domingo, 31 de julio de 2011

ESTRATEGIAS DE MANIPULACIÓN MEDIATICA (Noam Chomsky)



El lingüista Noam Chomsky elaboró la lista de las “10 Estrategias de Manipulación” a través de los medios


1. La estrategia de la distracción El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las élites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes.
La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. ”Mantener la Atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a granja como los otros animales (cita del texto ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

2. Crear problemas y después ofrecer soluciones. Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.

3. La estrategia de la gradualidad. Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas (neoliberalismo) fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.

4. La estrategia de diferir. Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.

5. Dirigirse al público como criaturas de poca edad. La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discurso, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad (ver “Armas silenciosas para guerras tranquilas”)”.

6. Utilizar el aspecto emocional mucho más que la reflexión. Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido critico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos…

7. Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad. Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposible de alcanzar para las clases inferiores (ver ‘Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.

8. Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad. Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto…

9. Reforzar la autoculpabilidad. Hacer creer al individuo que es solamente él es culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se auto desvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. Y, sin acción, no hay revolución!

10. Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen. En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídos y utilizados por las élites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.




“Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando.
Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información”.

Rodolfo Walsh

sábado, 30 de julio de 2011

Gobierno de Rio Negro y abuso infantil (Ramón Minieri)

Gobierno de Río Negro y abuso infantil



Estimados amigos,


Disculpen que los moleste nuevamente con una carta abierta, destinada esta vez a denunciar una violación de derechos humanos por parte del gobierno provincial de Río Negro.


Quienes ya me conocen recordarán que algo similar tuve que hacer cuando hace meses se produjeron los crímenes alentados por el gobierno provincial en Bariloche. Por esos hechos aún no se ha escuchado pedido alguno de disculpa por parte de las autoridades o los partidos gobernante).


También he tenido que salir a denunciar la manipulación de fondos oficiales por parte de un funcionario de cultura provincial. El mismo gobierno tampoco ha mostrado voluntad de rectificar esto, como tampoco he sabido que lamente la participación de funcionarios policiales en la trata de mujeres.


El motivo de esta carta de hoy tiene que ver con la propaganda electoralista del gobierno provincial y su carácter delictivo en relación con la infancia.


He estado observando hoy el noticiero del canal 10 de General Roca. Para enmarcar el siguiente comentario, debo hacer notar que he sido y sigo siendo defensor de la existencia de una emisora pública de televisión, al servicio del estado, entendido como cosa de todos los rionegrinos. Lamentablemente, esta emisora se ha convertido rápidamente en un canal oficialista.


En la emisión a que me refiero, apareció en varias oportunidades el candidato oficialista Sr. Barbeito inaugurando instalaciones escolares, son una amplia sonrisa cuyo motivo se desconoce. Luego, el mismo candidato aparecía en el noticiero, visitando entidades de General Roca y haciendo comentarios sobre lo importante que es la cultura, y mostrando la misma sonrisa. Da lugar a pensar que es el único candidato a gobernador, porque no aparecen otras personas ni otras sonrisas en este espacio supuestamente informativo.


Pero lo que más me llamó la atención fue una propaganda que luego se exhibió. Bajo la apariencia de difundir la acción de gobierno (por cuarta vez) se mostraba al Gobernador, Dr. Miguel Sáiz, en un acto escolar. Dirigía un discurso a los concurrentes del mismo, y luego la imagen mostraba a una cantidad de niños aplaudiendo.


Las corruptelas se han naturalizado a tal punto con este elenco gobernante, que este episodio resulta “normal”.


Pero hay algo que apuntar. Sabido es que la imagen de una persona no puede ser utilizada sin autorización de la misma, o de quien es responsable por ella. Me pregunto si este uso desembozado de la imagen infantil de todo un grupo ha sido permitido por los padres de las nenas y los chicos involucrados. Si las docentes y las o los directivos de los establecimientos implicados, y las autoridades intermedias, incluídas las delegadas regionales, han manifestado algo al respecto, en defensa frente al abuso de la imagen de los chicos. Soy abuelo de cuatro rionegrinos, y espero que mis hijos no les permitan este abuso, ni con sus propios hijos ni con otros.


Mi conocimiento de la ley no es el de un profesional, pero sé que existe el derecho a disponer de la propia imagen. Que este derecho no puede ser conculcado por nadie, y menos por el estado mismo que debe defenderlo y por sus funcionarios. Que este derecho es especialmente sensible cuando se trata de niños y niñas.


Sé que difícilmente responderán los propios funcionarios implicados, que ya desde hace tiempo vienen manteniendo un sagaz silencio cuando se complican en algún delito. Varios de ellos los he enumerado más arriba.


Son las mismas personas que han cometido la desvergonzada acción de correr la fecha de las conmemoraciones públicas para hacerlas servir a los apetitos electoralistas. Así vimos, en la campaña preelectoral de Río Colorado, que los chicos de las escuelas fueron convocados para celebrar el día de la bandera, cuatro o cinco días después, de modo que coincidiera con la visita del gobernador en las instancias previas de una elección municipal. Con la misma alevosía, serán capaces de trasladar el día de San Martín a setiembre, para que se inserte en el calendario provincial? No parecen recapacitar en que estos manejos son de muy poca utilidad, como lo ha demostrado la contundente derrota del oficialismo en Río Colorado.


La misma televisora provincial me informa, en espacios pagados por la Nación, que hay un candidato del partido gobernante, que sabrá decir que sí o que no, según lo quiera el pueblo. Misteriosamente, la publicidad de este candidato se reitera varias veces en horario central. Pareciera que los otros partidos no tienen candidatos a diputados nacionales. Pero al margen de este misterio, quiero pedirle explícitamente a este candidato, que es rionegrino, ciudadano, y persona que seguramente tiene niños en su familia, que le diga “no” a este abuso de la imagen de los chicos. Será un modo de probar la veracidad de su lema de campaña.


Quiero pedirles también, anticipando que será inútil mi requerimiento, a las autoridades educativas, a los comités del partido de gobierno, a sus distintos integrantes, que se pronuncien claramente ante este nuevo abuso de autoridad.


Y les solicito a los abogados rionegrinos, que estudien el aspecto legal para iniciar las acciones que correspondan. A las madres y los padres, que protesten contra este caso de verdadero abuso infantil.


En cuanto a los directos implicados, autores y gestores del hecho, me permito decirles que me dan asco. Su apetencia de poder los lleva a decir que necesitan cuatro años más para seguir con lo mismo, y a recurrir a lo que venga, sin pensar en criterios ni valores, para usarlo en su campaña. Reitero: me dan asco. Ojalá no tengamos que soportarlos más.

Ramón Minieri
DNI 5511376
Ri Colorado

domingo, 24 de julio de 2011

La piedra de Sisifo (Por Günter Grass)



El premio Nobel alemán pone en tela de juicio el sistema; ataca la incapacidad de los parlamentarios frente a los grandes intereses, fustiga la codicia de los bancos y arremete contra la endeblez de la prensa. El texto corresponde a la conferencia dada en Hamburgo el pasado 2 de julio en un acto con la asociación de periodistas alemana Netzwerk Recherche
24/07/2011

Señoras y señores:

¿O quizá debiera solicitar su atención como colega, ya que todos pertenecemos al gremio de los escritores y fuimos bautizados con un tintero? Al fin y al cabo, esta asamblea está bajo la advocación de Albert Camus, escritor y filósofo, y, con el lema "Hombre feliz" ha elegido como santo patrón a quien, desde los años cincuenta del pasado siglo, es mi único santo. En él, que blasfemaba contra los dioses, yo podía confiar siempre: san Sísifo.

Camus nos lo interpretó, a él y a su mito, de una forma nueva. Simplemente el hecho de que su ensayo, tan conciso de contenido como largo de efectos, fuera escrito en medio de las tribulaciones de la ocupación alemana y publicado en 1942 en París por la Librairie Gallimard, es decir, llegara a los lectores en tiempo de guerra, cuando Francia vacilaba entre la resistencia y la colaboración, es una prueba más de lo que pudo inducir a Camus a convertir plásticamente en concepto lo absurdo del acontecer mundial: la piedra sin descanso.

Sin embargo, ¿no es cierto que hoy varias piedras nos mantienen en danza? Llama la atención, mirando la última mitad del año, cuántos acontecimientos importantes, uno tras otro, mundiales o regionales, engrosaron los titulares de los periódicos compitiendo mutua y simultáneamente por el primer puesto. Parecían haber perdido toda actualidad -como agua pasada- y, sin embargo, seguían determinando el acontecer político y económico.

Así, la ridiculez del asunto del plagio de Guttenberg desplazó las consecuencias, solo ahora en el punto de mira, de la liquidación del servicio militar obligatorio, de un plumazo, por ese actor ministerial y noble. Y no solo por esa actuación lo puso por las nubes el celo periodístico; de eso hablaré luego. Sin embargo, apenas había prometido la canciller dar crédito al Barón de la Castaña, terremotos y tsunamis provocaron en el lejano Japón una catástrofe nuclear, que inmediatamente nos recordó las ruinas del reactor de Chernóbil, hace tiempo apartadas de nuestra mente, y convirtieron las elecciones regionales en acontecimientos capitales. Y mientras todavía Fukushima nos servía, como se dice en la jerga periodística, para "abrir boca", las revueltas populares en el norte de África, desde Túnez y Egipto hasta Libia y Siria, reclamaban su lugar en las primeras páginas, mientras que las actuaciones de un ministro de Asuntos Exteriores ponían en apuros a los seguidores que aún quedaban en su partido. Y ahora es la crisis griega, que se cuece desde hace años, la que sobrevive a todo lo que ha pasado y que -lo que también se aplica a Fukushima- gravitará sobre el futuro, asfixiada por normas coercitivas y conjuras europeas.

Y todo lo demás que ha habido y seguirá habiendo: unos precios de la gasolina que compiten arbitrariamente, la miseria de los refugiados, bodas principescas, pescadores convertidos en piratas y un cambio climático que ha pasado a segundo plano, aunque viene produciéndose desde hace años, con sus fenómenos concomitantes, arrojando dudas fundadas sobre la continuación de la especie humana.

En resumen se puede decir que el periodismo, del que al fin y al cabo se trata hoy, y que -si entiendo bien el lema de esta reunión- se quiere poner en entredicho, vive al día, se alimenta de sensaciones y no tiene tiempo o no se toma tiempo suficiente para iluminar el trasfondo de todo lo que, con intervalos cada vez más breves, nos sume en crisis duraderas.

Sin embargo, ¿está el periodismo o -formulada la pregunta más directamente- están los periodistas dispuestos de verdad a examinarse críticamente? Como escritor podría decir muchas cosas al respecto. Mi vida y milagros han estado sometidos a examen permanente y con harta frecuencia he sido objeto de intromisiones masivas, expuesto a las jaurías del periodismo de campaña. Estoy acostumbrado a esos rituales y he sobrevivido a varias carnicerías, con cicatrices que solo de cuando en cuando me pican. Tal vez porque los escritores, de todas formas, nos criticamos mutuamente, algo que los periodistas no suelen hacer casi nunca. Todo lo más alguno, susceptible, frunce la nariz cuando las columnas del Bild Zeitung apestan excesivamente.

En cualquier caso hay excepciones. La verdad es que hace unos meses leí en el semanario Die Zeit un intento de análisis autocrítico en el que me llamó la atención que eran sobre todo periodistas especializados en temas económicos los que se reprochaban no haber advertido a tiempo la gran crisis económica, aunque había sido previsible. Sin embargo, como los periodistas aquí reunidos tienen al parecer la intención de concentrarse en su verdadera tarea, haciendo honor al citado Sísifo, "hombre feliz", y hacer rodar diversas piedras que han quedado, me considero invitado a llamar por su nombre a algunos pedruscos de diverso peso que descansan al pie de la montaña o que, a mitad de camino, han criado ya musgo.

Recientemente estuve en Greifswald, ciudad natal del escritor Wolfgang Koeppen. A lo largo de varios actos, su novela El invernadero, que trata del Bundestag alemán en los primeros años cincuenta del pasado siglo, dio motivo y combustible suficiente para tomar conciencia crítica de las representaciones de intereses, o sea, los lobbies, en una sociedad que se considera pluralista. Esos lobbies y su codicia existen, mirando solo a la República Federal, desde el principio mismo. Desde el asunto Flick, pasando por las maquinaciones de Kohl, el canciller de las donaciones, hasta las actividades chantajísticas del lobby nuclear, de los grupos de la industria farmacéutica, de las asociaciones de médicos y farmacéuticos y de los seguros de enfermedad, que hasta hoy impiden una reforma sanitaria socialmente sostenible.

No en último lugar figuran los todopoderosos bancos, cuya actividad extorsionadora toma entre tanto como rehén al Parlamento electo y al Gobierno. Los bancos hacen de destino, de destino inexorable. Tienen su propia vida. Sus juntas directivas y grandes accionistas se organizan en una sociedad paralela. Las repercusiones de su gestión financiera basada en el riesgo recaerán en definitiva sobre los ciudadanos como contribuyentes. Somos nosotros los que respondemos por los bancos, cuyas fosas de miles de millones están siempre hambrientas.

Naturalmente, también los diarios y semanarios, es decir, los periodistas, están expuestos a esa omnipotencia. No hace falta ya ninguna censura pasada de moda, basta la mera concesión o denegación de anuncios para chantajear a una prensa escrita cuya existencia peligra de todos modos. Sin embargo -a pesar de consignas de silencio subliminales-, será necesario, mediante un periodismo concienzudo, llegar al fondo de las cosas, informando a la opinión pública sobre el ejercicio ilegítimo del poder de los lobbies. Ese poder amenaza la democracia mucho más que los peligros histéricamente invocados que, al estilo de Thilo Sarrazin, difunden espanto y miedo. Resta credibilidad a los parlamentarios y al Gobierno. Contribuye a que aumente la abstención electoral. Y como no se puede eliminar, porque las representaciones de intereses tienen su razón de ser, hay que establecer límites severos, aunque sea en forma de una milla prohibida en torno al Bundestag, a fin de mantener al ejército de presionadores a una distancia razonable. Tampoco es de recibo que haya políticos, entre ellos de alto nivel, que apenas se han liberado de su cargo como de un fardo molesto, ocupan puestos generosamente dotados en la dirección de consorcios y de asociaciones de intereses. No hay remedio, hay que leer, como suelo hacer de buena gana, la sección de economía del Frankfurter Allgemeine Zeitung, para enterarse de que un tal señor Markus Kerber, que durante largo tiempo trabajó en el Ministerio Federal del Interior y luego en el Ministerio de Hacienda, atenderá a principios de julio de este año un llamamiento que lo convertirá en gerente de la Unión Federal de Industrias Alemanas. Allí, como revela elogiosamente el FAZ, sus conocimientos de insider beneficiarán a esa poderosa unión. Ese cambio de puesto y otros semejantes ilustran una situación que es claramente abusiva. Pero desde hace años habitual. Por eso hace falta -creo yo- un periodo de carencia legalmente establecido de por lo menos cinco años; a no ser que la opinión pública y, especialmente, los periodistas estimen que la política es de por sí venal y debe seguir siéndolo.

Otro ejemplo de opinión pública insuficientemente informada apareció ya al principio de mi intervención. Se trata del servicio militar obligatorio que liquidó por sorpresa el polifacético Guttenberg. Sin duda leo cada vez más artículos sobre lo difícil que es reclutar suficientes soldados profesionales y voluntarios a plazo, sin duda existe preocupación por qué juramento y en qué forma tendrán que prestarlo los mercenarios, sin duda tendrá que lamentar el ministro de Defensa haber recibido de su predecesor solo una chapuza, pero casi nadie se da o quiere darse cuenta de lo que significa despedirnos de los "ciudadanos de uniforme" y tratar en el futuro con unas fuerzas armadas que, como enseña la experiencia, tienen todas las probabilidades de convertirse, en calidad de ejército mercenario, en un Estado dentro del Estado. Esa recaída en las prácticas de reclutamiento de Wallenstein se produce en tiempos de crecientes intervenciones en el extranjero, casi sin oposición y mientras -de forma bastante delirante- se defiende nuestra libertad en el Hindukush.

Ante ese abismo evidente, séame permitido echar una ojeada al pasado. Como entre tanto he adquirido como los árboles anillos de edad suficientes, me acuerdo muy bien de la aparición de la Bundeswehr, de las artimañas de Konrad Adenauer, de la llamada Oficina Blank, de mi rechazo al rearme y mis ulteriores esfuerzos políticos como ciudadano para contribuir un poco a que el concepto de "ciudadanos de uniforme" pudiera ser aplicado, y también a que en el curso de los años, y venciendo tenaces resistencias, se reconociera legalmente a los objetores de conciencia el derecho de prestar un servicio supletorio. Sin embargo, en el futuro desaparecerán sus servicios sociales de atención a ancianos y enfermos. ¡Qué pérdida más imposible de compensar! Porque los mercenarios no se oponen a nada. A menos que les rebajen el sueldo.

Esa monstruosidad, que se nos quiere vender como reforma, cambiará la filosofía de la República Federal y de los ciudadanos de ese Estado de una forma dañina para la democracia. Considero un escándalo que no solo los partidos que están en el Gobierno, sino también los tres partidos de la oposición, y por consiguiente también el SPD, que desde Fritz Erler, pasando por Helmut Schmidt y Georg Leber, hasta Peter Struck, ha tenido excelentes políticos en asuntos de política de defensa, no tengan fuerzas para someter a debate una alternativa a esa evolución que resulta ya aberrante. Y fallan también todos los periodistas que aceptan lo que, con mucha sangre azul, nos quieren hacer tragar.

Aquí resulta ineludible citar otros ejemplos que evidencian lo que se está descuidando y, además de otras cosas, sigue siendo tarea de los periodistas: poner el dedo en la llaga mientras sigue abierta. Hablo de las consecuencias de la apresurada realización de la unidad alemana, exclusivamente con arreglo a intereses y criterios de la Alemania occidental. Han pasado más de veinte años y el autobombo fue seguido de las oportunas celebraciones. Sin embargo, quien se fije o esté dispuesto a fijarse podrá ver lo que ya entonces era previsible, pero ahora se ha hecho realidad en mayor grado: el Este es propiedad del Oeste. La degradación social de los ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana y sus descendientes a alemanes de segunda se ha hecho tan real que, cada vez más, los jóvenes dejan sus comunidades y ciudades, grandes o pequeñas, para irse al Oeste. Algunas regiones comienzan a despoblarse. Y con harta frecuencia son los radicales de derechas los que se quedan, se enquistan en hordas y marcan el tono en las regiones abandonadas, de una forma inconfundible. La opinión pública sabe poco de ello, y cuando lo sabe, es sin llegar al fondo.

Un añadido de carácter literario: cuando recientemente se iba a conceder una vez más el Premio Alfred Döblin, que fundé a mediados de los setenta, algunos autores finalistas leyeron fragmentos de sus manuscritos, en el Literarisches Colloquium de Berlín. Entre ellos estaba una joven escritora, Judith Schalansky, que leyó pasajes de su novela El cuello de la jirafa, publicada en otoño del año pasado. El argumento se desarrolla en una pequeña ciudad de la Pomerania anterior, más o menos castigada por el éxodo de sus habitantes. Una profesora de biología de corte severo enseña a sus alumnos de número decreciente según el principio de selección darwiniano y sabiendo perfectamente que, por falta de escolares, su escuela dejará de existir dentro de tres o cuatro años. Pero además hay una naturaleza que se va apoderando de superficies en barbecho abandonadas y edificios en ruinas. Germina y brota de mil formas en la tierra sin cultivar. Plantas que se han vuelto raras proliferan. Con ellas triunfan palabras hace tiempo olvidadas. Lacónicamente, la narradora concluye esa victoria de la naturaleza aludiendo a los en otro tiempo prometidos "paisajes florecientes".

Ahora podría decirse: qué bien que todavía exista la literatura, ya que los escritores llenan de cuando en cuando las lagunas que dejan todos esos periodistas cuya tinta solo está al servicio de un acontecer diario rápidamente cambiante. Sin embargo, como en la actualidad, en relación con la persistente crisis de Grecia, se recomienda como panacea confiar a una Treuhand [agencia que supervisó la privatización de las empresas públicas del Este tras la caída del régimen comunista] propiedades del Estado griego y comercializarlas según las reglas de la privatización, debería merecerles la pena a ustedes, reunidos aquí como periodistas críticos, echar una ojeada retrospectiva a aquella Treuhand que hace veinte años, sin control parlamentario, liquidó, como empresa semicriminal, todo lo que llevaba el título de "propiedad del pueblo", vendiéndolo a cazadores de gangas del Oeste; las consecuencias se hacen sentir hasta hoy, pero, al parecer, se ignoran por consenso.

Sé que la oleada de noticias cotidianas, reforzada por el desagüe de Internet, abruma a quien quiere estar informado. Ya se ofrecen a unos consumidores saturados espacios de huida virtuales. Y sin embargo, nadie puede evitar preocuparse por el futuro de la democracia que nos regaló la voluntad de los vencedores y por los derechos a la libertad que la Constitución protege todavía.

No debo ni quiero recurrir al ejemplo aleccionador de Weimar, porque los fenómenos actuales de cansancio y desintegración en la estructura de nuestro Estado ofrecen motivos suficientes para dudar seriamente de que nuestra Constitución pueda seguir garantizando lo que promete. La deriva disgregadora hacia una sociedad de clases con una mayoría que se va empobreciendo y una clase alta y rica que se va separando, la montaña de deudas, cuya cumbre se ha cubierto entre tanto por una nube de ceros, la incapacidad e impotencia demostradas de los parlamentarios electos frente al poder concentrado de las asociaciones de intereses y, no en último lugar, el estrangulamiento por los bancos hacen urgente, en mi opinión, hacer algo hasta ahora impronunciable: poner en tela de juicio el sistema.

No teman. No voy a hacer un llamamiento a la revolución. En lo que a Europa se refiere, la revolución se produjo por última vez en el siglo XX, y por cierto en plural, con los resultados conocidos, entre los que estuvieron contrarrevoluciones y genocidios. Se trata más bien, desde el interior de toda la sociedad, de formular, como entre tanto hacen muchos ciudadanos, preguntas reivindicativas: ¿es asumible aún un sistema capitalista que se prescribe forzosamente a la democracia, en el que la economía financiera se ha separado en gran parte de la economía real, aunque la amenace una y otra vez con crisis de fabricación doméstica? ¿Deben seguir siendo válidos para nosotros artículos de fe como mercado, consumo y beneficio, sustitutivos de la religión?

Para mí, en cualquier caso, es evidente que el sistema capitalista, fomentado por el neoliberalismo y sin alternativa, tal como se nos presenta, ha degenerado en una maquinaria de destrucción del capital y, lejos de la economía social de mercado en otro tiempo exitosa, solo se complace en sí mismo; es un Moloc, asocial y no refrenado eficazmente por ninguna ley.

Por eso se plantea la pregunta: la forma de Estado que hemos elegido, es decir, la democracia parlamentaria, ¿tiene aún la voluntad y la fuerza necesarias para apartar esa desintegración que la invade? ¿O en lo sucesivo deberá relegarse al terreno de lo optativo cualquier intento de reforma, de someter a control a los bancos y su forma de manejar el capital -es decir, de obligarlos a trabajar para el bien común- con la frase hasta ahora habitual "eso, en el mejor de los casos, solo puede resolverse globalmente"?

Una cosa me parece segura: si las democracias occidentales demuestran ser incapaces de hacer frente con reformas fundamentales a los peligros reales inminentes y a los previsibles, no podrán soportar lo que en los próximos años resultará ineludible: crisis que empollarán otras crisis, el aumento irrefrenable de la población mundial, los flujos de refugiados desencadendos por la falta de agua, el hambre y el empobrecimiento, y el cambio climático fabricado por el hombre. Sin embargo, una desintegración del orden democrático haría surgir -de lo que hay suficientes ejemplos- un vacío que podrían ocupar fuerzas cuya descripción rebasa nuestra imaginación, por mucho que seamos gatos escaldados y estemos marcados por las consecuencias todavía visibles del fascismo y el estalinismo.

¿Exagero? Si lo hago, no lo suficiente. Con ayuda de solo algunos ejemplos había que hacer visibles los puntos ciegos. Que no faltan. Además habría que quejarse del poder de los consorcios en el ámbito de la prensa, de las inefables tertulias de la televisión pública y del oportunismo hoy socialmente aceptable, tal como se difunde a diario con la tinta fresca. Sin embargo, de eso ustedes, a quienes se recomienda más o menos insistentemente una "información equilibrada", como suavizante, pueden hablar con más precisión.

Más bien parece apropiado citar otra vez al santo patrón de esta conferencia. Cuando yo era joven, y durante los primeros años de la posguerra trataba de orientarme en un entorno destruido por el desvarío ideológico, se me presentó la variedad francesa del existencialismo. Estaba casi de moda dárselas de existencialista y vestirse de oscuro. Y especialmente era la disputa entre Sartre y Camus la que salpicaba por encima de la frontera, llegando a los talleres de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, en la que yo aprendía mi primera profesión de escultor, y donde provocaba debates que, naturalmente, eran muy enconados. La ignorancia no impedía apasionarse y vociferar. Solo más tarde me decidí por Camus. Me impresionó su visión del hombre rebelde, es decir, su defensa de la oposición permanente. Cuando más o menos a mediados de los cincuenta apareció El mito de Sísifo en traducción alemana, fueron sus frases las que me mostraron el camino. Por ejemplo, la definición de felicidad: "Hace del destino un asunto del hombre, que debe ser resuelto por los hombres". A la que se añade la hermosa certeza: "Las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas".

Supongo que esas ideas resultarán también adecuadas para determinar su trabajo de periodistas. Solo tenemos este mundo. Y como la existencia de la especie humana en el planeta azul es de fecha reciente y su duración depende de lo que hagamos o dejemos de hacer, somos responsables de su estado. Lo hemos desfigurado en gran medida, lo hemos sobreexplotado y dejaremos a nuestros descendientes una carga hereditaria inevitable. De forma que hay que reconocer y nombrar esas y otras verdades. Hay que hacer rodar las piedras. A ese trabajo forzado para toda la vida nos anima Albert Camus. Dice: "La lucha misma hacia las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz".

martes, 19 de julio de 2011

Ernest Hemingway (Imágenes)
















Fiebre amarilla en Buenos Aires (Por Eduardo Anguita)


La epidemia conmovió a la sociedad porteña. Algunos pensaron que había llegado la hora de rajar o morir. Otros decidieron quedarse para enfrentar la tragedia. Estaban en minoría, pero la tarea comunitaria se reveló esencial. Las guerras se pagan caras. El diablo mete la cola y siempre tiene revancha. Volvían los ejércitos del Paraguay dejando desolación y muerte. El general Bartolomé Mitre le entregaba el gobierno a Domingo Faustino Sarmiento con el poco afecto que los unía. Y con esa manía de cambiar de mando el 12 de octubre, porque celebraban el día de la raza. En eso estaban “contestes”, de acuerdo. Corría 1868 y la soldadesca argentina, llena de federales retobados sometidos por los unitarios, todavía regaba el Paraguay de sangre. Propia y ajena. Algunos de los milicos que volvían traían pestes. Daba asco verlos harapientos, tosiendo, débiles, con los ojos saltados. A Buenos Aires llegaba el cólera, como burlándose de los que pisoteaban guaraníes. Los victoriosos, algunos de ellos, volvían con la peste. Cólera. Se cagaban encima. La diarrea les provocaba una sed insaciable. Y llegados a Buenos Aires, antes de morir, contagiaban a todos. Miles y miles de difuntos. Especialmente en San Telmo, y de ahí para los caseríos que iban para el Riachuelo. La salud pública era un bien escaso. Con el cólera como escenario, en aquella primavera del ’68, Mitre se iba y Sarmiento llegaba. Mitre se iba a la casa: después de cuatro años de guerrear, quería cumplir con su otro sueño, sacar el diario. Y se dio el gusto de sacarlo en enero de 1870, justo dos meses antes de la muerte de quien quería ver muerto a toda costa: Francisco Solano López. Para Mitre, era el tirano. Igual que Rosas. O mucho peor, porque había cometido la estupidez de desoír a los ingleses. Qué locura la de López eso de ir contra el viento. ¿Para qué? Si, al final, junto con López quedaban unos paraguayitos de 12 años, con barbita de algodón, simulando ser soldados, y muriendo como patos en Cerro Corá. ¿Para qué? Encima, para que los soldados argentinos se volvieran con la peste. Ah, pero el general Mitre se dio el gusto de publicar en La Nación todo lo que quiso sobre ese guaraní de raza inferior que no entendía el destino suramericano. Y la peste, el cólera, no hacía distingos, y volvía diarreicos tanto a los bravos unitarios como a los pobres federales retobados que entendieron para dónde había que marchar y dejarse de joder con las autonomías provinciales y esas locuras del Quijote de los Andes, como los utópicos llamaban a Felipe Varela. Ese presumido montonero tardío, del cual el general Mitre también se ocupó en La Nación pocos meses después, cuando Varela moría, en junio del 70. ¿Quién carajo era Varela para querer rebelarse cuando la Nación estaba en guerra? ¿Quién carajo iba a seguir los consejos de un tipo que prometía telares cuando el destino suramericano era comprar lanas inglesas? Por eso, los coroneles de Mitre habían traído engrilletados a los revoltosos. Y, según le dijeron al general Mitre, habían dejado escapar a Varela. Total, de tanto andar en el monte, había quedado tuberculoso. Lo dejaron cruzar a Chile. Como Sarmiento tantos años antes. Y Sarmiento se enteró, siendo presidente, que el carnicero Varela había muerto. El odiado. Sucio como Facundo. Y en Chile. Sarmiento sabía lo que era escapar a Chile. Claro, a Varela no lo habían nombrado, como a él, embajador. Y con viáticos. Varela estaba loco. Quería industrias y revueltas. Ninguna de las dos. Se moría el último montonero. Y, sin federales a la vista, muerto el mismísimo Urquiza, general panqueque, el país estaba unido. Un país unitario y que miraba para adelante. Sobre todo para arriba.
Pero Mandinga metía la cola. Porque, exactamente al año de salir La Nación, llegaba otra peste conocida. La fiebre amarilla entraba. Y también por San Telmo. El primer caso saltó en un conventillo de la calle Bolívar, donde vivían extranjeros. Porque Buenos Aires se había inundado de extranjeros. La mayoría, italianos que escapaban al hambre de la península. La fiebre amarilla producía miedo. Era un fantasma temido.
Cuando se reportaron los primeros casos, una comisión de médicos notables le advertía a la comisión municipal de Buenos Aires que podía llegar una epidemia. Pero don Narciso, a la sazón presidente de esa comisión, no prestó atención. ¡Qué fiebre amarilla ni qué ocho cuartos!, dijo Don Narciso, con ese nombre rimbombante y la cabeza vacía. Porque lo más peligroso de Narciso no era que se engolara frente a un espejo sino esa decisión de mandar a la mierda a todo el mundo. Don Narciso Martínez de Hoz era de una estirpe especial. ¡Si se mueren en los conventillos, les mandan el carro de los pobres, que para eso lo hemos creado! Los carros levantaban a los pobres y los llevaban a trabajar a alguna estancia.
Pero en pocos días no hubo carros que alcanzaran. Y muchos entendieron que había llegado la hora de rajar o morir. Y las clases acomodadas empezaron el éxodo. Algunos a Belgrano, apenas pasando el arroyo Maldonado; otros, a las barrancas de San Isidro. Así, con los negocios y los teatros cerrados, daba asco Buenos Aires.
Pero hubo otros que se quedaron. En minoría, claro. Y crearon la Comisión Popular para hacer frente a la fiebre amarilla. Manuel Argerich, hijo de don Cosme, acopiaba saberes diversos. Era abogado, filósofo, matemático y también médico, como su padre. Junto con José Roque Pérez empezaron a contagiar voluntades. Pérez no era médico; era fundador de una logia llamada De Libres y Aceptados Masones. Y los voluntarios jugaban el mano a mano con la parca llevando a los enfermos y moribundos a los hospitales o cargándolos en los carros o trenes para enterrarlos pronto.
A don Narciso Martínez de Hoz, después de desoír los consejos de tener una política pública para hacer frente a la fiebre amarilla, lo esperaba una tarea no tan ardua. Con su hermano José, fundador de la Sociedad Rural, y otros miembros del clan, se ocupó de financiar la campaña de Julio Roca al sur. Era hora de terminar, en serio, con los malones y los tolderíos. Además, por supuesto, había que llevar los rebaños de ovejas a pastar a esas tierras y dejar la pampa húmeda para los aberdeen angus.
A don Manuel Argerich y a José Roque Pérez no les quedaban muchas más horas de vida. Estuvieron al frente de la lucha desigual contra la fiebre amarilla. A cada rato repetían que no les daba asco, que cada enfermo que pudiera curar lo vivían como un gran triunfo. Ambos, debilitados, supieron fehacientemente que le habían ganado la pulseada a la fiebre amarilla. Pérez murió el 26 de marzo de 1871. Argerich, filósofo y matemático, sabía que no iba a poder gambetear la muerte mucho más tiempo. Resistió, enfermo, hasta que la Patria cumplía 61 años. El 25 de mayo de 1871 se sumó a la lista de 13.584 muertos de la peste.
Ya se normalizaba Buenos Aires. Y los muertos no hablaban. O al menos no hablaron por un buen rato. En San Telmo, con el tiempo, rindieron homenaje a otros 11 médicos, a 60 sacerdotes, a 22 miembros de la Comisión de Higiene y a cuatro de la Comisión Popular que murieron como héroes anónimos. De a poco, las familias pudientes cruzaron de nuevo el arroyo Maldonado y mandaban abrir las casas. Eso sí, ordenaron a los sirvientes que limpiaran 20 veces antes de que los señores volvieran para instalarse.
El pintor uruguayo Juan José Blanes, que por entonces vivía en Buenos Aires, pintó un cuadro en pleno 1871. Lo llamó Episodio de fiebre amarilla. Junto a una moribunda y su hijo están Manuel Argerich y su compañero de comité Roque Pérez. Ese óleo, conmovedor, fue expuesto en el Colón a fines de 1871, cuando el teatro todavía estaba en la entonces Plaza de la Victoria y ahora Plaza de Mayo. Las colas para ver el cuadro de Blanes eran tan conmovedoras como el agradecimiento de los sobrevivientes que, silenciosamente, recibían el mensaje de José Roque Pérez y de Manuel Argerich.