Hacía cinco años que ETA no mataba de esa manera, metiéndole tres tiros a un civil desarmado, sin mediar antes palabra. No se nos había olvidado esa forma especialmente cobarde de asesinar, pero sí nos habíamos desacostumbrado un poco.
No es lo mismo matar de lejos que de cerca. No es lo mismo matar a un policía o a un militar, que en principio van armados, que a un mero ex concejal, Isaías Carrasco, cuando se subía al coche para dirigirse a su modesto trabajo en el peaje de una autopista. Matar de lejos y con armas mecánicas es deshonroso, y así lo vio ya, en el siglo XII, Ricardo Corazón de León, quien criticó el uso de la ballesta, en contraposición al del arco -que aún dependía de la fuerza del brazo y de la habilidad del arquero-, sin sospechar que sería justamente una ballesta la que le arrebataría la vida. Las reglas de la caballerosidad en el combate no han hecho sino relajarse siempre, desde entonces.
Hoy nos parece normal que los aviones, sin ningún riesgo para sus tripulantes, bombardeen a un ejército enemigo, pero eso no deja de ser una vileza y poco escandaliza ya que lo que ataquen sean poblaciones, con una mayoría inmensa de víctimas civiles. Por supuesto, el empleo de las armas de fuego es lo cotidiano, lo más natural del mundo, y se da tratamiento de héroes a soldados o a terroristas que en ningún momento se han puesto en peligro mientras llevaban a cabo sus carnicerías. A gente que se ha limitado a apretar un botón desde la distancia, sin arriesgar ni por asomo el pellejo y sin destreza ni arrojo para la lucha.
Y sin embargo, todavía en los años cincuenta y sesenta del siglo XX los niños teníamos claro que había cosas que no se hacían, es decir, que no se debían hacer desde ningún concepto. Eso, claro está, no impedía que se hicieran, pero el descrédito que al instante se abatía sobre los infractores era tan absoluto que caían sin remedio en desgracia y eran rechazados y despreciados por la gran mayoría. Y lo tenían difícil para seguir conviviendo.
Sabíamos, por ejemplo, que no se mata a traición ni por la espalda, y menos aún a alguien desarmado. Que no se pega a quien es claramente más débil, y jamás a una mujer, por tanto, en ninguna circunstancia. Que "dos contra uno, mierda para cada uno", esto es, que resulta inadmisible la paliza de varios a uno solo, sin posibilidad para éste de devolver un golpe. Que un adulto no daña a un niño ni a un animal indefenso, porque no hay igualdad de condiciones. Que uno no se chiva de lo que ha hecho un compañero, sino que debe arreglárselas con él por su cuenta. Que si uno quiere vengarse o escarmentar a alguien, ha de encargarse en persona, asumiendo el riesgo de salir malparado, y no enviar a otros en su nombre, como esbirros o sicarios. Eran enseñanzas elementales e irrenunciables, que en gran medida se aprendían solas, sin demasiada necesidad de que nos las inculcaran, aunque todo ayuda.
Resulta en exceso anómalo que en un plazo breve -cuarenta años- tales convicciones hayan desaparecido para grandes porciones de la población. No quiero decir con esto que esas porciones hagan lo que no se hace, sino que no lo condenan con la rotundidad esperable y deseable y así, poco a poco, no está tan mal visto lo que solía estarlo pésimamente. No son ya raros los casos en que una docena de muchachos -o de muchachas- apalean a un compañero y además lo graban con sus estúpidos móviles y además cuelgan en internet, orgullosos, la filmación de su cobardía. El número de mujeres maltratadas o asesinadas por hombres no decrece año tras año. Las atrocidades contra niños -contra bebés incluso- parecen haberse disparado, o por lo menos se han hecho más visibles, hasta el punto de exhibirse en la red para ser compartidas, lo cual, nos guste o no, indica que hay muchas personas que no las repudian tajantemente.
Hay atentados terroristas en cuya perpetración se ha utilizado a críos o a deficientes mentales para que se inmolaran, mientras los instigadores se quedaban cómodamente en sus casas, a salvo de todo peligro. Hace unos días, volviendo a Madrid en coche, al chofer y a mí se nos apareció un perro negro en medio de la carretera. Caminaba contra los automóviles, se lo veía asustadísimo y desorientado, sin saber qué hacer ni hacia dónde dirigirse. El chofer pudo sortearlo, pero los dos lo vimos claro: "No va a durar ahí el pobre. No hemos sido nosotros, pero será el siguiente que pase". Había bastantes camiones y era una autovía vallada, lo cual nos hizo conjeturar que el perro no podía haberse escapado de un pueblo cercano y haber ido a parar en mitad del tráfico, sino que probablemente su dueño lo había soltado allí -lo había expulsado- para que lo atropellaran y así descartar que el animal confiado regresara a su casa. Es muy posible que ese individuo quiera a su mujer y a sus hijos y se crea una buena persona, o una normal al menos. Como el etarra que le metió tres tiros a Isaías Carrasco, desprevenido y desarmado. Como cuantos, lejos de hacer caer a aquél en desgracia y con él a ETA entera, consideran que ese sujeto es un heroico gudari que se la ha jugado y no un cobarde extremado. Lo llamativo de hoy no es que se haga lo que no se hace -eso no es nuevo-, sino que hacerlo no traiga al instante el universal descrédito de quienes lo han hecho.
JAVIER MARÍAS
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