En 1952 el historiador inglés Arnold
Toynbee sorprendió al mundo intelectual con su libro "El mundo y el
occidente", una reflexión poco condescendiente sobre la agresión de los
países europeos al resto del mundo. Rusia, el Islam, China, India,
fueron a su turno, repitiendo la tradición de los dos primeros agresores
de occidente, los griegos y los romanos, de quien dijo uno de sus
vencidos: "Convierten en desierto y le llaman paz".
Aunque la
conquista de América se inscribe en ese mundo de expansión de las
potencias europeas, el nuevo mundo era considerado, como Australia y
Nueva Zelanda, uno de los últimos espacios vacíos existentes. Sin
embargo, su conducta con la relativamente escasa población, fue tal vez
mucho más cruel y despiadada, matizada con nobles esfuerzos,
generalmente estériles, por atenuarla. Para decirlo con las palabras de
los historiadores norteamericanos Morison y Commager, al analizar su
propia experiencia en aquel hemisferio: "…la historia de una guerra
bárbara, intermitente, de promesas y pactos rotos, de odio y de egoísmo,
de corrupción y mala administración, de alternativas de agresión y
vacilación por parte de los blancos, de defensa heroica, desesperación,
ciega barbarie y derrota fatal, por los indios" .
En la América
española, la virtual conversión de los vencidos a la esclavitud motivó
la protesta de algunos frailes, entre ellos Bartolomé de las Casas,
Francisco de Vitoria, Luis de Valdivia y Gil de San Nicolás entre otros,
que consiguieron que la corona española dictara normas que
pretendieron humanizar la relación con los indígenas vencidos, por
cierto que con poco éxito.
Los soldados hispanos, triunfantes ante
las grandes civilizaciones aztecas, mayas y quichuas, encontraron sin
embargo dificultades insalvables con los aparentemente menos refinados
pero más belicosos mapuches, con quienes debieron convivir durante tres
siglos sin encontrar modo de evitar los malones y las no menos crueles
represalias.
Después del desastre de Tucapel en 1553 y Curalaba en
1598 y la subsiguiente rebelión de los mapuches, no quedó un solo
asentamiento español al sur del Bío Bío, y España trató a los mapuches
de estado a estado. Todos los acuerdos posteriores, las paces de Quilín
(1641) y los parlamentos de Negrete (1793 y 1803) reconocieron esa
frontera que perduró hasta 1881, en que las victoriosas tropas chilenas
en la Guerra del Pacífico resuelven invadir el reducto de los que ellos
denominaban araucanos.
No hubo cambios, como puede verse, entre
la política de la corona española y la de sus sucesores argentinos y
chilenos, que siempre consideraron como parte de su territorio las
tierras ubicadas en el sur de Chile y la Argentina, como una inferencia
legítima del Tratado de Tordesillas y la bula "inter caetera" del papa
Alejandro VI.
No obstante, todos los intentos por correr la
frontera hacia el sur fracasaron, hasta la primera expedición al
desierto organizada y dirigida por Juan Manuel de Rosas en 1833. Rosas
llegó hasta el río Negro y mantuvo las fronteras estables en esa
protección natural, hasta su derrocamiento en Caseros, cuando las
guarniciones militares de los fortines que la protegían, fueron
retiradas para incorporarse al ejército derrotado por Justo José de
Urquiza. A partir de 1852 y hasta la segunda expedición al desierto en
1878, las fronteras de la Argentina volvieron virtualmente al río Salado
en la provincia de Buenos Aires y a los fortines que protegían a
Mendoza, Córdoba, Santa Fe, San Luis y las provincias andinas del norte.
Esta
situación se mantuvo inalterable hasta la segunda expedición comandada
por Julio Argentino Roca, culminada también exitosamente, pero con
resultados definitivos.
Las dos expediciones siguieron una
estrategia similar. En realidad, explícitamente, el general Roca imitó
en su planes militares lo realizado por Rosas: tres o más columnas en
abanico para converger finalmente en la confluencia y convertir el río
Negro en la nueva frontera.
El tratamiento con los indígenas, sin
embargo, parece haber sido diferente. La conducta de Rosas con los
indios tuvo un testigo inesperado: el científico inglés Charles Darwin,
quien luego de desembarcar en Patagones y aprovechar que el Beagle debía
tocar Bahía Blanca, decidió hacer el tramo por tierra.
Darwin
estuvo conviviendo prácticamente con las tropas del ejército en la costa
del Colorado, se entrevistó personalmente con Rosas y describió en sus
memorias del viaje, la impresión que le produjo el contacto con los
soldados y el tratamiento con los indios.
"…pocos días después vi
otras tropas de estos soldados con facha de bandoleros, que partían en
una expedición contra una tribu de indios de las pequeñas salinas,
traicionados por un cacique prisionero. Los indios, hombres, mujeres y
niños eran unos 110 y casi todos fueron prisioneros o muertos, porque
los soldados acuchillaban a todos los varones. Los indios se hallaban
tan aterrados que no ofrecían resistencia en masa, sino que cada uno
huía como podía abandonando a sus mujeres e hijos…"
"...cuanto más
repulsivo es el hecho indiscutible de matar a sangre fría a todas las
mujeres que parecían tener más de veinte años…"
" Esto da una idea
del inmenso territorio donde vagan los indios. Sin embargo, a pesar de
su gran extensión, creo que en otros cincuenta años no quedará un solo
indio salvaje al norte del río Negro", concluye Darwin.
En las
instrucciones que Rosas le dio al coronel Pedro Ramos el 2 de octubre de
1833 con respecto al trato de los prisioneros indios le recomienda que
"...quien luego que no haya nadie en el campo, lo puede ladear al monte y
allí fusilarlos. Si después echasen de menos los indios a los otros
prisioneros, puede decirles que habiéndose querido escapar y teniendo
orden la guardia de que si los pillaran por escaparse, lo fusilasen,
habían cumplido dicha orden".
El 9 de septiembre de 1834 los
boroanos, pampas y ranqueles fueron engañados y masacrados en Masallé
por Calfucurá y sus indígenas provenientes de Chile, aliados de Rosas,
muriendo los caciques Rondeau, Melín, Venancio, Callvuquirque y
Coñoepán, y muchos capitanes, adivinos y ancianos fueron degollados.
Los
boroanos, con el cacique Railef al frente, volvieron en 1837 con
refuerzos de Chile para vengarse y luego de diversas incursiones,
llegando cerca de Bahía Blanca, se volvieron con gran cantidad de ganado
y cautivos y se establecieron en la margen del río Agrio. Calfucurá,
por orden de Rosas, se movió para cortar la retirada de los invasores y
los atacó por sorpresa en Queutrecó, derrotándolos, matando a Railef y a
600 de sus guerreros y huyendo los sobrevivientes a Chile.
No hay
evidencias de que se hayan producido actos de ferocidad semejantes, ni
que haya habido instrucciones específicas similares por parte de Roca a
sus comandantes o subordinados, aunque no se pueda descartar actos
repudiables como el un tanto confuso episodio que provocó la captura del
cacique pehuenche Purrán en 1880. En cambio, puede descartarse por
inverosímil la hipótesis de la existencia de un campo de concentración
en Valcheta, con alambrado de púas de tres metros y la muerte por
inanición de los indios cautivos, al parecer un invento surgido de la
nada. Ni siquiera es probable que ya se usara en Argentina el alambre de
púas, patentado en Illinois en 1874.
Sí es cierto que los
cautivos y sus familias fueron trasladados en forma compulsiva a
diversos destinos, repartidos entre familias en Buenos Aires, o a los
ingenios azucareros del norte. Fue una política deliberada, cuyos
objetivos Roca explicó claramente en la carta a los gobernadores, que
envió el 23 de noviembre de 1878, donde señala que "lo más conveniente
es distribuir estos indios prisioneros, respetando la integridad de sus
familias, centro hoy de las poblaciones rurales, donde sometidos al
trabajo que regenera y a la vida y al ejemplo cotidiano de otras
costumbres, que modificarán insensiblemente la propias, despojándoles
hasta del lenguaje nativo como instrumento inútil, se obtendrá su
transformación rápida y perpetua en elementos civilizados y fuerza
productiva".
Esta política fue influenciada por el agregado
militar en Washington, el oficial Malasin, enviado por Roca para
estudiar las soluciones en aquel país, pero limitadas sus opciones en el
nuestro, por el carácter nómade de las tribus aborígenes. En un país
que hacinaba a los inmigrantes europeos, no es sorprendente que los
indios recluidos inicialmente en Martín García, vivieran en condiciones
paupérrimas, hasta ser enviados a sus nuevos destinos o distribuidos un
tanto caóticamente entre familias de Buenos Aires.
Tampoco se
produjeron durante la expedición militar acontecimientos que puedan
catalogarse de pequeñas o grandes batallas. La columna central dirigida
por Roca, de acuerdo con las constancias de la expedición, no tuvo
prácticamente ninguna actividad militar, salvo la persecución de
pequeños grupos nómadas que en dos o tres oportunidades encontraron en
el camino, lo cual explica que los opositores a Roca trataran
despectivamente a la expedición. Las cifras, evidentemente exageradas de
las muertes y capturas de indígenas en la memoria enviada al Congreso,
fue probablemente consecuencia de aquella circunstancia.
"Tampoco
me afilio al sentimiento de los críticos que han disminuido post facto
la importancia de la campaña del 79, menospreciando el número de los
indios que hubo que dominar. Posiblemente ese número haya sido abultado
por los partes oficiales en más de una ocasión y antes..." (Prólogo de
Roberto Giusti al libro de Zeballos "Calfucurá y la dinastía de los
piedra").
Uno de los autores críticos sobre la expedición, Carlos
Martínez Sarasola, dice respecto de esta columna, la principal de Roca:
"Un mes más tarde Roca volvió a Buenos Aires. A cargo de las fuerzas
quedó el coronel Conrado Villegas. La primera división no había
disparado un solo tiro".
Una segunda etapa de esta operación
militar se realizó a partir de la asunción de Roca como presidente, al
mando de Villegas, Winter y otros militares que formaron parte de la
fuerza expedicionaria. Su misión fue completar la ocupación en lo que es
hoy la provincia del Neuquén hasta llegar al lago Nahuel Huapi. Los
datos referidos a las operaciones son más escasos y dudosos y los
enfrentamientos suelen arrojan cifras de indígenas muertos de un solo
dígito o dos.
La acción militar puede considerarse terminada con
la rendición final del cacique Sayhueque en 1885. De todas maneras,
cualquiera sea la veracidad de las cifras, los partes oficiales se
refieren a los muertos como producto de acciones de guerra y no existen
evidencias de que hayan sido asesinados después de su captura.
Los mapuches y la argentina
Los
mapuches constituían en Chile virtualmente una nación, con población
estable, rucas o casas y tierras cultivadas, divididos en grupos
dirigidos por caciques que se unían para defender su territorio o
realizar operaciones de ataque a los españoles o entre sí.
En
cambio, las pampas argentinas estaban habitadas por pequeños grupos
indígenas no mapuches. Se trataba de nómades, cazadores de guanacos,
ñandúes y llamas. Los mapuches no tenían relación con la pampa y se
circunscribían al lado chileno. Tampoco tenían relación con los
habitantes de la cordillera, los pehuenches. Estos hablaban otro idioma y
se relacionaban étnicamente con los tehuelches patagónicos.
Con
la llegada de los españoles, muchas familias mapuches, buscando lugares
más seguros para vivir se refugiaron en la cordillera, donde se
relacionaron con los pehuenches. Estos fueron adoptando las costumbres y
el idioma mapuche hasta ser "araucanizados" totalmente a fines del
siglo XVI.
La enorme disponibilidad de ganado en las pampas
bonaerenses, fue atrayendo a crecientes contingentes de mapuches,
algunos de los cuales como los boroanos, se establecieron en las
márgenes del Salado pampeano junto a los mapuchizados ranqueles o en las
cercanías de Sierra de la Ventana y todos incursionaban para hacer
grandes arreos de caballos y vacunos que pertenecían a estancieros
argentinos y llevarlos a Chile para venderlos.
En los acuerdos de
Negrete, entre la capitanía de Chile y los mapuches, se incluía el
compromiso de los caciques chilenos a cesar en sus incursiones sobre
Buenos Aires.
En 1830 Rosas acuerda con Calfucurá, de origen
chileno, su ingreso al país con la esperanza de que le sirviera para
pacificar a los ranqueles y otras tribus rebeldes. La alianza de
Calfucurá con Rosas se mantuvo hasta Caseros, pero ya antes aquél se
había convertido en el más poderoso cacique de las pampas, que trataba a
las autoridades argentinas de potencia a potencia y que durante
cuarenta años dominó una gran parte del actual territorio nacional.
Los
malones nunca dejaron de producirse, aunque extinguida la alianza entre
Calfucurá y Rosas, fueron más frecuentes después de Caseros. Para los
argentinos eran acciones de robo y secuestros, para los mapuches eran
excursiones de caza. Pero paulatinamente se transformaron en verdaderas
acciones de guerra y rescatarlas del deliberado olvido es también
reconocer el valor y la tenacidad de los guerreros indígenas, que con
lanzas y boleadoras enfrentaban a tropas armadas con fusiles y cañones y
a menudo las derrotaban.
En abril de 1855, Mitre quiere efectuar
un golpe de mano sorpresivo sobre los indios en Sierra Chica, al sudeste
de Bahía Blanca. El resultado fue un fracaso y el día 30 en las
primeras horas de la noche Mitre emprende el regreso hacia Azul,
marchando toda la columna a pie.
Fue también en ese año, en
setiembre, que ocurrió la muerte en manos de los indios del comandante
Nicolás Otamendi. Destacado para reprimir una incursión hecha en la
estancia de San Antonio de Iraola, donde el cacique Yanquetruz había
robado de seis a ocho mil cabezas de ganado. Otamendi estaqueó a un
indio emisario de dicho cacique, por lo que los indios lo atacaron
enfurecidos, obligándolo a defenderse con su tropa en un corral, donde
fue muerto, sobreviviendo solamente dos de los ciento veintiocho hombres
que componían el escuadrón.
En 1856, desde Azul, el coronel
Hornos, decidido a escarmentar a Calfucurá, sale con un ejército de
3.000 hombres y doce piezas de artillería. Ahí se inició el combate de
San Jacinto, cargando la caballería indígena desde varias direcciones.
Los indígenas, bien familiarizados con esos terrenos, pronto dieron
cuenta del enemigo. Rápidamente Hornos tuvo que abandonar el campo de
combate, dejando 18 jefes y oficiales y 250 hombres de tropa muertos,
además de 280 heridos y la mayor parte de sus pertrechos abandonados.
Después
de realizar una primera incursión en 1867, en abril de 1868 Calfucurá
al frente de 2.000 indios, en su mayor parte chilenos, asaltó el sur de
Córdoba entrando por el lugar denominado Los Barriales, a doce leguas
de La Carlota.
En noviembre de 1868 unos 300 indios y gauchos cristianos, después de invadir San Luis, sitiaron y asaltaron la Villa de la Paz.
El
5 de marzo de 1872, Calfucurá invadió el oeste de la provincia de
Buenos Aires, al frente de unos 6.000 indios, acaudillando a todas las
tribus enemigas del gobierno. Mientras con una parte de sus huestes
vigilaba las tropas en Azul, el resto saqueó los establecimientos y
poblaciones aledañas, apoderándose de 200.000 cabezas de ganado, 500
cautivos y matando unos 600 pobladores.
Al frente de un
contingente de 3.500 hombres, el coronel Rivas salió a cortarle la
retirada. El encuentro se produce en las cercanías de Bolívar, en la
llamada batalla de San Carlos. Considerada la más importante en la
secular lucha contra los aborígenes, por los efectivos que
intervinieron, por el ardor con que se luchó, y más que nada, porque
significó el ocaso de Calfucurá, quién sin ser derrotado, se retiró del
campo de batalla. San Carlos fue decisiva y cambió el curso de la
historia, aunque estuvo cerca de serlo en sentido inverso.
Pero
todavía los mapuches no estaban vencidos. En 1875 se produce la
"invasión grande" que comenzó con la sublevación de la tribu de Catriel.
En su auxilio vinieron simultáneamente Namuncurá, los ranqueles de
Baigorrita, los de Pincén y unos 2.000 indios chilenos sumando unos
3.500 combatientes. Los indígenas penetraron sorpresivamente en un
amplio frente, arrasando las poblaciones de Tandil, Azul, Tapalqué, Tres
Arroyos y Alvear. Según fuente oficial, tan sólo en Azul 400 vecinos
fueron asesinados. Durante tres meses se libraron cinco batallas
principales, la más importante la de Paragüil y varias menores, hasta
que los indígenas se retiran a sus lugares en el desierto.
Estos
olvidados episodios que muestran la magnitud del conflicto y en cierto
modo lo inevitable del desenlace, son el preludio de la segunda
expedición, ciertamente con las fuerzas mapuches debilitadas y
resignadas por los últimos fracasos, pero fundamentalmente derrotados
por dos innovaciones tecnológicas decisivas: el Remington de repetición y
el telégrafo.
Roca es más recordado y ahora denostado por la
conquista del desierto que por sus dos presidencias y su largo período
de presencia dominante en la política argentina. Sin embargo, fue un
gran presidente. Tal vez exageran sus exégetas más entusiastas cuando
sostienen que Roca "hizo" el país, pero no hay dudas de que cumplió una
gestión asombrosa.
Hasta la expedición de Roca, Argentina era un
pequeño país con ciudades dispersas en el interior, cuya parte más
importante ocupaba unos 30.000 km2 alrededor de Buenos Aires.
En Córdoba, la ciudad homónima estaba protegida al sur por los fortines de Río Cuarto y La Carlota.
En
Mendoza, si exceptuamos la capital defendida por los fuertes de San
Carlos, Tunuyán y Tupungato y al sur por el de San Rafael, el resto era
tierra de nadie, ocupada por los huarpes, a veces por los Pincheira y en
1832 por el ejército chileno al mando del coronel Bulnes, quien penetró
en esa provincia desde el norte de Neuquén para perseguir a aquellos
legendarios bandidos, cuya tropa había sido exterminada sin piedad en
las lagunas de Epulafquén. Como los Pincheira eran realistas, este
episodio es considerado el último combate contra la dominación española
en la América meridional.
Los malones en el sur santafesino
llegaban hasta Rosario y en más de una oportunidad a Santa Fe y, por el
norte, la provincia estaba asediada por los tobas y abipones. El mismo
esquema, con diferentes actores, se repetía en las restantes provincias
del norte.
Como resultado de la campaña de Roca y luego de su
gestión presidencial, se incorporaron al territorio nacional alrededor
de dos tercios de la actual superficie del país. Incluye la mayor parte
de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, toda la Patagonia y las zonas
de Córdoba, Santa Fe y Mendoza fuera de sus capitales. Luego, ya en la
presidencia se completará el mismo proceso en el norte. Los nuevos
territorios los unió al resto del país con los ferrocarriles. Hizo la
paz con Chile y estableció un sistema civilizado para dirimir los
conflictos con aquel país. Modernizó el ejército, estableció la moneda,
dictó la ley de educación laica y gratuita, el matrimonio y el registro
civil, y consagró la autonomía de las universidades.
Los
resultados, insinuados en las presidencias anteriores, fueron
espectaculares. Durante el último tercio del siglo XIX, Argentina era el
país americano que recibía más inmigrantes después de USA.
En
1888, La Nación recoge de un diario de París las cifras del activo y el
pasivo de los bancos sudamericanos, que reflejan aproximadamente lo que
ahora se define como el PBI. Argentina sola, supera el total del resto
de los bancos de la región. Triplica a Brasil, decuplica a Chile y
supera más de cien veces el movimiento financiero de Colombia.
Aunque
no pueda descartarse que haya mapuches que conserven su resentimiento
contra Roca, como algunos trasnochados españoles puedan tenerlo con San
Martín, sería ingenuo no advertir que tras la agitación antiroquista y
la interesada omisión por la conducta de Rosas, pocas veces se puede
mostrar en forma tan descarnada el predominio de laeri ideología sobre la
verdad. Un liberal y para colmo exitoso, es una tentación irresistible
para quienes, desde el populismo, intentan reescribir la historia del
país.