Por José Pablo Feinmann
La desmesura de lo que Echeverría cuenta sólo es comparable a la enormidad del error que cometió el unitario. Pareciera que el joven elegante y culto no conocía mucho sino casi nada la ciudad en que vivía, y eso que no era grande. Porque desviar su cabalgadura para el lado del matadero es una desviación tan desviada que más no podía serlo. Pero Echeverría –es él quien encarna, quien se refleja en el unitario distraído, que de altanero que era no miraría hacia abajo y eso lo perdió–- quería una historia que buscara los extremos, y extremada debía ser la distracción del unitario. La historia no empieza con el unitario, empieza con el lugar en que el unitario perderá sus pasos y luego la vida: el matadero. Ahí no pueden ser más horribles las cosas. La sangre corre y se mezcla con el barro. Los perros se quedan con los bofes y se los disputan a tarascones. La brutalidad de los faenadores se despliega generosa.
La desmesura de lo que Echeverría cuenta sólo es comparable a la enormidad del error que cometió el unitario. Pareciera que el joven elegante y culto no conocía mucho sino casi nada la ciudad en que vivía, y eso que no era grande. Porque desviar su cabalgadura para el lado del matadero es una desviación tan desviada que más no podía serlo. Pero Echeverría –es él quien encarna, quien se refleja en el unitario distraído, que de altanero que era no miraría hacia abajo y eso lo perdió–- quería una historia que buscara los extremos, y extremada debía ser la distracción del unitario. La historia no empieza con el unitario, empieza con el lugar en que el unitario perderá sus pasos y luego la vida: el matadero. Ahí no pueden ser más horribles las cosas. La sangre corre y se mezcla con el barro. Los perros se quedan con los bofes y se los disputan a tarascones. La brutalidad de los faenadores se despliega generosa.
Se sabe que Echeverría no escribió este cuento –admirable– para publicarlo. Lo habrá escrito en su estancia, en un exilio interior, digamos. Y después se lo llevó a Montevideo, y aquí se lo habrá leído a sus amigos, los hombres del exilio unitario. Pongamos: Alberdi, Juan María Gutiérrez, Florencio Varela. Es Gutiérrez quien habrá de publicarlo, en la década del setenta de ese siglo XIX, y recién ahí sabremos que Echeverría lo inventó a Emile Zola.
El naturalismo desmedido del cuento no puede ser superado. No creo que nuestra literatura empiece con él, pues no fue publicado antes que el Facundo, y los libros cuentan cuando se publican. Pero es sólo un punto de vista y no me esforzaría mucho por defenderlo. Nuestra literatura, creo, empieza con el Facundo sarmientino y no podría haber empezado de mejor modo. Del modo que sea, no será ocioso detallar cómo se despliegan los dos relatos. El de Sarmiento empieza con él, con Sarmiento, huyendo de las fuerzas federales del gobernador Nazario Benavídez. Llega Sarmiento, huyendo de las fuerzas federales del gobernador Nazario Benavídez. Llega Sarmiento a los baños de Zonda y en la piedra áspera y poco propicia para la literatura escribe una frase en francés: On ne tue point les idées. Sarmiento la traduce de un modo arbitrario y, sin duda, imaginativo, no riguroso: A los hombres se degüella; a las ideas, no. Hay un aspecto doble en esta cuestión. Veamos: Sarmiento le atribuye la frase a Fortoul. Retengamos esto. Los federales llegan hasta el lugar en que Sarmiento escribió su frase, la escudriñan y sucede lo que Sarmiento quería: no la entienden.
Sarmiento, así, les hace sentir que son unos bárbaros, unos asnos sanguinarios que no saben francés. El otro aspecto de la cuestión nos lleva a Paul Groussac. Como todos saben, Groussac fue el primer director de la Biblioteca Nacional, cargo que luego fue de Borges y durante nuestros días del talentoso Horacio González. Groussac era un francés altamente petulante, se sentía un rey de la cultura en este país de gauchos derrotados, gringos de ultramar y oligarcas que cultivaban un rastacuerismo que lo divertía cotidianamente. Groussac le corrige a Sarmiento, no su frase, pero sí el nombre del autor. Dice: la frase pertenece a Volney, no a Fortoul. En suma, muerto Sarmiento, viene un verdadero francés, monsieur Groussac, y le dice que él también es un burro que atribuye frases a autores que no le pertenecen.
El inicio de El matadero no es la violación. Esto se produce al final. Pero es cierto que el cuento narra la historia de una violación. ¿De qué violación hablaba Echeverría? Violando al unitario. ¿Qué violaban los hombres del matadero? Violaban lo que siempre viola la barbarie: la cultura. La modernidad argentina se entendió a sí misma –desde sus inicios– como la encarnación de la razón ilustrada. Ese unitario a caballo es la imagen de la racionalidad de la historia. A su vez, la racionalidad de la historia es el progreso. Los faenadores del matadero no saben algo que el joven unitario no ignora: nadie detiene al progreso. Lo que está destinado a realizarse en la historia, se realizará. Aunque corra la sangre de algunos de quienes representan esa teleología. Una teleología es, para los filósofos de la historia, una fuerza interna de la historia, común a los hechos esenciales, que no puede sino realizarse. La cultura que representa el joven unitario es la que llega del centro del mundo. Europa ha hecho de su desarrollo, de su expansión colonialista, el sentido de la historia. Los bárbaros lo son porque se oponen a ese desarrollo, que es el de la razón. Y los cultos lo son porque lo encarnan y luchan por él.
La victoria de los matarifes en esos días de cuaresma es tan sangrienta como contingente. Desde el punto de vista de la razón histórica –cuyo desarrollo y universalización son necesarios– que muera el unitario también lo es. Se trata de lo mismo. El unitario debiera saber (y debemos suponer que sí, que lo sabe, de aquí su terquedad, la certeza firme de luchar y de saber por qué lucha y quiénes son los que lo matan: canallas, bellacos, sayones) que su muerte será horrible, pero no vana. Los Otros, los asesinos, lo matan en nombre del atraso. Están atados al pasado. Al godismo, a las taras de la América hispánica y católica que sólo la fiereza del Restaurador de las Leyes mantiene en pie.
Pocas veces alguien ha narrado con tal minuciosidad un crimen. Pocas veces un crimen ha sido tan vejatorio. Pocas veces entre el vejado y los vejadores hubo tantas diferencias. Nada podía acercarlos. Hay que leer otro mensaje terrible que trae El matadero: si así los federales, que han triunfado, matan a los unitarios; los unitarios, cuando triunfen, como esperan triunfar, ¿harán lo mismo? La muerte del unitario está literalmente narrada con tanta rigurosidad, con tal esmero es la mostración del horror, de la crueldad, ¿para ser fiel, el escritor Echeverría, a la materia de su cuento, o porque el político Echeverría entrega a su generación un panfleto que justifique la venganza, la represalia? Las dos cosas. Los hombres de la racionalidad y el progreso no fueron dadivosos con los de la barbarie cuando el poder fue de ellos. Respondieron a la barbarie con la barbarie. Los cultos unitarios se transformaron en los liberales del Puerto y de la Aduana, y limpiaron el país de gauchos, esos bárbaros alzados. Entre tan impiadosas opciones se escribió la historia de este país. La sangre llamó a la sangre y cada nueva sangre vino a pedir ser vengada. Podemos, entonces, ver en ese unitario ultrajado a una víctima de los bárbaros de la “federación rosina” y también a un hombre que desde ahí, destrozado en el barro del matadero, pide ser vengado. Y lo será.
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