Diario La Opinión, noviembre 1972
“La clase media es mayoría absoluta en la Argentina y, como tal,
podría imponer sus propios candidatos en las elecciones de 1973. La
utopía es imposible porque ningún estrato social está, como ése, tan
enfermo de desunión y desesperanza”, empezaba diciendo la presentación de una serie de cuatro notas que, bajo el título de “La ideología de la clase media” publicaba Tomás Eloy Martínez en La Opinión. El trabajo empezaba definiendo el origen histórico de ésta clase, desde la inmigración de fin de siglo, y sus consecuencias: “La
obsesión era consumir, aspirar la droga del confort, introducirse en un
paraíso artificial cuyos dioses eran el automóvil y la casa que
envidiarían los vecinos. La clase media argentina es madre y hermana de
esos vicios absurdos, de los que se contagiaron algunos dirigentes
sindicales y a los que la clase obrera sigue siendo inmune sólo porque
ha aprendido el lenguaje de la solidaridad del grupo.
Pero
la enfermedad del consumo es infecciosa y como toda peste puede
extenderse. Al menos se sabe que el Burgués Nacional es el bicho que la
inocula y quizás alcance ese dato para prever las calamidades que pueden
abatirse sobre la Argentina cuando el Burgués –que es mayoría- vote en
marzo de 1973.”
Después, Martínez definía a esa clase media –casi el 50% de los
habitantes del Gran Buenos Aires- y hablaba de su resistencia al cambio,
de su aceptación de los valores tradicionales, de su imposibilidad de
tener políticas propias, y narraba casos más o menos patéticos en que
las apariencias –un departamento bien ubicado aunque minúsculo, un coche
con etiquetas que simularan viajes- determinaban su actuación. “Su
Gran sueño es ascender de categoría, comer los mendrugos del privilegio,
o por lo menos aparentar que está en condiciones de hacerlo. Por eso
adhiere con fuerza a la ideología de los dominadores: porque se
desespera por ser aceptada.”
La última nota de la serie, que trascribo en forma literal, se abría con un título sugerente…
El psicoanalizado burgués nacional puede convertirse en un marginal
Sirviente
de las apariencias y de la opinión ajena, víctima fácil de los
caudillejos que han aprendido a plagiar su lenguaje aunque no defiendan
sus intereses, enfermo de la peste del Consumo, intoxicado por una
publicidad que halaga su individualismo y le impone una filosofía del
éxito según la cual todos males pueden ser comprados con dinero, el
Burgués Nacional vive para morir de frustración.
Como carece de una
ideología de clase, los sentimientos a que obedece siempre le son
impuestos desde afuera: su Credo es la ley que otros escribieron. Y
aunque él intuye confusamente que esa ley lo reprime, no sabe con qué
clase de libertad puede reemplazarla. En la década del 60 su tabla de
salvación fue el psicoanálisis, pero costaba tanto dinero aferrarse a
ella que la clase media baja no tuvo más solución que seguir viviendo
con los traumas a cuestas. Según el estudio de Héctor Pessah, la
clientela de los analistas correspondía en buena medida a la burguesía
alta y media, con predominio de adultos jóvenes, argentinos de segunda o
tercera generación y –en particular- de origen judío. Las mujeres eran
mayoría en una proporción de 4 a 1.
El Burgués Nacional sintió que el
psicoanálisis era el perfecto sustituto de la Religión Perdida y que su
primer mandamiento -“Tratarás de adaptarte a la sociedad en que vives”-
convenía perfectamente a su necesidad de resignación. Los pacientes
admitían que en el diván podían aprender a ganar más dinero, a disfrutar
de una vida sexual más espontánea y a convivir sin miedos consigo
mismos. Pero en mayo de 1969 los propios analistas comenzaron a elevarse
contra esa complicidad de la ciencia con el consumo, y planificaron una
batalla que tendía a tratamientos más rápidos, infinitamente más
baratos y -lo que era primordial- a un compromiso de fondo con los
conflictos sociales y políticos del país. El Burgués Nacional perdió,
así, la exclusividad de un templo en el que estaba feliz y advirtió con
tristeza que analizarse ya no era un privilegio a través del cual se
acercaba a la clase alta.
Ser burgués entrañaba para él un serio
problema de identidad: lo tranquilizaba, por ejemplo, que la Argentina
se diferenciara de los otros países del continente latinoamericano por
su mayoría blanca y de clase media. Jorge Luis Borges había tocado el
corazón de ese orgullo al escribir en un folleto turístico de la
Compañía aérea Varig: “República Argentina es, como el Uruguay, un país de clase media” . Pero,
tomados de a uno, los burgueses se creían por encima de semejante
definición. A muchos de ellos no les avergonzaba declarar que sus
familias habían pertenecido a esa categoría social, pero no la aceptaban
para sí: quizá porque la juzgaban compuesta por seres anónimos o
condenados al anonimato, indefinidos y tibios; porque clase media era
apenas -según ellos- el eufemismo con que los sociólogos suelen designar
a la clase mediocre.
Durante los dos primeros años del régimen de
Onganía, el Burgués Nacional sintió que, por fin, el Gobierno encarnaba
sus puntos de vista: la política, la educación, el sexo y hasta el dólar
(aunque esa sea otra historia) fueron puestos bajo el control severo de
la autoridad; la oscuridad fue aniquilada en los clubes nocturnos y la
figura del inspector Luis Margaride suplió a la del Ángel de la Guarda.
Cuando el presidente inauguró la Exposición Rural desde una carroza
principesca, el Burgués Nacional suspiró con la misma admiración que
sentían las obreras de los años 40 al descubrir el vestuario y la
mansión de Zully Moreno en las páginas de Radiolandia: Onganía era el
padre chapado a la antigua que había descendido sobre el país para poner
a salvo el principio de autoridad. Con él no eran posibles la confianza
ni el tuteo. Ante los primeros conatos de humor, el chistoso sucumbía
sin apelaciones: los decretos regíos ejecutaron temprano a Tía Vicenta
(julio de 1966), luego Azul y Blanco (octubre de 1967) y a Primera Plana
(agosto de 1969).
Sin embargo, cuando la mano pesada del presidente
comenzó a perturbarles la digestión, los burgueses desdeñaron la vieja
cautela y optaron por plegarse a los alzamientos populares.
Los
sociólogos han puesto en claro que la clase media no inició el
Cordobazo ni las movilizaciones de Rosario y Tucumán; simplemente, se
sumó a ellas, les prestó su adhesión. Pero todavía no se ha examinado
bien por qué el descontento (y su secuela de protestas callejeras)
prosperó más en las zonas ricas (en 1972 fueron Mendoza y el Alto Valle
del Río Negro), donde la clase media tiene el apetito más ejercitado por
las tentaciones del consumo, que en las regiones deprimidas del
nordeste, de Catamarca, Santiago, o el norte de Santa Fé.
Es que el
Burgués Nacional, si bien se ha resignado a servir de colchón, tiene un
límite de resistencia. La sociedad de consumo le pone todo el día por
delante zanahorias doradas que permiten a quien las come vivir la
ficción de que pertenece a la clase dominadora: cuando flaquea, cuando
cierra los ojos al espejismo, las tarjetas de crédito aparecen para
convencerlo de que ninguna felicidad es imposible. Y él se siente
conquistado por estas nuevas formas que vienen a liberarlo de la inicua
libreta de almacén. Con el apetito abierto el Burgués Nacional se
empobrece comprando. En un momento dado, toma conciencia de que el
automóvil de lujo, las vacaciones privilegiadas, las moquettes, las
casas de fin de semana, las piletas de natación, los balcones
estrepitosos, los restaurantes caros, la mudanza trimestral del
guardarropa son dones que le están vedados. Y sin embargo estos dones se
le cruzan todos los días por las orejas y los ojos: están en las
páginas de los diarios, en las tandas de televisión, en los murales
callejeros. Entonces, cuando se sabe irremediablemente burgués, admite
al fin que su ideología individualista ha entrado en crisis y que la
única salida posible es dar vuelta la sociedad como un guante.
Cada
vez que se queja, es fácil probarle que carece de motivos: nadie le
cerró jamás las puertas del gobierno, nadie lo forzó a comprar o a
desvelarse por el status. Pero no se le explica que su falta de
ideología le impidió usar el gobierno para tomar el poder, que su miedo
al compromiso lo privó de elegir un líder propio, que la paz le fue
enajenada por las Bellas Manzanas del Paraíso Consumidor. La frustración
incesante ha convertido al burgués argentino en el mejor candidato a la
vida marginal. Cuando es un idealista, elige la rebeldía política;
cuando quiere preservar su individualismo, se inclina por la experiencia
hippie o por la droga. Obviamente, esas salidas son impropias del
burgués adulto: a éste solo suele quedarle el consuelo -si tiene
lucidez- de seguir peleando para obtener más dinero sin que lo molesten.
No son los burgueses quienes cambian, sino los tiempos.
Porque,
como enseña la geometría, el único punto de la esfera que no se mueve
es el centro. El axioma era más férreo aquí que en cualquier otra parte,
hasta que la contradicción entre las ganas de consumir y la falta de
medios para hacerlo comenzó a desplazar el centro de su lugar. La tijera
que corta a los burgueses fue siempre la misma, pero en la Argentina la
tijera se ha vuelto loca, justo ahora, que no hay médico a mano.
TOMAS ELOY MARTINEZ (1934-2010)
Periodista y crítico cinematográfico, sus notas fueron publicadas en más de 200 diarios alrededor del mundo, entre ellos el
New York Times.
Nació
en San Miguel de Tucumán, Argentina. Se graduó como licenciado en
literatura española y latinoamericana en la Universidad Nacional de
Tucumán y, en 1970, obtuvo una Maestría en Literatura en la Universidad
de París VII.
Entre sus libros figura la novela
Santa Evita, traducida al mayor número de idiomas de toda la literatura argentina.
IDEOLOGÍA Y POLÍTICA EN LA OBRA NARRATIVA DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ
Marcelo Coddou*
Department of Spanish Drew University*,Madison, U.S.A.
Es
bien sabido que a Tomás Eloy Martínez le interesa establecer
nítidamente la índole genérica de sus escritos. Y lo
hace, nos parece, precisamente porque ha roto con ideas arraigadas
acerca de la pureza o incontaminación de los
géneros literarios. Esto es, intercomunicando discursos;
utilizando técnicas que tradicionalmente se piensan
exclusivas de una definida modalidad literaria, en obras
diversas; entrecruzando líneas, ha llegado a establecer su
escritura en un terreno movedizo, al que es difícil ponerle
marbetes fijos.
Pero, no obstante,
Eloy Martínez está consciente de que la señalización de
propósitos autoriales queda remarcada cuando el escrito lleva
como rótulo el género al que pertenece. A uno de esos
escritos suyos lo tituló La novela de Perón; para Santa Evita obligó a sus editores a que pusieran el término novela bajo el título y a El vuelo de la reina
agregó una nota final, aclaratoria de su índole ficticia.
Más que categorías rígidas de clasificación, para Eloy
Martínez estas indicaciones orientan las perspectivas de
aproximación y apreciación que deben guiar al lector de tales
textos.
Eloy Martínez ha sido siempre renuente a que se clasifiquen sus novelas de peronistas o antiperonistas; propone que, más bien, se las considere obras de un peronólogo. Tampoco le satisface que se las piense como suscriptas a la tendencia del realismo mágico. Y cuando se las ha querido calificar de novelas históricas traza distinciones con el fin de precisar su peculiar carácter.
Reconocido todo esto, no nos amilana atribuir a sus obras un
decidido carácter político, (no es el caso de Sagrado, 1969; ni de La mano del amo, 1991; como se sabe). Creo que La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina –todas ellas obras ficticias, novelas– comparten con el libro de ensayos El sueño argentino, con el de las crónicas de Lugar común la muerte y con las Memorias del General ese rasgo. Y, por ello, me parece legítimo designar a esas novelas como novelas políticas.
Y lo son en el mismo sentido que las de Stendhal,
Dostoievski, Conrad, Turgenev, Henry James, Malraux, Silone, Koestler
y Orwell.1
En todas, lo político desempeña un papel domi-nante o, al
menos, el ámbito del desenvolvimiento de la trama y de los
personajes está fuertemente contaminado por lo político.
Santa Evita,
la obra más significativa de Eloy Martínez –o que, sin
dudas, ha tenido mayor impacto en el público lector y en la
crítica– sólo puede ser comprendida en función de la crisis
global de la “Argentina alterada” de los años 30 (la
revolución social que significó “todo el poder a Perón” y el
consecuente paso del “movimiento peronista” al “régimen
pero-nista” y el posterior antiperonismo gobernante); desde
ella, hasta “la Argentina violenta” (el régimen militar y la
Argentina corporativa (1966-1973) y “el tiempo del desprecio”
(1973-1982) y la convergencia electoral de 1983 con sus
complejas consecuencia posteriores.2
Y es esto lo que ha significado, precisamente, que la obra de Eloy Martínez constituya un profundo cuestionamiento
del pasado reciente y del presente inmediato de la historia
argentina. Ello en muchos niveles: el fáctico de los
acontecimientos públicos; la indagación en las luchas de
clases y los enfrentamientos entre facciones del peronismo;
la revisión cuidadosa de las figuras carismáticas de Perón y
Evita –la “diarquía” o “liderazgo bicéfalo” por ellos
ejercido– la dominancia persistente por largo plazo del
partido peronista y, por sobre todo, el replanteamiento literario de
mitos: el del Jefe, el de la Madre, el del cadáver ambulante de
Evita.
Frente a la
amnesia histórica y las verdades absolutas de los peronistas y
de los antiperonistas, Eloy Martínez procura articular una visión
del pasado que permita enfrentarse con él y con las consecuencias
que tiene para el presente y el futuro de Argentina. Es, en
este sentido, que sus novelas hay que entenderlas dentro de
la antigua tradición novelística (Balzac, Proust, Galdós,
etc.) que busca la recuperación de la historia; en el caso
específico de Eloy Martínez: la historia política de su país.
Irwing Howe, un buen conocedor del subgénero novela política, ha subrayado bien en qué consiste el mayor desafío que enfrenta el autor de ese tipo novelesco
to
make ideas or ideologies come to life, to endow them
with the capacity for stirring characters into
passionate gestures and sacrifices, and even more, to
create the illusion that they have a kind of
independent motion, so that they themselves –those
abstract rights or ideas or ideology– seems to become active
characters in the political novel (21).3 |
Eloy Martínez ha sido grandemente exitoso en no ofrecer su
visión política –o la visión que tiene de la política
argentina– en fórmulas abs-tractas. Por el contrario, presenta
la relación entre lo teórico, lo abstracto y la ideología y lo
concreto y vívido con que ella se realiza en la existencia de
personajes plenos, complejos, que enfrentan situaciones
conflictivas, de enorme riqueza de matices. Lejos de toda
propuesta y formulación pan-fletarias, sus novelas políticas
enriquecen nuestra apreciación de personajes ya históricos, los
mitos que ellos encarnan, los conflictos personales y
co-lectivos que enfrentaron, las circunstancias sociales en que se
desenvolvieron, los hechos que protagonizaron. Por eso mismo,
nada más lejos de la persua-sión política que estas novelas de Eloy Martínez. Sin embargo, parafraseando a Irwing Howe en su apreciación de Los endemoniados
(1871-1872), de Dos-toievski, yo sostendría: “me resulta
difícil imaginar, digamos, a un peronista (o antiperonista)
fanático que pueda ser disuadido de sus convicciones leyendo La novela de Perón, Santa Evita o El vuelo de la reina;
aunque, por otro lado, me gustaría igualmente pensar que la
calidad y los matices de sus creencias no podrán nunca ser los
mismos que eran antes de que leyeran esas obras”4 .
Dicho de otro modo, Eloy Martínez expone el clamor impersonal
de lo ideológico, de lo político, a las presiones de entidades
privadas. Y lo hace estableciendo, al mismo tiempo, un
complejísimo movimiento intelectual en el que su propia opinión (visión,
si se prefiere), siendo poderosa y activa, no domina por
entero a quienes quiere proponerla, vale decir, a sus lectores.
Novelas políticas cumplidas son las de Eloy Martínez porque
iluminan una parte importantísima de la vida social de
Argentina y, por extensión, de His-panoamérica, al mismo tiempo
que sugieren una opción de apreciarla en toda su riqueza.
Por otro lado, tengamos en cuenta lo que la teoría estética
marxista con-temporánea ha concluido ser lo más apropiado: no
tratar a la literatura como un simple “reflejo” de la realidad,
sino ver esta relación mediada por la ideo-logía. La literatura
no se refiere directamente a la historia, sino a la ideología, es
decir, a conjuntos de ideas que “explican” la realidad. Cito
de Jack Sinni-gen
Trabaja
(la literatura) sobre un material ideológico, y el
texto, en vez de ser un reflejo, es un producto,
el resultado de un proceso de producción específico,
un lugar donde se elaboran conflictos ideológicos según
categorías estéticas. La literatura produce, reproduce
y cuestiona la ideología, y así participa en su
articulación.5 |
El discurso ideológico de La novela de Perón,
además de ser una relec-tura de la historia del peronismo
–reconstruida en las memorias que el General revisa y en las
contramemorias de Zamora y en el discurso mismo del narrador–
es, también, un cuestionamiento de las alternativas existentes
en la sociedad argentina tanto dentro del propio peronismo como
las que de él se distancian.6
Además, ese discurso ideológico muestra el engaño en que
han vivido los argentinos, algo que en los ensayos de El sueño argentino
cons-tituye denuncia implacable. Sueño y engaño que incluyen,
entre otros, el de creerse más europeos que latinoamericanos
Mis
novelas procuran, sobre todo –sostiene su autor– a
través de las figuras dominantes del siglo XX,
demostrar hasta qué punto somos latinoamericanos, hasta
qué punto el país vive engañado.7 |
Tal tópico es algo que supo captar muy bien Carlos Fuentes con respec-to a Santa Evita
Santa Evita
es la historia de un país latinoamericano autoengañado,
que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día
sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o
Venezuela.8 |
Si
las novelas de Eloy Martínez convocan una memoria colectiva
que debe reconstruirse, también buscan una alternativa al
lenguaje alienado y monolítico que prima en el discurso
historiográfico argentino y lo hacen por medio del desarrollo
de un lenguaje narrativo y una estructura que permiten el juego
(versus la solemnidad9 ) y la problematización y el autocuestionamiento del texto (versus la estructura cerrada).10
Y a este propósito, no está de más insistir en el poder
que Eloy Martí-nez asigna a la capacidad de la imaginación para
romper los esquemas de la realidad establecida como tal y, así,
acercarse a “la verdad”; dar pasos iné-ditos hacia ella. Sus
novelas, como le gusta repetir, son mentiras, pero son
mentiras justificables frente a la hipocresía, el parasitismo y
las debilidades de un sistema corrupto y corruptor, como se
ve, sobre todo, en El vuelo de la reina.
Las novelas de Eloy Martínez se rebelan ante la miseria
material y mo-ral y la enajenación de una sociedad inamovible y
tránsfuga al mismo tiempo. Repitámoslo: no lo hacen
“programáticamente” –no hay nada en el ideario escritural del
autor que pueda sustentar una afirmación como ésa– pero es lo
que se desprende, legítimamente, de los textos. Los personajes
más “puros”, más “incontaminados” denuncian, en su misma
índole, tal deseo de cambios, tal anhelo de “utopía”. No hay en
ellos una actitud fría, pragmática y servil que los conduzca
al mejoramiento social. Sus rebeliones es cierto que no los
llevan a nada, tan sólo a la aceptación pasiva del sistema. Sus
gestos terminan por ser la intención de malogrados intentos
para realizar la solidaridad y se constituyen en testimonio del poder,
al parecer incontestable, de las circuns-tancias reinantes. Lo
que me parece muy válido sugerir es que el cuestio-namiento
ideológico de las novelas de Eloy Martínez reside en esa
rebeldía de la que hablábamos como fuerza motriz: mediante ella
se articula la denuncia de las condiciones sociales vigentes
en la Argentina, tan injustas todas ellas que tiene que
provocar reacciones extremas.11
Y es a partir de ellas que se en-focan, precisamente, los
problemas que implican tales rebeliones: se nos dan los trazos
de sus contradicciones internas y la potencia de las fuerzas de
la adversidad. Con ello quiero decir: la alienación y la
miseria funcionan como factores dados y el problema central que
se pone en primer plano es el de la dificultad, y la
necesidad, de cambiarlas.
Eloy
Martínez en sus novelas reproduce situaciones vividas y conoci-das
en la sociedad argentina de los últimos decenios. Ya lo hemos dicho.
Y lo interesante es que lo hace en relatos de ninguna manera
ingenuos. Por el contrario, ellos cuestionan permanentemente la
naturaleza del texto del cual son discursos. Se cuenta una
historia en que se hace explícita la preocupación del por qué y el cómo
hay que contarla. De allí la importancia de reflexionar sobre
el carácter metanarrativo con que estos textos se ofrecen a la
percep-ción-recepción del lector. Éste es obligado a la
coparticipación. No puede ser –lo digo en metáfora de la que
Cortázar se arrepintiera– “lector hembra” y, por el contrario,
su papel es obligatoriamente activo: es un
copar-ticipante del mundo que se le ofrece necesitado de
reflexión y análisis. Las novelas de Eloy Martínez no son propositivas, tendenciosas.
Por lo mismo, necesitan de ese lector que se inmiscuya en el
cosmos imaginativo que se le presenta para su propia
inquisición. Son novelas que movilizan, descentran, obligan al
análisis; no se detienen en una propuesta autorial explícita u
obvia. De tal modo, al no ser meros receptores de una ideología
dada, a los lectores se nos lleva a plantearnos, creativamente, ante
cualquier ideología satisfecha de sus pro-puestas. Quedamos
inquietos frente al discurso establecido, nos vemos condu-cidos
al rechazo de un mundo que representa fuerzas sociales al
parecer inexpugnables, pero a las cuales entendemos que hay que
impugnar. El im-pulso matriz se da en el enfrentamiento de
opciones e ilusiones. Rebelión contra las circunstancias reinantes,
desapego de cualquier modo de pasividad.
Me parece ver que esto se logra en el desmantelamiento de la noción de autor, de la supuesta validez de su autoridad
absoluta. El discurso narrativo autorreferente, atento
críticamente a su formulación, sensible a sus deficien-cias e
impotencia para ejercer un dominio total de la materia
narrativa; su formulación constantemente pone en jaque al discurso autoritario, vale decir, el del poder. Si el poder
constituye el tema básico de la obra de Eloy Martí-nez, su
tratamiento no se da –es lo que nos importa proponer– sólo en
el estrato del “contenido”, de las “ideas” de sus escritos,
sino que su naturaleza se pone al descubierto en su misma
formulación discursiva, en las modalidades de expresión en que
tales ideas se enuncian.
Autor
es un término polisémico cuya significación ha ido
evolu-cionando en el decurso de la historia y de la crítica
literaria. Para la semiótica contemporánea, cuenta únicamente
como emisor del mensaje textual y como “artífice y garante de
la función comunicativa de la obra”12
. Desde esta perspectiva, el autor establece, a partir del
texto, una especial relación con sus destinatarios, ya que se
mueve dentro de unas coordenadas socio culturales y unos
códigos literarios de acuerdo con los cuales emite su “mensaje”
que ha de ser descifrado por sus receptores. Estos pueden
descubrir la presencia del autor en el texto a partir de una
serie de signos y huellas dejadas por él y que la crítica trata
de interpretar. En La retórica de la ficción13 , W. Booth acuñó la denominación de autor implícito no representado,
aludiendo no al autor histórico en cuanto tal, sino a su
desdoblamiento en la obra, a la presencia de su voz y de la
imagen que de él se forman los lectores a partir de las huellas dejadas
en el texto y, en concreto, del conjunto de elecciones y de la
cosmovisión que laten en la obra como reflejo del pensamiento
de su autor real. En el caso de las novelas de Eloy Martínez,
el autor implícito está, por largas instancias, representado, y
es su cosmovisión la que se propone como propia de un autor real. Pero, insistimos, no para ejercer otro dominio –otra autoridad–
que la de obligar (valga el oxímoron semántico) a ejercer la
li-bertad interpretativa. Frente a las propuestas absolutistas
(a modo de ejemplo: Evita angelical, santa; Evita demoníaca) la opción de aceptar la índole compleja, rica en matices, del personaje, tanto el histórico como el literario
Eva
Perón fue una mujer intolerante, iletrada, fanática
y ávida de poder o, al menos, ávida del amor y de la
admiración de las multitudes que sólo se pueden alcanzar
a través del poder. Pero no fue una prostituta, no fue
una fascista –quizás ignoraba el significado de esa
ideología– y tampoco fue una mujer codiciosa.14 |
Es
a esa riqueza interpretativa, a un atender a lo multívoco de
las valencias, que nos conduce la obra de Eloy Martínez. Lo
político no enten-dido, entonces, en su acepción de
proselitismo restringido, sino, todo lo contrario, de reflexión
abierta, creadora, inquietante, frente a los hechos
–históricos y/o imaginados– que nos asedian como requisidores
de respuesta necesaria. Necesaria, pero no única, no indisputable. Una desarticulación del poder, en definitiva. Un no aceptar las respuestas ya dadas por la autoridad, por el autoritarismo.
Es así como se da en Eloy Martínez la relación entre la
ficción y la “realidad”: constituye un importante punto de
encuentro entre los discursos ideológicos que dialogan en la interioridad de los textos, y los literarios
(planteamientos sobre la naturaleza y función de la ficción,
rol del autor, etc.). El proyecto ideológico (un enfrentamiento
con el pasado) confluye con el literario (el examen de la
relación entre historia y ficción: la intertextualidad) y dan
el mismo resultado: la ficción es más “real” que la “historia”
general-mente aceptada y, por lo tanto, establecida.
El juego entre ficción y realidad no es en la obra de Eloy
Martínez sólo un elemento de las relaciones entre los
personajes, sino la forma central de las novelas que está
claramente relacionada con cuestiones ideológicas. Para que se
entienda mejor lo que quiero decir cito lo sostenido por Terry
Eagleton cuando compara entre varios escritores de Inglaterra e
Irlanda
La
matriz ideológica de la ficción de Trollope (como en
toda escritura) incluye una ideología de la estética;
en el caso de Trollope, un “realismo” anémico
ingenuamente representacional, que no es más que un
reflejo del vulgar empirismo burgués. Por el contrario,
para Eliot, Hardy, Joyce y Lawrence la cuestión
ideológica está presente implícitamente en el problema
estético de cómo escribir; lo “estético” –la
producción textual– se convierte en una instancia
crucial, sobredeterminada, de la cuestión de las
relaciones reales e imaginarias entre los hombres y sus
condiciones sociales que llamamos la ideología.15 |
Santa Evita,
sobre todo, es un texto muy complejo cuyo discurso, o parte
importante de él, remite al problema estético de cómo escribir.
Su dificultad no viene, entonces, de las rupturas cronológicas en
la trama (u otros aspectos estructurales) sino, también, porque
mantiene una tensión continua entre lo ideológico y lo
estético. Diríamos que ofrece una doble vinculación: con una
dimensión problemática importante de la narrativa
contemporánea, por una parte (a los nombres citados por
Eagleton habría que añadir, entre otros, a todos los autores
del “boom” de la novela hispanoamericana) y, por otra, con las
voces del espacio político del referente extratextual: los
discursos existentes sobre Perón y el peronismo, sobre Evita.
Los discursos y las ideologías en que ellos se sustentan.
La novela de Perón, por su lado, quiere ser la biografía verdadera del verdadero
Perón y en su decurso se convierte en una “explicación” –en
una propuesta de explicación posible, abierta al debate– de una
política malo-grada. El tema recurre en Santa Evita y en El vuelo de la reina.
Las tres novelas presentan, también, la búsqueda de la
auténtica identidad de la Argentina, pues en todas ellas
importan la geografía, arquitectura, historia, arqueología y
tipología de sus habitantes/ciudadanos. Y no como elementos
“ambientales”, sino formando parte del enunciado de la acción
de los personajes y del drama que viven.
Me gustaría insistir –porque lo estimo fundamental– en el papel del texto como búsqueda
en la obra de Eloy Martínez: su necesidad de seguir el proceso
literario como acto de reconocimiento y de práctica social.
Vale decir, política. Sobre todo porque esto se teoriza
–se plantea, se plasma– en las novelas de modo recurrente: en
ellas el escribir se acompaña de un divagar sobre cómo hacerlo.
Lo pretendido, al parecer, es una comunicación y un proceso de
concienciación que libere, que rompa, los esquemas
establecidos. La reflexión que hacen los textos sobre su producción
abarca el lenguaje y la intertextualidad pero, también –como
hemos dicho– una amplia gama de discursos extraliterarios: la
historia (claro), la geografía, el arte, los proyectos de crear
una sociedad específica y los intentos (esa aproximación a la
utopía que apuntábamos) de cambiarla. Novelas que tratan,
entonces, el lenguaje como fenómeno social y psicológico que se
transforma y que también puede alterar ésos mismos. Hay una
dialéctica sustantiva en ellos que consiste en la contradicción
–que busca superarse– entre lo establecido con enorme fuerza
por el medio y las directrices del cambio anhelado.
Lo que enuncio en términos abstractos la novela se encarga de propor-cionarlo en la inmediatez de lo concreto
de la existencia de los personajes y entidades sociales que
son, todos ellos, ejes dinamizadores sobre los que gira el
desarrollo de la acción. Pocos de esos personajes son planos, la mayor parte redondos (la terminología, como se sabe, es de Forster)16
, los que Unamuno denominara “agónicos”, frente a los
“rectilíneos”. Los vemos en un debatirse constante: no aceptan
categorías rígidas, todo lo problematizan. Y ello es, insisto,
lo que también nos pasa a los lectores, quienes no podemos
sentirnos esquematizados por propuestas unidireccionales sino,
por el contra-rio, abiertos a multiplicidad de opciones. Frente
al discurso autoritario, definición última de la
sociedad presentada en las novelas, la necesidad de encontrar espacios
libertarios, liberadores. Un no dar definiciones sino
aproximaciones. De allí que los sueños y la mitología
ocupen en las novelas de Eloy Martínez un lugar privilegiado:
son formas de organizar la información accesible para darle un
sentido frente al caos y el vacío del olvido: “el dedicarse a
escribir significa no sólo la recuperación del pasado sino
también el examen del sentido de este nuevo oficio”, ha dicho
Jack Sinnigen.
En relación con ello me
parece también de interés recordar lo establecido por Eagleton
cuando compara la literatura con la historiografía,
preocupación medular en el pensamiento de Martínez. Para el
teórico inglés literatura e historiografía se asemejan en la
medida en que las dos parecen estar refiriéndose a la
historia. No obstante, la historiografía toma la historia como su
objeto y, por lo menos, intenta (aunque no lo logre) presentar una
versión objetiva de ella. En cambio parece ser que la
literatura, en general, no tiene ningún objeto específico, que
siempre está inventando su propio objeto, porque es una ficción
(algo que Eloy Martínez destaca insistentemente, según
viéramos). Como tal, como ficción, trabaja sobre las
formaciones ideológicas, es decir, sobre unas representaciones
de la experiencia vivida y así se llena de elementos pseudo-reales;
aleja la historia, al mismo tiempo que significa que la historia
es, en última instancia, la base de toda su referencialidad.
Cerramos entonces el círculo: las
novelas de Eloy Martínez, novelas políticas, se estructuran a
partir de formaciones ideológicas, las existentes en su medio,
lo que Eagleton llama “ideología general”, y la suya propia,
“la ideología del autor”. De ambas tiene, obviamente,
experiencia vivida. Ellas, en la práctica productiva de los
textos, aparecen problematizadas y mantienen relaciones de
disyuntiva parcial, a veces, y de contradicción severa casi siempre.
Su formulación en los textos conduce a un revelamiento o
desvelamiento de su referente extratextual del que, como
establecimos, no constituye simple reflejo. Imbricado a todo
ello, por esas transacciones complejas existente entre texto e
ideología de las cuales habla Eagleton, el novelista plantea
los problemas del uso de los medios estéticos apropiados para
configurar el mundo ficticio con que va a develar el mundo real.
Por último, quizás sea de ayuda,
también, para una mejor lectura de esta dimensión de la obra de
Eloy Martínez que nos ha preocupado considerar aquí, recoger
los momentos y los modos en que el autor se aproxima a la
política. Martínez ha reconocido que en realidad la política no
le interesaba en absoluto hasta que visitó por primera vez a
Perón en Puerta de Hierro, (Madrid), en 1966. La circunstancia
la cuenta así, a Jorge Halperin
Yo
estaba en España preparando una nota sobre los 30 años
de la Guerra Civil. En ese momento, me llamaron de Primera Plana
y me dijeron que como Arturo Illía acababa de ser
derrocado, yo debía conseguir la palabra de Perón para
una edición especial. Lo busqué de mil maneras y, finalmente,
a través de Jorge Antonio, pude entrevistarlo durante 3 horas.17 |
Sobre la impresión que inicialmente tuvo de ese encuentro, agrega lo siguiente:
En
ese momento (Perón) era un político en el ocaso,
porque parecía condenado a no regresar. Fíjese la
materia viva y lo circular que tiene la política que,
pocos años después, asistiríamos al retorno. Pero entonces
vi todos los matices de la condición humana en la
política: falsedades, hipocresía, ficciones,
invenciones, buenos y malos deseos, obsecuen-cias y
esoterismo. Primero, Perón se pronunció a favor del
golpe y, 15 días después, en contra. Ya se habla de
ceremonias esotéricas. Entonces, esa zona oscura de la política me fascinó narrativamente (La cursiva es nuestra). |
Importa, también, tener en consideración lo que Eloy Martínez
piensa sobre lo que hace a un libro de tema político, ligado
entonces a la historia, una producción literaria auténtica,
valiosa, perdurable. Si algunos tienen valor de documentos
–reflexiona ante Halpering– otros son meramente de coyuntura y
tienen vida breve, pero
cuando el lenguaje trasciende la coyuntura, logran perdurar. El ejemplo máximo es Una excursión a los indios ranqueles
de Lucio V. Mansilla, que narra episodios de una
expedición militar pero que alcanza una dimensión
literaria y perdura. El Facundo, de Sarmiento, es otro caso. Fue escrito como un panfleto político, como lo fue Amalia, hecho con la forma de novela pero pensado como denuncia política. Y las Aguafuertes de Arlt. Son literatura. |
Y,
en palabras que parecen ser una definición de su propia obra
(para la que, sabemos, rechaza que sea del todo válido
considerar ficción histórica), agrega
Alguna
literatura usa a la historia como pretexto. Hay
ficciones nacionales que se preocupan por trazar el
destino del país y en las cuales los personajes
históricos son un pretexto. |
Hemos
querido mostrar en esta nota que tal es la dimensión de novela
política que tienen las ficciones de Tomás Eloy Martínez.
ALFONSÍN Y PERÓN, DOS CARAS DE LA HISTORIA
Tomás Eloy Martinez
Cuando estas líneas se publiquen se habrán enumerado en la Argentina
ya todas las cualidades de Raúl Alfonsín, el ex presidente que murió de
cáncer el 31 de marzo: su honestidad como gobernante, una virtud que los
sucesores han vuelto más evidente; su vocación republicana, que lo
llevó a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en
los asuntos del Estado, una de las cuales ganó al promover la ley de
divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que habían sido
dueños del país y disponían aún de fuerza para proteger su impunidad.
Se habrán mencionado también sus errores: su penosa relación con el
poder económico; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar
una república parlamentaria y sólo consiguió reforzar la omnipotencia
presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habrá dicho muchas
veces, pero nunca las suficientes, que en su brújula no existió otro
norte que consolidar la democracia recuperada en 1983 para que esa vez
fuera la definitiva luego de cinco décadas de golpes de Estado.
Los grandes hombres eligen la historia como juez y le ceden la última palabra.
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad. Se fue tan limpio como llegó
Ninguno de los países del Cono Sur, igualmente asolados por las
dictaduras del fin de la guerra fría, tuvo un juicio a los jefes
militares como el que Alfonsín llevó adelante en la Argentina: una
intervención ejemplar de los poderes del Estado para que nunca más se
atropellaran los valores amparados por la Constitución.
Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a
los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile que iban a recuperar sus
libertades. Y al tiempo, amenazado por tres levantamientos militares,
Alfonsín promovió las leyes de punto final y obediencia debida que la
Corte Suprema declaró inconstitucionales años después.
La arrebatadora campaña presidencial de Alfonsín en octubre de 1983
fue acaso la última demostración espontánea de fe política, sin
autobuses de alquiler cargados por rehenes de los caudillos regionales
en busca de un viático, y sin la mediación decisiva de la televisión.
Con esa campaña logró ganarle al peronismo por primera vez y por las
buenas, allí donde años de torpe proscripción habían fallado. Tuvo
entonces el maravilloso valor de llegar al corazón de los argentinos
recordándoles cómo habían decidido formar una nación para buscar la paz y
el progreso.
Sólo bastó que en esos días recitara el preámbulo de la Constitución
para que su voz se convirtiera en un recuerdo entrañable, para rescatar
el Estado de derecho que muchos habían despreciado ante los carnavales
grotescos de Isabel Perón y su astrólogo, o las utopías de socialismo,
cuando todavía estaba en pie el muro de Berlín. Al repetir una y otra
vez la letanía del preámbulo, reivindicó el respeto por la voz de los
otros y porel diálogo civilizado con los adversarios.
Ésas son las estampas que retendrá la historia. Yo quiero contribuir a
su memoria con la narración de episodios menores que reflejan el envés
de esas medallas pero que a la vez lo retratan de cuerpo entero.
Lo conocí en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de
su amigo Adolfo Gass, quien sería elegido senador por el radicalismo
cuando regresó del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe
tropical, y no advertí en él nada que me impresionara. Su aspecto y su
lenguaje parecían los de un hombre cualquiera, sin señales que revelaran
el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matemático
Manuel Sadosky, quien me había llevado a conocerlo.
Quizá porque la gripe lo decaía, no vi en el Alfonsín de entonces el
brillo político que hacía falta para que los argentinos decidieran
seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo
autoritario. Les confié esas dudas a Gass y a Sadosky, y ambos
coincidieron en que el Alfonsín de pijama que yo acababa de conocer, de
apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el
Parlamento y en los discursos públicos. "Jamás se le olvida que la
historia lo está mirando", me dijo Gass, "y que la historia lleva la
cuenta de todo lo que dice y hace".
Volví a verlo en agosto de 1987, pocos meses después de las rebeliones
carapintadas,
ante las que había desoído el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui
a visitarlo a la residencia presidencial de Olivos para anticiparle los
temas generales de la entrevista que esa misma noche le haría por
televisión. No puso el menor reparo a mis preguntas y me instó a
interrogarlo con absoluta libertad.
"Sólo le ruego", me dijo, "que si formula acusaciones contra mí o
alguno de mis colaboradores esté seguro de que se apoyan en pruebas muy
sólidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un
funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en
el aire y sigue manchando por mucho tiempo al más inocente de los
inocentes".
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad, y así se fue, tan limpio como llegó.
Mientras nos despedíamos, le dije que seguía sin entender por qué había preferido parlamentar con los rebeldes
carapintadas
en vez de enfrentarlos acompañado por las 100.000 personas que
repudiaban el golpe en la plaza de Mayo y se ofrecían a defender con sus
vidas la democracia naciente.
"Si aceptábamos esa apuesta habríamos podido perder todo: la
democracia y muchas vidas", me replicó. "Pensé entonces cuál era mi
deber ante la historia. Y no dudé".
"Algo parecido respondió Perón en 1970", le dije, "cuando le pregunté
por qué, creyéndose más fuerte que los rebeldes en 1955, no había
intentado defenderse".
"No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de
sangre", me explicó Perón. "Ésos son actos que no perdona la historia".
Al presidente se le ensombreció la sonrisa y dejó que la luz del
mediodía se llevara la cordialidad que había guiado nuestro diálogo. Esa
noche, en los estudios de la televisión, volvió a ser el de siempre:
agudo, veloz para las réplicas, certero al citar los índices económicos
sin desviarlos ni una décima.
Cuando caminábamos por los pasillos hacia la salida me llevó aparte y
me dijo con firmeza: "Me quedé pensando en su referencia de esta
mañana. Quiero decirle que a mí Perón no me va a ganar la historia".
De modo que ahí estaba, entonces, la historia, la invisible madre de
todas las batallas. Perón se había encolerizado en Puerta de Hierro
cuando le hice notar que Evita estaba llevándole ventaja en ese duelo
ante la posteridad. Y ahora Alfonsín, sin cólera pero con el mismo
énfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a él, que devolvió a
la conciencia civil la noción de respeto a las instituciones
republicanas, y no a Perón, quien permitió a la clase trabajadora
integrarse a la vida política y económica.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a
las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de
que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le
cedieron la última palabra.
LOS DESAFIOS DE LA CULTURA "NARCO"
Tomás Eloy Martinez (2010)
Los novelistas van siempre un paso adelante de la realidad. Hacia
1930, el argentino Roberto Arlt vislumbró en sus dos grandes novelas,
Los siete locos y
Los lanzallamas,
la madeja fascista que se cernía sobre las naciones jóvenes del sur.
Así también ahora la guerra contra las drogas y el narcotráfico impregna
buena parte de la literatura, sobre todo en Colombia y México, donde la
cultura narco se ha infiltrado en todos los aspectos de la vida.
Expandida como un virus, la cultura
narco pone y derriba
Gobiernos, compra y vende conciencias, se toma la vida de las familias y
ahora la vida de las naciones. La cultura
narco es la cultura del nuevo milenio.
Todos los días las noticias arrojan cadáveres que se ordenan entre
"decapitados" y "severamente mutilados". Los sicarios ya no tienen una
patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene
laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en
las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las
villas de San Martín, en España, o Boulogne, de Francia.
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Este artículo sobre el poder de la droga es el último escrito por el autor, fallecido el pasado domingo
Hay que arruinar su negocio con la despenalización del consumo
La traición, si se sospecha, se castiga con acciones mafiosas; si se
prueba, con crímenes que traen más muertes, en una escalada de venganzas
infinitas.
En su novela póstuma
2666, el novelista chileno Roberto
Bolaño relató en toda su crudeza y horror los asesinatos de mujeres en
Santa Teresa, transmutación literaria de Ciudad Juárez, enclave
fronterizo con El Paso, Tejas, donde desde hace décadas gobiernan la
violencia y la impunidad. Esas muertes narran un crimen continuo, una
historia de nunca acabar.
Un empresario poderoso que observa cómo su país está siendo minado
por los narcotraficantes en complicidad con la corrupción del poder,
decide ganarles "siendo más criminal que ellos" en la última novela del
escritor mexicano Carlos Fuentes,
Adán en Edén. La manera en que el dinero sucio del narcotráfico penetra en la sociedad provocó picos de
rating en la versión para televisión de
Sin tetas no hay paraíso,
la historia en la que Gustavo Bolívar, escritor colombiano, cuenta cómo
una joven de 17 años se prostituye para comprarse pechos más grandes y
así acceder al círculo de los traficantes.
La lista viene amontonando títulos en sintonía con el ritmo en que avanzan la muerte y la corrupción por el continente:
Rosario Tijeras, del colombiano Jorge Franco;
La reina del sur, del escritor español Arturo Pérez-Reverte;
Balas de plata, del mexicano Élmer Mendoza, o
La virgen de los sicarios,
del colombiano-mexicano Fernando Vallejo, son apenas unos pocos
ejemplos con un denominador común: cada golpe al narcotráfico es
devuelto con otro golpe aún mayor.Es lo que le ha ocurrido al presidente
Álvaro Uribe en Colombia y ahora al presidente Felipe Calderón en
México. Mientras tanto se destruyen personas, familias, pueblos,
culturas. Cada día se hace más evidente que la guerra no es la solución
al problema y que la única vía posible es enfrentarlo desde la raíz, es
decir, desde la despenalización del consumo.
Las inteligencias más lúcidas del continente insisten en que es
imperioso llegar a un acuerdo de cooperación entre traficantes y
consumidores. Cuando se rompan esos pactos siniestros de silencio y
dinero, y los expendios de droga salgan a la luz del día, como el
alcohol después de la Ley Seca, quizás hasta los propios traficantes
descubran las ventajas de trabajar dentro de la ley.
La despenalización avanza. España, que trata la drogadicción como un
problema de salud, fue el primer país europeo en despenalizar el consumo
de marihuana. La posesión para uso personal no es delito, aunque el
consumo público está castigado con multas administrativas y su
legislación contra el tráfico está entre las más severas de Europa.
Hace pocas semanas, y a contracorriente de una costumbre avalada por
el ex presidente George W. Bush, la Administración de Barack Obama
estableció que los fiscales federales no gastaran sus recursos en
arrestar a personas que usan o suministran marihuana con fines
medicinales.
Quizás el caso más conocido sea el de Holanda, donde en rigor es
delito el consumo de cualquier sustancia prohibida. Sólo hay cierta
consideración para el acceso a la marihuana en los llamados
coffee shops, lugares reservados para la compra y consumo de menos de cinco gramos diarios.
En Argentina un fallo de la Corte Suprema de Justicia estableció que
el consumo personal de marihuana no es un delito y también ha
concentrado en un solo juzgado federal todo lo relacionado con el
paco, un veneno barato que arrasa los círculos más pobres de la población.
¿Es la despenalización la cura de todos los males? El lenguaje de las
armas demostró su fracaso y la historia ya escribió su ejemplo más
contundente cuando en los Estados Unidos se prohibió el consumo de
alcohol durante los 13 años que duró la Ley Seca.
La prohibición que comenzó el 17 de enero de 1920, lejos de hacer
desaparecer el vicio, provocó la creación de un mercado negro del que
surgieron todos los Al Capone, los Baby Face Nelson, los falsos héroes
como Bonnie & Clyde y una legión de padrinos que sembraron el terror
a sangre y fuego. Como era casi previsible, muy pronto la corrupción se
apoderó de las conciencias policiales.
De los agentes encargados de velar por la prohibición, un 35%
terminaron con sumarios abiertos por contrabando o complicidad con la
mafia y, como era previsible, muy pronto aparecieron las estadísticas
nefastas: 30.000 muertos y 100.000 personas resultaron víctimas de
ceguera, parálisis y otras complicaciones por envenenamientos con el
alcohol metílico y otros adulterantes, a los que recurrían los bebedores
desesperados.
En 1933, cuando Franklin D. Roosevelt derogó la Ley Seca, el crimen
violento descendió dos tercios. En Estados Unidos no se acabaron los
borrachos, pero desaparecieron los Al Capone.
El arma más efectiva contra los jefes del narcotráfico es arruinarles
el negocio. Y la única vía posible para hundirlos es legalizando el
consumo. No se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor,
invirtiendo en campañas efectivas de salud pública.