miércoles, 8 de octubre de 2014

Recuerdos de una revolución que no fue



Para “La Parda”, parda por su condición racial, de piel, de cruce de razas, Marcelina Orma, la Patria era una persona que ella conocía, de carne y hueso, un ser que se vestía con una falda de raso celeste y blanco y que había nacido en ese caserío burgués, con techos de tejas españolas, muy cerca de la mansión de sus amos.
Quienes la conocieron en su prolongada, casi centenaria vida, sabían, y en los encuentros con ella buscaban sacar a la superficie de sus recuerdos esos días, sobre todo esa semana en que finaliza el mes de mayo del 1810, para que ella ahondara con sus ocurrencias en detalles, en miradas, en trasnochadas reuniones (donde servía a sus patrones e invitados), en comentarios que nunca entendió y superaban seguramente su intelecto no entrenado.

Cuenta, con pinceladas muchas veces hasta significativamente olfativas, como guardó objetos de esa época en su baúl, un viejo cajón –no muy grande- confeccionado con madera de pino y tapizado en tela rustica y oscura, su único lugar íntimo y secreto, entre otros: un pañuelo que olvido fulano (y luego fue uno de los integrantes de la Primera Junta) o una gruesa cinta identificatoria -que se fue apelmazando con los años- hasta ser solo un trapo que se confunde con la mugre y da un poco de asco tenerla en las manos.
También recuerda y detalla el acopio de algunos papeles envueltos como rollos, que se parten, se cuartean de secos al tratar de abrirlos, y sobre todo las cartas, misivas que olvidaban en los tapetes algunos invitados (a veces por la urgencia de esos días) y ella sin entenderlas -por no saber leer- atesoró en una caja disimulada por puntillas (que tejió en tardes de lluvia, con agujas muy finas).
Cartas que guardan secretos inocentes, banalidades u órdenes no cumplidas, quien sabe, pasaron tantos años dice la anciana, sin quererlo he llegado a los noventa y dos.

-Creo que soy la única que queda de los que hicieron la Patria.

En su voz achacosa y tierna suelen aparecer historias, anécdotas callejeras o de esclavos, que se refugiaban en las cocinas a cuchichearlas y que luego caminaban los salones solo para servir bandejas, recoger platos y copas vacías o encender velas.

-Hace años que no veo por las calles a los hijos y a los padres de la Patria –Dice y suspira.

-Se van muriendo todos, como ella misma.

Fue una revolución que se gestó en los salones, les escuchó decir a comerciantes, a gente de negocios que amasaron sus fortunas importando manufacturas desde Inglaterra y también a militares que entre campañas frecuentaban a sus amos, años, décadas después esto salía de boca de estancieros, muchos de ellos terratenientes de extensiones a veces infinitas de pampa.
También repetía la insolencia de jóvenes que afirmaban que lo de mayo no fue una revolución, que no hubo participación popular, que el pueblo, que el populacho estuvo al margen de los hechos, que ello solo creció en la fantasía de algunos trasnochados políticos o de aquellos que buscan tergiversar la historia.

-Hasta dicen que la Patria no nació ese 25 de mayo glorioso.

No, no había gauchos en la ciudad, se los veía muy poco, el gaucherío estaba en la campaña y raramente alguno llegaba hasta el puerto para vender algo, o hacer trueque con guampas de toros baguales, o cerda, o el plumaje de los avestruces.
Rosas los trajo (años después) los metió en Buenos Aires como soldados y fueron poblando los arrabales con su pobreza y allí quedaron. Haciendo crecer la ciudad entre el barro de sus calles, hundiéndola en el campo.
Nunca les interesó la Patria a esos marginales, la tierra como suya, como posesión, ya lo tenían:

-El desierto era de ellos y ponían su rancho donde caía su antojo.

-Se apropiaban -usando el lazo- de los animales que por el vagaban pululando, solo eso les costaba la carne y el cuero. Elegían la vaca más gorda para mantenerse y el mejor potro para ayudarlos en sus enceres.

-Ningún gaucho abandona su caballo para agacharse a arañar el suelo -nos decía un mestizo (como todos ellos)- cuando le hablaban de cultivar la tierra, que solía venir a vender su producción a los patios traseros de las casas pudientes y nosotras los acercábamos a la cocina para escucharlos, y comprarle algunas lanas y pelos.

-¡Que esperanza niños! -Cuando tengan los años que tengo yo, y hayan visto lo que pasó en todos estos largos años podrán ver que hace mucho la Patria ha muerto.

-¡Si lo sabré, que la conocí desde que nació! –Gritaba y luego se embebía en un espíritu taciturno, quedando quieta, como momificada en vida.
Y se veía en ella a la Patria misma, soñando con sus antiguos y fieles amantes.

En momentos de lucidez y plena vigilia solía mirar o elevar la nariz hacia la sala de la biblioteca como en busca de algo en el color de los lomos encuadernados en cuero o en el olor de los libros.

-En estos volúmenes solo se leen historias nuestras, nadie que viene de afuera las entendería, son las crónicas y relatos de los patriotas iniciales. Se narran a sí mismos.

Armaba un cuchicheo casi secreto para decir: - Son los únicos que deben leerlas.

-Yo soy analfabeta pero me siento habitada por las historias, no me hace falta leerlas anduve dentro ellas.

Por eso hay que repetir obsesivamente los actos y rituales patrios, conmemorar los días mostrando solemne respeto y reforzar en ellos, con la palabra en los discursos o en los textos de homenaje la personalidad de los hacedores y la de los que con su sangre la mantuvieron liberta.

Esa es la única forma que sabían –aunque yo lo supe de escuchar charlas privadas en los salones donde fui servidumbre-, y que pudieron detener el tiempo y conservar el patrimonio histórico lo más intacto posible.

Sonreía al oír lo que hablaba, como cuando se descubre un acertijo.

Quizá por eso en mí el tiempo trascurre así, más lento, y solo ven mi decrepitud los recién llegados. Los que vienen de afuera, esos que se amontonan en los barcos.
Los que quedan, los que aún no han muerto, los que repiten los ritos, creen en poder cerrar el círculo. En mantenerlo hermético.
Pero siempre hay tranqueras que alguien las deja abiertas, grietas, alambres cortados en los campos, espacios transparentes por donde alguien pasa…y la historia se mueve, y ese temblor nos va matando a los que hicimos la Patria.

Es como si todo el tiempo acumulado afuera (esa aglomeración, esa chusma ultramarina) se filtra por estos portales y (a mí me pasa) desconocemos hasta nuestros propios vecinos de siempre, a los dueños y las residencias y hasta las estancias quedan vacías o pululan los extraños con otros idiomas y otras costumbres.
Estudiosos que conviven en logias o moran claustros prestigiosos de esta Nación, dicen que son útiles la cabalas de conservación o guardar objetos de los tiempos del inicio (como yo lo hago) atesorando el ellos lo sagrado.
Siempre los mantuve sacramente escondidos de los que arriban, y que no nos engañan tratando de simular falsos linajes patriotas, ni mentir su genealogía.

-Es muy fácil identificar a quien tiene o no, la sangre de los que formamos este país…

-El tiempo, aquí dentro no nos pasa.

Salir, nadie de nosotros quiere salir, salir es vagar en una inmensidad extensa, infinita, comemierda, extranjera, donde los nombres lentamente se borran para llamarse todos iguales.

Ese desierto más allá del que conquistó Roca, que es afuera y es una zona aún poco confiable, sin nuestra civilización dominándola, donde todo se mezcla y mueren nuestros títulos, no nos sirve.
También donde los movimientos, los precisos movimientos para que esto perdure, son imposibles de repetir y con más frecuencia y atropelladamente aparecen las fisuras del circulo, se amplían los pasajes. Crecen huellas por todo el territorio.
Muy a pesar de la bizarría de nuestros hombres de armas y el coraje sus espadas.

La anciana se duerme con una sonrisa extraña pintada en los labios.

(Buenos Aires - 1885)


Investigación sobre un personaje recuperado por Vicente Fidel López antes de ser ministro de hacienda de Carlos Pelegrini.

lunes, 6 de octubre de 2014

Hugo Pratt y el Corto engominado (Por Juan Sasturain)






Esta semana pasada, con un colega francés, Ives Saint-Goeurs, en el marco sobrio y contenedor de la Alianza Francesa nos juntamos para hablar –entre fanáticos y curiosos– de Corto Maltés y / en la Argentina. Y salió lindísimo. Porque hablamos mucho del personaje pero sobre todo nos referimos al no menos personaje que fue su autor, Hugo Pratt, uno de los más grandes narradores gráficos (historietistas, fumettaro, le gustaba decir / definirse a él) del siglo XX y sus alrededores.
Porque este tremendo dibujante y narrador incontinente nacido en Rímini, pegadito a Venecia, en 1927, y muerto en Suiza –van a hacer veinte años el que viene– con el último tropiezo de su ampliado corazón vivió, como casi todos lo saben, con leves intermitencias, casi quince años en la Argentina. Fueron los de formación o deformación profesional, digamos. Y no fue en cualquier momento sino entre 1949 y 1964, cuando después de algunos amagues, se volvió definitivamente a Italia. Es decir que estuvo acá de los veinte apenas pasados a los treinta maduros. De la primavera peronista a los golpes de los primeros sesenta, cuando los milicos se entrenaban para sus zarpazos definitivos de los años funestos terminados en seis.
Es decir que Hugo se hizo dibujante grande acá; pero también se hizo hombre en la experiencia –mujeres, hijos– más todo lo que anduvo, conoció y leyó entre el mítico chalet de Acassuso y las salidas a cazar jabalíes en la Patagonia. Sin embargo, cuando volvió a Italia, para su gente no existía. Su obra realizada con Oesterheld en la Argentina recién entonces comenzaría a difundirse en su patria y en Europa en general –Sargento Kirk, Ticonderoga, Ernie Pike–, y sólo con La Balada del Mar Salado, a los cuarenta años, y con la invención dentro de esa saga del Corto Maltés –después personaje independiente– Pratt fue Pratt en el continente.
De todas esas cosas hablamos con Ives Saint-Goeurs. De cómo, a partir de ahí y hasta su última historia, Le dernir vol, dedicada a la postrera misión de Antoine de Saint Exupéry durante la guerra, Pratt acumuló obra y personajes, fue construyendo su propio mito de bases sólidas: hizo de la aventura un emblema, jugó a confundir (mezclar, digo) vida y obra, dibujó con la misma soltura inteligente y despreocupada con que apenas apoyaba el talón sobre caminos y cubiertas.
Al final –como le pasó a nuestro Negro Fontanarrosa–, dejó secar el pincel pero no la fantasía. Mientras alargaba los últimos episodios de Corto escribió una novela no casualmente argentina, Viento de tierras lejanas, y le tiró un par de historietas –Verano indio y la sintomática El Gaucho– al consecuente Milo Manara. Así se dio el gusto de ver dibujadas las aventuras y los indios que él ya no tenía las ganas ni la energía necesarias para ponerles cada pluma. Mostró el perfil de su más auténtica vocación: narrador empedernido, fabulador querible que tanto usaba la ficción para hablar de su vida como el pretexto de la biografía para contar cosas que le hubiera gustado que fueran, que le hubiera gustado leer.
Pero el tema en la charla de la Alianza era la relación del Corto y de Hugo con la Argentina, y fue necesario puntualizar que Pratt casi no dejó pasar historieta sin citar estas costas, no evocó relato que no evocara algún fantasma argentino. Así recordamos cómo, cuando en escena memorable el Corto se despide de Pandora Gloovesnore sobre el final de La Balada del Mar Salado (1967), no le pide que se quede ni que se vaya con él; sólo le explica que ella “le recuerda a alguien”. Y entonces le habla de la Parda Flores, de Arolas, de Buenos Aires... Poco podía entender la hermosa inglesita, pero con esa referencia irrumpe lo argentino, por primera vez y desde el comienzo, en el mundo narrativo del Pratt de la madurez creativa. Pronto, en La conga de la banana (1971), episodio que transcurre en el trópico sudamericano, Corto encontrará en el burdel de Mosquito a la bellísima “Pequeña” Esmeralda y hablará de su madre, la mismísima Parda Flores porteña, y ella recordará que “aprendía a tirar con los milicos del Regimiento de Patricios”. Luego, en Corte Sconta detta Arcana (“Corto Maltés en Siberia” o “Las Linternas Rojas”, según las versiones castellanas) el delirante y querible barón von Urgern Sternberg canta tangos en el tren que recorre Siberia entre mongoles. Y, finalmente, uno de los personajes de Svend (episodio unitario para “Un hombre, una aventura”) es el engominado y despreciable Anchorena, un argentino que en medio de sus fechorías habla del Náutico de Olivos...
Pero el Corto y el mismísimo Pratt se tomaron su tiempo y el personaje sólo llegó a Buenos Aires en su vigesimoquinta aventura: el marinero hijo de “La Niña de Gibraltar” y un militar inglés de La Valetta, con un arito en la oreja izquierda, hizo escala porteña después de veinte años de frecuentar mares, desiertos, guerras, revoluciones y búsquedas del tesoro por todo el mundo. Fue ese momento mágico de comunión en que –por fin, en 1923 en la ficción, medio siglo después en el papel– el Corto se dio una biaba de gomina para bailar un tango en Buenos Aires.
Dibujada y publicada en la revista Corto Maltese, de Milán, en 1985 y con una edición francesa del año siguiente, Y todo a media luz es de concepción muy anterior. En su viaje a la Argentina en el otoño del ’85 –recordamos haberlo visto y conversado con él–, a Pratt sólo le faltaba dibujarla. Anduvo por el sur, recogió documentación, juntó ánimo y nostalgias, algunas precisiones y finalmente refundió en una única aventura dos núcleos temáticos y de interés: las andanzas de los bandoleros yanquis en el sur patagónico a principios de siglo y el submundo de las organizaciones que manejaban la prostitución por los años veinte, enmarcado en una atmósfera de tango (el de Donato y Lenzi), penumbrosa, ambigua.
Hay dos aspectos para señalar, que se desplegaron en la charla con Ives Saint-Goeurs: por un lado está el gesto de Pratt, que desde las prolijas notas explicativas que anteceden a la historieta –concebidas para un lector europeo– muestra el resultado de su investigación y reconstrucción histórica para luego fabular a partir de ellas; y por otro está el gesto y la mirada de Hugo, el que hace más de treinta años y con ojos nuevos y asombrados descubría en una ciudad y en los confines de un continente tan lejano a la patria mediterránea, un universo de misterios, claves y valores secretos.
Y todo a media luz participa de ese doble efecto: la reconstrucción es más afectiva y sensual que rigurosa; ante la duda (o sin ella) Pratt optará por el mundo que vivió en los cincuenta y no por los datos precisos de fotos viejas y tablas cronológicas. El lector, todos, agradecidos, porque Pratt, una vez más, ha optado por el mito. Si toda aventura del Corto ha sido, habitualmente, lugar de encuentros y reencuentros con viejos y recordados personajes y lugares (“¿Será posible que yo tenga que estar siempre pegado a cosas viejas?” se queja ante Esmeralda) la irrupción del trashumante maltés en la Argentina en “Y todo a media luz” no es una excepción.
Ya el hecho de llegar a Buenos Aires es sólo un regreso a ambientes conocidos desde principios de siglo; los evoca su amigo Fosforito desde la primera escena, con la memorable secuencia contada desde el paño y las bolas de billar. Pero, además, el motivo que lo trae también viene del pasado: es la búsqueda de la hermosa Louise Brooks –o Brookszowyk– que se proyecta hacia atrás en la ficción, hasta el episodio de la Fábula de Venecia. Pero también hacia adelante: esta niña que ha dejado Louise, y que Corto rescata y envía a Europa, será, con el tiempo, la madre de Valentina, el personaje de Guido Crépax, cerrándose así el círculo. La reaparición de Esmeralda, ahora en Buenos Aires otra vez, sirve para reconstruir otro mundo de amistades y recuerdos: el que unió a Corto con el destino de los desesperados yanquis en el sur, quince años atrás. Sólo que esa historia, perteneciente al ciclo de La Juventud del Corto Maltés y que sucede, cronológicamente, al episodio de Manchuria y de la guerra ruso-japonesa donde aparece Jack London y se conocen los jóvenes Rasputín y Corto, no existe ni existirá ya pues Pratt no llegó a contarlo: Ras y Corto cruzarían el Pacífico, llegarían a Chile, pasarían al sur argentino... Precisamente, Mr. Habban, en Y todo a media luz evoca haber conocido al Corto en 1906 en la estancia de los Newbery en el sur; el enigmático “gringo”, alias Mr. Moore, no es otro que el “desaparecido” Butch Cassidy, amigo de entonces y que ahora, en 1923, le salva la vida...
Todo ese contexto y entramado de personajes y referencias se sobreimprime contra un mundo y una escenografía que tienen mucho de oníricos y de poco realistas: el Buenos Aires del ’23 de Pratt refleja con propiedad y verosimilitud histórica las tensiones sociales y las motivaciones en el comportamiento de los grupos en pugna de entonces, pero elige pautas y modelos de representación gráfica mucho más libres.
Siempre hay un Pratt poco dispuesto a la reconstrucción histórica pero sí al homenaje emocionado de los ambientes en que vivió sus años de la Argentina por los cincuenta: “sus” callecitas de San Isidro y Acassuso y la vieja estación Borges, en un explícito homenaje al poeta. Pero paralelamente, hay un forcejeo ostensible por fechar con precisión (la pelea Firpo-Dempsey de ese año ’23, la referencia a que Donato y Lenzi aún no estrenaron sus tangos) y por dejar constancia de instituciones y climas conocidos: el CASI, el Ejército de Salvación, la sociedad de la zona norte, con sus tantos apellidos debidamente ironizados...
Como señaló puntualmente el estudioso francés, la sensación de desrealización y magia que acompaña el despliegue de la aventura está acentuada por desarrollarse continuamente en ambiente nocturno –siempre es de noche o atardece– y por las míticas dos lunas que aparecen sólo para el Corto sobre las estaciones de San Isidro y Acassuso. Ese ambiente nocturnal es el propicio –para una mirada europea– al tango, celebrado en una secuencia memorable, aparte, que nos regala al mismísimo Corto peinado a lo Valentino y derritiendo a las minas de las sociedad de San Isidro.
Bastaba eso para convertir a la historieta en lo que es: un relato inolvidable. (de Página12)

domingo, 5 de octubre de 2014

Dios es ateo (Por José Pablo Feinmann)





Está sentado en el primer escalón de la Catedral. Podría parecer un mendigo; pero no, no lo es. Tiene un sobretodo azul oscuro, las solapas levantadas y los zapatos sin lustrar. “Cerró la Catedral” –me dice–. “Si venía a pedirle algo a Dios llegó tarde. Igual, siempre es tarde para pedirle algo a ese personaje.” “¿De dónde sacó eso?” “¿Me invita con un vino?” Le pido al mozo un Rutini tinto. “No pretendía tanto”, dice el tipo. Tiene la barba crecida y los ojos claros, muy. Traen el Rutini. Sirvo dos copas. “Dígame una cosa...” “Dios, puede llamarme Dios.” “Vea, si está pirado ya lo hago meter en una clínica psiquiátrica.” “No perdamos tiempo. En serio, soy Dios.” “¿Y qué hace aquí, con esa ropa, disfrazado de ser humano? Ser parte de los hombres ya lo intentó su hijo. Y no le fue bien.” “¿Sabe que murió? Eso de la resurreción es una leyenda. Murió de las heridas con que lo habían injuriado. Murió en mis brazos.” “¿Y usted, que dice ser Dios, no pudo salvarlo?” “No puedo salvar a nadie. Vine así, como hombre, a ver si podía convencer a los pueblos de que abandonaran las guerras. Ni lo intenté. Se reirían de mí. Ya es tarde. Mi tiempo pasó. No soy omnipotente ni omnipresente. Si no soy eso, no soy Dios.” “Se presentó como Dios.” “Es la costumbre. Algunos pequeños poderes me quedan. Sé que su hijo de diez años está enfermo. Que necesita un trasplante de riñón. Que mañana lo operan y por eso usted iba a la Catedral. A rezar por su salvación. Sé que está sufriendo mucho.” “¿No podría salvarlo? ¿No le queda poder para eso?” “¿Ve? Ya cree que soy Dios. El dolor es la base de la fe. No, ni para eso tengo poder. El Mal me derrotó. Los hombres eligieron a Satanás. Fracasé en todo. No pude impedir que la serpiente sedujera a Eva. Que Caín matara a Abel. Salvé a los judíos de la esclavitud en Egipto. Pero, ¿a cuántos egipcios maté? ¿O no eran hombres? No respondí las acusaciones de Job. Me limité a hablarle de mi poder. De mi infinita Creación. El necesitaba otra cosa. No se la di. No pude salvar a mi hijo. Ignoré su desesperación. Lo abandoné. La Iglesia se transformó en un Estado autoritario. No pude impedir la Inquisición. Torquemada se rió en mi cara. Menos aún pude impedir las matanzas del Nuevo Mundo. La Espada y la Cruz fueron lo mismo. Las Cruzadas, empresas de conquistas y saqueos en mi nombre. No pude impedir que quemaran a Giordano Bruno y acallaran a Galileo. ¿Para qué seguir? No pude impedir Auschwitz. Ni las bombas atómicas. Hoy, ya no puedo impedir nada. Ni ese asunto de las Torres Gemelas. Ni Afganistán, ni Irak. Ni el terrorismo islámico. Ni que el Estado de Israel sea vengativo hasta la crueldad, que haya metido la tortura en la Constitución. ¿Puede imaginarlo? Mi pueblo elegido. El que mejor debiera comprender el dolor de los otros. Ni el Premio Nobel a Obama pude impedir. Ni el Oscar a Sandra Bullock. Nada.” “¿También se ocupa de Sandra Bullock?” “El Bien y el Mal se juegan en todos los terrenos. Fracasé. Tanto fracasé que ya nada puedo. Tanto, que ya no creo en mí.” “¿Dios no cree en Dios?” “Dios no cree en Dios. Pero no sufra, querido amigo. Su hijo se va a salvar. La Ciencia, el nuevo Dios de los hombres, lo salvará.” Se levanta y lentamente, apesadumbrado, se va.
Al día siguiente operan a mi hijo. Por causa de mi rango han traído un gran médico argentino que vive en Estados Unidos. Llego a la clínica y pido hablar con él. No lo conozco. Ha llegado esa mañana. Sale del quirófano para verme. No se ha quitado el barbijo. Sé que se llama Rogelio Alvarez Iglesias. Me da la mano. “No me dijeron quién es usted –dice–. Pero debe ser alguien importante para que me hayan traído de urgencia.” “Soy el ministro de Justicia.” Me toma del brazo. “Vea, señor ministro. Todo será muy fácil. La Ciencia, durante la última década, ha progresado muchísimo. Me dijeron que está muy angustiado, que ama a su hijo y sufre. Suena lógico. Si lo calma rezar, hágalo. No va a servir de nada. Lo único que salvará a su hijo es lo que yo haga en ese quirófano. Se dice que los médicos, cuando operamos, cuando tenemos entre nuestras manos la vida o la muerte de nuestros pacientes, padecemos el complejo de Dios. Le aseguro que yo no. Me alcanza con ser un hombre de Ciencia. La Ciencia superó a Dios. ¿Por qué voy a querer ser la imagen de un derrotado?” Se saca el barbijo y me mira sonriente. Algo estremecedor se establece entre él y yo. Es idéntico a Dios. Rasgo por rasgo, arruga por arruga y los mismos ojos claros. “¿Por qué me mira así? ¿Me conoce?” “No, hay algo rojo en sus ojos. Es leve. No cualquiera lo detecta.” “Es una irritación, sólo eso. Tampoco dormí bien. El avión, usted sabe.” “Sí, claro. Y tiene un lunar, también rojo, junto a la boca, es escasamente visible.” “De nacimiento. ¿A qué viene esto? No puedo perder tiempo. ¿O no lo sabe? Señor ministro, su hijo va a salir de ese quirófano perfectamente sano. Le doy mi palabra. Hasta pronto.”
Me siento en la sala de espera. Son físicamente iguales, pero muy diferentes. Alvarez Iglesias es un triunfador. Un hombre seguro de sí. Orgulloso, algo petulante, pero salvará a mi hijo. De pronto, descubro que Dios se ha sentado junto a mí. No pierdo el tiempo. Todo se ha vuelto urgente. “No quiero ni puedo meterme en cuestiones metafísicas o teológicas –digo–. Alvarez Iglesias sanará a mi hijo. Pero sólo usted puede responder algunas preguntas que me superan. Que siempre quise saber. Que siempre busqué su respuesta. Como muchos otros hombres. ¿Donde está el Mal?” “Entre los hombres. Se lo dije. Su angustia me vuelve repetitivo. El Mal me ha derrotado. Llevo siglos luchando contra él. Es inútil. Los hombres lo prefieren. La bondad no le sirve de nada a la industria armamentística. La guerra sí. La guerra es el Mal. Está al servicio de la Muerte. Ha triunfado Satanás. La Ciencia y la técnica decidieron mi derrota. Pronto, los hombres reventarán este planeta. El desequilibrio en la Creación será devastador. Entre tanto, gobiernan los servidores del Angel Caído. Hay algo que no pueden evitar. Los ojos se les enrojecen. Y tienen un lunar junto a la boca, del lado izquierdo. ¿Raro, no? Que no hayan podido superar un problema oftalmológico. Ni barrer con un simple lunar.” “Salvo que provenga del espíritu para señalar su crueldad interior. Que será, conjeturo, infinita. Usted lo sabe. Usted creó el Mal. Algo de eso, algo malo, ha de haber en su corazón para que pueda haberlo hecho” –digo–. “Eso pienso. Y eso piensan muchos teólogos. Hasta pronto”, dice abruptamente. “Tal vez nos veamos otra vez.” Sonríe y en esa sonrisa late una gran tristeza. Dice: “Si Dios quiere”. Lanza una carcajada que rebota en las paredes, sonora y de un cinismo brutal. Entonces se va. Siempre se dijo que Dios y el Diablo se parecen. Sí, son idénticos. Pero Satanás –que ahora está operando a mi hijo– vive sus días de gloria. Dios viste harapos, se confiesa impotente y derrotado. Admite no poder hacer nada de todo eso que, los millones de seres humanos que aún le rezan con pasional esperanza, le piden. Desconocen la verdad. Si la supieran, no le rezarían. Dios es ateo.

Carta a Francisco I (Por José Pablo Feinmann)

Estimado: Como decía Voltaire –me permitirá citar a un personaje tan poco querido en las filas de la Iglesia–, el mal se ha enseñoreado de la Tierra. Lo acaba de reconocer usted con su valiente mención a las once guerras, apenas once tragedias que hoy laceran el mundo. Digo que es valiente porque muchos viven de la negación de las atrocidades que el liberalismo de mercado ha arrojado sobre el mundo luego de la caída del Muro de Berlín y la caída, también, de las Torres Gemelas. Estados Unidos se encuentra en una carrera armamentística liderada por el Complejo Militar Industrial y el apoyo del poder informático. Funciona así: el Complejo Militar necesita guerras para fabricar armas. Para fabricar guerras, el poder informático debe crear una situación de aguda paranoia entre la población que acabará en el pedido de ésta a sus halcones para desatar la guerra. Lo piden cuando no aguantan más del miedo o de escuchar el mensaje cotidiano amenazador. Lo mismo sucede en nuestro país con el problema de la seguridad.
Todo está a la vista y usted lo sabe. A mí me gusta su estilo de Papa humilde, me gusta cada vez que se le escapa al protocolo, me gustó cuando nuestra Presidente le dijo: “Caramba, cierto que no puedo tocarlo” y usted le dio un beso. Acaso deba asumir que es el primer Papa sexy de la historia. Me gusta que sea de San Lorenzo, aunque yo no lo soy. ¿Qué soy yo? Confieso que no creo en el inmenso personaje en que su mandato se fundamenta. Pero no soy un ateo. Soy muy poca cosa para serlo. Apenas un ser humano. ¿Cómo voy a saber si hay o no hay un Dios? Sólo poseo la razón y jamás pude dar el salto de la fe. Mejor que yo sabe usted que la fe no es un teorema. Que nadie podrá demostrar racionalmente la existencia de Dios (errores de Santo Tomás y de Descartes). Sé que siempre, en cierto momento, me pierdo en analogías y paralogismos y ahí comprendo que se trata de saltar, como propuso lejanamente Karl Jaspers. Nunca pude entregarme a la aventura del salto hacia la fe. Pero no niego ni afirmo la existencia de Dios. A esto se le suele llamar agnosticismo. Vaya si usted lo sabe. Creo en muchas cosas. Soy un creyente pasional. Creo en la dignidad de las personas, creo en la infamia de la tortura, en la infamia de toda vejación de la criatura humana, abomino de todo sistema político que niegue las libertades esenciales del ser humano. Creo en la literatura, en la filosofía y, sobre todo, en la música. Si usted me apura, se lo diré con abierta franqueza: si algo se parece a la idea que tengo y muchos tenemos de lo absoluto, es la música.
Hace poco escribí un cuento con un título provocativo: “Dios es ateo”. Era simple: Dios, vestido sobriamente, con humildad, viene a la Tierra para detener las guerras. Se encuentra con alguien, toman unos vinos y le confiesa sus grandes fracasos: “No puedo hacer nada. Seguirán las guerras. El Mal me derrotó. Los hombres eligieron a Satanás. Fracasé en todo. No pude impedir que la serpiente sedujera a Eva. Que Caín matara a Abel. Salvé a los judíos de la esclavitud en Egipto. Pero, ¿a cuántos egipcios maté? ¿O no eran hombres? No respondí las acusaciones de Job. Me limité a hablarle de mi poder. De mi infinita Creación. El necesitaba otra cosa. No se la di. No pude salvar a mi hijo. Ignoré su desesperación. Lo abandoné. La Iglesia se transformó en un Estado autoritario. No pude impedir la Inquisición. Torquemada se rió en mi cara. Menos aún pude impedir las matanzas del Nuevo Mundo. La Espada y la Cruz fueron lo mismo. Las Cruzadas, empresas de conquistas y saqueos en mi nombre. No pude impedir que quemaran a Giordano Bruno y acallaran a Galileo. ¿Para qué seguir? No pude impedir Auschwitz. Ni las bombas atómicas. Hoy, ya no puedo impedir nada. Ni ese asunto de las Torres Gemelas. Ni Afganistán, ni Irak. Ni el terrorismo islámico. Ni que el Estado de Israel sea vengativo hasta la crueldad, que haya metido la tortura en la Constitución. Ni que el mundo sea tan desigual. Tanto, como para que algunos vivan en la abundancia y otros huyan de sus países, porque son pobres de toda pobreza o porque las dictaduras los persiguen para torturarlos y matarlos, y mueran ahogados en el mar Mediterráneo. Tratan de llegar a Europa. Pero los europeos están bien. No quieren problemas. No quieren delincuentes. Les dan la espalda. Sólo en 2014 encontraron su tumba en el Mediterráneo más de 2500 personas”.
Este Dios, con esa desdichada conciencia de sí, terminaba por afirmar que ya no creía en El. Que era ateo.
Si vamos al campo de la filosofía, si reflexionamos sobre el no matarás de los Evangelios, usted, Francisco, que viene del peronismo de los años setenta, sabe las vidas que se llevó esa década, sabe que la venganza del poder militar sobre una juventud militante (que cometió el error de creer en la lucha armada, como Allende cometió el error de creer en la vía pacífica al socialismo... ¿dónde está la verdad, mi amigo?) fue inimaginable e indescriptible. La Iglesia lo sabía. No dijo nada. Dios lo sabía. Ahí (muchos) lo supimos: Dios está ausente. Es incapaz de salvar una sola de las vidas masacradas en este mundo que El, en los Evangelios, dice haber creado.
¿Cuál es el problema que los filósofos debemos pensar? ¿Cuál elegiremos como prioritario? Hace tiempo, Albert Camus escribió: No hay sino un problema filosófico serio, el suicidio. Camus era un escritor existencialista, con magra formación filosófica y prosa brillante. Murió joven, antes de girar hacia la nueva derecha, que era, arriesgo, su coherente trayectoria. Pero vamos a la frase. Puede impresionar (más si es la inicial de un libro que tuvo enorme éxito) a más de uno. Y así fue. ¿Cuál es, sin embargo, su valor de verdad? Camus desarrolla su propuesta diciendo que decidir si la vida tiene o no sentido, merece ser o no vivida, es el problema axial de la existencia humana. No
es así. El planeta se vería sacudido por una interminable ola de suicidios si todo aquel que decidiera que la vida no tiene sentido se pegara un tiro. Como sea, vemos claramente que los seres humanos no se suicidan al descubrir que la vida no merece ser vivida. O se dedican a los placeres instantaneístas, las drogas, el alcohol, el sexo, o un sarcasmo feroz los lleva a hacer el Mal.
Nuestro planteo esencial no es el de Camus. Se expresa en una pregunta dramática: no hay más que un problema filosófico serio, ¿hay o no hay que matar? Desde el punto de vista empírico la pregunta pareciera arcaica, pues ha tenido una respuesta afirmativa a lo largo de la sanguinaria historia humana. ¿Qué pregunta es ésa? Si los seres humanos han matado y seguirán, sin duda, matando. Aparece aquí la célebre frase de Marx que ontologiza la violencia histórica. O sea, hay historia porque hay violencia. El mandato bíblico (No matarás) envejeció y tantas veces fue violado que cayó en el olvido. Ante esta situación, y ante la ausencia de Dios, su silencio, son los hombres los que toman la palabra. Son ellos los que van a declarar los nuevos mandatos. El primer intento es el de la Revolución Francesa, que, sin embargo, no logra rigor universal. Es fruto de una situación transitoria y es la misma Revolución la primera en traicionarlo, con la aplicación del Terror jacobino de Robespierre. Un terror que provocó el rechazo de Beethoven y Hegel.
Así, en 1948, después de los horrores de la Segunda Guerra, las Naciones Unidas impulsan la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus primeros artículos postulan el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de todo individuo. Nadie será torturado y todos son iguales ante la ley.
Sin embargo, han quedado tan perimidos como los mandatos bíblicos. Desde 1941 que Estados Unidos no declara una guerra. Esclavitud hay en la centralidad de la Argentina, en la orgullosa CABA. La tortura es el trabajo central de inteligencia. Y que todos son iguales ante la ley es un chiste que despierta dolorosas carcajadas, las peores.
Luego del nine eleven, el imperio norteamericano busca dominar el mundo para protegerse de él. ¿Qué pensadores de América latina están enfrentando reflexivamente esta coyuntura trágica y apocalíptica? Nunca se vivió con la urgencia de hoy. Nunca la posibilidad de un fin de la historia en la modalidad de la catástrofe benjaminiana se vio más posible. Cualquier guerra de dimensiones relevantes llevará al enfrentamiento nuclear. América latina deberá pensar qué hacer ante este paisaje tan temible, ante un futuro que ya no asoma como esperanza sino como destrucción.
El Mesías, dice Walter Benjamin, no llegará al final, está llegando constantemente por hendijas que se abren cuando los hombres se reconocen entre sí, cuando se comprenden y no se agreden, cuando saben escuchar las razones del Otro porque le permiten expresarlas, cuando saben que sin el otro yo no sería Yo, cuando recuerdan (porque lo leyeron o porque lo escucharon) el artículo esencial de la Declaración de Derechos Humanos de 1948: toda vida es sagrada y merece respeto. Si es así –y así es– en cada muerte muero, en cada muerte morimos todos. También usted, Francisco I.
Le envío un abrazo cálido y, pese a todo, esperanzado. Aunque la catástrofe esté a la vuelta de la esquina debemos seguir luchando por un mundo mejor. Exista o no Dios, sé que en eso estaremos de acuerdo.