sábado, 30 de mayo de 2009

Un cirujano en la guardia del infierno



El hombre que no podía morir finalmente se murió de un tiro en el Bajo Flores. Pero el veterano cirujano de guardia lo recuerda como el baleado más reincidente de la historia.
Lo atendió cuando llegó al hospital con una bala en el abdomen. Lo salvaron por muy poquito, pero tuvieron que sacarle un riñón porque el plomo había llegado demasiado lejos. A los pocos meses, el tipo regresó con un proyectil en el tórax. Era un muchacho chileno, de 18 años, que se dedicaba a ir de caño. Convaleciente aún de su antigua desventura renal, había vuelto a las calles con un revólver y se había tropezado con otro disparo.
El cirujano recuerda también que, a los pocos días, logró huir del hospital dentro del carro de comida. La policía lo persiguió, lo encontró a las quince cuadras, le gritó que se detuviera y le metió un balazo en el colon. Luego lo devolvieron a la guardia del Piñero, donde David Eduardo Eskenazi atiende desde hace veinte años, y tuvieron que intervenirlo por tercera vez y hacerle una colostomía, es decir, un colon contra natura.
Era un tipo bravo ese chileno: pateaba, escupía e insultaba a todos, incluyendo a los médicos que le estaban salvando la vida. Más tarde fue a parar a la cárcel, pero salió rápido, vaya a saber con qué argucias, y alguien le dio el tiro del final. Es así como el hombre que no podía morir finalmente se murió y como Eskenazi explica ahora, con frialdad quirúrgica, las cosas que pasan si uno trabaja en las proximidades de la Villa 1.11.14.
Esa gigantesca barriada en la que viven miles de trabajadores pauperizados de la Argentina moderna ganó triste fama por culpa de la mafia de narcotraficantes peruanos que opera en ella, y de una frecuente guerra de bandas que angustia a los pacíficos pobladores de la villa y que produce todo el tiempo muertos, heridos y contusos. A esas víctimas y victimarios se suman delincuentes comunes envalentonados por la cocaína y el paco de otros asentamientos, vecinos que ejercen justicia informal a punta de pistola, o pibes que zanjan diferencias a navajazo limpio en una bailanta. Casi todos ellos terminan en la Morgue o en la Guardia del Hospital Piñero, donde Eskenazi lo ha visto todo. El trauma, su especialidad
Un miembro de la Sociedad de Medicina y Cirugía del Trauma me lo recomendó cuando le dije que quería conocer a un "cirujano de combate". Un verdadero tiburón blanco. Eskenazi es un médico de gran reputación por su trabajo alrededor del concepto del "trauma", una enfermedad quirúrgica que se relaciona precisamente con las heridas de cuchillo, armas de fuego, choques automovilísticos y otras secuelas de la fatalidad y de la violencia física. Este médico fue uno de los primeros en adaptar a la Argentina el famoso curso del Comité de Trauma del American College Of Surgeons, y es instructor de cirujanos alrededor de las destrezas y cuidados de urgencia del "paciente traumatizado", principalmente en la llamada "hora de oro", donde los artesanos del bisturí toman decisiones de vida o muerte.
Tiene 48 años y un hijo pequeño, es corpulento y se destacan sus manos enormes pero delicadas y sus ojos traslúcidos pero cansados. A pesar de ser un héroe social, que lidia con los peores momentos del ser humano, Eskenazi ni siquiera parece un idealista. Hay una vieja teoría según la cual si cada uno realizara bien su trabajo no harían falta revoluciones ni grandes políticas de Estado. No se lo pregunté, pero me imagino que el cirujano de la guardia del averno adscribe instintivamente a esa manera de pensar. Eso no le evita señalar, por supuesto, que el sistema de hospitales públicos está colapsado en la Argentina y que a nadie parece importarle. Pasan los gobiernos y pasan los discursos oficiales, pero crece la población, aumenta el delito y ralean los médicos jóvenes con vocación suicida.
Los lunes el cirujano hace guardias de 24 horas y duerme con un ojo abierto, esperando entrar en acción. Durante la mañana de este mismo lunes en que nos encontramos, un hombre que no se resignaba a guardar su turno hizo un escándalo en la sala de espera. En hospitales públicos y exhaustos no hay más alternativa que esperar. "¡Me duele el estómago! -gritaba el impaciente-. Acá te tenés que morir para que te atiendan. ¡Te tenés que morir y yo me estoy muriendo!" Una y otra vez gritaba poniendo nerviosos a todos, mientras el médico clínico se encargaba de una verdadera urgencia. Fue entonces cuando Eskenazi apareció en escena: salió despacio al corredor con andar pesado y rostro endurecido, y lo hizo pasar con un gesto. Lo revisó a conciencia y le dio secamente una buena noticia: no tenía nada serio. "Ahora salga -le ordenó el cirujano de manos enormes-. Salga y dígale a todos que era mentira lo que estaba gritando, que de esto no se va a morir". Tiene buenas maneras, pero tiene también cara ojerosa de pocos amigos.
No puede o no quiere recordar los hechos extraordinarios que presenció a lo largo de dos décadas de heridos, muertos y resucitados. Pero puede dar una lección sobre balística. Me la da mientras nos tomamos un café. Hablamos de revólveres y de pistolas. Me asegura, por ejemplo, que la 9 milímetros no tiene mucho poder de choque ni gran efecto destructivo. Que la 45 destroza mucho más. Y que las balas calibre 22, que son paradójicamente las más chicas, rebotan por todos lados y hacen un gran daño.
Recuerda una mujer embarazada casi a término que ingresó con un balazo en el pecho. Estaba inconsciente y trataron de hacer dos cosas a la vez: salvarla a ella y a su bebé. No era posible, así que tomaron en un segundo la decisión de practicarle allí mismo una cesárea: la mujer murió, pero el chico nació milagrosamente de ese cuerpo terminado. No hay milagros -me corrige-. No vi ningún milagro en veinte años de profesión. Sólo buena y mala suerte. A pesar de eso, Eskenazi salvó a varios hombres a los que les había penetrado una bala directamente en el corazón, y a muchos más con heridas gravísimas en la cabeza. A un paciente en especial, un proyectil le había pegado en la frente y se le había quedado ahí alojado, haciéndolo sangrar a chorros, pero sin producir un hematoma interno que lo hubiera mandado directo a la tumba. Con el barbijo y el bisturí, el cirujano extirpa siempre esas balas imposibles, se cambia y se va a su casa como si hubiera arreglado un calefón.
También atiende, claro está, apuñalados de toda estirpe y todo color. Al principio, los coreanos se abrían la panza los unos a los otros con catana, una especie de alfanje oriental. Y ahora Eskenazi cuenta las salvajadas de los narcos peruanos como si estuviera relatando un partido tedioso de la primera C. Aunque, por supuesto, no le resulta nada fácil salir del quirófano y comunicarles a los hermanos de un agredido que el paciente se ha quedado en la operación. En ocasiones, escucha que los familiares salen corriendo con sed de venganza, mientras gritan en un llanto: "¡Lo voy a matar, lo voy matar!" Y el cirujano les comenta entonces a sus compañeros: "Preparemos el quirófano porque en cualquier momento viene otro". A veces, operados y encadenados por la policía en las camas del hospital, tuvo al homicida y a su propia víctima, o a dos enemigos enconados que querían seguir matándose.
El hospital está en el centro de los traumas y la guardia del Piñero es noticia casi todos los días. Una niña muere allí a causa de una bala perdida durante un tiroteo en Flores. Un chico llega con una sobredosis. Un hincha de San Lorenzo ingresa con un balazo en las entrañas. Alguien viene con señas de tortura policial: cráneo partido, hemorragias internas, parálisis en brazo y pierna, y pérdida del sentido del tacto en una mano. Llega un policía agonizante a quien dispararon al azar en la calle. Traen a una anciana de 90 años que asaltaron en Parque Avellaneda. Y más tarde a una mujer que durmieron con una inyección para robarle. Un futbolista de Nueva Chicago con dos balas en el cuello. Un niño de tres años y medio con politraumatismo a raíz de un asalto y una persecución. Una jefa de preceptores de una escuela técnica que ha recibido puntazos de arma blanca. Lesionados múltiples en una ruidosa fiesta de egresados. Un delincuente a punto de morir porque una mujer policía le tiró con su Browning reglamentaria. Una chica violada en Villa Luro. Un custodio herido de muerte. Un quiosquero de Villa Soldati que se resistió y le dispararon. Un jubilado al borde del abismo con una esposa herida de extrema gravedad por culpa de dos pibes que quisieron desvalijarlos en Floresta. Un tipo que nació de nuevo: el percutor de la pistola del delincuente que le apuntaba se le trabó y sólo recibió cortes en el cuero cabelludo. Un diariero atacado a quemarropa en Parque Chacabuco. Un adolescente al borde de la muerte por culpa de la agresión de un dark. Una víctima de los motochorros y otra de un misterioso francotirador. Barrabravas de varios clubes con tajos impresionantes y proyectiles en el cuerpo recibidos durante emboscadas y refriegas. Una cajera de supermercado en los últimos alientos por culpa de un ex novio que, para cobrarle un desamor, la fue a buscar con un revólver a Boedo.
Me detengo en dos o tres recortes de la realidad. Aquel camillero del hospital a quien llamaron de la guardia para que trasladara a un detenido y al llegar al quirófano se encontró con que se trataba de su propio hijo menor. O aquel propietario de una inmobiliaria de Caballito que fue reducido por dos ladrones y como tardó, por su sobrepeso, en tirarse al piso le gatillaron el revólver de cerca. Una ambulancia del SAME lo llevó al Piñero, pero el plomo había entrado por el parietal derecho y estaba haciendo estragos: no había nada que hacer. Mécanico de cuerpos
Es evidente que tiene un yelmo de acero inoxidable el cirujano del trauma. Una segunda piel que le permite sobrevivir, con humor negro, a todas estas asperezas de trinchera. A veces, de noche y en su casa, Eduardo Eskezani mira Dr. House y se ríe de su personalidad cínica. Comprende que los hombres que han decidido vivir al borde del fuego necesitan trajes de amianto psicológicos para mantener la cordura. Ha viajado a otros países y sabe que no existen diferencias sustanciales entre esos médicos de película y los médicos argentinos. La única diferencia es el presupuesto, que permite más personal auxiliar, mejor aparatología y más instrumentos al alcance de la mano. Eskenazi se crió en un país donde los médicos trabajan sin elementos y con sueldos módicos, pero con enormes dosis de vocación y creatividad. El mismo tiene varios trabajos para parar la olla, a pesar de ser uno de los más grandes cirujanos del país. La falsa idea de que los cirujanos se hacen ricos, sin embargo, lo lleva a un diálogo irónico. Dice que un mecánico le explicaba una vez a un cirujano que él también abría y revisaba el corazón del auto, cambiaba válvulas, obturaba caños, reparaba pequeñas piezas y luego volvía a cerrarlo. "¿Por qué entonces gano menos que usted si yo hago lo mismo?", le preguntó. El cirujano le respondió suavemente: "¿Y usted intentó alguna vez hacer todo eso con el motor encendido?"
A Eskenazi no se le puede parar el motor. No hay segundas oportunidades en la "hora de oro". Y la analogía con el mecánico no le parece nada mal. De hecho se ve a sí mismo como un mecánico que arregla cuerpos. La mayoría de las veces, los cuerpos de pacientes combativos que están enojados con el mundo y lo insultan en su delirio cocaínico, bajo el shock de la droga y de la violencia.
"Tranquilo que estoy acá para curarte", les dice de buena manera. Pero a veces no hay caso, y tiene que imponerse con su vozarrón temible. Ha pasado su vida entera en esas salas dolorosas de la crispación: cumpleaños, feriados, navidades. Pero no tiene fantasmas ni estrés, ni quiere ser un héroe ni busca el chantaje del sentimentalismo ni la compasión bienpensante. Solo es un profesional en un país donde esta palabra no tiene ni siquiera buena prensa. Me pide que no cuente cien chistes de humor negro que se hacen los médicos para sobrevivir al pesar de la guerra. Porque ahí afuera hay una guerra diaria que nadie puede detener. Le pregunto si padece el síndrome de Dios. "¿Me preguntás si me lo creo? -quiere saber-. Para nada. Hay una gran diferencia entre Dios y un cirujano. Dios no sabe operar".
Y sonríe. Me sonríe con sus ojos cansados.
El personaje DAVID EDUARDO ESKENAZI Cirujano especializado en tórax
Edad : 48 años
Nacionalidad : argentina
Obra : trabaja en la guardia del hospital Piñero; fue uno de los primeros en adaptar a la Argentina el famoso curso del Comité de Trauma.
La Nación

viernes, 29 de mayo de 2009

Un "pete" de Marylin Monroe

Mucho antes de internet, Marilyn Monroe fue pionera del “pete” filmado
Se sabe que el cine pornográfico es casi tan viejo como el mismísimo cine. Lo mismo podría decirse de las filmaciones caseras de gente teniendo sexo: es absurdo pensar que este tipo de películas domésticas nacieron a partir de la invención del video o las cámaras digitales o, más aún, que sólo existen desde que se las puede subir a internet. Sin embargo, podría pensarse que filmar una escena de sexo antes del video era una tarea compleja, que rozaba lo imposible. Hay que tener en cuenta que se requería de un equipo pesado, de un camarógrafo de y una película de celuloide que luego tenía que ser revelada en un laboratorio. Parece, a priori, demasiada producción para un material fílmico que, encima, no tenía los canales de difusión apropiados. Lo mismo: se requería de un proyector de cine, con una pantalla y el ámbito adecuado.
Sin embargo, acaba de venderse en un remate una película de 15 minutos en la que se ve a Marilyn Monroe realizándole una felación (o “pete”, como dicen los jóvenes de hoy día) a un señor cuyo rostro no se alcanza a ver, aunque varios especialistas (aún no se dio a conocer si en política, en genitales o ambas cosas) aseguran que podría tratarse del ex presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy. Por esa pequeño filme casero se pagaron un millón y medio de dólares.
De este modo, Marilyn realiza el camino opuesto de tantas celebridades (desde Wanda Nara hasta Paris Hilton) que se hicieron famosas a partir de la difusión de una felación (o “pete”) en internet. Marilyn Monroe ya era famosa cuando se filmó esta pequeña película casera. Y es mucho más famosa hoy, cuando se difunde la existencia de esta pequeña película casera. Marilyn no buscaba fama, porque ya la tenía. Sólo buscaba amor. Y dejar para la posteridad un bonito recuerdo.
Sin dudas, un ejemplo a seguir para tanta estrellita fugaz que busca saltar del anonimato a la tapa de las revistas del corazón con el video de una felación (o “pete”) tomado desde la cámara de un celular y subida al instante a internet. ¿O creen que estas chicas se tomarían el trabajo de hacer todo esto si tuvieran que filmar con una pesada cámara de cine, revelar el celuloide y verlo en su casa, con un proyector y una pantalla?

Publicado por Joan Marí Carbonell i Figueres, 15-4-2008, 1:09 horas.


viernes, 8 de mayo de 2009

Disculpen la molestia

Disculpen la molestia

Por Eduardo Galeano
http://www.pagina12.com.ar/fotos/20090508/notas/na40fo01.jpg

Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza.

¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés?

El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?

¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?

¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?

Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos. Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?

¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?

¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?

¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes tienen las llaves de las cárceles?

¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen organizado”?

Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.

Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?

¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?

¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.

Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.

En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?

Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?

¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?

¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?

Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la misión de salvarnos a todos?

¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan como lavanderías?

Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones, que morirán un poquito menos?

Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en el país de las maravillas:

–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final.

En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.

El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?

A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.