jueves, 6 de octubre de 2011

Dramáticos placeres: el chile mexicano (Por Juan Villoro)

Un breve texto incluido en “Safari accidental”, un volumen de crónicas y ensayos inédito en la Argentina, donde el autor de “Los culpables” reflexiona sobre el curioso culto mexicano al chile y la singular manía de sus connacionales de comer cosas picantes.


Charles de Gaulle se quejaba de lo difícil que era gobernar una nación con más de 300 tipos de quesos. Lo mismo puede decirse de México y sus chiles. El único rasgo común de esta diversidad es el siguiente: cuando le preguntas a un mexicano si algo pica, te dice que no. No conozco al mesero capaz de advertirle al comensal que la boca se le va a incendiar. Se considera traición a la patria reconocer la misión esencial de un chile de árbol o chipotle, que consiste en sacar intensas gotas de sudor de la coronilla del afectado. “Yo soy como el chile verde, picante pero sabroso”, dice una de las más extravagantes letras de la canción ranchera. En la dramática nación de Jorge Negrete, lo picante es sabroso.



Aunque algunas variantes de lo picoso perforan el duodeno, cuando hablamos de chile, preferimos enunciar sus contribuciones nutritivas: tiene mucha vitamina C. Luego agregamos que en algo se parece a nuestros políticos: cada vez se le descubren más propiedades.



No todos los chiles que llevamos a nuestras tortillas son oriundos de México. El más picante de la república lleva el nombre de habanero. Se trata de un apéndice furioso y amarillo que llegó de Java en el Galeón de Manila y se convirtió en condimento decisivo de la cocina yucateca. En un principio se le decía “javanero”, pero como en Mérida las cosas buenas vienen de La Habana, adoptó un nombre más seductor. Sus semillas queman la lengua como pólvora encendida.



La cultura del chile está unida a la escatología, y el habanero es uno de sus pocos exponentes que “no quema dos veces”. Cuesta trabajo hablar con estilo de estas cuestiones, pero la vida en compañía del chile está acompañada de toda clase de aventuras gastrointestinales, a tal grado que hemos hecho de la diarrea una forma del patriotismo. Cuando el indigesto visitante pasa sus vacaciones en el excusado, decimos con vindicativo orgullo que fue víctima de la “revancha de Moctezuma”. En otras palabras: nos conquistaron pero hemos encontrado una manera rencorosa de entrar en las entrañas de los extranjeros.



Hacer algo “a valor mexicano” significa hacerlo con muchas molestias y ninguna racionalidad. El principal rasgo de este masoquista sentido del honor consiste en comer chile a granel. Cuando estamos en el extranjero y nos ofrecen un ají de la India o Pakistán, le entramos con fe, sin probar la fuerza del adversario con la punta de la lengua. En ese momento de arrebatadora definición nacional, confundimos las miradas de los testigos con la admiración e incluso la excitación erótica. En su novela Ciudades desiertas, José Agustín hace que un mexicano con más complejos que Huitzilopochtli cene con un polaco que se ha acostado con su mujer y decida superarlo comiendo chile. Lo único que logra es una indigestión digna del infierno azteca. La escena captura el sentido de la hombría inherente a la deliciosa exageración de comer picante.



Por su forma y encendido temperamento, el chile representa en el argot vernáculo al sexo masculino. Lo interesante de esta mezcla de erotismo y gastronomía es que revierte las condiciones de la supremaciía sexual. A diferencia de lo que sucede con Godzilla o el cine porno, aquí el tamaño no importa. Lo fundamental es el contenido. “Chiquito pero picoso”, decimos para elogiar a alguien débil que se sale con la suya en forma improbable. En un ámbito donde los adolescentes usan la cinta métrica con más constancia que los sastres para medir su dotación fálica, los chiles ofrecen una cultura alterna en la que se puede triunfar con menos envoltura. La quintaesencia del picor nunca se encuentra en los chiles voluminosos, que sólo mejoran rellenos de queso o carne molida. El extracto esencial y arrebatador proviene de los ejemplares mínimos que concentran sus detonaciones.

Los muy variados matices que el ardor adquiere en nuestra cocina, llevaron a Italo Calvino a compararla con la estética barroca: “Así como el barroco colonial no ponía límites a la profusión de los ornamentos y al lujo, por lo cual la presencia de Dios era identificada en un delirio minuciosamente calculado de sensaciones, así la quemadura de las más de cien variedades indígenas de pimientos sabiamente escogidos para cada plato abría las perspectivas del éxtasis flamígero”.



Calvino recuerda la contigüidad de las palabras “sabor” y “saber”, y decide indagar el pasado mexicano a través de los mensajes herméticos que se conservan en las salsas, picantes comunicados de un tiempo que se disuelve en el mito y perdura en claves rotas y misteriosos sobreentendidos. Una de las más provocadoras y acaso irrefutables conclusiones es que el turbador efecto de nuestros guisos tiene su inquietante origen en la antropofagia. En Oaxaca, el autor de Bajo el sol jaguar degustó viandas preparadas con recetas de monjas que quizá buscaban un afrodisíaco absoluto –no el estímulo para el sexo que no podían practicar, sino la quemadura perfecta en sustitución del sexo–-; de ahí, su cadena de suposiciones pasó a una escala superior, la relación con lo sagrado: la cocina como comunión. La mente occidental puede desandar el camino hasta las monjas de clausura, las criadas que les ayudaban a desplumar las gallinas, el pacto sensual que establecían con los sacerdotes que se quemaban la lengua con sus hirvientes artificios. Más arduo es volver a los primeros usuarios del picante, los indios que adobaban iguanas y armadillos. En la alborada de la historia mexicana, el rito dependía de la carnicería, y quizá también del arte de sazonar al prójimo. ¿Qué sucedía con las víctimas de los sacrificios humanos después de las ceremonias? Las vísceras eran ofrecidas a los buitres para que las llevaran al cielo y saciaran el apetito de los dioses, y los corazones eran guardados en un tzompantli, antecedente religioso del tupperware. ¿Qué pasaba con el resto de ese cuerpo que ya era sagrado? En la Colonia, los evangelizadores no tuvieron dificultad en imponer la comunión porque en numerosos ritos prehispánicos se comían figuras que representaban dioses o hijos de dioses. Calvino se pregunta si los aztecas no habrán incurrido en un consumo más literal de los cuerpos divinizados en el rito. Desde un punto de vista religioso, la carne sacrificial significaba una impecable merienda. Para vencer el prejuicio de comerse un vecino, nada resultaba más práctico que hundir sus filetes en salsa verde, sustancia que impide distinguir la carne de un hermano de la de una gallina.



Pero hay una hipótesis más inquietante: es posible que el sugerente picor del chile sirviera no para ocultar, sino para resaltar el gusto de aquella innombrable materia prima. En tono de reveladores vacilaciones, escribe Calvino: “Tal vez aquel sabor asomaba de todos modos... aun en medio de otros sabores... Tal vez no se podía, no se debía esconderlo... Si no, era como no comer lo que se comía... Tal vez los otros sabores tenían la función de exaltar aquel sabor, de darle un fondo digno, de honrarlo...”



Si la supremacía del chile encierra un pasado de antropofagia, no hemos encontrado mejor remedio que superarlo que comer más chile. Se trata de una ocupación full-time. Ningún rincón del día es ajeno a las posibilidades del picante, de los huevos rancheros en el desayuno a los postres rociados de polvillo rojo en la cena, pasando por los cacahuates enchilados en el aperitivo del mediodía.



Este integrismo sólo se puede inculcar en la infancia, a través de golosinas agri-picosas. La imaginación popular ha llevado a creaciones tan sublimes como el Pelón Pelo Rico, muñeco al que se le presiona un conducto para que le crezca una melena de tamarindo con chile. Esta pedagogía del ardor avanza hasta la graduación en la que el discípulo ya no sabe si le gusta lo que le pica o le pica lo que le gusta.



La cocina mexicana es lo que ocurre entre la constancia del maíz y la multiplicación de los picantes. Sus aventuras más extremas nos devuelven siempre al punto de partida. En el centro de la ciudad de México, la Fonda Don Chon preserva la cocina prehispánica y al mismo tiempo especula acerca de la ruta que habrían tenido los sabores mexicanos en caso de haber desviado el rumbo. Una de sus más célebres especialidades, la tortilla de crisantemo con salsa de mango coronada de angulas, representa un curioso ejercicio antropológico. Un país con tantas frutas y flores como México repudió esas posibilidades, a pesar de que nunca le ha hecho el feo a lo extraño, según demuestra nuestra sostenida capacidad de comer insectos. La tortilla de crisantemo de Don Chon revela que desviar el camino de los apetitos resulta interesante porque nos permite anhelar de nuevo las habituales tortillas de maíz. Nuestro paladar no se rige por el síndrome de Marco Polo, sino por el de Ulises.



El filósofo Ludwig Feuerbach se sirvió de un juego de palabras en alemán para decir: Der Mensch ist war er isst (el hombre es lo que come). Si damos crédito a este esencialismo, podemos deducir que la identidad del mexicano es siempre provisional: está demasiado enchilado para concentrarse. Su “ser en sí” representa una contradicción viva. En la cultura del picante, el placer y el castigo son términos equivalentes: “¡Está sabrosísimo!”, dice el doliente a quien el chile le saca lagrimones. No es casual que un país donde el triunfo se parece tanto a la derrota haya encontrado una paradójica forma de disfrutar mientras sufre. Estamos, a fin de cuentas, en la nación donde los mariachis interrumpen sus canciones cuando llega el vendedor de toques eléctricos y los contertulios se toman de las manos para compartir descargas. La dicha mexicana será dramática o no será.



Nuestro plural uso del chile sugiere que deberíamos estar muertos o por lo menos tan despellejados como el dios Xipe-Totec, señor de la Renovación. Con todo, algo parece indicar que tenemos la dieta que nos conviene. Tal vez los numerosos chiles se neutralizan entre sí (la salsa de mole incluye tantas variedades de picante que la síntesis final no recuerda a ninguna en particular). Es posible que los belicosos chiles se combatan unos a otros como los incansables y paranoicos dioses del panteón azteca. Aunque vivimos para cortejar la muerte, nos pasa como a los suicidas que se toman el botiquín entero y se salvan porque los somníferos son anulados por los estimulantes. En otras palabras: sobrevivimos porque recurrimos a demasiadas formas contradictorias de hacernos daño.

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