El fútbol como pasaporte. Un negro que juega bien es menos negro, menos inmigrante. Gracias al fútbol, Didier Drogba dejó de ser un negro nacido en Costa de Marfil para convertirse en un delantero efectivo y veloz cuyo pase cuesta 40 millones de euros. Un sudaca con hambre de gol no requiere visa.
Carlos Tévez pasó sin dificultades los controles del aeropuerto de Heathrow en Londres por su potencia goleadora. Su aspecto lo hubiese dejado en el umbral al primer interrogatorio. Pero el fútbol no siempre abre puertas.
La semana pasada, una veintena de africanos intentó cruzar la frontera entre Marruecos y Melilla aprovechando el entusiasmo de los guardias españoles por la Eurocopa. Los custodios miraban cómo su equipo batía a Italia por penales, cuando los africanos intentaron un ataque por sorpresa. Pero la defensa europea reaccionó a tiempo y los africanos quedaron entre las dos cercas de alambre que rodean el enclave colonial.
Eduardo Galeano insiste en su último libro, Espejos, con una idea que tiene confirmación científica: “Somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África. Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido”. Ahora el pasaporte también son las piernas pero sólo si pisan el cuidado césped de los estadios europeos.
Los legisladores de la vieja Europa, que también gustan del buen fútbol, decidieron que todos los “sin papeles” podrán ser detenidos por períodos de entre seis y dieciocho meses sin proceso jurídico previo, y los menores ilegales podrán serán expulsados. Para el eurodiputado Giusto Catania, del PC italiano, la decisión es “una vergüenza y un insulto a la cultura jurídica de Europa”. Más allá de las voces disidentes, la mayoría de los parlamentarios estuvieron de acuerdo con aumentar los castigos a los inmigrantes.
“El viento frío de la xenofobia sopla otra vez”, dijo el presidente Lula y agregó que los europeos son los más prejuiciosos del mundo. “¿En qué calidad moral se puede sostener una globalización que busca la libre movilidad de las mercancías y de los capitales pero criminaliza la movilidad de los seres humanos?”, se preguntó el presidente de Ecuador, Rafael Correa. Pero el racismo y la discriminación no sólo son patrimonio del Norte rico.
Los progres que se escandalizan con la actitud de los europeos, no registran lo que ocurre en casa. Durante meses viví en un departamento de Buenos Aires, cuyo balcón daba a un muro que tenía la inscripción: “Fuera peruanos y trolos”. Jaime Bayly diría, con su habitual ironía, que no hay nada peor. Algo parecido ocurre con la comunidad boliviana.
Miles de personas sufren cada día maltrato, desprecio y prejuicios. “Son todos chorros”, “usan los hospitales y no pagan”, “te sacan el trabajo”. La mezcla de ignorancia y chauvinismo tiene efectos tremendos. Justo en este país que en el preámbulo de su Constitución Nacional ofrece compartir sueños y proyectos con todos los hombres del mundo que quieran habitarlo.Los indígenas, los descendientes de los antiguos dueños de la tierra en América, todavía la pasan peor.
Mapuches y guaraníes denunciaron hace unos días en Foz de Iguazú que no se sienten sujetos de derechos, sino castigados por el derecho. Ellos no están en ninguna agenda de la política. Para ellos no hay cortes de rutas ni carpas, ni cámaras de televisión.
Los europeos no aprenden de la historia, a pesar de los genocidios y los millones de emigrados que lanzaron al mundo. Nosotros no aprendemos, ni después de dos atentados en pleno corazón de Buenos Aires. Galeano tiene razón, el racismo provoca una suerte de amnesia.
Guido, el personaje que interpretaba Antonio Benigni en La vida es bella, cuando su hijo le pregunta por una inscripción colocada en la puerta de un negocio de la Roma ocupada por los nazis (“No se admiten perros ni hebreos”), le explica:–Nosotros también pondremos un letrero en nuestra librería. ¿Quién no te gusta?–Las arañas –dice el niño.–A mí no me gustan los visigodos. Ya está, escribiremos: “No se admiten arañas ni visigodos”.Vale reírse de la estupidez humana. Vale reírse si la risa permite pensar.
El mundo cada vez es más ancho y ajeno. Más cerrado, más violento. Y es necesario tomar partido.El secreto está en una palabra: aceptar. No se trata de tolerar al distinto, hay que aceptarlo. Estados Unidos y Europa toleran a los inmigrantes que se ocupan de los trabajos que sus ciudadanos rechazan. Saben que no pueden prescindir de sirvientes, nanas, porteros, mozos o barrenderos. Pero la idea de tolerar no permite la integración. La tolerancia se apoya en el prejuicio, implica un esfuerzo. Las sociedades blancas y cultas de Latinoamérica, también toleran a los “morochos” por las mismas razones. Hay que aprender a aceptar. Aceptar es otra cosa. Aceptar es dar por bueno, admitir sin condiciones al otro. Es un acto de voluntad. Un gesto solidario. Sólo así no importará cómo jueguen al fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario