Hubo un tiempo en que el tiempo se hizo espacio y se hizo materia, y estalló en mil estrellas, y los cielos se separaron de la tierra, y el día de la noche, y se quebró esa unidad de músicas que hasta entonces eran el murmullo y el perfume del universo, el aliento absoluto que sostiene el vacío… Hubo un tiempo en que los hombres se separaron de los hombres, los vivos de los muertos y el mañana de su ayer; fue en el mismo tiempo y en el mismo sentido y con igual espíritu, que la necesidad y el deseo se volvieron enemigos, y la pobreza y la riqueza tomaron conciencia de su contienda eterna: que ya no eran una misma materialidad armónica, sino la adversidad, la antinomia feroz, la tensión que usurpa la fraternidad y abre tajos que nunca cicatrizan, la hiedra que trepa sobre la vida; y el horror entonces clausuró las cabezas y llenó de agonía los corazones, que nunca recobrarían la inocencia.
La poesía allí mismo inició su diálogo de nunca acabar con la muerte, porque la poesía es el principio que no tuvo un principio anterior, y la muerte es el fin sin más fin, que no puede pensarse en la razón, ni refutarse por fuera de su origen en el delirio. ¡Todo es agonía!
Hubo un tiempo, pasado el tiempo, en que la locura se presentó en el mundo para señalar con su dedo de fuego que era el único sentido del mundo, y apostrofó al susodicho mundo que mezclaba en su rostro el terror y la lujuria, y se plantó en el centro de la realidad con el ímpetu de una rosa y el sin pudor de un relámpago.
Hubo un tiempo, ¡vaya que tiempo!, en que la locura, después de abandonar la lengua de los dioses y poner todos sus pies, y también sus manos que lucían igual que cristales, sobre la tierra, decidió abrir la boca de cada criatura humana, para que las almas salieran de su prisión –un cuerpo tan ajeno de sí, tan humillado de sí–, y pudieran revelar a viva voz el mayor de sus secretos…
No bien se escuchó entre truenos y lluvias de cenizas que la riqueza convertía las lágrimas del amor en una piedra, sin fondo ni forma, pura atrocidad, y que la fe estaba obturada por el poder esclesial, y la razón apenas era una excusa de la perversidad económica, la locura fue perseguida como un animal que depreda por depredar; acorralada y cazada la arrojaron sobre las llamas y al final, entre himnos y eructos, fue digerida por el estomago de hierro de una sociedad ya preparada con gigantesca paciencia, con prueba y error hasta el hartazgo, para vivir y reproducirse en la antropofagia, su real espacio, su última morada, tapando con la mano el estertor de las víctimas, como si la razón no fuera más que un sol de humo y de ácido que todo lo corrompe, que para siempre marchita… hasta hacer de la vida un tuétano atroz, el más estéril desierto de hielo.
Con el ímpetu y el desaforo de una estrella tan negra que todo lo enceguece, la locura conocerá en el hoy de hoy, a caballo de una muchedumbre que galopa en la ceguera, el peor de los destinos: ser un río sin orillas, viajar y viajar sin más puerto que la peste, sin otra misericordia que la visión temblorosa de un ángel que sonríe, muy fugaz, desde el corazón de un espejo, mientras la carne del viajero se convierte en agua y el alma en una luz sin consuelo, en una ansiedad inagotable de delirio, para seguir por ese río hasta la oscuridad que jamás decae, a la que nunca se llega, porque no hay imagen ni palabra que la represente…
Han quedado atrás y con nada de nostalgias los días que la locura hablaba del futuro en la cueva de la pitonisa, y tras un salto que unía el cielo con las bajuras increpaba a la Parca, que parecía una niña perdida en los pliegues sagrados de la luna…
Hoy la locura se arrastra por las calles de la pobreza, los zanjones de las villas miserias, las comisarías del conurbano y los patios de los hospicios en ruinas, donde la resignación puede ser la última puerta que se golpea y se abre cuando la pasión huye, antes que el cuerpo se venda por pedazos y el alma se entregue como cuota de desesperación a los perros, en los umbrales de la morgue, mientras la soledad de la muerte cruje…
La locura con miedos de pobre, con ojos de pobre abiertos a la tormenta traicionera de la pobreza, es una locura de detritus, es una locura que rumia el infinito, ha perdido a sus ángeles y a sus héroes, y cuando el delirio se opaca, gasta sus brillos, enmudece en las escaleras del rosario que llevan al paraíso, sólo queda el hambre, la mierda del hambre que no llega a la blasfemia del hambre, porque el temblor de la boca débil tampoco se alza en el grito; es una locura que languidece sin furor, se escurre sin gloria por las alcantarillas…
Apenas se asoman, como coletazos de una bestia en su ahogo, la angustia y la sed de luz, que tampoco cotizan alto en el infierno…y menos aún en la misa vespertina de los cantos gregorianos, cuando otra vez la soledad es un fantasma sin dientes ni piernas, que ronda y vigila.
(La soledad de la locura es agria y es sucia, ya no tiene lágrimas; la pobreza le ha robado la dignidad; tampoco la belleza de las nubes la besa en su lecho; la locura ya no es la madre de dios sino una vieja mendiga que se envuelve en las sombras sin mañana; la locura ya no tiene un astro que duerme sobre sus ojos cerrados… la noche es apenas una circunstancia del crimen, la tapa que se atornilla en el féretro…)
En los días del olvido, cuando la poseía huye de nuestras bocas, porque las bocas no son más que la guarida de la monstruosidad, el chiquero donde los cerdos relamen sus tesoros, no sólo la locura arrastra los ecos de los gruñidos hacia la plaza mayor, y pule la máscara social que protege la identidad del real poder, su vocación de placer escarbando en las hendijas de la sumisión; también la pobreza, como espacio saturado de dolor, que teje y entreteje los vacíos de la historia, cubre por igual de apariencias –con estadísticas, nomenclaturas, porcentajes, diagnósticos, protocolos y leyes– las esencias aterradoras, desnudas de tan aterradoras, y aterradoras de tan esenciales, de la verdad de la muerte ungida como solución final ante las encrucijadas sin solución de la vida de todos los días, en tanto vida condenada a no ser ya la vida, en la desmesura de su numerosidad, sino apenas lenguaje de padecimiento, sacrificio y tortura, donde no tienen espacio los vínculos sagrados ni los objetos del amor.
Dicho de otra forma: locura y pobreza son flores en el altar de la razón como poder, de la mercancía como estructura deseante; son la misma verdad de una única muerte, en la necesidad con que el poder falsea la vida; locura y pobreza son caballo y jinete al galope raudo y sin frontera sobre las praderas de la agonía, en un tiempo en que las sociedades se atragantan de sí mismas, porque todo se devora y se vomita en las grandes hambrunas, cuando ya no hay oído para las músicas celestes y la poesía es colgada para escarnio de la belleza, en un farol de una plaza de extramuros…
Ah, poesía, dulzura agotada antes de nacer para el recuerdo y las ansias de lo que pudo ser y no fue, trofeo inútil de una muerte que sigue siendo, aún sin deseo, harta de sí, la única realidad de nuestro tiempo, la ley de la eficacia y lo posible…
Sobre las ruinas del pensamiento, tras las visiones pisoteadas y orladas de sangre hasta convertirse en tufo, en aliento de los demonios; rompiendo a martillazos el cuerpo para extraerles las piedras de la locura, las rocas de la locura, las montañas con sus lavas de la locura, el cuerpo y todo el universo del cuerpo se alzan como catedrales nocturnas para recibir las ofrendas del dolor humano.
El dolor humano es un viento y el cuerpo es la casa que hospeda el viento, y la locura será así la sustancia del viento… (¡Sopla! ¡Sopla! ¡Que lo que no es soplo es reliquia maldita…!). Se hablará entonces, mientras se amontonan los últimos residuos de los quejidos, de los trastornos narcisistas de la personalidad, y el cuerpo de la locura será exhibido en la galería de la criminalidad, con su prontuario milagroso y su delirio sobre una mesa de oro, con la cabeza apoyada en un almohada de diamantes negros, que en realidad son el hígado de un dios venenoso.
Se hablará a boca de jarro de la agresión, como exabrupto dirigido de la violencia; se traerán al ruedo la anomia moral, la vagancia crónica, la ebriedad consuetudinaria, el deambular sin ton ni son…; la palabra que enuncia las categorías de las ciencias sociales como si fueran las Tablas del Pecado es ahora la llave que abre el portón de la disciplina y el castigo (sea la cárcel o el manicomio), y allí, en la oscuridad fúnebre de la dormidera sin nubes ni sueños, aparece la imagen ayer fulgurante y hoy apagada del loco, que es igual a pobre y es igual a criminal y es igual a lengua devoradora en el instante eterno…
Se dirá: hay una conducta insana, notorias inferioridades psicopáticas; hay perversidad crónica y natural, incapacidad para la culpa y el amor; hay un demiurgo que arrastra por los cielos y por las tierras el peligro social…
Lo que no baja del firmamento ni sube desde el averno es la palabra justa para el dolor de la verdad, el dolor como espacio absoluto de ese cuerpo humano que el Poder humano rechaza como espejo de sí, castra como parte de sí, porque nadie soporta ser la sombra material de su alma…
El cuerpo humano es un agujero que no termina de cerrarse a causa del dolor… El cuerpo humano navega en los torbellinos de su sangre hasta volverse ausencia, pérdida, estertor, vacío sin mácula para el ataúd o el lecho de quien nunca nació…
Ese cuerpo humano muestra los hilos rotos de su pasado y ahoga su destino y representa su historia como si fuera un enigma que traduce los ruidos de la furia con que la muerte despide el nacimiento de la muerte en el camino que va del susurro hacia el silencio… (¡Oh, terror de la quietud…! ¡Espasmo! ¡Espasmo!)
Mientras los llantos y los odios de la pobreza resuenan como relámpagos de piedras sobre los dientes de Dios, y la sangre del crimen de cada día en su mansedumbre nocturna, se escurre entre las arenas temblorosas de los cielos, tan azules, tan limpios, tan serenos, como nunca bellos, como nunca en las glorias de la belleza…
Mientras la pobreza construye ladrillo a ladrillo, ladrido a ladrido, espanto sobre espanto, agonía en la agonía, cicatriz contra cicatriz, hambre en el vientre del hambre, violación tras el gemido ahogado de la violación, la locura de nuestro tiempo, la locura sin principio y sin final vivida como pesadilla de la muerte, deja sobre nuestras frentes hasta su última gota de mortífero rocío…
Mientras la locura en la cabeza en ruinas; en el pensamiento, la lengua y la conciencia de la pobreza en ruinas, levanta los castillos de la riqueza, las iglesias de la riqueza y hasta reverencia la divinidad, y por las buenas o por las malas la quiere para sí, para estar allí, para sentirse como en la gloria de la tierra y de los cielos allí…
Y mientras los sufrientes del sacrificio, con sus cruces a cuestas, se estremecen más que de frío; y mientras sus niños, en la primera línea de espanto y de fuego, maldicen con la ferocidad propia de los ángeles de la muerte, que son los ángeles de un tiempo donde toda la vida se convirtió en un infierno en nombre de la propiedad y de la acumulación del capital; mientras ocurre todo ello y el corazón explota, cómo no interrogarnos sobre la razón y sinrazón, sobre el sentido y sinsentido de estos días que penamos como si no hubiéramos nacido para otra cosa que las pasiones tristes…
Mientras la vida soñada como vida se aleja de nuestras almas, y sabemos que se aleja y no volverá, ¿podemos, aún así, dejar de interrogarnos…? …¿o acaso no sentimos como verdad que al interrogarnos sobre la existencia y producción del horror humano, no comienza a tambalearse, al menos por un instante, y apenas en nuestra propia alma, más allá de los cansancios y la nueva fragilidad, el imperio del Poder en la historia como naturaleza incuestionable y absoluta, que cerró nuestros ojos y ató nuestras manos al destino del horror…?
Frente a la desmesura de la crueldad y del espanto, ante esta realidad social de la que somos hacedores y parte con los labios cerrados, y que nos hunde en los pantanos de la pesadilla, igual que pájaros de alas quebradas; en éste sálvese quien pueda, donde también cae la bestia más fuerte, y cuyo símbolo más atroz es el niño que mata para que lo veamos vivo, aunque más no sea en la criminalidad del niño que no fue, por más que suene ante la perfección de los actos como un puro acto del mal sin redención, y después de estrellarnos la cabeza una y mil veces contra la pared que nos encierra, ¿no es justo y necesario arrimar quietud, demora y silencio, y escuchar por un instante las proclamas de la vida como postrer respuesta de amor, como anhelo de gloria para recibir la mirada del otro, ese otro que en su oscuridad y en su gracia nos ilumina…?; ¿seremos capaces todavía de sentir, boca a boca, que en los espejos del alma aún anida la belleza, y que de la mano que se abre con fraternidad al mundo surge el consuelo, también ante el desconsuelo sin límites de la finitud…?; ¿y si de allí en más le ganamos al mar del estruendo y del vacío un espacio –humilde, fugaz… – para escuchar con inédita pasión de alegría las antiguas músicas de la inocencia, cuando el cuerpo del otro era nuestro cuerpo, las llamas del universo nuestro fuego…?; ¿no son humanas esas nubes que pasan sin miedo del ocaso?; ¿y esos ojos que nos alientan, interrogan y desafían, no están todavía llenos de la divina agua de la poesía…?
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