, a la que se llamó balcanización. Pero la balcanización de América latina deberá estar (hoy) al servicio de su unidad, deberá expresar la identidad de cada país, su diferencia con los otros y, superándola, la necesariedad de superar la diferencia en busca de una unidad contraimperial, contracolonialista. Somos Occidente, pero al modo de sus víctimas. Somos Occidente, pero al modo de la subalternidad. Somos Occidente, pero somos su periferia. Somos Occidente, pero (y he aquí nuestro breve homenaje al fallecido Galeano) somos sus venas abiertas, sangrantes, nutritivas y finalmente secas, o siempre secándose en beneficio del poder hegemónico. Somos libres, pero al modo que el imperio siempre lo ha querido: no en tanto colonias, sino neocolonias. Nuestra situación sigue siendo –no poscolonial, como si hubiéramos dejado por completo atrás esa situación– sino neocolonial. (Nota: Este concepto –el del pacto neocolonial– tuvo su respaldo académico cuando Tulio Halperin Donghi lo incluyó en su Historia de América Latina. Hasta ahí se manejaba el de semicolonia que Jorge Abelardo Ramos desarrollara en Historia de la Nación Latinoamericana, libro mejor escrito y más entretenido que el de Tulio, pero sin su prestigio académico. Tulio escribía desde la academia norteamericana y el Colorado Ramos desde Corrientes y Talcahuano, a lo Viñas.)

¿Qué es una neocolonia? En el Parlamento británico, durante el siglo XIX, un brillante hombre del imperio, Richard Cobden, dijo que había que abandonar el burdo colonialismo. Que era necesario cederles su orgullo a las colonias. Que debían ser libres, tener escudo, bandera e himno nacional. Ejércitos, autoridades propias, sostener sus ideas religiosas, todo eso debían tener. Todo eso les permitiría el imperio sin incomodarse al solo costo de que comerciaran mayoritariamente con él. Sean libres, si así lo quieren. Pero permítannos ayudarlos. Les extraeremos el petróleo, les compraremos todo el azúcar, el algodón, el trigo y las vacas. No se gasten en tener industrias. Son muy caras y estamos nosotros para entregarles lo que necesiten. Vivan de la riqueza de sus suelos generosos. Sean el granero del mundo. Nosotros seremos el taller.

Esta situación –que ha sido analizada y todos conocen– echa por tierra el concepto “poscolonial” con el que los profesores “poscoloniales” de la academia norteamericana –basándose en Foucault, Deleuze, Lacan y Derrida– se han hecho un destacado lugar en esos claustros, que han generado la tersa teoría del “multiculturalismo”. (Concepto que rechazamos y ya explicaremos por qué.)
Pero, en tanto, la teoría neocolonial señala una carencia, un desajuste, sólo la modificación de un escenario colonialista, pero nunca su superación, nunca el surgimiento de una nueva hegemonía conquistada por medio de una praxis contrahegemónica, la teoría poscolonial da por resuelto un problema que subiste. La “libertad” de las colonias, su poscolonialidad, no ha resuelto el problema colonial, que continúa pero por otros medios.

Los territorios de América del Sur no han hecho ninguna revolución. No estará mal revisitar estos temas hermenéuticos durante estos días de mayo. Sé que muchos colegas, personas a las que respeto, buscan un surgimiento glorioso para nuestro país. Sé que se enojan cuando planteo estas tesis sobre las acciones de mayo y las siguientes. Sin embargo, mi interpretación no disminuye el coraje de aquellos hombres de los principios de los países del sur. No me importa discutir si San Martín fue un agente inglés. Si Moreno quería (nada menos y nada más) que liberar a Suramérica del poder español y entrar en la modernidad capitalista. No dudo que en la Conferencia de Guayaquil San Martín se retiró por muchos motivos. Entre ellos, y acaso el principal, porque no compartía el proyecto bolivariano de la unidad de América latina. Había venido para liberar al continente del perimido dominio español. Esa fue su lucha. Esa fue su gloriosa campaña libertadora. Que fue gloriosa y que liberó, sin duda, a los países de Suramérica del arcaísmo hispánico. La Generación del ’37 lo sigue en este punto. San Martín es uno de los hombres más puros de nuestra América. (Con Antonio José de Sucre.) Vino a luchar contra el poder español. Triunfó y le cedió el paso al ambicioso Bolívar, que buscaba unir al continente bajo una dictadura nacional que él encarnaría. Cuando, en 1829, regresa al país y se entera de la sedición contra Dorrego, recibe las visitas de Rivadavia y Lavalle, de a uno por vez. Le ofrecen el comando del Ejército Libertador, que, bajo el mando de Lavalle, ha derrotado y fusilado a Dorrego. San Martín se niega. Precisamente dicho: se niega a ser Lavalle, ya que Lavalle fue lo que San Martín se negó a ser. Transformó, ensuciándolo, al Ejército Libertador en policía interna, algo que trazaría un destino indigno para el Ejército Argentino recién recuperado durante los primeros años del siglo XXI. Fue larga la sombra de Lavalle, que llega a su punto máximo con Videla.
San Martín, ya desde su exilio europeo, pondera la acción de Rosas y, según se sabe, le cede, en su testamento, el sable que lo acompañó en las guerras de la Independencia. Apoyaba las luchas de soberanía y liberación, no las internas. Rosas es y será siempre un núcleo conceptual sobredeterminado para los que buscan pensar la historia argentina. ¿No sabía San Martín que engalanaba con su sable a un restaurador de las tradiciones hispánicas? ¿No sabía que ese restaurador (¿qué restaurador no es un reaccionario?) rechazaba a las fuerzas de la modernidad capitalista que apoyaban sus enemigos, los cultos liberales, los que habían leído a Rousseau, a Victor Cousin, a Savigny? Lo sabía, pero siempre estuvo antes con la defensa de la soberanía territorial que con los imperios que buscaban someterla en nombre de las luces, de la razón, del progreso. También Alberdi apoyó a Rosas.
Si buscamos los núcleos axiales de una historia (la nuestra) que persiguió su identidad a través de sus empeños contrahegemónicos, de su búsqueda de un espacio de libertad, de sus escasos, pero importantes y despiadadamente reprimidos, intentos de una praxis de emancipación, esa batalla, la de la Vuelta de Obligado, entrega uno de los momentos más elevados de toda lucha anticolonialista. De aquí el entusiasmo de San Martín.
No se trata de incurrir en un rosismo a destiempo. Rosas fue la gran figura de los primeros revisionistas (los del ’30), pues requerían del pasado una gran figura nacionalista para fortificar al caudillo que apoyaban en el presente, Uriburu. Nadie mejor que Rosas para eso. Y Carlos Ibarguren, en su biografía del gaucho de Los Cerrillos, hizo con brillo la tarea. Sin embargo, el Rosas de la Vuelta de Obligado va más allá de su derechización en manos de los revisionistas tempranos, iniciáticos. Es el jefe de una gran lucha contrahegemónica. No podía ignorar que iba a perder esa batalla en el campo de las armas. Igual la dio. Igual, en desventaja, ofreció pelea. Las dos flotas unidas de las más grandes potencias de Europa no la sacaron gratis. Rompieron las cadenas del río, pasaron, pero tuvieron que volver pronto. Muchos buques estaban averiados y las mercaderías a comercializar deterioradas.
Nosotros, hoy, que hemos buscado nuclear una fuerza contrahegemónica, una praxis libre, una conciencia crítica, también estamos en inferioridad de condiciones. Vemos que la política se hunde en las ciénagas de la banalidad. Que las subjetividades están colonizadas por el poder mediático. Pero tal vez aún sea posible arruinarles algunos negocios. Como Rosas. Pero sin esperar el sable de San Martín, no. No podemos llevar a cabo una lucha contrahegemónica tan importante como para merecer semejante premio. Todavía.

No hay comentarios: