domingo, 28 de diciembre de 2008

Navidades siniestras (Por Gabrie García Márquez)

Navidades siniestras
El País, Madrid, 24 de Diciembre de 1980

Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social. Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
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Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.

martes, 16 de diciembre de 2008

Pensamiento de Antonio Berni


"El pasatismo caduco o las modas temporarias han creado un panorama de confusión en medio del cual el pensamiento profundo, la calidad, la autenticidad se disgregan haciendo difícil, particularmente para el público poco advertido, descubrir cómodamente lo legítimo en el amontonamiento de superficialidades.

Los juicios presentados con gruesos titulares, de espíritu periodista, orientados por objetivos ideológicos o de influencia personales, se imponen al público por encima de la crítica seria, que por principio, no puede hechar mano a eso recursos. En esas discrepancias, mete la cola endiablada."


Antonio Berni en 1980.

Evíta, símbolo insoportable


Durante la protesta de la Federación Agraria entrerriana comandada por el líder sojero Alfredo De Angeli, en el 25° aniversario de la reimplantación de la democracia, pintaron de negro el busto de bronce de la compañera Evita que se encuentra en la explanada de la casa de gobierno de Entre Ríos. Acción cargada de denso contenido simbólico que expresa cabalmente qué se está dirimiendo en la lucha.
El ser humano no tiene una entidad determinada, fija, lograda, como los objetos. Es constitutivamente incompleto. Nunca es lo que es, siempre es lo que no es, y esto se aplica no sólo al ser humano individual, sino también y esencialmente al colectivo. Todo grupo humano transita el camino de su propia constitución, o sea, el de su identidad, que coincide con el de su propia creación.
La identidad es una tarea y un problema. En realidad, no existe la identidad, sino el proceso de identificación, en el cual juegan un papel fundamental los símbolos que, tanto en la historia del sujeto individual como en la del sujeto colectivo, aparecen hacia atrás como arquetipos y hacia adelante como ideales.
El vocablo “símbolo” tiene su raíz en el verbo griego symbállo, cuya traducción es “echar, poner juntamente, unir”, todo lo contrario de diabállo que significa “desunir, enemistar”. El símbolo une lo desunido, religa lo desligado. El símbolo es religioso o, al revés, la religión es simbólica.
El ser humano tanto en su realidad individual como en la colectiva se siente fracturado, desligado, a causa de lo cual su vida no tiene sentido o, en otras palabras, no logra identidad. La construcción de su propia identidad es, al mismo tiempo, la construcción o reinterpretación de determinados símbolos. Toda construcción subjetiva es al mismo tiempo una construcción simbólica y, como los símbolos son polisémicos y en consecuencia expresan identidades diferentes, en torno de ellos siempre hay una lucha hermenéutica.
Los símbolos se reinterpretan, pero no siempre ello es posible. Ciertos símbolos, debido a determinadas experiencias, a veces traumáticas, no pueden ser reinterpretados. Es el caso de la cruz svástica. De por sí, este símbolo no significa “genocidio”. Es la experiencia traumática del nazismo la que, para Occidente, le dio ese significado que torna imposible su resignificación para proyectos liberadores.
Evita es un símbolo insoportable para determinados sectores sociales que persisten en el gorilismo oligárquico que fue marcado a fuego por la Evita histórica, la del primer peronismo. Es lo que claramente mostraron las huestes del sojero De Angeli al pintar de “negro” el busto de la que fuera la “abanderada de los humildes”. Precisamente los “negros” son los humildes.
Buzzi buscó desligarse de semejante gorilismo, pero en vano, pues ya había afirmado previamente que estaba con la “cara pintada”, cuya finalidad era y es, como lo declaró terminantemente, “desgastar a este gobierno”.


Por Rubén Dri
* Filósofo, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).