Don Pedro de Mendoza, amigo de Carlos V, primer adelantado del Río
de la Plata, que pasará a la posteridad como el protagonista de la
Primera Fundación de Buenos Aires, se encuentra enfermo, recluido en su
tienda, alejado de sus soldados, solo e inexplicable. ¿Por qué este
hombre, que gozaba de gran fortuna en la metrópoli española, rico hijo
de ricos, que a su vez lo eran de otros ricos, ya que era un linaje
destellante, opulento, el de esa familia, se ha lanzado hacia las Indias
como tantos desesperados que atiborran, que hartan los barcos que salen
de España en busca, menos que de aventuras, de riquezas, de sueños de
abundancia, alimentados por leyendas que, como todas ellas, nadie ha
comprobado? Las leyendas, cuando sus promesas palpitantes son el oro o
las piedras preciosas, colman el espíritu de la codicia que empuja a los
más afiebrados avatares, a los viajes desmedidos, inciertos, a la
demencia de jugar la propia vida o apoderarse de la de los otros. Pero
Don Pedro de Mendoza nada tenía que ver con este tipo de hombres, a
quienes, además de necesitar, desdeñaría sin duda posible. Su viaje a
las Indias, posibilitado por Carlos V, a quien más que probablemente se
lo habría solicitado, obedecía a otros motivos. Tenía sífilis. Se dice
que la contrajo en Nápoles. Se dice que luego leyó un libro que le
dibujó su destino: Syphilos. Se dice que el autor era un galeno de
nombre Hyéronimus Frascátor. Este hombre (mintiendo) gustaba informar
que el mal provenía de las Indias, que ahí estaba su remoto origen y
que, también ahí, su curación. Había en la región de Chaco un árbol con
el nombre de guayacán, de cuya corteza se extraía el líquido rojizo que
curaba a los que padecían ese mal infamante, ese mal que apestaba a sexo
vil, a casas de mala fama, a mujeres de mala vida. O a conquistas
salvajes, a exterminio de pueblos enteros, a hombres degollados y a
mujeres violadas primero y ahorcadas después. En una de esas orgías de
sangre y fuego, de festejos báquicos y sexo infamante e incontenible
habría sido Don Pedro aprisionado por el mal para cuya sanación viajó a
las Indias.
Ahora Pedro de Mendoza agoniza en una fortaleza escuálida, rodeado
por hombres muertos de hambre que ya han empezado a comerse entre ellos.
Ulrico Schmidl, un viajero alemán, soldado y cronista, es el que narra,
en su libro Viaje a España y las Indias, la tragedia de la expedición
de Mendoza: “La gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía
gran escasez, al extremo de que los caballos no daban servicio. Fue tal
la pena y el desastre del hambre, que no bastaron ratones, ni ratas ni
víboras ni otras sabandijas; también los zapatos y cueros, todo tuvo que
ser comido” (Ulrico Schmidl, Viaje a España y las Indias, Longseller,
Buenos Aires, 2007, p. 38). Schmidl, luego, narra en pocas líneas una
historia antropofágica que habrá de ser retomada por Manuel Mujica
Lainez en el primer cuento de su libro Misteriosa Buenos Aires: “El
hambre”. Se lee en Schmidl: “Sucedió que tres españoles habían hurtado
un caballo y se lo comieron a escondidas; y esto se supo; así se los
prendió y se les dio tormento para que confesaran el hecho. Entonces fue
pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los
condenara y ajusticiara y se los colgara en una horca. Así se cumplió
esto y se los colgó en una horca. No bien se los había ajusticiado, y
cada cual se fue a su casa y se hizo noche, aconteció en la misma noche
por medio de otros españoles que ellos cortaron los muslos y otros
pedazos de los cuerpos, los llevaron a su alojamiento y allí los
comieron. También ha ocurrido entonces que un español se comió a su
hermano que estaba muerto. Esto sucedió en el año de 1535 en nuestro día
de Corpus Christi en la antedicha ciudad de Buenos Aires” (Schmidl,
Ibíd., p. 38/39).
Don Pedro no fundó una ciudad, sólo instaló una fortaleza para
protegerse de los indios querandíes, que, en un inicio lo recibieron
bien pero luego descubrieron que los propósitos de estos extraños
visitantes eran la búsqueda de oro y riquezas y no más que eso. Ahí
empezaron las hostilidades. Moctezuma se equivocó al creer que
enviándole riquezas a Hernán Cortés lograría que éste se fuera de
México. No bien Cortés vio tanto oro y tanta plata decidió quedarse
hasta hacer suyas esas maravillas del mundo que creía haber descubierto.
Fue sincero. Dijo: “Los españoles somos afligidos por una enfermedad
del corazón que sólo el oro puede remediar”. Les dijo a los embajadores
de Moctezuma que quería tener el honor de conocerlo. Ahí, en el palacio
de Tenochtitlán, donde residía. A su lado, ya marchaba la concubina que
le habían ofrecido, la Malinche. Ella hablaba maya y náhuatl, que era el
lenguaje de los aztecas. En seguida aprendió el español de Cortés. Así
aparece la mujer en los orígenes del México español, como la traidora,
la que vende a los suyos, la concubina del conquistador. (Acaso algo de
los femicidios que sacuden hoy a los mexicanos se encuentre en ese
despegue sombrío de lo femenino en su agitada historia.) Cortés se
interna con sólo unos centenares de hombres y con la mujer que le hace
de intérprete y sofoca sus ansias sexuales, en un territorio que
desborda habitantes desde tiempos venerables. Una nación con más de
siete millones de habitantes (Ver: Alan Riding, Vecinos distantes, Un
retrato de los mexicanos, Joaquín Moritz-Planeta, México, 1986. El
título del libro de Riding se basa en la célebre frase que describe la
relación entre México y Estados Unidos: “Pobre México, tan lejos de Dios
y tan cerquita de los Estados Unidos”.)
Volvemos a Schmidl. Las riñas entre españoles y querandíes fueron
duras. El cronista alemán es minucioso y acaso haya buscado exhibir los
padecimientos de los hombres de Don Pedro. Sin embargo, por las cifras,
es sencillo advertir que los querandíes llevaron la peor parte: “Y
cuando nosotros quisimos atacarlos se defendieron ellos de tal manera
que ese día tuvimos que hacer bastante con ellos; mataron a nuestro
capitán Don Diego de Mendoza (hermano de Don Pedro, JPF) y junto con él a
diez hidalgos de a caballo, también mataron alrededor de veinte
infantes nuestros y por el lado de los indios sucumbieron alrededor de
mil hombres; más bien más que menos; y se han defendido muy
valientemente contra nosotros, como bien lo hemos experimentado” (Ibíd.,
p. 36). Las cifras de Schmidl hablan claramente. Los españoles habrían
perdido veintisiete hombres. Los querandíes, pese a su valentía, más de
mil. La conquista de Suramérica se basa en la técnica. Si el despliegue
del hombre de la técnica tiene su nacimiento subjetivo con Descartes
(seguimos al Heidegger de La época de la imagen del mundo), el fáctico
es la conquista de Suramérica. Colón, Cortés, Pizarro triunfaron porque
eran expresión de una etapa superior del desarrollo de la técnica. Más
la sed de expansionismo, la codicia y la voluntad de poder que
alimentaron al capitalismo desde sus inicios, desde el saqueo de las
Indias que culminó en la Revolución Industrial luego de haber perpetrado
“el mayor genocidio de la historia humana” (Tzvetan Todorov, La
conquista de América, El problema del otro, Siglo XXI, Buenos Aires,
2003, p. 15).
Sin embargo, Don Pedro y los suyos no atraparon la dicha que el
nuevo territorio parecía ofrecer fácilmente. Nada de eso. Padecían ahora
el cerco de los querandíes, escuchaban sus jadeos, olían su inminencia
en esa fortaleza donde estaban refugiados, temerosos y hambrientos, cada
día era una pesadilla que se sumaba a la del anterior. Cierto día, Don
Pedro ordena colgar a tres ladrones. Ahí están ahora, penden como sacos
de estiércol, sombríos contra la luna. Dos hermanos, uno de ellos de
nombre Baitos y el otro que lleva un hermoso anillo que su madre le
regalara y es el único orgullo que le queda, deciden comerse a los
ahorcados. Los buscan, intentan descolgarlos y se arma una pelea feroz
con otros hambrientos, una horrible trifulca entre las sombras, donde
nada se distingue, nada es claro, sólo el hambre. Baitos corta un brazo.
Huye y se lo come en su tienda. Muerde el anillo, el de su hermano, el
que la madre de ambos le diera. Así lo narra Mujica Lainez: “Los dientes
de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con
una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano (...) El
ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la
estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo,
hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas,
como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y
más” (Manuel Mujica Lainez, Misteriosa Buenos Aires, Ediciones Folio,
Buenos Aires, 2004, p. 15). (Pagina12)
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