Estimado:
Como decía Voltaire –me permitirá citar a un personaje tan poco querido
en las filas de la Iglesia–, el mal se ha enseñoreado de la Tierra. Lo
acaba de reconocer usted con su valiente mención a las once guerras,
apenas once tragedias que hoy laceran el mundo. Digo que es valiente
porque muchos viven de la negación de las atrocidades que el liberalismo
de mercado ha arrojado sobre el mundo luego de la caída del Muro de
Berlín y la caída, también, de las Torres Gemelas. Estados Unidos se
encuentra en una carrera armamentística liderada por el Complejo Militar
Industrial y el apoyo del poder informático. Funciona así: el Complejo
Militar necesita guerras para fabricar armas. Para fabricar guerras, el
poder informático debe crear una situación de aguda paranoia entre la
población que acabará en el pedido de ésta a sus halcones para desatar
la guerra. Lo piden cuando no aguantan más del miedo o de escuchar el
mensaje cotidiano amenazador. Lo mismo sucede en nuestro país con el
problema de la seguridad.
Todo está a la vista y usted lo sabe. A mí me gusta su estilo de
Papa humilde, me gusta cada vez que se le escapa al protocolo, me gustó
cuando nuestra Presidente le dijo: “Caramba, cierto que no puedo
tocarlo” y usted le dio un beso. Acaso deba asumir que es el primer Papa
sexy de la historia. Me gusta que sea de San Lorenzo, aunque yo no lo
soy. ¿Qué soy yo? Confieso que no creo en el inmenso personaje en que su
mandato se fundamenta. Pero no soy un ateo. Soy muy poca cosa para
serlo. Apenas un ser humano. ¿Cómo voy a saber si hay o no hay un Dios?
Sólo poseo la razón y jamás pude dar el salto de la fe. Mejor que yo
sabe usted que la fe no es un teorema. Que nadie podrá demostrar
racionalmente la existencia de Dios (errores de Santo Tomás y de
Descartes). Sé que siempre, en cierto momento, me pierdo en analogías y
paralogismos y ahí comprendo que se trata de saltar, como propuso
lejanamente Karl Jaspers. Nunca pude entregarme a la aventura del salto
hacia la fe. Pero no niego ni afirmo la existencia de Dios. A esto se le
suele llamar agnosticismo. Vaya si usted lo sabe. Creo en muchas cosas.
Soy un creyente pasional. Creo en la dignidad de las personas, creo en
la infamia de la tortura, en la infamia de toda vejación de la criatura
humana, abomino de todo sistema político que niegue las libertades
esenciales del ser humano. Creo en la literatura, en la filosofía y,
sobre todo, en la música. Si usted me apura, se lo diré con abierta
franqueza: si algo se parece a la idea que tengo y muchos tenemos de lo
absoluto, es la música.Hace poco escribí un cuento con un título provocativo: “Dios es ateo”. Era simple: Dios, vestido sobriamente, con humildad, viene a la Tierra para detener las guerras. Se encuentra con alguien, toman unos vinos y le confiesa sus grandes fracasos: “No puedo hacer nada. Seguirán las guerras. El Mal me derrotó. Los hombres eligieron a Satanás. Fracasé en todo. No pude impedir que la serpiente sedujera a Eva. Que Caín matara a Abel. Salvé a los judíos de la esclavitud en Egipto. Pero, ¿a cuántos egipcios maté? ¿O no eran hombres? No respondí las acusaciones de Job. Me limité a hablarle de mi poder. De mi infinita Creación. El necesitaba otra cosa. No se la di. No pude salvar a mi hijo. Ignoré su desesperación. Lo abandoné. La Iglesia se transformó en un Estado autoritario. No pude impedir la Inquisición. Torquemada se rió en mi cara. Menos aún pude impedir las matanzas del Nuevo Mundo. La Espada y la Cruz fueron lo mismo. Las Cruzadas, empresas de conquistas y saqueos en mi nombre. No pude impedir que quemaran a Giordano Bruno y acallaran a Galileo. ¿Para qué seguir? No pude impedir Auschwitz. Ni las bombas atómicas. Hoy, ya no puedo impedir nada. Ni ese asunto de las Torres Gemelas. Ni Afganistán, ni Irak. Ni el terrorismo islámico. Ni que el Estado de Israel sea vengativo hasta la crueldad, que haya metido la tortura en la Constitución. Ni que el mundo sea tan desigual. Tanto, como para que algunos vivan en la abundancia y otros huyan de sus países, porque son pobres de toda pobreza o porque las dictaduras los persiguen para torturarlos y matarlos, y mueran ahogados en el mar Mediterráneo. Tratan de llegar a Europa. Pero los europeos están bien. No quieren problemas. No quieren delincuentes. Les dan la espalda. Sólo en 2014 encontraron su tumba en el Mediterráneo más de 2500 personas”.
Este Dios, con esa desdichada conciencia de sí, terminaba por afirmar que ya no creía en El. Que era ateo.
Si vamos al campo de la filosofía, si reflexionamos sobre el no matarás de los Evangelios, usted, Francisco, que viene del peronismo de los años setenta, sabe las vidas que se llevó esa década, sabe que la venganza del poder militar sobre una juventud militante (que cometió el error de creer en la lucha armada, como Allende cometió el error de creer en la vía pacífica al socialismo... ¿dónde está la verdad, mi amigo?) fue inimaginable e indescriptible. La Iglesia lo sabía. No dijo nada. Dios lo sabía. Ahí (muchos) lo supimos: Dios está ausente. Es incapaz de salvar una sola de las vidas masacradas en este mundo que El, en los Evangelios, dice haber creado.
¿Cuál es el problema que los filósofos debemos pensar? ¿Cuál elegiremos como prioritario? Hace tiempo, Albert Camus escribió: No hay sino un problema filosófico serio, el suicidio. Camus era un escritor existencialista, con magra formación filosófica y prosa brillante. Murió joven, antes de girar hacia la nueva derecha, que era, arriesgo, su coherente trayectoria. Pero vamos a la frase. Puede impresionar (más si es la inicial de un libro que tuvo enorme éxito) a más de uno. Y así fue. ¿Cuál es, sin embargo, su valor de verdad? Camus desarrolla su propuesta diciendo que decidir si la vida tiene o no sentido, merece ser o no vivida, es el problema axial de la existencia humana. No
es así. El planeta se vería sacudido por una interminable ola de suicidios si todo aquel que decidiera que la vida no tiene sentido se pegara un tiro. Como sea, vemos claramente que los seres humanos no se suicidan al descubrir que la vida no merece ser vivida. O se dedican a los placeres instantaneístas, las drogas, el alcohol, el sexo, o un sarcasmo feroz los lleva a hacer el Mal.
Nuestro planteo esencial no es el de Camus. Se expresa en una pregunta dramática: no hay más que un problema filosófico serio, ¿hay o no hay que matar? Desde el punto de vista empírico la pregunta pareciera arcaica, pues ha tenido una respuesta afirmativa a lo largo de la sanguinaria historia humana. ¿Qué pregunta es ésa? Si los seres humanos han matado y seguirán, sin duda, matando. Aparece aquí la célebre frase de Marx que ontologiza la violencia histórica. O sea, hay historia porque hay violencia. El mandato bíblico (No matarás) envejeció y tantas veces fue violado que cayó en el olvido. Ante esta situación, y ante la ausencia de Dios, su silencio, son los hombres los que toman la palabra. Son ellos los que van a declarar los nuevos mandatos. El primer intento es el de la Revolución Francesa, que, sin embargo, no logra rigor universal. Es fruto de una situación transitoria y es la misma Revolución la primera en traicionarlo, con la aplicación del Terror jacobino de Robespierre. Un terror que provocó el rechazo de Beethoven y Hegel.
Así, en 1948, después de los horrores de la Segunda Guerra, las Naciones Unidas impulsan la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus primeros artículos postulan el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de todo individuo. Nadie será torturado y todos son iguales ante la ley.
Sin embargo, han quedado tan perimidos como los mandatos bíblicos. Desde 1941 que Estados Unidos no declara una guerra. Esclavitud hay en la centralidad de la Argentina, en la orgullosa CABA. La tortura es el trabajo central de inteligencia. Y que todos son iguales ante la ley es un chiste que despierta dolorosas carcajadas, las peores.
Luego del nine eleven, el imperio norteamericano busca dominar el mundo para protegerse de él. ¿Qué pensadores de América latina están enfrentando reflexivamente esta coyuntura trágica y apocalíptica? Nunca se vivió con la urgencia de hoy. Nunca la posibilidad de un fin de la historia en la modalidad de la catástrofe benjaminiana se vio más posible. Cualquier guerra de dimensiones relevantes llevará al enfrentamiento nuclear. América latina deberá pensar qué hacer ante este paisaje tan temible, ante un futuro que ya no asoma como esperanza sino como destrucción.
El Mesías, dice Walter Benjamin, no llegará al final, está llegando constantemente por hendijas que se abren cuando los hombres se reconocen entre sí, cuando se comprenden y no se agreden, cuando saben escuchar las razones del Otro porque le permiten expresarlas, cuando saben que sin el otro yo no sería Yo, cuando recuerdan (porque lo leyeron o porque lo escucharon) el artículo esencial de la Declaración de Derechos Humanos de 1948: toda vida es sagrada y merece respeto. Si es así –y así es– en cada muerte muero, en cada muerte morimos todos. También usted, Francisco I.
Le envío un abrazo cálido y, pese a todo, esperanzado. Aunque la catástrofe esté a la vuelta de la esquina debemos seguir luchando por un mundo mejor. Exista o no Dios, sé que en eso estaremos de acuerdo.
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